domingo, 31 de octubre de 2021

 

Conmemoración del día de los santos y de los difuntos: una llamada para nuestra propia vida

 

Olga Consuelo Vélez

 

El mes de noviembre comienza con la solemnidad de todos los Santos. Sin embargo, muchas personas recuerdan más la conmemoración de los Difuntos que se celebra al día siguiente. México, por ejemplo, tiene muy arraigada esta tradición y la celebran familiarmente haciendo altares con fotos de los que ya fallecieron, colocando flores y otros objetos, además de compartir diversas comidas porque, de alguna manera, es una forma de volver a convivir con los seres queridos que ya murieron. En otros países, se va al cementerio, aunque, actualmente, con la cremación, esa práctica ha perdido algo de fuerza. Lo cierto es que ante la muerte de los seres que amamos, surge en muchas personas la necesidad profunda de creer que la muerte no apagó para siempre sus vidas y que preservar su memoria es una forma de prolongar su presencia. Además, se espera que ya descansen en la paz de Dios y que, cuando muramos, nos encontremos nuevamente con ellos.

Ese desear que nuestros familiares difuntos estén en la paz de Dios podría motivarnos más a vivir nuestra propia vida con mucha más responsabilidad para alcanzar esa misma paz, no solo después de muertos sino ya en este presente. Por supuesto la vida trae muchos problemas y circunstancias que se nos escapan de las manos y que conllevan dolor, preocupación, fracaso, sufrimiento. Pero también hay tantas otras realidades que sí está en nuestras manos remediar que sería muy importante que, al menos, esas circunstancias, las viviéramos mejor y pudiéramos disfrutar de la paz que ellas nos traen. Entre estas últimas podríamos señalar las relaciones con los demás, especialmente con la familia, las cuales por complejas que parezcan podrían ser mucho más gratificantes si tuviéramos menos orgullo, más tolerancia, menos prepotencia, más humildad. En otras palabras, si supiéramos reconocer que todos nos equivocamos pero que todos podemos enmendar nuestros errores y tener otra oportunidad para comenzar de nuevo. Si fuéramos capaces de ver que la muerte llegará tarde o temprano y lo que no hagamos aquí, ya no lo podremos hacer más adelante, tal vez nos esforzaríamos más por superar los desencuentros y vivir la alegría que da el llorar y el reír con los demás, el celebrar y el superar juntos las dificultades, el sentir que no somos seres para la soledad sino llamados a la riqueza del compartir.

Si hiciéramos lo anterior, no estaríamos lejos de alcanzar la santidad. Es verdad que esta palabra cada vez dice menos a las generaciones actuales y a muy pocos les atrae ser santos. Pero, entre otras cosas, no atrae la santidad, porque se cree que ser santo es tener unos dones extraordinarios o vivir unos sacrificios de tal magnitud que casi nadie puede imitarlos. Pero, en realidad, los santos y santas que hoy reconocemos, fueron personas de su época y con toda seguridad tuvieron limitaciones y equivocaciones, pero supieron apostar por hacer el bien y eso hizo insignificante lo negativo de sus vidas. El papa Francisco en la Exhortación Gaudete et exultate (2018) ha procurado rescatar la cotidianidad del ser santo, hablando de “los santos de la puerta de al lado”. En realidad, la santidad es para todos porque consiste en vivir nuestra vida de la mejor manera posible. Los santos de la puerta de al lado no son los otros sino también nosotros. Santidad es vivir con todo lo que supone nuestra humanidad y la de los demás y aprender a caminar con ello; supone retroceder y avanzar, temer y arriesgar, equivocarnos y corregirnos, en otras palabras, aceptar la limitación inherente a nuestra creaturalidad, pero desde ella seguir caminando porque no hemos sido creados para el fracaso sino para el amor y, mientras tengamos vida, es posible amar y ser amados, perdonar y ser perdonados, ser felices y hacer felices a los demás.

