lunes, 28 de agosto de 2023

 

En el mes de la Biblia, redescubrirla como Palabra de Dios

Olga Consuelo Vélez

No sobra insistir, una vez más, en la riqueza e importancia de la Sagrada Escritura en la vida cristiana, más cuando en el mes que se avecina, se hace memoria de la Biblia. San Jerónimo tradujo la Biblia del hebreo, arameo y griego al latín en el siglo IV y se conmemora su memoria el 30 de septiembre. De ahí que se hable de septiembre como el mes de la Biblia. Cabe anotar un dato interesante: la traducción hecha por Jerónimo se conoce como “la vulgata”, es decir, para el “vulgo”, para el “pueblo” que, en ese tiempo, conocía el latín (más adelante menos gente va a saber latín). Y este es el desafío que sigue vigente hoy porque el “pueblo santo fiel de Dios” -como ahora dice el papa Francisco-, no acaba de asumirla, entenderla, referir su vida hacia ella, saborear su mensaje, ponerlo en práctica.

¿En qué radicará tanta dificultad? Tal vez influye mucho la historia vivida de relación con la Sagrada Escritura. Durante siglos, aunque ya estaba traducida, se consideraba que solo era para los expertos que, por supuesto, era el clero, ya que habían realizado estudios bíblicos, además de que la traducción hecha por San Jerónimo era en latín que, como dije antes, cada vez era conocido por menos gente.

Otra causa posiblemente es el hecho de que fue Martín Lutero quien “protestó”, entre otras cosas, contra esa costumbre de reservar la Biblia solo para los clérigos y por eso la tradujo a su lengua (el alemán) para que más gente la pudiera leer. Conocemos bien las consecuencias de ruptura que tuvo toda la reforma luterana, mucho más allá de este hecho de la traducción de la Biblia, pero que tomado en su conjunto hizo que la Iglesia católica reforzara su postura contraria a las propuestas de Lutero. Si hay algo que sigue caracterizando, hasta el día de hoy la diferencia entre católicos y protestantes, es esta relación con la Biblia. Hasta en algunas iglesias muy pequeñas que se identifican con ese horizonte protestante, los fieles que allí acuden estudian la biblia, la repiten, la comunican, la enseñan. Eso sí, es importante decir que no siempre lo hacen con los necesarios presupuestos hermenéuticos para acercarse a ella, sino con un tipo de fundamentalismo, es decir, tomando la Biblia al pie de la letra, lo cual lleva a excesos, anacronismos, rigidez, en otras palabras, una fe sin contexto, sin discernir el significado de lo que allí se quiso decir. No se puede leer la Biblia sin un mínimo de interpretación para no convertirla en un instrumento de sometimiento o fanatismo.

Otra causa puede ser que la vida cristiana se ha alimentado de la religiosidad popular que, siendo una “verdadera experiencia de amor teologal” como la definió la Conferencia de Aparecida (n. 263), reconociéndola como “esa piedad que refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” (DA n. 258), no siempre se ha sabido integrar con la también necesaria espiritualidad bíblica que sabe escuchar la Palabra de Dios, saborearla, interiorizarla y buscar los caminos actuales para ponerla en práctica. La religiosidad popular necesita aprender a escuchar más a Dios a través de su palabra e integrarla en la rica espiritualidad que posee.

¿Cómo podríamos propiciar más este encuentro con la Sagrada Escritura de manera que alimente nuestra fe y espiritualidad? Uno de los caminos podría ser tomar, en serio, la Biblia como “Palabra de Dios”. Es lo que proclamamos en la misa dominical, después de escuchar las lecturas. Ahora bien, ¿qué significa que sea palabra de Dios?  Ya dijimos antes que no significa tomarla al pie de la letra (eso es fundamentalismo), ni tampoco podemos tomar un versículo sacado del contexto (eso es no tener en cuenta el contexto para interpretar un texto) pero significa que nuestro Dios se encarnó en la historia humana -especialmente en Jesús- y nos ha dejado en lenguaje humano la posibilidad de conocerlo, de mirar con sus ojos el mundo en que vivimos, el dejarnos enseñar cómo amar, cómo servir, cómo construir hermandad. Todo eso es el texto bíblico cuando nos acercamos a él para conocer cómo Dios actúo con el pueblo de Israel, cómo Jesús vivió y cómo las primeras comunidades fueron haciendo vida la experiencia recibida. Gracias a que toda esa vida quedo escrita, hoy podemos conocerla y entrar en esa misma dinámica de fe que se ha de hacer vida a través de la nuestra.

