lunes, 28 de diciembre de 2020

 

Pensando en un balance de este 2020

Estamos próximos a celebrar el fin de año. Para muchos un año que solo nos ha traído dolor y sufrimiento. Ojalá se acabe ya y se vislumbren tiempos mejores. Para otros un año de muchos aprendizajes, cambios y situaciones desconcertantes. Para todos, un año para tocar la fragilidad de la vida humana, su vulnerabilidad y la necesidad que tenemos de afrontar todas las dificultades que vienen. Y como en todo año que termina, un balance no viene mal, aunque, esta vez, marcado por esta situación del Covid-19 tan imprevista.

A nivel de movilidad, cuantas cosas se detuvieron. Fueron muchos los viajes y eventos cancelados, poco a poco se pasaron a versión virtual -con las diferencias que conllevan- pero se sintió el detener el ritmo de vida acelerado que llevaban tantas personas. También se puede vivir de manera más sosegada y, seguro, eso nos hacía mucha falta.

A nivel de trabajo y estudio, la modalidad virtual se ocupó de transformarlos para bien y para mal. La creatividad no se hizo esperar y fue mucha la entrega de las personas para aprovechar estos recursos y proponer muchas iniciativas que permitieron avanzar en estos aspectos. Pero también, con el paso del tiempo, se ha visto el cansancio y no todos los estudiantes pudieron aprovechar de la misma manera. El rendimiento escolar no pudo ser el mismo en todos los jóvenes y para el próximo año, sé de jóvenes que no continuarán sus estudios universitarios porque consideran que se paga demasiado dinero para una educación que, si continúa virtual, no ofrece lo mismo. Y, esto para los que han podido tener estos medios. Pero grandes mayorías de personas no cuentan con la tecnología necesaria y es imposible, a pesar de tantos esfuerzos, que con un solo celular puedan estudiar cinco hijos, sin contar lo que los padres tenían que hacer con el mismo recurso.

A nivel de medio ambiente, al inicio de la cuarentena mucha gente notó la diferencia de un aire más puro, con menos contaminación. Pero la reactivación de la economía ha hecho que rápidamente esto se olvide porque es más fuerte la urgencia del día a día que la capacidad de pensar a largo plazo y moverse decididamente al cuidado de la casa común. La inmediatez de la vida lleva a la incapacidad de contemplar, de cuidar, de preservar.

A nivel familiar, muchas familias están compartiendo más y la casa se convirtió en lugar de encuentro y crecimiento. Pero muchas otras se enfrentaron a lo que arrastraban de años atrás y las separaciones no se han hecho esperar. Además de toda la violencia doméstica que se conoce se ha vivido en este tiempo. Por supuesto aquí hablamos de los que cuentan con una casa adecuada. Muchos no tienen una vivienda digna y para ellos la cuarenta ha sido simplemente insostenible. El problema no es entre cuidarse o no hacerlo sino en constatar que la diferencia de condiciones socioeconómicas, condicionan la vida en todos los sentidos.

A nivel de relaciones interpersonales, ya se extrañan demasiado y se percibe lo que tal vez en la vida normal no siempre se valora: el encuentro, el abrazo, el beso, la compañía, la sonrisa, la mirada, la palabra. Pero también ha quedado en evidencia la calidad de relaciones que se viven, las personas con las que en verdad se siente falta de estar y a las que les hacemos falta. Algunos han constatado que la red de amigos es más una red de conocidos circunstanciales que unos verdaderos lazos entrañables que permanecen firmes en tiempos de cercanía o de distancia.

A nivel religioso, aunque muchas personas han acudido a la oración y han sentido la falta de ir al templo, también se pueden ver algunas consecuencias en la poca formación en la fe que se ve en ciertos contextos. Ese laicado adulto con el que soñamos para hacer de la iglesia un pueblo de Dios donde todos y todas participan con sus diferentes carismas y ministerios, no logra mostrar su empoderamiento. Muchos han quedado dependientes de lo que el clero programe por los medios digitales y esperando la reapertura de los templos. Esta circunstancia es ocasión para pensar qué experiencia de fe, qué sentido de iglesia, qué compromiso social y, sobre todo, qué sentido de los sacramentos se vive. El balance, tiene aspectos positivos, pero también convendría pensarlo más a fondo para que la iglesia, gracias a esta circunstancia, tome el pulso de su ser y quehacer y haga cambios. Las propuestas que Francisco ha hecho a la iglesia para su reforma deberían tomarse en peso y ponerse en práctica porque la pandemia ha revelado que en verdad hace falta una iglesia más comprometida con lo social que con el culto, una iglesia más pobre y misericordiosa, una iglesia más sinodal, una iglesia menos afincada en sus seguridades y más dispuesta a vivir “en salida”, “sin miedo a herirse o accidentarse” (Evangelii Gaudium 49).

Muchas otras cosas se podrían señalar en un balance de este año y cada cual puede añadir lo que ha vivido personalmente. Pero lo que interesa es tomar conciencia de la propia realidad para vislumbrar un nuevo año mejor. La pandemia pasará algún día (aunque en nuestro mundo estructuralmente injusto, ya los países más ricos están vacunando a sus ciudadanos y otros ni tienen esperanza de que tal vacuna llegue a ellos) pero lo vivido en este tiempo no puede dejarnos indiferentes. Por el contrario, es tiempo de crecer en humanidad y en corresponsabilidad. Es tiempo de hacer verdad en nuestra vida, lo que nos trajo el Mesías esperado, el Niño Jesús que acabamos de celebrar en navidad: “Reposará sobre Él, el espíritu de Yahveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra (…) justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos (…) nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahveh (Is 11, 1-9). El 2021 traerá sus propios problemas, pero el “Dios con nosotros” (Mt 1,23) está sosteniendo nuestras vidas y, si le acogemos, dará sus frutos en cada uno y en la historia que vivimos.

lunes, 14 de diciembre de 2020


Y llegamos a Navidad ¡con la pandemia a cuestas!

 

Este año hemos vivido en medio de la pandemia del covid-19, sin que lo hubiéramos esperado, ni imaginado. El mundo entero se ha visto afectado y se ha sentido impotente para detener el avance. Con mucho empeño se ha buscado una vacuna, pero ha sido un año para constatar la fragilidad, la limitación, la vulnerabilidad humana. Tal vez esta circunstancia nos ayude a entender la vulnerabilidad del Niño que nace, “en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc 2, 7).

Pero esa vulnerabilidad no es lo más relevante de nuestras celebraciones de navidad. Por lo general, es un tiempo lleno de alegría, esperanza, festejos, regalos, que expanden el corazón y animan el espíritu. Todo esto es muy positivo y el ciclo litúrgico de adviento/navidad así lo expresa. Sin embargo, ese ambiente festivo puede impedirnos ver el nacimiento de Jesús como realmente fue. Su encarnación no llegó con festejos, ni fue esperada por las élites representativas de su tiempo. El evangelio de Lucas nos aproxima a lo que en realidad fue: Jesús nace en un lugar apartado y los que lo reconocen son los pastores del lugar: personas insignificantes en ese contexto, que no tienen mucho que ofrecerle, más que la sencillez de su vida (Lc 2, 8-18).

Esto marca la vida de Jesús y el lugar desde el que se sitúa para ejercer su misión. Asume la humanidad desde los más vulnerables y así continuará a lo largo de su vida. Incluso, cuando sus oponentes deciden asesinarlo lo hacen con el peor castigo -la cruz- que solo se infringía a los “malditos por Dios” (Dt 21,23; Gál 3,13).

Ahora bien, a los pastores se les anuncia la llegada del Niño, como “una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 10-11). Esa es la paradoja de nuestra fe: desde la vulnerabilidad confesamos el poder de Dios; desde la pobreza, reconocemos la riqueza divina: “Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por ustedes se hizo pobre, a fin de que se enriquezcan con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

Tal vez este año lleno de incertidumbres, sufrimiento, pobreza, carencias, nos abra los ojos a la verdadera humanidad de Jesús y logremos entender mejor el misterio de su encarnación y la salvación que Él nos trae.  Jesús se hace ser humano con todas las consecuencias. No es una encarnación aparente o simbólica, es real y asume las circunstancias tal y como ellas son, buscando caminos para superarlas. En eso consiste la predicación de Jesús. En un pueblo que excluía a muchos, inclusive en nombre de Dios, Él viene a anunciarles que Dios no quiere esa realidad y por eso invita a todos a sentarse en la mesa del Reino, comenzando por los últimos, por los que menos posibilidades tienen. Precisamente Él se hace uno de ellos para empezar “desde abajo”, haciendo efectiva la inclusión de los más pobres y marginados.

Navidad nos introduce en esa lógica de Dios. Nos invita a mirar el mundo desde los más pobres, todos aquellos que viven en los pesebres de hoy porque no tienen trabajo, casa, educación, salud, alimento, en otras palabras, los derechos fundamentales para una vida digna. Navidad nos confronta con la injusticia del mundo que deja a tantos en la insignificancia y en las márgenes. Navidad, desde la experiencia de la pandemia, nos hace mirar las consecuencias de las estructuras que sostienen nuestro mundo actual en las que unos pocos gozan de todos los beneficios y la mayoría solo puede comer las migajas que caen de las mesas de los dueños o mejor de los que se apoderaron de los bienes de la tierra, que en justicia deberían ser de todos.

La pandemia ha dejado en evidencia esta injusta realidad de nuestro mundo. Demasiadas muertes porque los hospitales, por lo general, no tienen la infraestructura para contener casos como estos ya que solo se accede a buenos servicios si se paga grandes cantidades de dinero por una salud privada.

Demasiadas personas sin una casa digna para vivir la cuarentena y ha contrastado, por ejemplo, las grandes mansiones desde donde algunos artistas brindaron conciertos por internet, con aquellos barrios marginales, de calles llenas de gente, porque en la habitación en que vive toda una familia, es imposible estar encerrados, cuidándose del virus.

Tantas otras realidades quedaron evidentes en este año de pandemia y esto es lo que podemos traer en esta navidad para vivirla con la profundidad que el misterio de la encarnación supone. Si los reyes magos trajeron incienso, oro y mirra (Mt 2, 11-12), nosotros traemos un año lleno de dolor, muerte, enfermedad, temor, incertidumbre, pero también, lleno de solidaridad, de fortaleza, de esperanza, de apuesta por la vida. Ahora bien: ¿qué buena noticia nos trae el Niño que nace?

