jueves, 22 de junio de 2017


Los pastorcitos de Fátima y la lógica de Dios




Los santuarios marianos reflejan la fe sencilla del Pueblo de Dios que reconoce no solo la presencia de María en su vida, sino el amor filial y la confianza en la Madre. Miles de fieles acuden a ellos, con la confianza de ser escuchados frente a sus múltiples necesidades. También van a agradecer tantos dones recibidos y salen reconfortados con más fe, con más esperanza, con más amor. Precisamente en uno de esos santuarios, el de la Virgen de Fátima -tal vez en uno de los más visitados del mundo-, el Papa Francisco canonizó el pasado 13 de mayo a dos de los tres pastorcitos a los que hace 100 años se les apareció la Virgen María.

Los tres pastorcitos fueron Lucía dos Santos, de 10 años y sus primos Jacinta y Francisco Marto de siete y nueve años, respectivamente. La Virgen se les apareció varias veces -entre mayo y octubre de 1917- encomendándoles el rezo del Santo rosario para la conversión de los pecadores. Con las imágenes de su tiempo, los niños entendieron que iban a suceder grandes desastres y la imagen del infierno les advertía de la necesidad que el mundo tenía de conversión. Los hermanitos Jacinta y Francisco mueren al poco tiempo, mientras que Lucia se hizo monja de clausura y vivió hasta los 95 años.

En el año 2000 el Papa Juan Pablo II beatificó Jacinta y a Francisco y, ahora, el Papa Francisco los ha canonizado. Ese día, en la homilía de la misa, el Papa afirmó: “la Virgen se le apareció a los tres pequeños para recordarnos la luz de Dios que mora en nosotros y nos cubre y para advertirnos del peligro del infierno”. Por su parte, Lucia, la mayor, está en proceso de beatificación.

Estos niños santos son los primeros que no se les canoniza como mártires sino por la ejemplaridad de su vida, es decir, supieron afrontar las contrariedades y sufrimientos apoyándose en el amor a María y ofreciendo todas sus penurias por la salvación del mundo. A su corta edad, no fueron niños excepcionales sino pastorcitos capaces de comprender la presencia divina a través de la figura de María y vivir de acuerdo a su contexto.

Es importante caer en cuenta de algunos aspectos. En primer lugar, la Virgen se aparece a tres pequeños iletrados y pobres. Y esto, porque así es la lógica de Dios: él viene a nosotros desde los más sencillos, desde los últimos y nos invita a reconocerlo en ellos y a compartir su suerte. A veces, esta lógica se nos olvida. Y acomodamos a Dios a otras realidades que no coinciden con su propio ser: poderes y honores que rompe la fraternidad y nos impiden testimoniar al Dios amor, revelado en Jesús.

En segundo lugar, el énfasis de cualquier aparición -que, por cierto, no es dogma de fe, sino revelación privada-, no está en lo extraordinario y maravilloso, sino en la experiencia de lo divino en una circunstancia humana que, casi siempre coincide, con el lugar de los últimos, con la actitud de la misericordia, con la gratuidad del que no posee nada y por eso todo lo recibe.   

En tercer lugar, las referencias a las catástrofes o al infierno hoy no tienen la resonancia que tenían en aquellos tiempos. Y, en eso, también tenemos que dar un paso adelante en la nueva comprensión que actualmente nos ofrecen los estudios bíblicos y teológicos. Por eso el Papa Francisco habla más del “evangelio de la alegría” (Evangelii Gaudium) y de la misericordia como actuar innegociable de Dios frente a todas sus creaturas, sean lo que sean. Dios no mira el pecado sino la debilidad, Dios no castiga, sino que acoge. 