En algunos contextos aumenta la formación bíblica, sin embargo, habría que acompañarla con el cambio de imagen de Dios y de Iglesia. En cuanto respecta a la imagen de Dios, el Dios de Jesús es alguien que nos habla, nos comunica en lenguaje humano su deseo sobre la humanidad. No es un Dios para pedirle milagros sino para entablar una relación de amistad con Él. Con respecto a la Iglesia, hemos de hacer vida el modelo sinodal donde comprendemos que Dios se dirige a todo el pueblo de Dios, el papa Francisco lo expresa, como el sensus fidelium o sentido de la fe de los fieles. Todos corresponsables con la misión que el Señor nos confía, todos llamados a interpretar los signos de los tiempos a la luz de la palabra de Dios, por supuesto, en el seno de la comunidad eclesial donde, caminando juntos, trabajamos por un mundo mejor.

Finalmente, hoy la gente busca libros de sabiduría para orientar su vida. Posiblemente explicar, socializar, enseñar, compartir, mostrar la sabiduría del Dios de Jesús, en la Sagrada Escritura, podría traer mucha vida a nuestra vida, mucha fuerza a nuestra tarea de construir un mundo más justo, mucha sabiduría, misericordia y paz para nuestra vida y la de todos los que nos rodean. Y, el mes de la biblia puede ser la posibilidad de redescubrirla como Palabra de Dios que está ahí para ser acogida, escuchada, puesta en práctica.   

lunes, 21 de agosto de 2023

 

¿Cuál será la contribución propia de las mujeres a la Iglesia?

Olga Consuelo Vélez

La situación de la mujer en la Iglesia es un tema vigente porque no ha sido solucionado. Así lo constatamos en las preguntas que, una y otra vez le hacen al Papa, lo mismo que a otros miembros representativos de la jerarquía. En este caso queremos comentar la entrevista que la hicieron al nuevo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Víctor Manuel Fernández, el pasado 9 de julio.

La pregunta fue: ¿Cree que en el futuro será posible repensar el papel de la mujer en la Iglesia? El designado cardenal Fernández respondió: “ciertamente”. Pero añade: “no es necesario para eso forzar la discusión del acceso de las mujeres a los ministerios ordenados. Sería empobrecer la propuesta”. Estoy de acuerdo con que los ministerios ordenados no son el único tema a tratar cuando se habla de la situación en la mujer en la Iglesia. Es un tema, entre muchos otros. Centrarse en ello es limitar el campo más amplio de la realidad eclesial en la que la mujer no puede seguir siendo ciudadana de segunda categoría con limitaciones, prejuicios, restricciones y comprensiones erróneas. Pero lo que no logro comprender y que también, se repite demasiado, es que centrarse en ese tema, sea empobrecer la propuesta. Lo que no me parece adecuado es el término “empobrecer”. Si entiende que limita la comprensión más amplia de la realidad de la mujer en la Iglesia, tal vez podría plantearse. Pero en realidad, dudo que signifique eso. Por la reticencia a hablar del tema, o por el miedo a abordarlo o por el interés de evadirlo, me parece que este término no es apropiado. Explicitar dentro del amplio campo de la situación de la mujer en la Iglesia, el de los ministerios ordenados, es afrontar el tema más delicado y difícil de superar para reparar integralmente la exclusión que las mujeres han sufrido por siglos. Por tanto, no creo que lo empobrezca, lo conduce a un tema fundamental que tarde o temprano ha de abordarse con todas las consecuencias.

