domingo, 25 de marzo de 2018


Vivir el misterio pascual con las implicaciones sociales que conlleva


Recordar los misterios centrales de nuestra fe –el Misterio pascual: muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo- permite avivar nuestra fe pero sobretodo seguir profundizando en su auténtico significado. Y esto es necesario porque con el paso del tiempo y la fuerza de la costumbre, la Semana Santa puede convertirse en una serie de ritos que se repiten sin mucha trascendencia pero, lo más grave, que van perdiendo el significado profético y cuestionador que encierran.

La muerte de Jesús no puede quedarse en la predicación sobre la necesidad de convertirnos de nuestros pecados personales sin hacer ninguna referencia a la realidad. Ni la celebración de la pascua nos puede dejar mirando “al cielo” como si participar en ella fuera algo sólo para el futuro y no una realidad que hemos de comenzar a vivir desde este presente.

Si nos situamos en la vida histórica de Jesús podemos entender que las causas de su muerte tienen que ver directamente con sus acciones, su mensaje, su fidelidad al Dios Padre y Madre a quien ama y anuncia. En tiempos de Jesús las autoridades religiosas habían constituido un sistema religioso que garantizaba que los que cumplían la ley formaban el pueblo de Dios y gozaban de las bendiciones de Yahvé: salud, dinero, bienestar. Pero los que tenían alguna desgracia -eran pobres o enfermos- sufrían la consecuencia de sus pecados o el de sus padres y por eso Dios les retiraba su bendición. Con ese esquema, los “buenos” podían despreciar a los pecadores y conscientemente buscaban no juntarse con ellos para no quedar impuros delante de Dios.

Pero el Dios del reino que Jesús anuncia, cuestiona este sistema y afirma que Dios se inclina por los que la sociedad considera impuros. Además dice que ellos son los destinatarios privilegiados del reino no porque sean buenos sino porque están llamados a participar del banquete mesiánico y porque de alguna manera son signo o cuestionamiento de un sistema injusto que no permite la vida digna de todos los seres humanos y/o no garantiza el cultivo de la bondad y la misericordia en todos los aspectos. Los profetas de todos los tiempos han seguido anunciando esa lógica del amor divino y sus contemporáneos continúan escandalizándose frente a sus anuncios. Y tanto Jesús como los otros mártires, han sido víctimas de los que se niegan a cambiar las estructuras, de los que no se quieren abrir al Dios de Jesús, al de los Evangelios, al que “hace un banquete para invitar a los últimos de cada tiempo, precisamente porque no pueden pagarle” (Lc 14, 12-14) y “hace brillar el sol sobre buenos y malos y caer la lluvia sobre justos y pecadores” (Mt 5, 45).

Por tanto, la muerte de Jesús nos confronta con el Dios en quien creemos y la fidelidad a Él. Nos invita a preguntarnos ¿quiénes son los despreciados de nuestro tiempo? ¿a quiénes nos le damos crédito? ¿cómo trabajamos para que ninguno sea discriminado, excluido, marginado por ninguna estructura social, cultural, económica o religiosa? En otras palabras, recordar la muerte de Jesús ha de llevarnos a convertirnos de ese pecado personal y social que sigue ahogando la voz de los profetas y no vela por la vida y dignidad de todas las personas, sean –desde nuestras valoraciones- buenas o malas, con talentos o sin ellos.

Y la resurrección de Jesús –el “sí” de Dios a toda su vida- comienza a ser efectiva en nosotros cuando nuestros actos muestran que rompemos con todas las imágenes falsas que construimos de Dios, acomodadas a nuestros intereses y hacemos presente el Dios del reino. Ese Dios que desarma nuestras mentes y corazones de toda exclusión, de toda venganza, de toda cerrazón al diálogo. Ese Dios que sabe poner a las personas por encima de cualquier orden establecido. El Dios de Jesús que reclama justicia, paz y oportunidades para todos y todas.