Navidad alienta la esperanza de que este mundo, tal y como ha manifestado ser en esta pandemia, tiene que cambiar para mejor. El Niño del pesebre ha venido para quedarse entre nosotros y acogerlo es construir un futuro que esté preparado para afrontar mejor la vulnerabilidad humana y, sobre todo, para garantizar -desde ahora- las condiciones necesarias para cuidar la vida en pandemia y sin ella, en tiempos difíciles y en tiempos fáciles. En otras palabras, Navidad es la esperanza renovada de que llegarán tiempos de pospandemia y nuestro mundo podrá ser distinto para entonces.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Escandalizarse ¿de qué?


En la iglesia católica se realizan diferentes propuestas pastorales con el ánimo de atraer a los fieles, alimentar su fe y despertar su espiritualidad. Entre muchas de esas experiencias, hace poco se propuso, en la arquidiócesis de Bogotá, un “Madrugón a la oración” (desconozco si se ha hecho más veces) invitando a personas del clero, la vida religiosa y el laicado a que animaran ese espacio con una reflexión sobre las bienaventuranzas. También contó con un grupo musical y otras intervenciones que propiciaron un ambiente de oración y recogimiento.

Esta iniciativa, con seguridad, gustó a los participantes y, en estos tiempos de pandemia, estas propuestas han sido muy valiosas. Ahora bien, una de las reflexiones fue ofrecida por un sacerdote que hace algunos años entró por el camino de la “meditación” inspirada en prácticas orientales, como el yoga, el control de la respiración, la alimentación sana, etc. (no puedo entrar en detalles porque no conozco a fondo los fundamentos de dicha meditación) pero, a grandes rasgos, van por esa línea. Además. Él ofreció la meditación sentado sobre una piedra, en posición de loto, vestido con un traje artesanal blanco y con un lindísimo paisaje de fondo. Algunos o muchos -según se relató en un reportaje que se hizo sobre este hecho- quedaron “escandalizados” por ver a un sacerdote sin su tradicional clériman y ofreciendo ese tipo de meditación. Le tildaron de “nueva era”, de que “por ahí entra el demonio”, de ser señal de la decadencia eclesial, etc. El texto en el que leí el comentario sobre las opiniones frente a este estilo de meditación decía que los grupos conservadores se habían quedado escandalizados y no entendían estas expresiones que rompen con los moldes establecidos.

Personalmente no es esto lo que me escandaliza. Hay muchos caminos para hacer oración y casi siempre esta viene acompañada de los espacios de silencio, de la meditación, del recogimiento, de la interioridad. Las técnicas orientales se han ido introduciendo en nuestra realidad occidental y, entendidas como técnicas que ayudan a la salud, al recogimiento, a la concentración, son válidas y no tienen nada de satánico o algo parecido. Pero algo que es muy importante recordar, es que los caminos que me ayudan a mí no necesariamente han de ser asumidos por todos. No hay un solo camino de espiritualidad porque no todas las psicologías humanas son iguales y a unas personas les ayuda más unas técnicas que otras. Ese querer erigirnos como dueños de una verdad y buscar imponerla a todos, es lo que sí es nefasto y no ayuda a la experiencia cristiana. Tan válido es el camino de San Ignacio de Loyola con su propuesta de Ejercicios espirituales como el de Santa Teresa de Jesús con su definición de oración: “tratar de amistad, muchas veces a solas, con quien sabemos nos ama”. Y todo el cultivo del dominio de sí, de una alimentación saludable, de la elasticidad corporal, del danzar o cantar, del contemplar, de hacer ritos y expresiones que manifiesten nuestros sentimientos religiosos, es loable, necesario y forma parte de nuestra realidad humana “encarnada”. Por lo tanto, repito una vez más, lo escandaloso no es proponer diferentes maneras de orar y expresarlas.

Pero si tengo dos realidades que no me escandalizan, pero si me preocupan. La primera, consiste en hacerle decir a los místicos/as cristianos lo que ellos no dicen. Por dar un ejemplo, el libro de “Las moradas” de Santa Teresa no tienen nada que ver con un proceso de grados o escalones a conseguir, a semejanza del dominio que se adquiere con algunas técnicas de meditación.

La segunda -que me preocupa mucho más- es que la Palabra de Dios que se comenta en estos espacios de oración o en las predicaciones y catequesis, la desvinculemos de su contexto original, de lo que realmente quisieron decir los evangelios -con la pluralidad de interpretación que también cada uno le da- y le hagamos decir lo que no dice. En concreto, el texto de las bienaventuranzas presenta el “programa del reino de Dios anunciado por Jesús” y según conocemos, ese programa interpeló profundamente el contexto religioso de su tiempo, a tal punto que Él se ganó la muerte y lo crucificaron con el significado que esto conllevaba para ese tiempo, como un “maldito de Dios”. De ahí la hondura de la experiencia de la resurrección: esta constituye el sí de Dios a la praxis de Jesús, es la confirmación de que un amor inclusivo, libre, misericordioso, profético como él que vivió y propuso a sus seguidores, es el que Dios quiere para hacer presente el reino de Dios en nuestra historia.

Por supuesto que en el “Madrugón de oración” se dijeron muchas cosas que van en la línea de lo que acabo de decir, pero tanto en ese evento como en muchos otros, se dicen muchas cosas que no tienen nada que ver con la palabra de Dios que se invoca y se cae fácilmente en una oración intimista, moralista, de búsqueda de un bienestar personal, algo dulzona, muy alejada de una mística encarnada en la realidad, comprometida con su transformación. Por supuesto que este tipo de oración le gusta a mucha gente porque ante tantas problemáticas que se viven y la necesidad que todo ser humano experimenta de apoyo, compañía, sostén, hacen que la gente se sienta bien y confortada. Sin embargo, hay que estar más atentos para no “domesticar” la Palabra de Dios, no acomodarla a lo más fácil. Por poner un ejemplo, la paz del reino que anuncian las bienaventuranzas -si no las sacamos de su contexto- no se refieren al bienestar personal -aunque esto sea muy válido y necesario para todo ser humano- sino que tiene una connotación social y religiosa que interpela, incomoda, compromete.

En fin, el cristianismo pasó de ser, un movimiento marginal a convertirse en la religión oficial del imperio. Eso nos ha dado la idea de que ella “es” la religión para todo el mundo y que su hegemonía hay que defenderla por todos los medios.  Pero la experiencia reciente nos muestra que el pluralismo religioso es cada vez más evidente, además de que un buen grupo de católicos abandona la iglesia, especialmente, los más jóvenes. Por supuesto nos gustaría que no fuera así pero la manera de mantenerlos no puede ser “rebajando”, “domesticando” “endulzando” el mensaje de Jesús sino manteniendo la vitalidad profética y el “sabor a evangelio” -como dice el papa Francisco en su última encíclica Fratelli Tutti- porque lo que hará posible la presencia del reino, no será la cantidad de fieles, ni los ritos que se celebren, ni las técnicas de meditación, sino la vivencia de los valores del reino que como el trigo de la parábola, irán transformando, efectivamente, la cizaña (Mt 13, 24-30).


martes, 1 de diciembre de 2020

Vivir la esperanza del adviento en tiempos de pandemia

 

Comenzamos el año litúrgico con el inicio de adviento. Serán cuatro semanas de preparación para la navidad, en un horizonte de alegría (a diferencia de cuaresma que también es tiempo de preparación, pero en un sentido más de conversión), porque esperamos el complimiento de una Buena Noticia: el Dios de los cielos se hace uno de los nuestros, asume nuestra condición humana y desde entonces no hay que buscarlo en las alturas, ni afuera de la historia sino en ella y en los seres humanos con los que se identifica definitivamente. En términos bíblicos: “lo que hiciste a uno de estos pequeños a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40) o “nadie puede amar a Dios a quien no ve sino ama al hermano a quien ve” (1 Jn 4, 20).

En el primer domingo de adviento que acaba de pasar, el evangelista Marcos nos invitó a estar vigilantes porque “no sabemos cuándo vendrá el dueño de la casa” (13, 33-37). Esto es lo que nos ha sucedido con la pandemia. No sabíamos, ni imaginábamos que algo así pudiera cambiar nuestro estilo de vida, afectando nuestros planes y proyectos. Por supuesto hemos seguido adelante -con más o menos dificultad-, y esta experiencia nos está ayudando a entender nuestra limitación y vulnerabilidad y la necesidad de estar preparados para afrontar experiencias de este tipo. Ha sido necesario volver a las fuentes de nuestra fe: el Dios vivo, sosteniéndonos en todo momento, no encerrado en templos o liturgias, sino convocándonos siempre a la vida y a superar toda situación.

El segundo domingo de adviento nos presentará la figura de Juan el Bautista (Mc 1, 1-8) anunciando la diferencia entre su bautismo de agua y el que trae Jesús en el Espíritu. Nos convoca a salir de una religiosidad individualista para acoger la vida del Espíritu que siempre impulsa a la liberación de todas las esclavitudes y nos constituye en hijos e hijas de Dios. Podríamos conectarlo con el inicio de la misión de Jesús que Lucas (4, 18-19) describe como acción del espíritu quien lo envía a dar la buena noticia a los pobres de que sus situaciones de dolor van a transformarse. Con la pandemia a cuestas, este bautismo en el espíritu nos invita a cambiar tantas situaciones de pobreza que han hecho tan difícil el cuidado mínimo contra el coronavirus, por falta de agua, de vivienda, de trabajo, de recursos para “cuidar y cuidarse”.

El tercer domingo de adviento nos presentará de nuevo la figura de Juan el Bautista, pero esta vez lo hace el evangelista Juan (1, 6-8. 19-28), aclarando que Él no es el Mesías sino el que allana los caminos para su llegada. Hay que descubrir a este Jesús que viene y la lógica del reino que anuncia. Romperá con los moldes de lo establecido por la ley judía y propondrá otra manera de ser hijo e hija de Dios, basada en la misericordia y el servicio y no en el cumplimiento de la ley y el culto. Buena semana para pensar en todo lo que la pandemia trajo para nuestra vivencia de fe. Esta no se pude basar en ir al templo, ni en la celebración de los sacramentos ni en el cumplimiento del precepto dominical o en cualquier otra de las prácticas tan bien establecidas que teníamos. Nos ha hecho ver que antes que el culto es la vida y antes que el templo es la iglesia viva que somos cada uno de nosotros. Podrán delimitarse los aforos en los templos, con normas de bioseguridad y ayudarán, pero se hace necesario agrandar las fronteras de nuestra experiencia de fe para sentir que “no dejamos de asistir al templo” -por lo dicho antes- sino que podemos estrenar otras formas de ser iglesia que, tal vez, han llegado para quedarse.