En fin, tal vez la relación de las dos celebraciones de estos primeros días de noviembre podría ayudarnos a entender que la santidad es vivir la humanidad y que la humanidad, vivida desde el amor, es santidad. Podría ayudarnos a entender lo que el hombre rico no comprendió: Maestro ¿qué he de hacer para ganar la vida eterna? (Mc 10, 17-23) y Jesús le respondió con los mandamientos, pero fue un poco más allá: “Ve y vende lo que tienes y dáselo a los pobres, luego ven y sígueme”. Es decir, le invitó a salir de sí y compartir su vida y sus bienes con los demás, pero según el texto, parece que él no fue capaz de hacerlo. Quien quita que esta vez nosotros comprendamos que lo que “idealizamos con nuestros seres queridos que ya no están”, lo podemos vivir con los que tenemos todavía a nuestro lado. Quien quita que en este mundo sea posible la santidad, porque nos abrimos al diálogo y al encuentro, al perdón y a la reconciliación, a la comprensión y al comenzar siempre de nuevo, aprovechando el presente que tenemos para saborear desde aquí la paz que deseamos tengan ya nuestros difuntos y que un día deseamos alcanzar cada uno de nosotros.

 

domingo, 24 de octubre de 2021

 

La vida vivida como vocación

 

Olga Consuelo Vélez

 

La experiencia cristiana es, ante todo, una vocación, una llamada. No somos nosotros los que buscamos a Dios, sino que es Él, quien sale a nuestro encuentro. Es la experiencia que la Sagrada Escritura nos testimonia en figuras como Abraham, Moisés, Judit, Esther, Rut, María, los discípulos y discípulas y tantas otras personas que vivieron en carne propia el encuentro con Dios y no pudieron seguir siendo los mismos, sino que se sintieron convocados a anunciar y hacer posible el reino de Dios en el aquí y ahora. “En esa inmensa nube de testigos”, como lo relata bellamente la Epístola a los Hebreos (11, 2-12,4), vamos añadiendo nuestros nombres y, aunque reconociendo la precariedad de nuestro propio testimonio, nos esforzamos por entrar en esa dinámica para seguir construyendo un mundo desde la fe, la esperanza y el amor.

 

La respuesta a esa llamada del Señor se teje a lo largo de toda la vida, se consolida en la fidelidad del día a día y nos hace decir con el apóstol Pablo "No creo haber conseguido ya la meta, ni me considero perfecto, sino que prosigo mi carrera hasta alcanzar a Cristo Jesús, quien ya me dio alcance" (Flp 3,12). Supone un encuentro personal: "¿me amas?, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21, 15-17). Y en esa historia de amistad, en esa vida compartida la persona se transforma desde dentro. La vocación se convierte así, no en algo accidental, sino en constitutiva de todo el ser y quehacer, abriéndose al horizonte de una misión que nos reclama: "apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17).

 

Esta llamada que se experimenta como irresistible es lo que diferencia la fe cristiana de cualquier otra opción que se hace en la vida. Supone la decisión personal, pero es más que eso: Es el don del amor que nos hizo “arder el corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras” (Lc 24,31). Esta experiencia nos pone en marcha como a los peregrinos de Emaús que vuelven a Jerusalén cuando reconocen al Resucitado (Lc 24,33) y nos hace anunciar a otros “lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20).

 

La vida vivida como vocación se constituye en sentido de vida. Surge en la persona la disposición interior a la realización de una misión que abarca todo su ser y se confirma con las aptitudes que se poseen. Moviliza de tal modo las energías personales que absolutamente todo lo que la persona realiza se convierte en realización de esa vocación. En este sentido el jesuita Pedro Arrupe, compuso un poema titulado “Enamórate” que dice mucho de lo que supone este horizonte vocacional: “(…) Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón, y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud (…)”. Otro santo, Pedro Poveda, fundador de la asociación laical Institución Teresiana, desde el horizonte educativo que propuso como vocación para sus miembros, decía: "Denme una vocación y les devolveré una escuela, un método, una pedagogía".