En nuestro país tan golpeado por la violencia y tan urgido de paz, bien puede ser está semana santa un tiempo de preguntarnos por la capacidad que tiene nuestra fe para generar condiciones que hagan efectiva la paz. No basta buscar conversiones personales –siendo necesarias, por supuesto- sino que nos tiene que doler el país con la complejidad de sus problemas, convocándonos a una conversión social y estructural que encuentre nuevas salidas y donde promover la reconciliación sea una prioridad.

lunes, 19 de marzo de 2018


REALIZAR LA MISIÓN “CUERPO A CUERPO”


La misión evangelizadora de la Iglesia lleva XXI siglos, desde aquella mañana en que María Magdalena fue enviada por Jesús a anunciarle a los discípulos que Él había resucitado y que ya no había que buscarlo entre los muertos sino, precisamente, entre los vivos para que la buena noticia llegue a todos: “hasta los confines de la tierra” (Hc 1,8). Desde entonces, muchos son los modos en que la misión se ha ido realizando. Unas veces con mayor éxito, otras con imperfecciones. Unas con gran entusiasmo y generosidad, otras con poca profecía y acomodamiento a la situación. Pero siempre, el Espíritu inquietando la vida de la Iglesia y lanzándola a una renovación para que el mensaje no pierda actualidad.

¿Cómo es este tiempo que vivimos y cómo hemos de realizar la misión hoy? El Papa Francisco nos va marcando un camino que hemos de asumir con más radicalidad. Es el de la Iglesia en salida que tiene muchas más connotaciones que un simple salir a lugares apartados.
Iglesia en salida supone despojarnos del propio descentramiento y abrirnos a todas las periferias geográficas y existenciales. Hemos de reconocer que el centrarse en sí mismo es una tentación muy fuerte en la que con facilidad caemos. Continuamente nos acomodamos a lo conocido. Además, si las obras apostólicas funcionan ¿para qué preguntarse si podrían funcionar de otra manera? Por eso las organizaciones se perpetúan y nuestras rutinas se hacen inamovibles. Pero se nos olvida, como dice el profeta Isaías, la imagen del misionero que ha de estar siempre en camino: “Que hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz” (52,7).

El evangelizador no puede instalarse, en ninguna estructura por positiva que parezca. En ese sentido fueron claras las palabras del Papa, en su visita a Colombia, a las directivas del CELAM, invitándoles a no “reducir el evangelio a un programa al servicio de un gnosticimo de moda, a un proyecto de ascenso social o a una concepción de la Iglesia como una burocracia que se autobeneficia; como tampoco esta se puede reducir a una organización dirigida, con modernos criterios empresariales, por una casta clerical”. Muy fuertes, desde mi punto de vista estas palabras, que aplican para todos los que nos decimos comprometidos en la tarea misionera de la Iglesia. La evangelización no es una administración, una estructura. Es el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio que siempre desinstala, incomoda, inquieta, lanza al amor sin medida.

En ese mismo discurso el Papa habló de la Iglesia en misión: “Mucho se ha hablado sobre la Iglesia en estado permanente de misión. Salir con Jesús es la condición para tal realidad. El evangelio habla de Jesús que, habiendo salido del Padre, recorre con los suyos los campos y los poblados de Galilea. No se trata de un recorrido inútil del Señor. Mientras camina, encuentra; cuando encuentra, se acerca; cuando se acerca, habla; cuando habla, toca con su poder; cuando toca, cura y salva”. E invitó a apropiarse de esos verbos: “Salir para encontrar, sin pasar de largo; reclinarse sin desidia; tocar sin miedo (…) la misión se realiza en un cuerpo a cuerpo”.