Continúa Víctor Fernández diciendo que hay que “profundizar y explicar mucho mejor el lugar específico de las mujeres y su contribución propia”. Aquí también me cuesta entender qué más hay que profundizar. Por el bautismo todos y todas somos partícipes de la triple dimensión profética, sacerdotal y regia de Cristo. Con lo cual ese papel subordinado que ha tenido el laicado, pero dentro de este, la mujer en la vida de la Iglesia, no tiene ninguna lógica y solo se supera, actuando en consecuencia. Si esto es igual que el tema del diaconado en el que se han nombrado dos comisiones sin ningún éxito -y teniendo ya tantos estudios serios que muestran la existencia de este en los orígenes cristianos-, realmente significa que más que avanzar, se busca evadir el tema.

La segunda dificultad de la anterior respuesta, viene de la expresión “su contribución propia”. ¿Cuál será esa contribución propia que debemos ofrecer las mujeres a la Iglesia? ¿qué es lo propio de las mujeres? Antes parecía muy claro: las mujeres se caracterizan por la ternura, la intuición, la delicadeza, la sensibilidad, etc. Pero esas actitudes ya están revaluadas y cuesta mucho negar la contundencia de los hechos: varones y mujeres tienen esas y muchas más características, cada persona con sus mayores o menores énfasis, pero no por el hecho de ser mujer o varón sino por ser una persona única e irrepetible que posee las características de todo ser humano, sabiendo que sus circunstancias propias han permitido que desarrolle más unas que otras. Podemos hacer la pregunta, al contrario: ¿Cuál es la contribución propia de los varones? ¿por qué no se dice de ellos que deben encontrar su propio lugar? ¿Por qué no se ha escrito una carta para los varones para definirlos y explicitar el valor propio que los dignifica, como se repite tanto para las mujeres? No existe un colectivo “mujeres” que pueda aportar algo propio, ni existe un colectivo “varones” que pueda apropiar algo propio. Existen personas, varones y mujeres, con sus características propias -como ya lo dijimos- llamadas a enriquecer la comunidad eclesial.

Víctor Fernández finaliza diciendo que, si cualquier reflexión no tiene consecuencias prácticas, si no se trata de la cuestión del poder en la Iglesia, si no se concede a las mujeres más espacios donde ellas tengan mayor incidencia, esta reflexión será insatisfactoria. Y ¡tiene toda la razón! Y justamente este es el punto en el que estamos: mientras no se deje de justificaciones para no abrir las puertas de la Iglesia a la participación plena de las mujeres en ella, podremos hacer muchos discursos, alegrarnos por los pequeños espacios que se abren, tal vez no hablar tanto del tema para no incomodar a los que no quieren escuchar esta continua demanda, contentarnos con los lentos cambios que se dan con respecto a las mujeres, seguirá esta real y cierta insatisfacción de las mujeres frente a la Institución eclesial, insatisfacción que algunas seguimos expresando pero manteniendo la esperanza de que las realidades cambien pero que, muchas otras, ya no están dispuestas a esperar sino que se van alejando, más y más, explícita o implícitamente, de la institución eclesial. Que la historia es lenta y los cambios difíciles, nadie lo duda, pero que hay que acelerar el paso por fidelidad al evangelio, sería la opción correcta para evitar este envejecimiento de la Iglesia donde ya las/os jóvenes no tiene casi ningún interés de involucrarse.

domingo, 13 de agosto de 2023

 

María: Una vida plena a la que se le anticipó el cielo

Olga Consuelo Vélez

Las fiestas marianas tradicionalmente han convocado a muchos creyentes porque a María se le reconoce como madre cercana y atenta a las necesidades de sus hijos e hijas. Pero nuestras sociedades han cambiado y aunque algunos grupos continúan cultivando ese amor mariano hoy se necesita releer la figura de María para que pueda ser significativa para las juventudes actuales, que no logran comprender una virgen y madre, más situada en los altares con coronas y atuendos recargados, que una mujer del día a día con sus luchas, dolores, logros y conquistas. (Cabe anotar que algunos de los nuevos grupos marianos están muy alejados del espíritu de Vaticano II, con lo cual, aunque aparentemente favorecen la devoción mariana, en realidad, la desfiguran).