 

La profesión vivida en este horizonte más amplio, se convierte en una verdadera vocación. Esto nos sitúa en la misma dinámica de los primeros cristianos "que no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres (...) sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras (...) y adaptándose en comida, vestido y demás géneros de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de vida superior y admirable y por confesión de todos, sorprendente" (Carta a Diogneto V, 1-4). Aquí alguna sensibilidad puede rechazar la frase un tenor de vida superior. Es comprensible. La limitación del lenguaje y los usos de la época siempre son susceptibles de modificarse. Pero entendamos bien: la vocación imprime a nuestra vida un talante interior que es el aporte fundamental que podemos ofrecer a nuestros contemporáneos. Sin embargo, lo que es ineludible y tenemos que ofrecer es una vida que se vive como vocación y que le imprime la presencia del Espíritu en todo lo que hacemos. Nuestra profesión es el horizonte en que probamos nuestro amor a Dios y nuestro compromiso fraterno, pero si la profesión no está informada por el Espíritu, pierde su esencia, su razón de ser, su fecundidad.

 

En definitiva, quien vive su vida como vocación ensancha el espacio de su tienda y experimenta la fecundidad del Reino. Sabe que todo lo que hace tiene una dimensión trascendente. Su ser y quehacer se convierten en la acción de Dios mismo en nuestra historia. De hecho, Dios no tiene otra manera de hacerse presente entre nosotros. De ahí la radicalidad de la llamada a colaborar con el Reino: "quién pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9, 62). Efectivamente, la experiencia cristiana es la vida entera que se apasiona por hacer presente a Dios mismo en esta historia y en ello compromete todo lo que se es. Cuando se ha vivido la vida en este horizonte, la terminación de un empleo formal no significa el fin de un quehacer, sino un cambio en la realización de ese mismo quehacer que, ha sido, el que cada persona ha encontrado para desplegar lo mejor de sí misma. Por eso, en la vida cristiana, no existe la figura de la jubilación laboral, sino el gozo de hacer aquello que se sabe hacer, cada vez con más gratitud, más generosidad, más pasión, más desprendimiento.

 

Y una nota final: en tiempos en que se dice que “hay escasez de vocaciones”, entender la propia vida como vocación ayuda a matizar esa afirmación porque es verdad que hay escasez de vocaciones a la vida religiosa y presbiterial, pero eso no tiene que ir de la mano de falta de vocaciones a la vida cristiana. Tal vez este momento está diciendo que esos estilos de vida están urgidos de una renovación de fondo para que puedan ser atrayentes para la juventud de hoy y, posiblemente, tienen que entenderse desde el sentido más profundo que tiene esa vocación específica: pequeños grupos, como lo fueron las pequeñas comunidades cristianas, que desde su estilo de vida interpelan, alientan y dan testimonio del seguimiento de Jesús.

 

 

jueves, 14 de octubre de 2021

 

Santa Teresa de Jesús: inquieta, andariega, desobediente y mucho más….

 

Olga Consuelo Vélez

 

El 15 de octubre se celebra la fiesta de Santa Teresa de Jesús. Su vida y su obra mantienen actualidad porque ella fue una mujer que supo vivir en “su tiempo” y “adelantada a este”. Vivió en su tiempo y afrontó las circunstancias que su momento le deparaban, con naturalidad, confianza, intrepidez. Pero también vivió adelantada a su tiempo porque rompió moldes y estereotipos de su época, ganándose así enemigos y contradictores. Muchas cosas podríamos decir de ella para mostrar la actualidad de su legado. Recordemos algunas para recordarla en su fiesta.

Fue una mujer a la que le importaba lo que pasaba y sentía la necesidad de implicarse en ello para dar alguna respuesta. Así lo expresa: “Está ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que, por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”. O, como también lo expresó: “Veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”. Por supuesto esta expresión refleja la comprensión sobre las mujeres de aquella época -y de aún hoy en ciertos sectores-. Pero para ella, aquellas que tildan de “débiles”, en realidad tienen “ánimos virtuosos y fuertes”.