El cuarto y último domingo de adviento Lucas (1, 26-38) nos presentará a María como protagonista del acontecimiento que esperamos. El diálogo que sostiene con el ángel es uno de los aspectos más significativos del texto. Esperar al Mesías y acogerlo supone la libre aceptación, pero, sobre todo, la pregunta reflexiva que indaga por cómo será aquello o cómo será posible dadas las circunstancias, es decir, la actitud madura de un seguimiento de Jesús que la hace a ella, no solo madre de Jesús sino la primera discípula y modelo para varones y mujeres en la iglesia.

Una lectura más atenta de cada uno de estos textos bíblicos nos dará muchas más luces para vivir este tiempo de adviento. Pero es importante que articulemos la fe con lo que estamos viviendo. Esperamos tiempos de pospandemia que nos hayan transformado a cada uno y hayan hecho mejor nuestro mundo. Sería una lástima y, sobre todo, una inconciencia, no haber crecido como personas, como sociedad y como iglesia en este tiempo difícil que nos ha tocado vivir y volver a lo de antes, sin ninguna diferencia. A semejanza de María sería bueno preguntarnos muchas veces ¿cómo podemos vivir con más conciencia para afrontar tantas cosas nuevas que pueden llegarnos? ¿Cómo sacar lo mejor de cada uno para responder a los desafíos presentes? ¿cómo estar dispuestos a aceptar las incertidumbres del camino desde una fe viva y activa? Que este adviento -tiempo de esperanza- nos llene de optimismo y fortaleza para asumir lo que va llegando y responder de la mejor forma posible.   

 


lunes, 23 de noviembre de 2020

 

A propósito del 25 de noviembre: Un “pueblo de hermanas” que erradique tanta violencia

 

El 25 de noviembre es el “Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la mujer”. Desde 1981 comenzó esta iniciativa en conmemoración del asesinato de las hermanas Mirabal en República Dominicana. En 1999 la Asamblea General de las Naciones Unidas lo asume, definiendo la violencia contra la mujer como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la liberad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada”. En otras palabras, hay un reconocimiento de la violencia que a lo largo de la historia se ha ejercido contra las mujeres, por el hecho de ser mujer. Esto no es una retórica, un invento, un intento de hacerse las víctimas, un desenfoque de la feminidad y tantas otras cosas que argumentan los que no quieren reconocer la difícil, dura y verdadera situación, padecida por tantas mujeres de todo el mundo, de todas las condiciones socioeconómicas y culturales, de todas las religiones, etnias y color de piel. Es una triste historia que en muchos casos viven “abuela-madre-hija-nieta”, sin lograr romper esa cadena de violencia. Eso es doloroso, alarmante y urgente.

¿Por qué no logramos eliminar tanta violencia? ¿por qué se le quita importancia? ¿por qué algunas mujeres son las que menos apoyan estas conmemoraciones y relativizan esta realidad?

En la última encíclica del papa Francisco (n. 157-158) encontré una categoría que podría iluminar una posible respuesta. El papa, refiriéndose a la política, critica los populismos y los liberalismos, pero dice que eso no debe llevar a eliminar la categoría “pueblo” y esto porque “ser pueblo” es tener “una identidad común”, “un proyecto común”, “un sueño colectivo”.  Sin esta pertenencia a un pueblo es muy difícil proyectar algo grande a largo plazo que se convierta en un sueño colectivo. Y sin este sueño colectivo la gente no se empeña en transformaciones concretas para hacerlo realidad.

Sin usar esa categoría de pueblo, el feminismo hace mucho ha denunciado que el patriarcado se sostiene fácilmente porque lleva en sí la división entre las mujeres. Por eso, la mejor arma contra el patriarcado es la sororidad, es decir, la hermandad entre las mujeres. Esto es verdad. A las mujeres nos han enseñado a tener miedo de las otras mujeres. Ellas son nuestras antagonistas. Nos pueden quitar al “príncipe azul” porque el objetivo de sus vidas es conquistar a los varones, son las que destruyen los matrimonios, las que crean chismes, envidias, competencias. Ellas siembran cizaña a nuestro alrededor, son muy complicadas y por eso es mejor tener amigos varones. Por supuesto, en la práctica esto coexiste con una amistad entre las mujeres, pero es tan fuerte el imaginario patriarcal con que nos han configurado, que muchas mujeres, hasta el día de hoy, por ilustradas o liberadas que sean y por muchas amigas que tengan, piensan así de las otras mujeres.

No sé si se puede usar la categoría pueblo también para esta realidad de las mujeres, pero me parece que sirve para lo que ha denunciado el feminismo y su propuesta de vivir la sororidad. Tener identidad y pertenencia a un pueblo es lo que nos hace sentir dolor por las víctimas de tanta violencia patriarcal y nos llama a trabajar por superarlo. Mientras no sintamos que la violencia de las mujeres le ocurre a “una de las nuestras”, no salimos de nuestro confort para hacer algo por las demás.

Pero como ya dijimos, el patriarcado se ha encargado de quitarnos esta identidad de colectivo femenino y por eso hay muchas mujeres que no sienten a las demás como “una de las nuestras”. Por el contrario, se afanan en dejar claro que ellas “no son feministas”. Añaden que no necesitan de esas luchas ya que nunca han sufrido ninguna discriminación. Se sienten incluidas en el lenguaje masculino y no tienen ningún reparo en expresarse de esa manera, aunque se refieran a grupos de mujeres o a profesiones ejercidas por ellas. Consideran que las mujeres que hablan de la defensa de sus derechos, en realidad, están atacando a los varones y ellas ven la necesidad de defenderlos. Traen a la luz historias que han oído o que tal vez conocen en las que las mujeres han agredido a los varones y por eso no quieren ser identificadas con las luchas feministas, lo consideran un gran desprestigio.

Parece que es necesario repetir, una y otra vez, que la urgencia de eliminar la violencia contra las mujeres no es una lucha contra los varones sino contra la sociedad patriarcal que ha colonizado tanto nuestras mentes que nos hace incapaces de ver una estructura machista que permea las sociedades y las iglesias a nivel de mentalidad, actitudes, prácticas, estructuras. No es que las mujeres sean buenas y los varones malos. Es que la estructura patriarcal pone a las mujeres en desventaja y todo lo que tenga que ver con ellas es desvalorizado y ridiculizado. Es que ninguna mujer está libre de ser violada -si se llegara a presentar una ocasión para ello- y ninguna mujer esta libre de ser puesta en “sospecha” en su capacidad intelectual o en su madurez afectiva y psicológica. Y cuando alguna mujer brilla, se alaba como una cosa extraordinaria: esa mujer “si” es inteligente, “si” es equilibrada, etc.

Eliminar la violencia -todo tipo de violencia- contra la mujer es urgente. La pandemia ha dejado ver, una vez más, esa violencia doméstica que no cesa. Por eso, sin una identidad colectiva que nos identifique con todas las mujeres de la tierra, es difícil que nos unamos para que esto no ocurra más. Eso sí, da mucha esperanza ver a tantas jóvenes comprometidas con esta causa, con sus cantos, marchas, protestas, slogans y estilos de vida que rompen lo que parece invencible. Trabajar por la identidad colectiva como pueblo de hermanas, tal vez nos ayude a acelerar el cambio y a que llegue el día de que la violencia contra la mujer -por el hecho de ser mujer- sea un triste recuerdo del pasado, pero algo impensable para el presente.

 

 

 

martes, 17 de noviembre de 2020

 

La urgencia de impulsar una iglesia sinodal 

Acaba de publicarse el libro “La sinodalidad en la vida de la Iglesia. Reflexiones para contribuir a la reforma sinodal”, fruto del trabajo de un grupo de teólogas y teólogos que hace algunos años nos estamos reuniendo bajo la denominación “Grupo Iberoamericano” para reflexionar y apoyar las reformas del papa Francisco. Vale la pena leerlo porque se aborda la sinodalidad desde diferentes aspectos y puede hacer mucho bien a la vida de la Iglesia. A propósito de este libro quiero comentar algunas realidades que no permiten avanzar en este empeño.

Según el papa Francisco la iglesia del tercer milenio ha de ser una iglesia sinodal. La palabra sínodo significa “caminar juntos” y aunque Vaticano II no uso este término, con la definición que dio de Iglesia abrió las puertas para hacerlo posible: la iglesia es pueblo de Dios, la iglesia es comunidad. Pero lo difícil es concretarlo. En efecto, mientras no se abran canales de participación para el laicado en los niveles de decisión, no habrá posibilidad de vivir una iglesia sinodal.

Pero ¿cómo hacemos para empujar ese modo sinodal de vivir y de actuar en la Iglesia? No pareciera que en los niveles de la jerarquía haya demasiado interés en llevarlo a la práctica. Inclusive el mismo papa Francisco, aunque ha impulsado amplias participaciones en el nivel de consultas en los sínodos que ha convocado (de la evangelización, la familia, los jóvenes, la Amazonía) cuando escribe las exhortaciones postsinodales no siempre recoge lo que se pidió con tanta insistencia en las consultas. Sobre todo, en la “Exhortación Querida Amazonia” quedó muy evidente que el sentir del pueblo de Dios no fue escuchado en temas centrales para un acompañamiento efectivo de esas comunidades. Muchas personas han hecho ver que no deberíamos quedarnos en lo que no fue aceptado, sino mirar todo lo positivo que también se dijo allí. Por supuesto que no se puede dejar de valorar lo positivo, pero ante la pregunta ¿cuándo esta iglesia nuestra llegará a ser sinodal? es imposible no mirar los hechos concretos para dar una respuesta.

Además, en las otras instancias jerárquicas, llámense obispos o presbíteros, no se ve tampoco mucha voluntad de abrir los espacios para una participación efectiva del laicado. Son siglos de una organización donde todos los puestos de responsabilidad tienen como condición que quien los ocupe haga parte de la jerarquía. Cuando se abre algún espacio para el laicado, la mayoría de las veces es por falta de clero para ejercerlo.

Pero lo más difícil es ver al mismo laicado convencido de que su lugar es en dependencia del clero y, lo que es peor, la poca confianza que los mismos laicos tienen entre ellos. Hay asociaciones laicales que se resisten a una participación en condiciones de igualdad entre sus miembros, -comprensible en un sentido- porque en sus orígenes nacieron con cierta jerarquía entre ellos, pero incomprensible cuando se han dado tantos pasos en la toma de conciencia de la vocación laical, de su llamada plena a la evangelización, de la responsabilidad compartida que ha de tener todo el pueblo de Dios que quiere ser signo de una comunidad de iguales.

Las primeras comunidades cristianas nacieron con esa corresponsabilidad y vocación compartida. Como todo grupo que quiere perdurar en el tiempo se fue institucionalizando. Pero llegados a donde estamos bien sabemos que, sin poder renunciar a una organización funcional, es urgente recuperar lo esencial de la experiencia cristiana en la que solo hay un Padre y todos los demás hermanos (Mt 23,8).