Por eso la fiesta que celebramos el 15 de agosto -la Asunción de María- merece una reflexión para hacerla más comprensible. Esta festividad se celebra desde 1950 cuando el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción. Es decir, el pueblo de Dios reconoce que María ya goza de la vida definitiva. Ese es el significado de haber sido llevada “en cuerpo y alma”, o mejor, “con toda su persona”, al cielo.

¿Qué puede decir esta celebración para nuestro presente? Es necesario volver a mirar toda la trayectoria de María para poder entender el final de su vida. No son muchos los textos bíblicos referidos a ella. Además, la Biblia no ofrece datos históricos sino interpretaciones teológicas de la historia vivida. De María se dice que aceptó ser la madre de Jesús -no sin preguntar- ¿cómo será esto? (Lc 1, 34). Es decir, asumió conscientemente su participación en el plan divino de salvación. Además, Lucas pone en sus labios el canto del Magnificat, condensando en unos versos, la acción de Dios sobre su pueblo: “su misericordia llega de generación en generación, enaltece a los humildes y derriba a los poderosos, como lo había prometido a Abraham y a su descendencia” (Lc 1, 46-55). María canta con júbilo no por ser ella una persona extraordinaria sino porque anuncia la salvación que está llegando con Jesús a todo el pueblo de Israel.

Por su parte Juan nos habla de las bodas de Caná donde María pide a su Hijo que actúe en favor de los novios (2, 1-12) y nos la presenta, valiente y firme, al pie de la cruz en el momento final de la vida de Jesús (Jn 19, 25-27). Es decir, la María del evangelio de Juan es una mujer activa, protagonista, decidida, fuerte.

Los tres evangelistas nos narran otro pasaje que a primera vista resulta extraño. A Jesús le avisan que “su madre y sus hermanos lo buscan” y su respuesta es que su familia, son todos “los que escuchan la Palabra de Dios y la guardan” (Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35; Lc 8, 19-21) Este texto bíblico resulta muy iluminador para entender la manera como María se sitúa frente a la misión de su Hijo. Ella supo ser discípula, animando a la comunidad formada por aquellos que acogen el mensaje del reino e instauran esa familia amplia que no está unida por la carne ni la sangre sino por la fidelidad al proyecto de Dios sobre la humanidad.

Podríamos profundizar más en los pocos datos que sobre María nos ofrecen los evangelios, pero basta lo dicho aquí para comprender el significado de este dogma mariano. La que supo vivir en el día a día el seguimiento de Jesús, no puede menos que haber alcanzado ya, la plenitud de vida a la que todos estamos llamados. Ella supo identificarse con el mensaje del reino y por su fidelidad, coherencia y fortaleza debe ser ya depositaria de lo que todos esperamos alcanzar cuando llegue la plenitud de los tiempos.

En otras palabras, el dogma de la Asunción de María nos invita no a mirar al cielo sino a la tierra, no a mirar la vida de plenitud alcanzada por María sino la vida real que hizo posible tal realización definitiva. María nos impulsa al seguimiento de Jesús como discípulos y discípulas, porque ella es modelo de discipulado, no solo para las mujeres -como tantas veces se invoca- sino para todo el pueblo de Dios. Su grandeza radica en su fe a lo largo de su vida, incluso en el momento más duro de su existencia: la crucifixión de su Hijo. Allí toda la obra de Jesús mostraba su fracaso, pero ella supo permanecer de pie, sosteniendo la naciente Iglesia. De esa manera la presenta también el libro de los Hechos cuando dice que “todos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de sus hermanos” (1, 14).

Los dogmas marianos predicados como doctrinas que hay que creer casi sin entender, significan poco para las personas de hoy. Pero explicados a partir de la vida cotidiana de María, posiblemente pueden ayudar a ver su figura no tanto desde méritos extraordinarios -que ningún otro mortal tendría- sino desde su colaboración consciente y responsable con el plan divino de salvación: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), a lo que todos somos llamados.