Su mayor legado fue la experiencia de oración que supo vivir y enseñar, especialmente, a sus monjas. En tiempos donde no estaba permitida la oración mental para las mujeres, ella no duda en instar a sus hermanas que emprendan el camino de oración y que ante las críticas que puedan recibir de parte de los clérigos por tener la osadía de seguir ese camino, no les hagan caso porque, según ella, esas críticas –“son opiniones del vulgo”-; y también les recomienda que cuando les digan que dejen la oración, apelen a la regla que “manda a orar sin cesar”.

Dos cosas son centrales para ella en la oración: (1) la importancia del amor y (2) la humanidad de Cristo. Lo primero es muy significativo porque no es la oración por la oración, no la propone como una técnica, un ascetismo -como a veces se enseña hoy- porque lo que interesa es el amor: “no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho, y así lo que más os despertare a amar, eso haced”. Lo segundo es definitivo: la humanidad de Cristo es el medio para la más subida contemplación, aunque sus contemporáneos lo negaban: “Y veo yo claro (…) para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita (…) He visto claro que por esta puerta hemos de entrar (…) Así que vuestra merced, señor (el P. García de Toledo) no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación, por aquí va seguro (…) y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y lo vemos con flaquezas y trabajos y es compañía”. Busca orientaciones sobre su propio proceso de oración, pero lo hace con personas “letradas” -porque sabe lo fácil que es caer en cualquier tipo de explicaciones falsas- pero, al mismo tiempo, para ella la oración es fuente de sabiduría porque “la verdad de Dios se nos entrega en la oración, en el trato amistoso con Él”. Por eso puede contradecir a quienes le dicen que no tiene razón.

Algo sorprendente son las fundaciones que hace. No hay dificultad humana que se lo impida porque su confianza es absoluta en Dios y sabe que, si ella pone todo de su parte, Dios no dejará la obra inconclusa. Sabemos que no solo funda conventos de mujeres sino también de varones. Y parece que no le tema a nada. Es capaz de enfrentarlo todo y no cesa de buscar soluciones a las dificultades que se le presentan. Actúa con astucia para conseguir lo que persigue y sabe ocultar sus intenciones para no ser reprobada por los superiores hasta que se realiza la obra: “Y así me determiné de hablar al gobernador, y me fui a una iglesia que está junto con su casa y le envié a suplicar que tuviese por bien de hablarme. Había ya más de dos meses que se andaba en procurarlo y cada día era peor. Como me vi con él, le dije que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de nuestro Señor. Estas y otras hartas cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor; de manera le movió el corazón, que antes de que me quitase de con él, me dio la licencia.”

Gracias a sus escritos podemos hoy seguir profundizando en su legado. Una y otra vez se estudian, se meditan, se oran, se reflexionan sus obras y siempre se saca mucho provecho de ellas. En sus escritos también muestra su osadía y su estar adelantada a su tiempo. Más de una obra fue cuestionada y retirada, pero la fuerza de su experiencia permitió que se recuperaran y podamos seguir aprendiendo hoy de su inmensa hondura espiritual.

Pero lo que más me encanta de Teresa es lo que un nuncio del Papa, afirmó de ella: "...femina inquieta, andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de la clausura, contra el orden del Concilio Tridentino y Prelados: enseñando como maestra, contra lo que San Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen”. Precisamente esas palabras muestran todo lo que ella fue en su tiempo, saliéndose de los moldes establecidos porque en realidad amaba a la Iglesia y no se resignaba a que en ella no se viviera la radicalidad del evangelio.

Personas como Teresa son las que necesitamos en este tiempo en que el Papa Francisco ha convocado al sínodo sobre sinodalidad: un tiempo para escucharnos, encontrarnos y discernir sobre los desafíos que vivimos. Pero esto solo dará buen fruto si en estos diálogos afrontamos lo que en verdad va mal en la iglesia y con la creatividad y audacia evangélica proponemos nuevos caminos que rompan moldes y se arriesguen a estrenar horizontes distintos e inéditos.