Por otra parte, hay preocupación por el crecimiento de la iglesia católica ya que cada día se separan más personas de la iglesia y el aumento de vocaciones a la vida consagrada o presbiteral no es tan significativo. Posiblemente una de las causas sea esta. En tiempos donde la igualdad fundamental de todos los seres humanos se reclama y exige como principio básico de convivencia, no convoca mucho una institución en la que unos mandan y los demás obedecen, unos deciden y los demás solo pueden opinar -si les dejan, como concesión, los que mandan-, unos parecen tener la plenitud del Espíritu y otros solo colaboran en la medida que se les permite alguna participación. Podría creerse que esto es una exageración, pero sigue siendo así. Los procesos de evangelización son dirigidos por el clero a nivel parroquial, diocesano y universal. Las comunidades religiosas y asociaciones laicales están bastante controladas por la jerarquía de tal modo que para cambiar un reglón de sus estatutos tienen que hacer un proceso de justificación desgastante y hasta temeroso porque pueden decir que no. Además, a los mismos grupos de iglesia les cuesta mucho trabajo actualizar su carisma porque parece que algunos sectores creen que traicionaran la intención del fundador o fundadora, olvidando que ellos casi siempre fueron adelantados a su tiempo y si vivieran en este tendrían mucha más osadía y audacia.

Ojalá que todos en la iglesia revisáramos si a nivel de “mentalidades, estructuras y prácticas” vamos haciendo posible una iglesia sinodal. Es verdad que se necesita la voluntad política de la jerarquía para desmontar toda la estructura que hoy tiene montada, pero también es verdad, que sin un laicado que quiera dar pasos en ese sentido, tampoco será posible. Quien pueda entender que entienda (Mt 11,15) y lo ponga en práctica en su manera de ser y vivir la iglesia.

 

martes, 10 de noviembre de 2020

Los creyentes y sus opciones políticas


Acaban de pasar las elecciones de Estados Unidos y un poco antes las de Bolivia. No voy a dar aquí una reflexión política porque no tengo los elementos suficientes para ello. Pero solo quiero compartir algunas inquietudes desde la experiencia creyente frente a la postura y el voto que emiten muchas personas que dicen ser seguidores de Jesús.

El cristianismo apuesta por la comunidad de hermanos y hermanas, pero no de cualquier manera sino comenzando por los últimos. Es decir, en la vida concreta no se puede ser neutro; hay que asumir posturas determinadas para trabajar por las causas que nos proponemos. Por eso ante las injusticias estructurales tan evidentes en nuestra América, es necesario apoyar todo aquello que favorezca a los más necesitados. Algunos dicen que esto es “populismo” pero yo no acabo de entender esta crítica y lo digo por lo siguiente: ¿hay algún candidato de derecha, izquierda o centro que no sea populista? Todos ofrecen cambios y se supone que la gente vota por las promesas que hace ese determinado candidato. Con lo cual todos los candidatos son populistas. Pero parece que lo malo es que los pobres crean en esas promesas y además se les dice que quieren ser “atenidos” (como, desafortunadamente, repite la vicepresidenta de Colombia). Conozco demasiados pobres que trabajan de sol a sol, que se juegan el día a día con una honestidad y entrega que merece todo nuestro respeto. Por supuesto hay pobres que no quieren trabajar como hay muchos ricos que no lo hacen porque nacieron con todas sus necesidades cubiertas, lo cual los hace verdaderamente atenidos, a veces disfrutando de herencias que en sus orígenes no fueron tan justas como se podría creer.  

Todo es muy complejo pero lo que quiero afirmar es que un cristiano debería revisar muy bien las promesas de los candidatos y votar por las que van a favorecer a más personas, pero comenzando por los más pobres. Todo esto independiente de si alguna propuesta no me favorece personalmente -ya que todo cambio supone ajustes y algunas poblaciones pueden ser afectadas- pero ¿no es eso pensar en el bien de todos para que “ninguno pase necesidad” -como relata el texto de hechos sobre la primera comunidad cristiana (Hc 4, 34)-? Muchas frases y sentimientos altruistas profesamos, pero llega la hora de ponerlos en práctica y parece que la fe no tiene nada que ver con la vida.

Un grave aspecto que hoy vivimos es el populismo de “palabras”, o mejor, los relatos construidos con mentiras sin ningún sustento. Los creyentes se supone que seguimos al Jesús “camino, verdad y vida” (Jn 14,6) o al Jesús que nos afirma que “la verdad nos hará libres” (Jn 8, 32). Pero no parece que esto se buscara verdaderamente, sino que se apoya el relato que justifica mis posturas, aunque esté lleno de mentiras. Lo repiten de manera tan convincente que se lo creen. No están dispuestos a escuchar otras voces. Ejemplos recientes son el “Castrochavismo” que tanto se invoca, sustentado en dos personajes que ya murieron o el comunismo en el que vamos a caer si no votamos por los personajes de la derecha más derecha. Esto acaba de ocurrir en Estados Unidos y es absurdo pensar que el candidato que ganó las elecciones es comunista, como lo afirmaron en la campaña para desprestigiarlo. Pero parece que muchos de los que no lo votaron así lo creen.

Todo eso no está lejos de la historia vivida en Colombia con el referendo por la paz. Las mentiras de que el Acuerdo tenía perspectiva de género o de que para sostener a los desmovilizados iban a gravar las pensiones de los jubilados y muchas más cosas -evidentemente falsas- motivaron a media Colombia a votar por el “no”. Conocí a muchos cristianos que así lo hicieron y lo peor a muchos clérigos y religiosos/as. Y, todavía hoy, siguen torpedeando la paz y no hay manera de aceptar la gran equivocación que tuvieron.

También la situación de Bolivia es muy compleja, pero podría ser un caso representativo de lo que nos cuesta a los católicos perder la hegemonía del poder religioso y valorar lo indígena y sus culturales ancestrales. Una cosa es hablar en el Sínodo de Amazonia del mundo indígena y repetir hasta el cansancio las maravillas de sus tradiciones, creencias y costumbres y otra muy distinta que haya un gobierno indígena y gane protagonismo. El discurso del vicepresidente electo David Choquehuanca mostró otra cosmovisión -muy distinta a la nuestra- pero muy valiosa y llena de principios que en nada desdicen de la experiencia cristiana. Pero, por supuesto, una cosa es que lo digamos nosotros, llevando la hegemonía y otra que lo propongan otros y nos quiten el protagonismo. Tendrán muchos errores y contradicciones, pero ¿qué gobierno no los tiene? Solo que cuando vienen del ala que nos desinstala, construimos relatos que nos justifican y no hacemos el esfuerzo suficiente para mantener el diálogo y abrirnos a propuestas que también tienen elementos de verdad, aunque no sean las que nos gustan o a las que estábamos acostumbrados. Es difícil mantenernos en una crítica seria para salvar lo positivo y transformar lo negativo.

No se comprende tampoco la altísima votación de los migrantes latinos por un candidato que denigra de los migrantes. Parece que una y otra vez se cumple lo que ya se advertía al pueblo judío: “no maltratarás ni oprimirás al extranjero porque ustedes también fueron extranjeros en Egipto” (Ex 22,21) pero se olvida con facilidad y, como dice el adagio popular, “no hay cuña que mas apriete que la del mismo palo”.

Otros ejemplos podrían señalarse, pero la intención es volver a preguntarnos si la fe que profesamos se refleja en todos los aspectos de la vida o si rezamos mucho, pero a la hora de decidir por los destinos de nuestros pueblos actuamos como los que no tienen fe buscando solo el interés propio y sin un amor real y comprometido con los más necesitados de cada tiempo. Ser cristiano es muy difícil porque defender la vida no se limita a slogans universales y descontextualizados, sino que pasa por asumir seriamente la situación presente, mantener una conciencia crítica frente a ella y, sobre todo, apostar por los valores del evangelio que, nos guste o no, parece los representan, en este tiempo, más las políticas de corte social de sectores de centro, izquierda y muchas veces ateos que los que afirmando algunas posturas morales apoyadas desde el cristianismo, proponen políticas que solo favorecen a unos pocos, enmarcadas en contextos de exclusión, marginación o descarte como denuncia el papa Francisco en su última encíclica. No todas las épocas se configuran de la misma manera, pero en la actualidad las derechas tienen todo menos de evangelio, de defensa de la vida, de fraternidad/sororidad. Lamentablemente han sido apoyadas por numerosos cristianos y parece que lo seguirán haciendo.

 

lunes, 2 de noviembre de 2020

 

Santidad en tiempos de coronavirus 

Comenzamos noviembre con la solemnidad de “Todos los Santos” y en seguida la conmemoración de “Todos los Difuntos”.  En realidad, el 2020 lo podemos considerar un año de muchos difuntos. No porque antes no hubiera, tampoco porque no se muera mucha gente por otras enfermedades, pero sí porque la pandemia nos ha confrontado de manera más directa con la muerte. Normalmente vivimos de espaldas a ella, pero la pandemia nos está recordando cada día su existencia real y cómo la muerte puede llegar a los que amamos y, por supuesto, también a cada uno de nosotros.

La suerte que tenemos desde la experiencia de fe es la creencia en una vida más allá de la muerte -que no conocemos como será- pero confiamos en la promesa de Dios. Además, esperamos estar con los seres queridos y afirmamos que esa “otra vida” es lugar de plenitud, de descanso, de paz.

Esa fe, esa esperanza, ese amor nos permite hablar de los santos y santas, personas que viviendo en la tierra como vivimos todos, supieron hacerlo de una manera distinta. Para ellos y ellas el amor fue la razón de ser de su existencia. En este sentido, la Exhortación Apostólica Gaudete et Exsultate (“Alégrense y regocíjense” Mt 5,12) del Papa Francisco, publicada en 2018, nos ayuda a no quedarnos en aquellos santos y santas reconocidas por la Iglesia sino también en los “de la puerta de al lado”. Es decir, la exhortación nos recuerda que la santidad no es para seres especiales o de otra época sino para vivirla en nuestro presente y esto porque “el Espíritu Santo derrama santidad por todas partes”. Además, enfatiza que la santidad no se refiere a la perfección individual porque Dios nos salva como pueblo. En ese sentido, los “santos y santas de la puerta de al lado” son personas que han sabido vivir sin apartarse del mundo -durante siglos se creyó que había más santidad entre más se rechazara el mundo-, sino metidos en el corazón de este buscando hacer de él, el mejor mundo posible.