La Asunción de María nos habla del cielo que a ella se le anticipó por su vida -de amor, servicio, fortaleza, fidelidad- vivida en su historia concreta. María no es una semidiosa ni alguien distinto a nosotros. Es una persona humana, creatura como todos, capaz de amar en toda circunstancia, Por supuesto su papel único como Madre de Jesús, no es insignificante. Y los dogmas marianos son primero que todo cristológicos que mariológicos, o sea, en función de Cristo, para afirmar su divinidad. Pero, en un segundo momento, nos confrontan con nuestra propia realidad al mostrarnos la posibilidad de vivir como lo hizo María desde su propia humanidad. En otras palabras, la Asunción nos invita a no detener el paso porque como ella y con ella, ¡podemos alcanzar el cielo!

domingo, 6 de agosto de 2023

En la Iglesia ¿caben todos?

Olga Consuelo Vélez

El papa Francisco se dirigió a los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud con sencillez, claridad y cercanía. A algunos no les gustó esa espontaneidad, incluso criticaron que “no leyera” sus homilías y hablara directamente, mirando a su auditorio, logrando esa conexión que surge de quien no pretende “dar cátedra” sino comunicar un mensaje en el que cree y lo ofrece sin otras pretensiones. Sin duda, Francisco sigue rompiendo esos esquemas rígidos, solemnes y doctrinales que han marcado la vida de la Iglesia a lo largo de la historia. Más de un clérigo tiene que hacer todo un equilibrio de justificaciones para acomodarse a ese estilo que no le parece adecuado, pero que necesita hacerlo para no parecer que no está en comunión con el Papa. Ahora bien, no solo hay clérigos con esa dificultad. También hay una porción de laicado que tampoco sintoniza con ese estilo porque en su formación cristiana se les ha insistido en la rigidez, tradicionalismo y muchas otras formas prácticamente “prevaticanas”, haciéndoles creer que corresponden a la “auténtica” doctrina.

Se podrían comentar varios aspectos del mensaje de Francisco a los jóvenes, pero quiero detenerme en este: “En la Iglesia hay espacio para todos y, cuando no haya, por favor, esforcémonos para que haya, también para el que se equivoca, para el que cae, para el que le cuesta. Porque la Iglesia es, y deber ser cada vez más, esa casa donde resuena el eco de la llamada que Dios dirige a cada uno por su nombre. El Señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos; nos lo muestra Jesús en la cruz. Él no cierra la puerta, sino que invita a entrar; no aleja, sino que acoge”. Estas palabras van en sintonía con el énfasis que ha puesto, a lo largo de su pontificado, en la misericordia que debe ser la carta de presentación de los cristianos y en aquello de que la Iglesia no es para los puros sino para los pecadores, no es una aduana sino una casa para todos.

Esa afirmación, tan propia de la Buena Noticia del Reino, no es fácil vivirla en el día a día. Tal vez una de las realidades más difíciles de asumir es la diversidad sexual frente a la cual el Papa ha dicho que “quién es Él para juzgar”, sin que esto suponga un mayor avance en las iglesias locales. En algunos templos se tienen grupos en los que sus integrantes son personas LGTBIQ+ y mantienen una pastoral dirigida a esa población. Pero, en muchos casos, se acepta mientras estén así, en grupos separados, no integrados a la comunidad parroquial. Además, cuando se habla de estas realidades, sea en la parroquia e incluso en los ámbitos académicos católicos, siguen siendo realidades excluidas, llenas de prejuicios y, lo que es más grave, de desinformación y de discursos ideológicos para fundamentar el rechazo del que deben ser objeto.