Pero el mensaje de la Virgen a los pastorcitos sigue vigente porque la llamada a la conversión forma parte del mensaje del Reino solo que ha de ser una conversión desde las realidades que vivimos, con los desafíos que ellas nos presentan. Es imposible no pensar en la urgencia de apoyar los caminos para la paz que con tanta dificultad se están abriendo en Colombia. Si queremos hoy escuchar a la Virgen, no dudemos que ella nos sigue diciendo que la paz está por encima de la guerra y que el esfuerzo por construirla es la manera de recorrer el camino de conversión que necesita Colombia después de tantos años de enfrentamientos armados. La fe no está ajena a nuestra realidad, como en el tiempo de los pastorcitos no estuvo ajena a la primera guerra mundial que vivían o al comunismo o a las enfermedades que cobraban tantas vidas, incluidas las de Jacinta y Francisco.

Los santuarios han de purificarse continuamente para no caer en “el negocio de la fe” o en la “explotación de la ingenuidad de algunos”. Pero han de “cultivarse” como lugares privilegiados donde la presencia divina se palpa en la fe sencilla y confiada, casi siempre de los más pobres, que nos llama a un compromiso decidido con la realidad social para que a todos los hijos de María, nuestra madre, gocen de la dignidad de una vida íntegra, con la condiciones adecuadas para vivir.

Pidámosle a Jacinta y a Francisco que el rezo del rosario, -oración que ellos tanto amaron-, nos conecte con la realidad y busquemos transformar todos los infiernos que crea la injusticia social, la ambición de poder, la falta de solidaridad y, sobre todo, la indiferencia ante el sufrimiento del mundo y, en Colombia, la dureza de corazón para entender que la paz es el deseo de Dios, es el clamor de María, y el camino indispensable para responder a su llamado.

Foto tomada de:  http://caballerosdelavirgen.org/resources/2017/02/cfAFoRDg.jpg

jueves, 15 de junio de 2017

Corpus Christi: pan partido para el mundo




Las fiestas religiosas van recordando los misterios de nuestra fe de manera que podamos profundizar en ellos, alimenten nuestra vida cristiana, la proyecten hacia un mayor compromiso cada día. En este tiempo hemos estado celebrando la Pascua, la Ascensión, Pentecostés, la Santísima Trinidad y ahora, en este mes, la celebración del Corpus Christi y del Sagrado Corazón de Jesús. Es decir, motivos para avivar nuestra fe no nos faltan. El desafío es recrear toda esa vida de gracia que se nos entrega y hacerla significativa para nuestro presente.

En concreto, la fiesta de Corpus hace unas décadas era una gran celebración pública donde se hacían altares y procesiones y la gente se convocaba alrededor de la Eucaristía. Esta fiesta sigue siendo visible en algunos lugares pero en otros no parece tener más la acogida y reconocimiento del pasado. Sin embargo, el significado de esta celebración sigue siendo central y definitivo para quien la vive, para quien no deja que lo esencial se pierda, por falta de lo accidental. Pero ¿qué es lo esencial de esta festividad? La presencia real del Señor en la Eucaristía, su presencia que convoca, sostiene y compromete. En efecto, la eucaristía no es simplemente el trozo de pan que vemos expuesto en la custodia. Es la presencia del Dios vivo que continua llamando, atrayendo, despertando corazones para un servicio y una entrega desinteresada. Contrario a lo que a veces pareciera verse, cuando se explica este Jesús que se hace pan y se compromete con los más débiles, muchos corazones, especialmente de los jóvenes, se sienten interpelados por su llamada y se disponen a seguirle. Unos desde diversos grupos que surgen alrededor de la parroquia y otros desde la vida consagrada, vida en la que muchos seguirían si no encontraran, algunas veces, estructuras caducas que ahogan el espíritu y hacen demasiado escarpado el camino de madurez humana y espiritual que todo joven necesita
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La eucaristía también es ese “pan para el camino” que sostiene en los momentos difíciles y alegra en las situaciones de gracia y bienestar que también nos alcanzan. A semejanza de los discípulos de Emaús, ese pan partido abre los ojos en medio de las dificultades y fortalece cuando aprieta el cansancio. Pero sobretodo permite reconocer al Señor cuando todo parece ocultarlo y hace arder el corazón cuando se reconoce ese amor divino que ha tejido nuestra vida y acompañado todos nuestros pasos.