¿Cuáles son las periferias geográficas y existenciales que tenemos en la realidad colombiana para poner en acto esos verbos que señala el evangelio y el Papa nos invita a realizar? Lo primero y fundamental, la construcción de la paz. Este es el único país donde a un proceso de paz después de 50 años de guerra, se le están poniendo tantos “tropiezos” para no hacerlo posible. Tropiezos que vienen incluso de gente que se dice creyente pero que parece conocer solamente la ley del talión “ojo por ojo, diente por diente” y no la ley del amor “perdonar para hacer posible un nuevo comienzo”. Y en el tratado de paz no hay un perdón ingenuo: exige “verdad y reparación”, de ahí la Comisión de la Verdad que se  instauró a fines del año pasado y que la está presidiendo el P. Francisco de Roux, S.J. Pero, por supuesto, en el tratado de paz si hay un perdón que da garantías a los que se acogen al proceso y les permite reincorporarse a la sociedad civil. Eso es humano y, por supuesto, cristiano. Pero todo esto no se apoya sin los verbos propios de la salida en misión que acabamos de decir: “encontrar, detenerse, reclinarse, tocar, curar, salvar”. Realizar ese proceso con las víctimas del conflicto no puede menos que abrir el corazón a un apoyo decidido y total por la construcción de la paz.  

Y en todas las demás periferias geográficas –pobreza y miseria, lugares más inhóspitos- y existenciales -discriminación en razón del sexo, la creencia, el color de piel, etc.-, esos verbos misioneros cambian nuestra postura y compromiso. Ya no podremos hablar desde la teoría y el “deber ser”. Hablaremos desde la misericordia y el encuentro, propios de la praxis misionera señalada por Jesús en los evangelios.

Continuemos la salida misionera pero renovada por una actitud decidida de realizarla “cuerpo a cuerpo” para ofrecer respuestas de salvación y vida para todos y todas desde cualquier situación en que se encuentren.

lunes, 12 de marzo de 2018


¿Será posible una iglesia sin clericalismo?

Cuando el Papa Francisco estuvo en Colombia en septiembre del año pasado, en su discurso a las directivas del CELAM, se refirió con contundencia al clericalismo: Primero, señalándolo como una de las tentaciones -todavía presente- de la Iglesia y mostrando que el clericalismo lleva a una concepción de la Iglesia como una burocracia que se auto beneficia. Y, en el mismo discurso, dijo que es un imperativo superar el clericalismo que infantiliza al laicado y empobrece la identidad de los ministros ordenados. En su viaje a Chile, en enero de este año, volvió a recordar que el clericalismo surge de esa falta de conciencia de que todos somos Pueblo de Dios y el ministro es servidor y no dueño. Por lo tanto recordó que los laicos no son peones ni empleados del clero, ni han de repetir “como loros” lo que estos dicen. El clericalismo va apagando el fuego profético que la iglesia está llamada a testimoniar en el corazón de los pueblos. Recomendó que se vele contra la tentación del clericalismo, especialmente, en los seminarios y en todo el proceso formativo. Lo que está en juego es una evangelización significativa y no la auto preservación del clero en unos mundos ideales que no tienen nada que ver con la realidad.

Estas son dos de las muchas intervenciones que el Papa ha hecho sobre el clericalismo. Pero ¿están calando esas palabras en la conciencia de nuestro clero y en el resto del Pueblo de Dios?  Por parte del clero, se necesita una humildad grande para reconocer que algo de ese clericalismo les afecta. El texto de Mateo podría ayudarles mucho a buscar siempre mayor fidelidad a la vocación recibida. En ese texto Jesús critica a los escribas y fariseos: “Ustedes hagan y cumplan lo que ellos digan, pero no los imiten; porque dicen y no hacen (…) les gusta ocupar los primeros puestos en las comidas y los primeros asientos en las sinagogas; que los salude la gente por la calle y los llamen maestros” (Mt 23, 3-7). Precisamente por esa realidad que se vivía en su tiempo, en el evangelio de Mateo Jesús pide a los suyos todo lo contrario: “Ustedes, en cambio, no se hagan llamar maestros, porque uno solo es su maestro, mientras que todos ustedes son hermanos. En la tierra a nadie llamen padre, pues uno solo es su Padre, el del cielo. Ni se llamen jefes, porque sólo tienen un jefe que es el Mesías. El mayor de ustedes que se haga servidor de los demás” (Mt 23, 8-12).