Otro tema en el que tampoco es fácil vivir esa inclusión de todos en la Iglesia, es la incorporación de los guerrilleros, paramilitares, delincuentes, etc., una vez se han sometido a un proceso de paz. En Colombia esto es evidente. Quienes más se oponen a estos procesos son los que se consideran más involucrados con la vida eclesial y se glorían por sus buenas obras o sus donaciones a la Iglesia. Conocemos bien cómo hubo tanto rechazo al proceso de paz con la Farc y, como hoy, sigue el rechazo -casi visceral- frente a todas las propuestas que implican el diálogo y los esfuerzos por una reconciliación y un nuevo comienzo. Hace poco, escuchando a personas que se dicen muy creyentes y que atacaban todos los esfuerzos por la construcción de la paz, exigiendo el castigo inmisericorde sobre los que han hecho mal a la sociedad, les pregunte: y si los cristianos no apoyamos esos procesos ¿quién los puede apoyar? ¿no es este el mensaje del evangelio? ¿no nos enseñó Jesús que Dios es el Padre misericordioso que hace fiesta porque el hijo que pidió su herencia -eso significaba en el contexto judío, desear la muerte del padre- y la malgastó, volvió a la casa? La respuesta que me dieron fue igualita a la del Hijo mayor de la parábola: “ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado” (Lc 15, 30); es decir, se enfadan de que se busquen otras salidas -diferentes a la confrontación armada-, para construir la paz.

Y así podríamos continuar los ejemplos en que lo de la inclusión verdadera de todos, todas (y todes -aunque a tanta gente -incluidos creyentes- le molesta eso del lenguaje inclusivo), es una bonita idea que pocos se esfuerzan por llevar a la práctica. Sigue existiendo el racismo de muchas formas, el clasismo, el etnocentrismo, el colonialismo, el machismo y, como define la filósofa española Adela Cortina, “la aporofobia” (odio a los pobres) que hace más inalcanzable la inclusión cuando a las anteriores realidades se añade el que estas personas son pobres.

El Papa hizo que los jóvenes repitieran que en la Iglesia caben “todos, todos, todos” pero ese mensaje no fue solo para ellos. Convendría que cada uno se pregunte su disponibilidad para esa acogida sin límite, ni medida. Este sería un testimonio creíble, en estos tiempos, en los que la palabra de la Iglesia ya no parece resonar en muchos ambientes. De ahí que, redoblar en “testimonio” no es solo algo necesario, sino urgente.


miércoles, 2 de agosto de 2023

 

La juventud: un desafío pendiente en la vida de la Iglesia

Olga Consuelo Vélez

Se está celebrando la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Portugal y, como todo evento, será un momento de renovar esperanzas, de entusiasmo, de alegría, de recargar fuerzas y de incorporar experiencias fuertes que van constituyendo la vida y ayudan para el camino. Sin embargo, ese encuentro de jóvenes levanta, en su contra cara, una de las crisis más grandes de la Iglesia: muchos jóvenes están cada vez más distantes de ella, no logran entender el mensaje que comunica, no se sienten atraídos por sus convocatorias, no les parece que puedan encontrar en ella alguna respuesta a sus múltiples búsquedas. Por supuesto esta apreciación no se puede generalizar porque en algunos ambientes siguen participando jóvenes, algunos de los movimientos cuentan con números aceptables de jóvenes y, aunque con mucha escasez, no dejan de llegar algunas vocaciones a la vida religiosa y presbiteral.

¿Qué razones podríamos aducir para esta escasez de jóvenes en los espacios eclesiales? Algunos invocan el secularismo de la sociedad y las múltiples ofertas que les llegan del mundo que parece les impide descubrir a Dios e interesarse por él. Otros aducen a la falta de familias creyentes lo cual no favorece la transmisión de la fe y el surgimiento de vocaciones como en décadas anteriores. No faltan quienes señalan que los jóvenes no tienen ideales, viven ensimismados en el inmediatismo, no se interesan por el bien común y están inmersos en el consumismo, las drogas, la delincuencia, etc. Aunque estas razones son válidas, esto no significa que la Iglesia no se mire a sí misma y se pregunte por qué su mensaje, su testimonio, su apostolado, cada vez llega menos a los jóvenes. Puede haber muchas causas externas que hagan difícil el trabajo con jóvenes, pero también hay muchas razones internas que deben ser identificadas si se aspira a llegar a la juventud de manera significativa.