Y lo más importante, la Eucaristía compromete la vida porque Jesús no está como presencia solitaria o como una divinidad que reclama un culto y una reverencia sagrada. Jesús eucaristía es el que se parte y se reparte por amor a todos. Es la vida entregada voluntariamente que nos invita a compartir el pan de su presencia y el don de su amor fraterno y sororal sin límites, ni medida. La imagen de la mesa común, de la cena festiva, del banquete mesiánico, nos incorpora ya en la esperanza definitiva que buscamos alcanzar. Una mesa donde caben todos y, especialmente, los más pobres, los últimos de cada momento presente. Esa mesa donde nadie pasa necesidad y no existen los vanos honores que tantas divisiones y distancias crean entre los seres humanos.

Celebrar, por tanto, la festividad de Corpus Christi, es ir más allá de la celebración litúrgica y dejarnos interpelar por el significado que nos transmite. Es agradecer la presencia real del Señor en la Eucaristía. Pero es también dejarnos llevar desde allí a la presencia real de Jesús en cada persona. En otras palabras que el sagrario nos lleve a los hermanos y estos nos remitan a Jesús. Sin esta relación intrínseca la eucaristía se convierte en un rito vacío que desdice del misterio de la encarnación.

Y, más aún, que contemplar a Jesús eucaristía nos vaya transformando en ese mismo pan que se reparte para el mundo con una vida dispuesta al servicio y a la entrega. Jesús no quiere estar en el sagrario. Quiere llegar al mundo y depende de nosotros el hacerlo posible. Que nuestro amor a la Eucaristía se haga visible en todos nuestros actos y a través de ellos muchos puedan descubrir ese Jesús que definitivamente se ha quedado en medio de su pueblo. 

Foto tomada de: http://imagenes.catholic.net/imagenes_db/dadc60_20521.jpg

jueves, 8 de junio de 2017

A sembrar trigo abundante









Los Acuerdos de Paz en Colombia se firmaron definitivamente el pasado 24 de noviembre, después de la derrota del plebiscito y en un clima de resistencia por la polaridad de posiciones entre los que decididamente apoyan el acuerdo y los que se resisten, también “decididamente”. No pretendo hacer un análisis de la situación sino comentar desde una reflexión eminentemente pastoral, lo que creo podría empujarse desde una visión de fe.

Lo que se palpa de diversas maneras es que la implementación de los Acuerdos de Paz no es una tarea fácil. Implica dinero, acciones concretas, legislaciones específicas y, sobre todo, “buena voluntad”, “honestidad” y “empeño” para que llegue a ser posible. Lo primero, no está en nuestras manos porque muchos no estamos en los círculos designados para ello. Pero, lo segundo, depende de todos los que vivimos en este contexto y a los que nos implica la construcción de una patria en paz. Pero aquí vienen todas las dificultades que también se perciben y que abarcan diferentes aspectos.

Uno que me parece significativo es que en este tiempo de implementación sigue vigente la realidad que hemos vivido a lo largo de estos más de 50 años de conflicto. Me refiero a la existencia, de hecho, de “dos Colombias”. La que ha vivido el conflicto de cerca y ahora siente que su territorio vuelve a reacomodarse, en algunos aspectos para bien –no hay guerra-, en otros para más complejidad –inserción de los desmovilizados, recuperación de tierras, vuelta de los desplazados, etc.- y la Colombia de las grandes ciudades donde solo hemos sentido la guerra –en los atentados- o en las noticias de la televisión, pero que no la hemos vivido, en el día a día, porque nos movemos en espacios mucho más seguros y que no parecen alterarse con la firma de los Acuerdos. Los creyentes, que vivimos en esta Colombia, tenemos que hacer un acto de verdadera conversión para agrandar el corazón y sentir que nuestra patria es también la Colombia directamente afectada por el conflicto y que lo allí pasa nos implica y no podemos pasar indiferentes ante ello.