La propuesta para vivir esa santidad se podría resumir en el texto de las bienaventuranzas que van mucho más allá de los mandamientos y que son el programa del reino de Dios anunciado por Jesús. Los mandamientos son normas éticas (a excepción del primero) que se han de vivir en cualquier sociedad -sea confesional o no- para lograr convivir con los demás. Las bienaventuranzas, por su parte, nos dicen lo que nos puede hacer felices, centrándose en la capacidad de salir de sí para trabajar por los demás y por el mundo en que vivimos. No llaman a un intimismo, subjetivismo o espiritualismo, sino a un amor puesto en acto en la misericordia para con los demás, el trabajo por la justicia, por la paz, por el mundo de hermanos y hermanas que nuestro Dios Padre/Madre ideó desde el principio de la creación.

Sin embargo, la condición humana no deja de estar llena de egoísmos, intereses propios, miradas miopes y tantas otras realidades que impiden ver lo sencillo que sería vivir con los valores del reino y por eso surge la persecución y la muerte -como le sucedió a Jesús- contra aquellos que se atreven a vivir y proclamar que el amor es lo único y definitivo. La última bienaventuranza dice que hemos de alegrarnos cuando nos persigan y digan toda clase de mal contra nosotros porque nuestra vida está interpelando, desinstalando e invitando a vivir según el querer de Dios.

La santidad por tanto no parece ser para aquellos que viven en la “paz del cementerio” -como se dice popularmente- o que se glorían de no tomar partido por nada, o de no querer meterse en ningún asunto para no ganar mala fama o temer perder prestigio y, por que no, posibilidades de ascender en puestos de responsabilidad que tantas veces se confían a los que son lacayos del poder establecido y no fieles a los valores del reino.

La santidad no es una actitud pasiva sino activa y muchos santos nos estimulan para vivir así. Otros nos estimulan menos pero tal vez no porque su vida no haya sido llena de entrega generosa sino porque confundimos la santidad con milagros extraordinarios o con unas vidas que no tienen nada que ver con la realidad que todos los demás mortales vivimos. Un ejemplo reciente que nos puede confundir con la manera de vivir la santidad es el joven beato Carlo Acutis, que nos da testimonio de su dedicación a los más necesitados y su sensibilidad y amor a la eucaristía. Pero algunos sectores religiosos se quedan más en otros aspectos que, en verdad, no son así, como lo cuentan. Dicen que su cuerpo cuando fue exhumado estaba incorruptible. La verdad es que ya tenía la corruptibilidad propia de cualquier difunto, pero sus órganos estaban bastante íntegros y conectados entre sí -como sucede también con muchos otros cadáveres- y, con el propósito de preservar su cuerpo, fue sometido al proceso de embalsamiento y su rostro fue reconstruido utilizando una máscara de silicona que recreó su apariencia para la exposición de sus restos a la veneración de los fieles. Quedarnos en estas cosas externas y que, además, no son fieles a la realidad, no dejan que los santos y santas sean modelos para nuestra vida y nos impiden vivir la encarnación de nuestra fe, en el compromiso con el mundo en que vivimos.

Este 2020 está siendo un año de muchos difuntos como ya lo dijimos. Pero también puede ser un año en donde la santidad se haga más visible y cotidiana. Si el joven Carlo Acutis (1991-2006) vivió la caridad sin dejar de ser un joven común y corriente, pegado a las tecnologías de la información y la comunicación, propias de este tiempo en el que vivió, nosotros hemos de alegrarnos por tantos que van por la senda de la santidad en esa solidaridad efectiva y afectiva en tiempos de coronavirus y estamos invitados a también buscar esa puerta de al lado, viviendo los valores del reino en el aquí y el ahora de nuestro presente.

 

lunes, 26 de octubre de 2020

 

Que no nos acostumbremos a las cifras de muertos por la pandemia

 

Si contamos el tiempo que va desde el primer brote de covid-19 en la ciudad de Wuhan hasta ahora es mucho, pero, al mismo tiempo poco, si pensamos en lo que falta hasta que validen las vacunas, se produzcan y se distribuyan. Con lo cual, lo que parecía algo extraordinario, se está volviendo habitual y eso lo notamos en nuestro diario vivir. Aunque se está dando un segundo brote en muchos lugares, algunas personas se oponen a las medidas de restricción y están en las calles como si no pasara nada. Incluso algunos dudan de que el virus sea verdad o simplemente están en esa actitud de negación porque como no les ha afectado directamente, prefieren pensar que el virus no existe. Por eso podemos preguntarnos: ¿a qué nos tenemos que acostumbrar y a qué no en este tiempo de pandemia? Cada persona podrá aportar diferentes respuestas. Aquí propongo algunas que me parecen importantes.

Ojalá no nos acostumbremos a las cifras de contagiados y menos a la de muertos por este virus. Una sola vida -como afirmamos tantas veces desde la fe- tiene un valor incalculable y no es irrelevante que alguien se muera por este virus. Pero algunos, no dan importancia a estos muertos porque aducen que la mayoría de contagiados se recuperan y son muchos más los que mueren por otras causas. Creo que, aunque a diario mueren muchos seres humanos por diferentes enfermedades y también por accidentes, por violencia, etc., si no hubiera surgido este virus y si pusiéramos todos los medios posibles para evitar su propagación, morirían muchos menos y eso no podemos olvidarlo. Defender la vida también está en juego en esta situación. Por tanto, no hemos de acostumbrarnos a las cifras de muertos por día, sino que, por el contrario, hemos de seguir buscando cómo hacer para que no haya ni un muerto más.

Ojalá tampoco nos acostumbremos a seguir viviendo como si no pasara nada y se nos olvide fácilmente todo aquello que la pandemia evidenció. Un cambio climático que agota los recursos del planeta, debido a la depredación irracional que hacemos de la naturaleza. Una injusticia estructural que tiene sumida a las personas al rebusque diario y que literalmente casi se han muerto de hambre porque ante una cuarentena no tienen absolutamente nada para salvar la vida. Sistemas de salud sin capacidad para afrontar una realidad así y un Estado que se contenta con dar pequeñas ayudas a las inmensas mayorías pobres, pero no duda en favorecer a los grandes empresarios, justificando sus posturas con eso de la “reactivación económica”. Tal vez no ha sido lo mismo en todos los países, pero en muchos, el modelo económico es semejante y ni la pandemia, ni la encíclica del papa Francisco “Fratelli Tutti” -tan comentada por estos días, entre otras cosas por la denuncia de la injusticia estructural que entraña el neoliberalismo- parecen mover en lo más mínimo este sistema económico, generador de tanta pobreza.

Por otra, si conviene acostumbrarnos a las cosas “buenas” -suena paradójico decirlo- que ha traído la pandemia. Entre ellas, la solidaridad que se ha vivido con fuerza a muchos niveles porque ante las situaciones límite sale lo mejor de nosotros mismos. También la capacidad de estar más en familia, creando lazos afectivos más hondos y un compartir más asiduo -sin desconocer que también se disparó la violencia doméstica y esto ha sido muy doloroso-.

En lo que respecta a las redes y plataformas digitales -a veces tan demonizadas- nos mostraron la capacidad que tienen para mantenernos conectados y lo que todo esto supone para superar la soledad, los miedos, etc., e incluso para socializar la participación en eventos y espectáculos que se ofrecieron gratuitamente y que de otra manera hubiera sido imposible participar. Sin olvidar, por supuesto, a tantas personas quienes al no contar con esa conectividad perdieron oportunidades, especialmente los estudiantes. Una realidad más que muestra la inequidad social que no puede dejarnos indiferentes.

La vida de fe no ha sido ajena a las consecuencias de la pandemia. Ha cuestionado la manera cómo Dios se hace presente en nuestra vida, la realidad sacramental de la que participamos y la capacidad de afrontar una situación así sin perder la esperanza. Ojalá haya sido un tiempo de purificar la fe mágica, la fe ritualista, la fe escrupulosa, la fe intimista. En realidad, nada de eso es auténtica fe, pero lamentablemente, ha quedado evidente en las posturas de algunos creyentes. Pero quienes han tenido esa mirada amplia, han vivido con fuerza la presencia del Señor en la necesidad de los hermanos, han vuelto a lo esencial del ser iglesia -no el templo construido con piedras sino el templo vivo que es la comunidad cristiana-, han recuperado la vivencia sacramental fundada en el compromiso con los demás y con la situación presente, haciendo de la celebración litúrgica un punto de llegada y no una condición sin la que parece no se puede vivir la fe.

En fin, toda experiencia afecta, pero algunos se acostumbran y no crecen ni a nivel personal, ni social. Afortunadamente, algunos resisten y buscan los cambios necesarios. Esperemos ser de estos últimos, no acostumbrándonos a lo malo que evidencian las situaciones límite y acogiendo lo bueno que aún la situación más dolorosa trae. Solo en este mantenernos alertas podemos seguir construyendo un futuro mejor para todos y esa es la tarea que tenemos entre manos. Que en todo el tiempo que aún queda para librarnos del virus, no nos acostumbremos a lo que no debe ser así sino que sigamos empeñados en transformarlo.

lunes, 19 de octubre de 2020

 

Ni la pandemia detiene el grito de los pobres: a propósito de la Minga indígena 

La pandemia cambió las prioridades y muchas realidades quedaron detenidas porque solo había una urgencia: “preservar la vida”. Pero es imposible detener el grito de los pobres porque las situaciones son insostenibles. Entre los pobres están los indígenas que a lo largo y ancho del continente han sido relegados a las periferias y su voz se intenta ahogar una y otra vez.

Pero su identidad como pueblos originarios crece cada día y por eso el 12 de octubre ya no se conmemora el mal llamado “descubrimiento de América”, sino el “Día de la resistencia”. Este año, la Organización Nacional Indígena de Colombia celebró los 40 años de su primer encuentro como pueblos indígenas en el que acordaron los principios de “Unidad, Territorio, Cultura y Autonomía” como rectores de su ser y quehacer. Han logrado el reconocimiento de varios derechos políticos, sociales, económicos y territoriales, pero en la práctica “no se les garantizan todos, efectivamente”. Esto nos hace pensar en la afirmación que hace el papa Francisco en la Encíclica Fratelli Tutti: “Muchas veces se percibe que, de hecho, los derechos humanos no son iguales para todos (…) nos lleva a peguntarnos si verdaderamente la igual dignidad de todos los seres humanos, proclamada solemnemente hace 70 años, es reconocida, respetada, protegida y promovida en todas las circunstancias” (No. 22).