Más aún, el Obispo de Roma en 2014, en su deseo de una iglesia más humilde y cercana a la gente, decidió suprimir los títulos honoríficos, entre ellos el de Monseñor (el Papa Pablo VI en 1968 había suprimido otros títulos). El título de Monseñor queda solo para los “Capellanes del Papa” y después de cumplir 65 años. Ahora bien, esa medida no tiene carácter retroactivo por lo cual, los que ya lo tienen, pueden mantenerlo (Claro que con lo aquí dicho, sería muy positivo que los que lo tienen renunciaran a usarlo, ¿no?). Sin duda, en la historia de la Iglesia muchos obispos y sacerdotes con títulos o sin ellos han sido capaces de mantener una humildad a toda prueba y han sido esos pastores con “olor a oveja”. Pero muchos otros no y de ahí la insistencia del Papa.

Por parte del resto del Pueblo de Dios también hay un gran trabajo por hacer. Sabemos que el laicado ha sido tratado como miembro de segunda categoría. Dicho de otra manera, no ha tenido palabra, no ha sido consultado, se le ha enseñado a ser sumiso frente al clero y no se le ha brindado una formación adecuada que lo haga más empoderado de su fe. Pero vale la pena decir algo muy del espíritu: el pueblo sencillo, muchas veces sin saberlo definir bien, a través de la religiosidad popular, manifiesta su fe, la celebra y la defiende y no se limita a lo que diga el clero.

En fin, todo esto no es para enfrentar al clero con el laico, ni para negar la importancia del ministro ordenado en la comunidad eclesial, ni para dejar de distinguir las diversas vocaciones y ministerios en una Iglesia toda ella servidora. Es para seguir empujando esa iglesia “humilde, misionera y en salida” que se ha marcado más claramente con este pontificado y que nos remite directamente al evangelio.

Bien sabemos que este horizonte fue marcado por Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium, al proponer una Iglesia Pueblo de Dios que hiciera posible la igualdad fundamental que da el bautismo, desarrollando desde ahí la diversidad de ministerios, todos  ellos para el servicio de la comunidad. Para muchos es desconocido que tres semanas antes de la clausura del Vaticano II, en las catacumbas de Santa Domitila, en la periferia de Roma, un grupo de padres conciliares firmaron un compromiso que se ha conocido como “El Pacto de las Catacumbas”. Allí esos padres se comprometieron, entre otras cosas, a rechazar que verbalmente o por escrito los llamaran con nombres y títulos que expresaran grandeza y poder (Eminencia, Excelencia, Monseñor) y a compartir su vida, en caridad pastoral, con sus hermanos en Cristo (sacerdotes y laicos) para que su ministerio constituyera un verdadero servicio.

Con Francisco, el Espíritu renovador que sopló proféticamente en Vaticano II, vuelve a sentirse. Además este año se celebran los 50 años de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano y caribeño (Medellín,  1968) donde el dinamismo liberador y comprometido con los pobres fue una opción fuerte. Es decir, por todas partes el espíritu sopla. ¿Podremos, entonces, –entre muchos otros aspectos- liberarnos del clericalismo? Es un desafío difícil, en el que habrá quienes se resistan, pero ojala se pueda dar porque ese es el camino alegre para una Iglesia más fiel al evangelio que es, en definitiva, lo que Jesús nos encomienda.

sábado, 3 de marzo de 2018


8 de Marzo: Día Internacional de la mujer

Muchos se molestan cuando se vuelve a hablar del Día internacional de la mujer. Algunas mujeres dicen que no se sienten identificadas porque “no son feministas” y algunos varones dicen que ellos “no tienen la culpa de lo que le pasa a las mujeres” y que se sienten atacados por ellas. Como en todo lo humano que vivimos, la pluralidad de posturas es inevitable, unas con más conocimiento de causa pero muchas otras, fruto de una gran ignorancia. Lo cierto es que respetando algunas apreciaciones que tal vez con razón pueden hacerse, crece en el mundo la conciencia de la opresión sufrida por las mujeres por siglos, alimentada por la mentalidad patriarcal y también por las religiones y, aunque a lo largo de la historia podemos encontrar bastantes mujeres que exigieron la igualdad de derechos y lo consiguieron, todavía hoy sigue siendo una deuda pendiente a la que le falta mucho para ser saldada.