Otro aspecto que influye para bien y para mal en este tiempo de construcción de la paz es el papel que juegan los medios de comunicación. Ellos nos comunican lo que les parece y con su propia interpretación y, sinceramente, no veo que sea de la manera más completa y positiva. He escuchado muchas más noticias de los aspectos negativos –que algunos son verdad, sin duda- que de los aspectos positivos que se van consolidando. Pareciera que ahora todo lo malo es fruto de los desmovilizados o de los disidentes y la manera como se presentan los titulares aumenta el desánimo frente al acuerdo más que ayudar a discernir lo que sigue pasando por tantas otras causas y no por la firma del acuerdo. En este sentido, también necesitamos un compromiso fuerte para buscar otros medios de información y escuchar otras voces, otras miradas, aquellas que surgen de los que están en las zonas implicadas y que conocen las dificultades pero, sobre todo, los logros que se van alcanzando.

Pero tal vez la mayor dificultad es la incapacidad que parece, nos acompaña, de cambiar miradas, de convertir intenciones, de superar nuestras miopías y empeñarnos en la construcción de la paz en este país que es de todos. Parece no haber servido de nada el “constatar” todas las “mentiras” que se vendieron para que triunfara el “no” en el Plebiscito porque algunas personas siguen invocando las mismas razones para no apoyar el proceso y parecen ancladas en unos imaginarios que benefician a los que no les conviene la paz sin darse cuenta que, con su actitud poco reflexiva o incapaz de cambiar en pos de un bien mayor, retrasan el devenir positivo de la historia, impiden que otra manera de vivir y soñar sea posible para las nuevas generaciones colombianas. Parece confundirse el color político con un proyecto que supera todos los partidos y todas las personalidades que enarbolan sus banderas. Con la construcción de la paz no se beneficia el actual gobierno o el que sigue. Nos beneficiamos todos y lo necesitamos con urgencia.

Es bastante irónico que las voces internacionales –incluido el Papa Francisco- apoyen tanto este proceso y lo consideren el mejor de los acuerdos posibles y mucho mejor que los que se han hecho en otras realidades y muchos colombianos/as mantengan esa actitud tan apática y tan negativa.
En fin, todas las posturas son posibles y habrá muchos hechos para demostrar los errores del proceso, pero también hay muchísimos hechos para mostrar lo positivo del camino recorrido: las armas se han silenciado y, si seguimos así, podremos dejar de ser un país en guerra. ¿Por qué no apostarlo todo para conseguirlo?

Legitimas las posturas que cada uno tome. Pero si uno mira el evangelio y quiere vivir una fe coherente, no se puede estar del lado de las resistencias, la mala voluntad, la siembra de cizaña, el anclarse en el pasado o el exigir unas condiciones imposibles de cumplir. La fe nos pone del otro lado: el de la esperanza, el compromiso, el sembrar trigo abundante allí donde solo parece haber cizaña (Cfr. Mt 13, 24-30). Y todo esto no por una mirada ingenua sino por una consciencia responsable que lee, se informa, escucha a las víctimas, las acompaña y apoya todos los esfuerzos por la paz. De hecho: ¡hay muchos! Y merecen nuestro apoyo incondicional.

Es verdad que tenemos más problemas como la corrupción -que parece abarcar todos los estamentos- y las políticas gubernamentales que no favorecen la justicia social. Todo ello necesita también nuestro compromiso para hacer viable este país. Pero trabajemos por todo y, especialmente, por la paz. Nuestro Dios, es el Dios de la paz y la vida cristiana tiene un compromiso innegociable frente a ella.

Foto tomada de: https://lavereda.files.wordpress.com/2008/08/fotolia_8611162_xs.jpg