De ahí que la “Minga Indígena por la defensa de la vida, del territorio y la paz” que actualmente está en Bogotá pidiendo hablar con el presidente de la República -el cual no quiere establecer tal diálogo- reclama lo que la pandemia ha hecho más evidente: “el modelo económico y de desarrollo que se vive, está llevando a la humanidad a una grave crisis planetaria. Y, en Colombia, esa crisis está cobrando la vida de miles de líderes, lideresas, dirigentes y jóvenes que levantan la voz en defensa de los derechos y también, la vida de miles de hermanos y hermanos indígenas por el contagio del virus, un virus que en el sentir de nuestros Mayores y Sabedores, tiene el espíritu de la época que vivimos y que se refleja en el Gobierno de Iván Duque, un gobierno que sin vergüenza, gobierna con y para unos pocos, para las empresas extractivistas y el capital financiero, triplicando la deuda extrema y empobreciendo cada vez más al país” (Declaración política – Defender el Derecho a la Protesta Social con plenas garantías para la Minga Social y comunitaria del Suroccidente).

Y continua esta Declaración Política diciendo “que en la medida que la crisis social y económica se hizo más tangible y afectó de manera desproporcionada a los más pobres mientras le servía a los ricos y poderosos para seguir aumentando sus privilegios, los pueblos y ciudadanos empezaron a retomar los procesos de lucha con la conciencia que necesitamos mantenerlos y fortalecerlos, con mayor ahínco, en medio del régimen que tenemos. La lucha es de largo aliento”.

Estas reivindicaciones se unirán el próximo 21 de octubre con el Paro Nacional convocado por las centrales obreras del país con el lema: “Por la vida, la democracia y negociación del pliego de peticiones”. A este Paro se unirán organizaciones sociales y campesinas que reclaman mejores condiciones laborales, derecho a la salud y, sobre todo, respeto a la vida.

La Conferencia Episcopal Colombiana sacó un comunicado el pasado 18 de octubre haciendo un llamado a las autoridades gubernamentales, las instituciones públicas y privadas y en general a todo el pueblo colombiano, a favorecer el diálogo social -como lo pide el papa Francisco en la Fratelli Tutti (No. 211), a evitar que se desvíen los legítimos propósitos de la minga, reconociendo los rostros indígenas y afrocolombianos a quienes no se les ha tratado con dignidad e igualdad de condiciones. Además, la iglesia colombiana en ese comunicado, se compromete “en la tarea de crear conciencia social acerca de la realidad de los pueblos indígenas y sus innumerables valores, impulsando el reconocimiento pleno de sus derechos individuales y colectivos y los acompañemos especialmente en el fortalecimiento de sus identidades y organizaciones propias, la defensa de sus territorios, el acceso a la educación intercultural y el ejercicio de sus derechos ciudadanos”. Termina el comunicado reafirmando “la necesidad de crear entre los colombianos una verdadera cultura del encuentro fraterno que nos permita abrirnos a los hermanos, descubrir la riqueza de la diversidad, sanar heridas, tender puentes y abrir caminos para la convivencia y en la justicia y en el bien común”.

Por supuesto que la descalificación de todo este movimiento viene de muchas partes comenzando por el gobierno nacional. Se apela a decir que ya tienen mucho territorio -como si no fueran los dueños del mismo pero a los que se los arrebataron desde hace tantos siglos-, o que su defensa del agua y del territorio no aporta a la economía o que están infiltrados por intereses “populistas” o simplemente desde ese “racismo” introyectado que tenemos se desprecia todo lo que es indígena o afro porque no son “civilizados” como falsamente nos han hecho creer desde esa mirada occidental, blanca, hegemónica, etc.

Mucho se ha “alabado” la encíclica del papa Francisco. La iglesia colombiana, en este caso, ha hecho un pronunciamiento verdaderamente importante, evangélico y en comunión con lo dicho en la encíclica. Ojalá que tantos creyentes no dejen pasar la ocasión de mirar a los pobres y escuchar sus gritos para como el buen samaritano, curen sus heridas y no dejen de acompañarlos hasta que sus derechos sean efectivamente reconocidos.

domingo, 11 de octubre de 2020

 

Fratelli Tutti: una propuesta para pensar el mundo desde los pobres


Después de leer esta encíclica social del papa Francisco, algo extensa (8 capítulos y 287 numerales), me ha surgido abordarla a partir del título que le he dado, título que me lleva a pensar que tal vez muchos creyentes repetirán la actitud del sacerdote y del levita -de la parábola del buen samaritano- (texto que ocupa el segundo capítulo de la encíclica) y pocos tendrán la misma actitud del buen samaritano con los heridos, asaltados, vulnerados, explotados, marginados de nuestro mundo actual: “sentir compasión, vendar las heridas, echar en ellas aceite y vino, montar al herido en su propia cabalgadura y llevarlo a una posada para cuidarlo. Después, pagarle al posadero para que lo siga cuidando, asegurándole que, si gasta más dinero, él lo pagará a su regreso” (Lc 10, 25-37). Efectivamente, ser buen samaritano es asumir “una vida con sabor a evangelio” (n.1)[1] y esto sigue siendo un ideal loable pero un fracaso práctico. Si tantos cristianos que somos, viviéramos el evangelio, ni nuestro mundo tendría tanta injusticia, ni la dignidad humana de millones de seres humanos sería pisoteada, continuamente, de tantas formas.

La encíclica comienza presentando la realidad que vivimos, definiéndola como: “Las sombras de un mundo cerrado”. El papa señala los “sueños rotos” de una Europa unida y una integración latinoamericana (n. 10) y la negatividad que suponen los nacionalismos crecientes (n.11). También, la prevalencia de la economía y las finanzas como modelo cultural único, en el que los intereses individuales llevan la primacía por encima de la dimensión comunitaria (n.12), la colonización cultural que priva a los pueblos de su historia, de su identidad (n.14), la polarización que no permite el diálogo (n.15) ni el trabajo por la casa común (n. 17). Algo muy acuciante es el “descarte mundial” con políticas que buscan el crecimiento económico, pero no el desarrollo humano integral (n.18-21).

Un pensamiento transversal a toda la encíclica es el no respeto a la dignidad humana que tiene toda persona -sin importar su sexo, condición socioeconómica, etnia, religión, ideología política, y mejor aún, su bondad o su maldad -por eso afirma un “no” rotundo a la pena de muerte-, porque “ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal” (n.263-270). Por esa falta de respeto a la dignidad humana, “los derechos humanos” no son iguales para todos (n. 22), las mujeres siguen siendo excluidas, maltratadas y sometidas a muchas clases de violencia (n.23), se viven diversas formas de esclavitudes (n. 24), guerras y persecuciones por motivos raciales o religiosos (n.25), obsesión por el propio bienestar, avances en tecnología, pero no en la inclusión (n.31). La economía procura reducir costos humanos, asegurando que el mercado es la solución -teoría que nunca ha mostrado su eficacia (n.33). Fenómenos como las migraciones exigen la respuesta global por parte de todos los países de “acoger, proteger, promover e integrar” (n.129). Y los medios de comunicación, con todas las bondades que encierran, tienen el peligro de crear movimientos de odio, de agresividad (n.43-44) o de enmascarar la verdad, creyendo que esta depende de la cantidad de información y no de la fidelidad a los hechos (n. 208). Frente a este mundo de sombras, Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien y la esperanza es una actitud fundamental arraigada en lo profundo del ser humano que no deja de creer en un futuro mejor (n.54-55).

Por todo lo anterior, el papa propone la amistad social y la fraternidad universal pero no como simples actitudes personales -las cuales son necesarias e indispensables- sino como actitudes políticas y estructurales para transformar nuestro mundo. El derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente no puede ser negado en ningún país (n.107). “Mientras nuestro sistema económico y social produzca una sola víctima y haya una sola persona descartada, no habrá una fiesta de fraternidad universal” (n.110). La solidaridad es servicio y cuidado a los más débiles (n.115). Es pensar en términos de comunidad, afirmando la prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. Es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra, de vivienda, de negación de derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del imperio del dinero. Pero todo esto no se hace mágicamente. Se necesita la organización social y, concretamente, los movimientos populares (n.116) para exigir tierra, techo y trabajo para todos, verdadero camino hacia la paz (n.127)

Ante tantas demandas actuales, Francisco recuerda la función social de la propiedad: La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto e intocable el derecho a la propiedad privada. Este es un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes. En las sociedades actuales, este orden es invertido frecuentemente (n.118-120). El derecho de algunos a la libertad de empresa o de mercado no puede estar por encima del derecho de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres, ni del respeto al medio ambiente. La apropiación de algo solo debe ser para administrarlo pensando en el bien de todos (n.122).

La amistad social solo es posible desde una política puesta al servicio del bien común (n.154). En este sentido es muy importante entender la propuesta del papa porque, en momentos políticos tan convulsionados como los que vivimos en América Latina, se puede tergiversar fácilmente su pensamiento. Denuncia las “formas populistas” y las “formas liberales” que utilizan demagógicamente al pueblo (n.155) pero defiende la legitimidad de la noción de pueblo y denuncia los intentos de eliminar esta palabra del lenguaje. La democracia es el gobierno del pueblo, es la capacidad de tener un sueño colectivo. Por eso si los términos “pueblo” y “popular” no se incluyen, se estaría renunciando a un aspecto fundamental de la realidad social (n.157), Ser parte de un pueblo es formar parte de una identidad común (n.158). La política ha de promover el bien del pueblo, logrando un verdadero desarrollo económico (n.161-162).

Las visiones liberales rechazan la categoría pueblo porque tienen una visión individualista y acusan de populistas a los que defienden los derechos de los más débiles (n.163). Estas visiones liberales, impregnadas de neoliberalismo, pretenden que el mercado resuelva todo. La pandemia ha evidenciado la falacia de la libertad del mercado y la dictadura de las finanzas (n.168). Muchas visiones economicistas no dejan lugar a los movimientos populares, ni consideran que la política debe incorporar a los pobres como sujetos, sin embargo, sin ellos, “la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por su dignidad, por la construcción de su destino” (n.169). En definitiva, no puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad universal y hacia la paz social sin una buena política y esta no es una política “para” los pobres sino “con” los pobres (n.176).

Por eso, rehabilitar la política es una de las formas más preciosas de la caridad porque busca el bien común (n.180). La caridad es más que un sentimiento subjetivo, es un compromiso con la verdad y con la construcción de proyectos y procesos de desarrollo humano de alcance universal. (n.184). La caridad, corazón del espíritu de la política, es siempre un amor preferencial por los últimos que implica mucho más que obras asistenciales. Es sobre todo abrir los cauces de participación social a los pobres para vivir el principio de la subsidiariedad que es inseparable del de la solidaridad (n.187).