En 2017, con el lema “ni una menos, vivas nos queremos” las feministas argentinas llevaron a cabo la primera huelga global de mujeres, que se llevó a cabo en más de 70 países. Para este 2018 se ha propuesto una huelga más amplia para seguir “cambiando este mundo” porque cada vez hay más conciencia de que “nadie puede mirar al otro lado” frente a lo que falta para que a las mujeres se les concedan todos sus derechos –por eso todavía tiene que existir la reivindicación (que molestan a tantos como si no fuera evidente todo lo que falta)- y para que se acabe esa mirada sexista sobre las mujeres que ha permitido que “por el hecho de ser mujer” se les golpee, se les viole y se les mate.

Muchos aspectos podrían tratarse pero quiero decir una pequeña palabra sobre el papel que han jugado las religiones. Estoy en Jerusalén, ciudad donde confluyen las tres grandes religiones monoteístas y desde la ignorancia de una mirada externa, no puedo menos que decir, que falta “muchísimo” para que las mujeres sean más libres y, precisamente, las religiones lo promuevan. Hay demasiadas mujeres aquí con la cabeza y el cuerpo cubiertos por razones religiosas. No importa el clima que haga: lo religioso prima y ellas han de ocultar sus atributos femeninos. Con un velo y abrigos largos las musulmanas (sin olvidar a las que llevan Burka), con una peluca o un sombrero y ropas de color oscuro, las judías. Además, los lugares también siguen siendo excluyentes. El sitio preferencial para los varones y uno secundario para las mujeres. Es verdad que existen cambios y podemos encontrar Rabinas en algunas sinagogas y también algunas mujeres entran a las mezquitas y se ponen del lado de los varones. Pero son demasiado pocas todavía. Y las procesiones que se hacen en los lugares santos reflejan la preeminencia de los varones y la ausencia de las mujeres. Todas las religiones tienen sus celebraciones con inmensas filas de varones que hacen todo en el altar y son los protagonistas de absolutamente todo. Por esto me parece que todas las religiones aquí, custodias de los lugares santos, parecen ser de varones para varones. La mujer puede estar a los lados, atrás, en sala separada, bien cubierta, pero no hace falta su presencia para absolutamente nada. Tal vez mis palabras son pura impresión de primera mano y me disculpo de antemano por la ignorancia que muestro frente a lo que estas mujeres deben vivir. Pero, definitivamente, un mundo así para las mujeres no me gusta, como dicen las promotoras de la huelga para este 8 de marzo.

En fin, no creo que haga falta volver a nombrar todas las situaciones que afectan a las mujeres. Tal vez, decirles una vez más a las que dicen “no ser feministas” que hay muchos tipos de feminismo y se puede no estar de acuerdo con todas las reivindicaciones pero que no olviden que el hecho de ser tratadas con igual dignidad y tener derechos se debe a la lucha feminista. Sin ese movimiento hoy no podríamos tener esa otra visión sobre nosotras mismas. Y, a los varones, que hablar de las mujeres no es atacarlos a ellos sino caer en cuenta que este mundo hay que cambiarlo porque tanto ellos como nosotras necesitamos liberarnos de un mundo conformado solo desde la primacía de lo masculino. Por eso nuestra lucha les implica también a ellos. Y a las religiones que den pasos más fuertes en dirección a la liberación de tantos fundamentalismos que hacen permanecer a las mujeres en segundo plano y cuidando de aspectos que, con certeza, Dios jamás lo quiso porque no sería Dios si para El no fuera verdad que “a imagen suya nos creó, varón y mujer” (Gn 1, 27).

Conmemoremos este día, crezcamos en la conciencia feminista, valoremos el camino recorrido y empeñémonos por seguir abriendo muchos más para que lleguen a todas las mujeres de todas partes y de todas las religiones.