Algunas respuestas ya se han dado, pero no se asumen en la práctica. Por ejemplo, la Conferencia de Aparecida, en 2007, ya hablaba de cómo “en la evangelización, en la catequesis y, en general, en la pastoral, persisten lenguajes poco significativos para la cultura actual y, en particular, para los jóvenes. Muchas veces los lenguajes utilizados parecieran no tener en cuenta la mutación de los códigos existencialmente relevantes en las sociedades influenciadas por la posmodernidad y marcadas por un amplio pluralismo social y cultural” (DA n. 100d). Lo mismo dijo el secretario de estado, Pietro Parolin, a propósito de esta JMJ en Portugal: “La Iglesia tiene que ser creativa, necesita encontrar el coraje y el lenguaje adecuado para presentar a Jesucristo a los jóvenes de hoy, en toda su frescura, en toda su actualidad”. Verdaderamente, la cuestión del lenguaje es sustancial a la hora de comunicarnos con los jóvenes, por eso habría que revisarlo a fondo.

Pero la iglesia, en muchas instancias, se resiste al cambio. Para no ir muy lejos, el lenguaje inclusivo que permite visibilizar a las mujeres, encuentra muchas resistencias en la sociedad, pero mucho más en la Iglesia. Además, la institución eclesial permanece muy ajena a los movimientos actuales en torno al feminismo, al género, al pensamiento decolonial, a las diversas identidades sexuales y genéricas, a las diversas configuraciones de familia, etc., lanzando solo advertencias sobre sus peligros y catalogándolas de ideologías, sin conocer a fondo sus fundamentos y los aspectos positivos que conllevan. Muchos jóvenes si conocen esos contextos, los sienten como horizontes que les muestran un mundo más inclusivo y propicio para ellos y, si no ven en la Iglesia una institución que entiende sus búsquedas actuales y los acompaña a recorrerlas, será muy difícil poder ser significativa para la juventud.

Aquellos que dicen que la juventud es pasiva y no tiene ideales habría que mostrarles que esto no es verdad en todos los casos. Precisamente ha sido la juventud la que en muchos países se levanta para pedir sus derechos y no se cansa de marchar y exigir lo que les corresponde. No es verdad que muchos jóvenes no se interesen por las cuestiones sociales. Y aquí es donde la pastoral juvenil no debería limitarse a lo sacramental e intra eclesial sino acompañar la vida real de los jóvenes y su compromiso social. Además, si la juventud en algunos casos no responde cómo nos gustaría, no es tanto por una supuesta apatía sino por la falta de oportunidades en la sociedad en que viven. Trabajar por las conquistas sociales para garantizar el futuro de los jóvenes es mostrarles que el evangelio no es algo alejado de su vida concreta sino una palabra de fortaleza en pro de sus derechos.

El papa Francisco en su primera homilía en la JMJ reconoce el cansancio que se está experimentando en estos tiempos frente a la evangelización de los jóvenes. Pero, con el optimismo que le caracteriza, señala tres decisiones que habría que tomar para superar ese cansancio. En primer lugar, “navegar mar adentro”, es decir, no dejar de echar las redes confiados en el Señor que así instó a los discípulos cuando estaban desanimados porque no habían pescado nada (Lc 5,5). En segundo lugar, caminar juntos en el trabajo pastoral. Vivir la sinodalidad donde el laicado participe plenamente de la vida eclesial. Y, finalmente, ser pescadores de personas -propuesta que le hace Jesús a Pedro en ese pasaje de la barca- pero no entendiéndola como buscar vocaciones a la vida religiosa sino llevando la misericordia de Dios a todos los lugares donde hace falta: la sociedad multicultural, las situaciones de pobreza y precariedad, la fragilidad de las familias, las relaciones heridas y, por supuesto, a la juventud, entre otras situaciones necesitadas de misericordia.

Todo esto que señala Francisco hay que encarnarlo en realidades cómo las que señalé al inicio y en otras que hay que seguir planteando y asumiendo. Con seguridad el papa seguirá insistiendo en sus intervenciones en esta JMJ que Cristo sigue vivo y su evangelio es actual, siempre y cuando, no nos apeguemos a lo que “siempre fue así” sino que acompañemos a la juventud por los caminos que van transitando porque en ellos, con toda seguridad, también el Espíritu actúa, aunque no estemos acostumbrados a reconocerlo.