La propuesta del diálogo y la amistad social supone un reconocimiento del otro, de sus posibles verdades, una escucha sincera y una búsqueda conjunta del bien común, sin pretender salvar solamente el punto de vista propio. Supone abrirse a la verdad y aceptar principios fundamentales -como el de la dignidad humana- para poder construir consensos. Estos no implican relativismo sino la aceptación de valores fundamentales que pueden unir a ateos y a creyentes (n.198-214). En este mismo sentido, el diálogo favorece la cultura del encuentro que supone tender puentes y derribar muros. El sujeto de esta cultura del encuentro es el pueblo porque el diálogo que busca la paz social no puede callar las reivindicaciones sociales. Por el contrario, debe llevar a incluir a todos y garantizar los derechos para todos. Cuando un sector pretender disfrutar de todo como si los pobres no existieran, provoca tarde o temprano la violencia. Un pacto social realista e inclusivo debe ser también un pacto cultural (n.215-221).

La construcción de la paz supone la verdad histórica -el pueblo tiene derecho a saber lo que pasó-, y va de la mano de la justicia y la misericordia (n. 225-227). La amistad social implica acercamiento a los grupos sociales distanciados, pero también el reencuentro con los más empobrecidos y vulnerables (n.233). Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de desarrollo humano integral no permiten generar la paz. Si hay que volver a empezar siempre será desde los últimos (n.235).

La superación de los conflictos implica el perdón y la reconciliación. Pero el perdón no es aceptar el mal que otros infringen ni dejar de luchar por los derechos vulnerados (n.241). Es no dejarse atrapar por la venganza y cultivar las virtudes que favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz (n.243). Es necesario vencer la tentación de caer en la lógica de la guerra con excusas supuestamente humanitarias. No hay guerra justa, ¡nunca más la guerra! (n.258)

La fraternidad universal no puede vivirse sin el aporte que tienen todas las religiones (n.271) y sin el testimonio de la unidad (n.280). Además, las religiones han de conversar y actuar juntas por el bien común y la promoción de los más pobres (n.282). La paz está inscrita en el corazón de todas las religiones (n. 284) y ninguna religión ha de promover la intolerancia, la guerra, ni los sentimientos de odio (n.285).

La encíclica termina haciendo referencia a Carlos de Foucauld, quien realizó su entrega a Dios, identificándose con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. Su deseo era sentir a cualquier ser humano como un hermano y pedía a un amigo suyo que rogara para que Él fuera realmente el hermano de todos. Quería ser el hermano universal. Y sólo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos (n.287).

Y retomo lo que dije al inicio. Este mensaje del pobre, del dejarlo todo para seguir a Jesús “es muy duro” y pocos entran por la “puerta estrecha” -como le pasó al joven rico del evangelio- (Mt 19, 16-30). Construir un mundo desde los últimos no es la lógica imperante. No es el ideal de muchos cristianos. No es el punto de vista de muchos que dicen creer en Dios y en la fraternidad universal. Por eso ante esta encíclica muchos enfatizan la alegría de la fraternidad, lo bonito de la amistad social, lo importante de recuperar la ternura y la amabilidad, la urgencia de no caer en populismos, lo bueno de entablar el diálogo ecuménico y muchos otros aspectos válidos e importantes pero que no constituyen el corazón de la encíclica, ni del evangelio. Pero la invitación de Jesús al banquete del reino (Mt 22, 1-14) sigue vigente y tal vez algunos decidan entrar y poco a poco la mesa se llene de comensales dispuestos a empezar por los últimos y hacer posible un mundo de hermanos y hermanas donde nadie sea el mayor sino todos servidores de los demás.

Lástima que el papa Francisco que habla con audacia y claridad en los temas aquí expuestos, no escuchó la voz de las mujeres que explícitamente le pidieron usar el lenguaje inclusivo para que la encíclica respondiera más al cambio de mentalidad y estructural que urge en la sociedad y en la iglesia para una inclusión real de ellas en estas instancias y que en su horizonte no parezcan entrar otras realidades actuales como la diversidad sexual, totalmente invisibilizada en este documento y sin la cual no se podrá construir nunca una fraternidad y sororidad universales.  

 



[1] Los números entre paréntesis corresponden al numeral de la encíclica

lunes, 28 de septiembre de 2020

 

EN TIEMPOS DE POSCUARENTENA ¿QUÉ HEMOS APRENDIDO DE LA PANDEMIA?

 

Las cuarentenas van terminando, aunque la pandemia continúe con alzas y bajas, aislamientos selectivos y medidas de bioseguridad. Comienza a haber distancia suficiente para hacer balances y sacar conclusiones, aunque siempre limitadas y parciales, vistas desde el propio lugar, sin pretensión de generalizarlas.

A nivel personal, la pandemia nos confrontó con la limitación y la vulnerabilidad humana. Comprobamos que no estamos exentos de ser afectados por circunstancias que ni imaginábamos y solo queda la opción de protegernos y asumir el dolor por las pérdidas de vidas que se han dado. Pero también estamos viendo cómo, a quienes no les ha afectado directamente, siguen como si no pasara nada, sin poner todas las medidas adecuadas para protegerse y proteger a los demás, inmersos en el día a día, sin mayor reflexión sobre la realidad que se vive. Parece que la superficialidad es parte también de nuestra humanidad y mucha gente vive en esa esfera. Con tal de que no les afecte directamente, no interesa lo que pase en el resto del mundo.

A nivel social es muy ambigua la reflexión que se hace. Ante las pérdidas económicas que han sufrido muchas personas, lo lógico es el rechazo a las cuarentenas porque, efectivamente, muchos se han visto afectados. Los más pobres no han recibido las ayudas ofrecidas por el gobierno y algunos sectores de la clase media la están pasando mal porque ni clasifican para dichas ayudas, ni pueden pedirlas abiertamente por eso “del qué dirán” -que condiciona tanto y que hace que la gente sufra en silencio-. Esto lleva a que ahora se diga que la cuarentena produjo la recesión económica -cosa que es verdad- pero no se complete la afirmación de que, sin cuarentenas, los muertos hubieran sido muchísimos más. Además, no siempre se sacan otras consecuencias que son importantes. La pandemia reveló, una vez más, la cantidad de gente que vive en pobreza y la informalidad del empleo que viven la mayoría.

A nivel educativo se constató la cantidad de niños que no tienen ni conexión a internet ni los medios tecnológicos para seguir sus clases. Con el mismo celular -si es que la familia tiene- se conectan todos en casa para trabajar y estudiar. Pero el problema no es la deficiencia de educación que genera la virtualidad sino la falta de los medios adecuados para que esta pueda ser de calidad.

Y podríamos seguir nombrando todas las consecuencias que ha traído la cuarentena -especialmente a nivel económico- y que nos deberían llevar a pensar cómo construir un sistema económico que garantice la vida digna para todos en pandemia y sin ella y no contentarnos con volver a hacer lo mismo de antes, sin aprender de lo vivido. Se escucha que, gracias al levantamiento de la cuarentena, se reactiva la economía, pero cabe preguntarse ¿cuál economía? ¿la misma que traíamos? Pareciera que sí.

Se constata, por tanto, que no se aprende fácilmente de las dificultades, sino que muchas personas solo esperan que estás pasen para volver a lo mismo. No olvidemos el bien que le ha hecho a la creación este parón que se ha dado a nivel global pero que ya va a quedar en un recuerdo lejano que no alcanzó a despertarnos frente al daño ambiental causado por el ritmo de vida y de economía que llevamos.

A nivel religioso parece que tampoco se ha aprendido demasiado. Algunos inclusive han tomado la cuarentena como posturas del gobierno contra la iglesia, lo cual es absurdo, en este caso concreto. Y actualmente algunos proclaman que “se reabren los templos” y el “derecho que tenemos de volver a ellos”, como si alguien con mala intención lo hubiera impedido. Me parece que se perdió, una vez más, la oportunidad de repensar nuestra fe y volver a lo esencial.

Creo que la iglesia tendría que ser la primera en defender la vida -como tanto lo proclama- pero también la vida en tiempos de pandemia. Por supuesto hubo sectores que lo hicieron, pero también hubo muchos que, desde una fe muy desorientada, invitaban a rezar para que Dios nos liberara de la pandemia o a hacer rituales y negarse a la cuarentena, creyendo que, por mucho rezar, Dios acabaría con el virus. Parecen creer que Dios mando el virus. Extraña fe que todavía se basa en un Dios que envía pruebas y castigos.

Además, en algunos ambientes eclesiales, se perdió la oportunidad de reflexionar sobre la iglesia doméstica -que no es solo rezar juntos-, sino vivir juntos las veinticuatro horas del día, en paz y armonía. Y vivir el significado de lo que es ser iglesia -una comunidad de personas reunidas en nombre de Jesús- mucho más profundo que el espacio físico llámese templo, iglesia, oratorio, capilla, etc., por bonitos y significativos que sean. La cuarentena podría haber sido un tiempo privilegiado para una vivencia profunda del ser iglesia que vive una misión más allá de lo litúrgico: una iglesia en salida que se compromete con el devenir humano, desde la solidaridad, la misericordia, la esperanza. Por supuesto, muchos creyentes han vivido muy bien su fe en este sentido, pero no queda claro, ahora que parece que volvemos a la “normalidad” si se creció en la experiencia de fe vivida en tiempos de pandemia.

Para algunos clérigos, abrir los templos es recuperar la “estabilidad económica” que se perdió por la falta de fieles -aunque esto no se diga abiertamente- y para algunos laicos es volver a esa fe que se aferra a lo externo y a la seguridad que dan los espacios mal llamados (después de Vaticano II) “sagrados” y no arriesgarse a vivir la fe que se compromete con los demás sin límite, ni medida, porque no hay mejor lugar para encontrar a Dios que el otro con el que Jesús se identifica totalmente: “aquello que hiciste con uno de esos, a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40).

Tal vez exagero un poco. Tal vez no. Los frutos de nuestra vida cristiana lo dirán. Veremos si la poscuarentena nos hizo más humanos, más comprometidos con la vida, más preocupados por la justicia social, más empeñados en formar comunidades vivas -templos vivos-, en los que todos reconozcan al Dios de la vida, presente en tiempos de pandemia, de cuarentena, de poscuarentena y, ojalá pronto, de pospandemia.

 

 

lunes, 21 de septiembre de 2020

 

¿Cómo ilumina la Palabra de Dios nuestro presente?

 

El mes de septiembre se conoce como el mes de la Biblia, especialmente, porque el 30 de septiembre se celebra a San Jerónimo quien tradujo la Biblia al latín, edición conocida como “la Vulgata” (esta palabra significa edición para el pueblo). Con Vaticano II y, concretamente, con la constitución Dei Verbum, se volvió a remarcar la centralidad de la palabra de Dios para la vida cristiana y se invitó a apropiársela realmente.

