miércoles, 25 de marzo de 2015


“Ha resucitado y eso les anunciamos”

Siempre será un desafío mantener la vitalidad de nuestra fe y aprovechar todas las oportunidades que el año litúrgico nos ofrece. Por eso ahora que se acerca la Semana Santa es muy importante prepararnos de corazón para celebrarla e intentar que este año marque una experiencia fuerte en nuestra vida. Más aún, la dimensión misionera de la fe nos invita a vivir esta “Iglesia en salida” de la que tanto habla el Papa Francisco, llevando este mensaje central de nuestra fe –el misterio pascual- a todos los que nos rodean.

Es mucho lo que tenemos que comunicar. En un tiempo muy breve –tres días- se encierra toda la grandeza del Dios hecho ser humano en Jesús y de su plan salvífico para la humanidad. En tres días se condensa la vida de quien en su fidelidad a Dios, nos hizo partícipes de la vida divina.

Si seguimos el desarrollo de las celebraciones litúrgicas de este tiempo, comenzamos con el Domingo de Ramos. Aquí se conmemora la entrada de Jesús a Jerusalén mostrando cómo su mensaje de amor y misericordia fue acogido por los pequeños, pobres, enfermos de su tiempo. No eran pocos. La multitud de personas que lo aclamaban, son la multitud de necesitados de cada tiempo que desde su sencillez y carencia se abren con facilidad al misterio de la buena noticia que se acerca y confían en las promesas del quien les anuncia mejores tiempos. Pero, los poderosos, ven en peligro sus intereses y no dudan en buscar medios para acabar con quien propone la inclusión, justicia e igualdad para todos. Ellos no quieren perder su poder y privilegios. Y, en tiempos de Jesús, como en nuestro tiempo, se confabulan para darle muerte y con el poder que ostentan, consiguen su objetivo.

Jesús presiente su muerte. No es ingenuo ante los poderes de este mundo y conoce bien que su mensaje de amor, molesta a algunos, hasta el punto de querer matarlo. Pero él no va a esconderse de ellos. Por eso el Jueves Santo recuerda el lavatorio de los pies, como gesto de los valores del reino: servicio y entrega de toda la vida. Jesús sirve a sus discípulos como el menor entre ellos e invita a que ellos sean así unos con otros. No habla de privilegios o poderes. Muestra con sus gestos el camino del discípulo. Y el culmen de ese misterio del Reino es la entrega de la propia vida. Jesús se hace pan para el mundo, se queda para siempre con los suyos, se parte y se reparte para ser alimento de la humanidad. Lavatorio de los pies e institución de la Eucaristía, nos hablan del reino de Dios vivido y llevado a su plenitud por Jesús, en su vida histórica.

En el Viernes Santo nos enfrentamos al misterio del mal y del dolor que golpea la historia humana y que tantas veces nos hace preguntarnos: ¿Dónde está Dios mientras suceden tantos sufrimientos inhumanos? El mismo Jesús lanzó una pregunta legítima y coherente con quién se toma en serio la historia y se compromete con ella: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). En este día, por tanto, conmemoramos el misterio de la cruz con todo lo que ella tiene de doloroso. A Jesús lo crucifican como cualquier malhechor y sobran improperios y burlas frente a él. Pero no falta la fidelidad de las mujeres –discípulas auténticas del reino- y de algunos otros, que allí junto a la cruz, reconocen el amor de Dios, hasta la entrega de la propia vida. Es así como el Centurión romano exclamó: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mt 27,54). Mateo relata la muerte de Jesús con todo el dramatismo que ella conlleva: “Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo y la tierra tembló y las rocas se partieron, y se abrieron los sepulcros…” (Mt 27, 50-52).

Ahora todo es silencio y soledad. Por eso, el Sábado Santo, de alguna manera recoge esa experiencia, recordando la soledad de María, su dolor ante su Hijo muerto. Pero no pasa mucho tiempo para que se venza la negatividad de la historia. Dios tiene la última palabra y ella se impone por encima de los poderes del mundo.

El domingo, muy de madrugada, nos relata el evangelio, María Magdalena fue al sepulcro y vio quitada la piedra. Se convierte así en la primera testigo de la Resurrección, quien le comunica a Pedro y al otro discípulo que Jesús no está en el sepulcro. Ellos corren a comprobar lo dicho por la mujer y efectivamente lo confirman. Pero María permanece en el sepulcro y tiene la gran alegría del encuentro con el Resucitado: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Y ella responde: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Entonces Jesús la llama por su nombre: “María” y ella le reconoce como el “Maestro”. Comienza así la aventura de la misión, el compromiso del anuncio: “Ve a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y María fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y lo que le había dicho” (Cf. Jn 20, 1-18).

La Pascua es, por tanto, el momento cumbre de nuestra experiencia de fe, allí donde la vida de Dios resplandece en el Resucitado que nos comunica su vida ya, en este tiempo presente, abiertos siempre a la plenitud de su consumación cuando “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28).

La misión surge de la experiencia del Resucitado y tiene como objetivo anunciar al Resucitado. No sólo con palabras sino con toda la vida. El desafío es vivir como “resucitados”, es decir, haciendo lo que Jesús hacía, amando como Él lo hacía, respondiendo a las necesidades de nuestro tiempo como él lo hacía en el suyo.

Celebrar la Semana Santa, por tanto, es sumergirnos en este misterio de la muerte y la resurrección del Señor para anunciarlo y testimoniarlo con la misma fuerza y audacia de todos los que nos han precedido abriendo caminos misioneros que hoy, nos corresponde a nosotros, recorrerlos.