Las iglesias cristianas (no católicas) han logrado que la Biblia ocupe el centro de la vida creyente y sus cultos giran alrededor de la palabra. Sin embargo, algunos de estos grupos, tienen como desafío asumir la “interpretación” de la Biblia para no caer en una visión “literalista” o “fundamentalista” que hace imposible el diálogo con ellos. Interpretar la Biblia quiere decir preguntarse qué quiso decir el autor sagrado, cómo era su contexto para usar esos ejemplos, qué géneros literarios utilizó, cuál sería el propósito de esas afirmaciones, etc. Es decir, los estudios bíblicos son una mediación indispensable para no hacerle decir a la Palabra de Dios lo que no dice y para que esa palabra divina tenga sentido y vigencia para este presente.

En lo que respecta a los católicos, la Palabra de Dios es muy importante y se reconoce la necesidad de acudir a ella. Pero, por una parte, también se da, algunas veces, esa postura fundamentalista que señalamos antes y, por otra, aún no llega a ser, en muchos casos, una referencia fundamental para la vida de fe. Aunque en la celebración eucarística la “Liturgia de la Palabra” ocupa toda la primera parte, pocos pueden, al terminar la liturgia, recordar qué decían las lecturas. Y si a eso añadimos que a veces la predicación de los presbíteros no se centra en la palabra de Dios, sino que se alarga interminablemente tratando otros temas, es comprensible que la Sagrada Escritura no llegue a ser tan conocida ni ocupe un lugar central en la vida de muchos católicos. Sobre este aspecto de la predicación dominical, el Papa Francisco dedica en la Exhortación Evangelii Gaudium un largo apartado a la homilía y a su preparación (n.135-159) afirmando que esta no acaba de responder a lo que debería ser y, de hecho, el pueblo de Dios lo resiente (n.135). Señala que, a veces, el predicador se alarga tanto que el que brilla es el predicador y no el misterio de fe que se celebra (n.138). También dice que no se sabe escuchar la fe del pueblo para saber lo que se tiene que decir y cómo decirlo (n.139) o se queda en una actitud moralista o adoctrinadora lo cual no es el objetivo de ese momento (n.142). Pero, lo más importante -y que se refiere a la reflexión que estamos haciendo-, la homilía ha de centrarse en el texto bíblico buscando entenderlo bien para no manipular la Biblia (n.146) porque por más que nos parezca entender las palabras que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendamos correctamente lo que quería expresar el escritor sagrado (n.147). En definitiva, Francisco señala la necesidad de un acercamiento serio a la Palabra de Dios realizando una interpretación correcta y dejándose tocar existencialmente por ella para anunciarla desde la propia experiencia (n.150).

Queda, por tanto, para todos los cristianos el desafío de disponerse mucho más a escuchar la Palabra de Dios, entenderla seriamente y dejar que esa palabra transforme la propia vida y el mundo en que vivimos. Ese debería ser el fruto de este mes en que la conmemoramos especialmente.

Pero ¿Qué nos puede decir la Palabra de Dios para este tiempo marcado por una pandemia que no ha discriminado ni países, ni estrato social, ni cultura, ni edad, ni religión y ha afectado globalmente toda nuestra realidad? Las consecuencias de sufrimiento y muerte han tocado, prácticamente todos los lugares de la tierra, con algunos más vulnerables: los ancianos por su edad, los que sufren otras enfermedades por su condición física y, la mayoría de pobres porque no cuentan con los medios básicos para protegerse y cuidar efectivamente de su vida.

¿Qué dice la Palabra de Dios a nuestra realidad presente? No podemos encontrar en ella referencias al covid-19 porque este virus no existía en ese tiempo como tampoco existían muchas otras realidades que son de este presente y que los autores bíblicos ni imaginaban que existirían. Pero quienes creen que allí están todas las respuestas ofrecen algunas soluciones bien extrañas a esta realidad del virus, como proponer ciertos tipos de exorcismos o rituales o curas milagrosas que nada tienen que ver con el texto bíblico.

Pero esto no quiere decir que la Biblia no ilumine nuestro presente. Por supuesto que sí, pero haciéndole la pregunta adecuada: ¿cómo entendió el pueblo de Dios y la primera comunidad cristiana la presencia de Dios en su historia? Y desde esa perspectiva preguntar ¿cómo podemos entender la nuestra y de qué manera Dios está presente en ella? Las respuestas surgirán de muchos modos según el texto que leamos, pero seguramente encontremos una actitud fundamental: Dios camina a nuestro lado, sosteniéndonos frente a toda circunstancia. Y no deja de invitarnos -como lo dice el texto bíblico- a superar esta situación con toda la fe, la esperanza y el amor que el Señor mismo pone en nuestros corazones. La vida cristiana iluminada y sostenida por la Palabra de Dios encuentra las fuerzas para estar ahí -en primera fila- atendiendo las necesidades inminentes, buscando soluciones científicas y humanas a este problema y proyectando un futuro más preparado para lo que siga aconteciendo. Una vida comprometida con cada presente histórico, da testimonio de la palabra “que desciende como la lluvia y no vuelve allá sin que empape la tierra, la fecunde y la haga germinar” (Is 55, 10).

domingo, 13 de septiembre de 2020

La vida en Colombia vale muy poco

 

Es muy triste tener que presentar, una y otra vez, la realidad dolorosa que vive Colombia. No acabamos de levantarnos de las masacres que han ocurrido en los últimos días y nos toca afrontar un abuso de la fuerza policial en la ciudad de Bogotá, con un saldo de 13 muertos y más de 175 heridos, unos con arma de fuego por disparos indiscriminados de la fuerza pública. También resultaron heridos unos 170 policías. Lo grave es que no fue un abuso puntual o un error involuntario de la policía, sino que revela una estructura institucional que no defiende los derechos humanos por encima de cualquier realidad. Y este punto es muy importante entenderlo: las instituciones policiales y militares han de defender la vida de los ciudadanos, independiente si estos cometen errores o si provocan actos vandálicos -como lo hicieron algunos aprovechando el caos y el desorden- porque es deber del Estado defender a sus ciudadanos y no seguir la lógica de los violentos -que siempre existen en toda sociedad-.

El conflicto armado que Colombia ha vivido por más de 50 años -y que aún no cesa por la resistencia a apoyar los procesos de paz (inclusive por parte de personas creyentes, lo cual resulta incomprensible)- nos ha llevado a vivir en un país donde el ejercicio de la fuerza se ha vuelto normal y la policía ha dejado su papel civil y se ha convertido en poder militar (de hecho, depende del ministerio de Defensa). Además, nuestras ciudades y carreteras están bastante militarizadas, añadiendo que muchos de los edificios y condominios cuentan con seguridad armada, para evitar los asaltos y la violencia social.

Pero en medio de este caos, hay muchas esperanzas que nos sostienen, entre ellas, que quienes rechazan toda esta situación, son en su mayoría jóvenes que crecen en conciencia social y en la lectura de la realidad, libre de prejuicios e ideologías, y con estas palabras no me refiero a las corrientes de izquierda que parece son las que tachan siempre de ideología, porque en el caso Colombiano, las ideologías están casi más del lado de las corrientes de derecha, con sus mentiras sistemáticas y con unos medios de comunicación que los apoyan, modelando mentalidades y afectos de gran parte de la población. Para poner un ejemplo, los medios de comunicación se complacen en presentarnos una y otra vez los “desmanes de los vándalos” pero presentan de manera muy rápida y casi invisible, las acciones de los jóvenes que protestan legítimamente y exponen con claridad sus posturas y sus reivindicaciones.

Ahora bien, una y otra vez hay que preguntarse cómo salir de esta situacion que crece y no parece encontrar salidas. No hay respuestas fáciles y se necesita seguir buscándolas. Pero quiero referirme a la urgencia -ya bastante conocida- de que mientras no haya justicia social no puede cesar la violencia y la inseguridad que golpe tan fuertemente a los países, especialmente, los azotados por tanta pobreza. Mientras las personas no tengan las necesidades básicas cubiertas, ¿cómo pueden dejar de robar, asaltar, matar y dedicarse a cualquier tipo de violencia callejera? si los jóvenes no tienen estudio gratis y de calidad, ¿cómo pueden soñar con un futuro distinto? Por supuesto hay excepciones y hay personas que, con pocas oportunidades, salen adelante y otras que, brindándoselas, no las aprovechan. Mientras seamos humanos existirá esa realidad. Pero la vida sería muy distinta si la redistribución de ingresos llegara a la mayoría y pudieran mejorar sus condiciones de vida. “La paz es fruto de la justicia” no es un lema más sino una realidad que hemos de poner en práctica.

También se habla mucho de la “educación” como un medio para transformar la realidad porque así las nuevas generaciones pueden construir un país distinto. A esta medición le ha apostado la iglesia desde siglos atrás y no cabe duda de los resultados positivos que se han obtenido. Ahora bien, no parecen suficientes porque muchas generaciones han pasado por colegios cristianos y, sin embargo, ni la justicia, ni otros valores morales parecen crecer en la sociedad. Incluso a veces da vergüenza que algunas personalidades hayan sido formadas en un colegio confesional porque sus acciones no parecen ser coherentes con lo que allí se supone se enseña.

Por eso es tan urgente pensar qué educación y con qué orientación. En algunas instancias se habla de “proyecto socioeducativo” y me parece que es un término supremamente iluminador. Si la educación no involucra la realidad social y no se trabaja por una conciencia crítica, reflexiva, formada sobre lo que acontece en la sociedad, será una educación de contenidos y de acumulación de conocimiento, pero no de construcción del mundo en el que vivimos. Ya Paulo Freire habló de la pedagogía crítica que analizaba la sociedad y buscaba tomar postura frente a ella. Creo que dicha educación dio sus frutos, pero como toda perspectiva va siendo enriquecida e incluso sustituida por otras expresiones para responder al devenir histórico. Pero cada teoría deja también elementos a los que no se puede renunciar y creo que esa articulación entre educación y sociedad es irrenunciable y habría que tomársela mucho más en serio.

En Colombia como en tantos otros países, la vida vale muy poco. Se hace evidente cuando ocurren hechos absurdos que conmueven la sociedad, pero estos hechos son solo la punta de iceberg de problemas más hondos: la vida vale realmente cuando se cuida y se le garantiza la posibilidad de existir con los medios necesarios. Mientras la justicia social no se implante en nuestras sociedades no cesará la violencia y la inseguridad así aumente el pie de fuerza o se impongan medidas represivas que impidan que la población exija sus derechos. Y, una fe que no vela porque esto se haga posible, más vale que no se profese porque desdice del Dios de la vida, aquel que oye la voz del oprimido y sale a socorrerlo (Ex 3, 7-15).