lunes, 28 de junio de 2021

El aporte de los cristianos ante la realidad que vivimos


La situación tan convulsionada de muchos países de América Latina hace que se levanten voces invocando la contribución cristiana en términos de paz y reconciliación. Pero esto ¿qué significa exactamente?

Para algunos, es no irse a ningún extremo y mantenerse en una postura “neutral”. ¿Es posible ser neutral en la realidad humana que vivimos? Verdaderamente eso es imposible. Es necesario definirse por algo, de lo contrario se deja el vacío para que lo contrario acontezca. Por eso hay que pensar muy bien, cuál es la opción que se asume y en qué razones se sustenta.

Para otros, es defender los “valores cristianos” pero estos casi siempre consisten en oponerse a las leyes que buscan legalizar el aborto, la eutanasia o los derechos de la población LGTBIQ pero no parecen incluir la exigencia de una vida digna para todos y todas, especialmente los más pobres. Salir a la calle para exigir esos derechos fundamentales no es muy común entre muchos cristianos, pero hacerlo por las causas antes aducidas si es bastante cotidiano. No parece que haya mucha coherencia con la praxis de Jesús del que bien conocemos su preocupación por las situaciones que aquejaban a sus contemporáneos -enfermedades, exclusiones, pobreza- y a las que respondió buscando transformarlas. Leer el pasaje programático de la misión de Jesús de Lucas 4, 18-19, debería ser una acción cotidiana para no olvidar que se sigue al Jesús que ofrece la liberación de los males que aquejan al ser humano, cuestionando a los que los producen, sabiendo que eso incomoda, trae persecución e incluso la muerte (como le sucedió a Jesús).

Otros buscan formar “lideres cristianos” para que influyan en las estructuras sociales. Esta ha sido la tarea de las instituciones educativas católicas, pero no parece que se puedan recoger demasiados frutos. No se ve que su influencia se note en políticas incluyentes y que, en realidad, respondan a los cambios estructurales que los países necesitan. ¿Qué tipo de liderazgo aprenderán que solo parecen repetir “más de lo mismo” sin lograr algún cambio significativo?

Definitivamente no es fácil acertar en el cómo nuestra fe debería notarse, enriquecer, proyectar, transformar y cuidar de la realidad, haciendo posible un mundo que sea cada vez mejor, más fraterno y sororal, una casa común donde se garantice la vida para todos y todas. Sin embargo, algunas reflexiones pueden plantearse y quizás, tal vez ayuden, para responder a la situación actual de manera comprometida.

Situándonos en América Latina hace poco escuché a alguien que describía la situación como un momento de populismos de izquierda y de derecha y que la tarea del cristiano era no caer en ningún extremo e ir contra toda violencia. Esto último me parece sensato pero esa presentación general de todo el continente me hizo pensar que, no podemos tomar a América Latina en bloque ni creer que sus procesos políticos son meros extremismos. Cada país tiene una historia muy distinta y unos desarrollos propios, en el que se entremezclan características particulares que no pueden compararse. Una cosa es Colombia con una historia de conflicto interno y una porción de pueblo que se opone a los Acuerdos de paz (incluidos sectores creyentes) y otra muy distinta es, por ejemplo, la realidad boliviana donde la impronta de la cultura indígena, por nombrar alguna particularidad, presenta un horizonte diferente. Y así de cada país se podría decir algo que hace única su situación. Creo, entonces, que es responsabilidad del ser cristiano no caer en relatos ingenuos o simplistas sino en indagar muy a fondo cuáles son las fuerzas que están en juego en cada realidad para comprenderla y poder hacer juicios más sensatos. No siempre sucede eso y vemos a algunos creyentes e incluso jerarquías eclesiásticas repitiendo discursos más ideológicos (ideas sin fundamento) que reales, negando datos importantes para comprender la realidad y sin la sensatez suficiente para discernir que no todo son extremismos sino exigencias sociales, que no todo es comunismo sino búsqueda de propuestas políticas distintas, que no todo está en contra de la iglesia, sino que hay reformas que pueden afectarle, pero tal vez debe ser así para dejar sus privilegios.

También me parece importante comprender que el no estar de acuerdo con la violencia no significa evadir los temas y no dialogar sobre ellos. Precisamente frente a la realidad que vivimos necesitamos más que nunca un diálogo sincero y abierto que esté dispuesto a escuchar al otro y darle alguna credibilidad, que ofrezca argumentos sustentados y discierna las consecuencias reales de una determinada postura. La solución de no hablar de política para no pelearse con la familia o los amigos, no es la más adecuada, porque nuestra responsabilidad nos pide buscar soluciones, buscar la paz y la reconciliación, pero esto no se logra evadiendo los problemas sino afrontándolos hasta que encontremos alguna salida.

Por último, es válido y hasta necesario que haya pluralidad y que todos no pensemos lo mismo. Pero tampoco podemos pensar de manera opuesta. Si esto pasa, no estamos mirando desde el mismo lado y los cristianos tenemos un lado para mirar: el evangelio, la praxis de Jesús, el proyecto de Dios sobre la humanidad. Son tiempos convulsionados, realmente, pero los cristianos estamos llamados no a decir “reconciliémonos” sino a entender las causas de lo que pasa para iluminarlas desde la fe, discernirlas y comprometernos con acciones concretas que, en verdad, hagan posible la reconciliación.

 


martes, 15 de junio de 2021

 

De cargos casi vitalicios a la descentralización del poder y el relevo generacional

 

La iglesia, como toda institución humana, tiene que regirse por leyes para garantizar su funcionamiento. Por eso el Código de Derecho Canónico y los reglamentos particulares de cada asociación son necesarios. A propósito de esto, quiero hacer referencia al último cambio que ha promulgado el “Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida” sobre el periodo de duración de los órganos máximos de gobierno de las “Asociaciones de Fieles” que no debe exceder dos períodos de cinco años cada uno. Se recomienda lo mismo para los/as fundadores/as aunque para ellos/as puede darse alguna excepción, en vistas a garantizar el desarrollo del carisma.

No voy a hacer una reflexión desde el punto de vista legal (que excede mi competencia) sino sobre esos períodos “casi vitalicios” que ejercen algunas de las autoridades de los grupos, bien porque dichas autoridades se asientan en el poder y no lo sueltan fácilmente o porque los miembros del grupo crean a su alrededor una cierta “aureola” que parece irremplazable o porque es difícil confiar en otro que parece “demasiado igual a nosotros” o porque los grupos van teniendo menos personas y no hay tantas opciones o por otras muchas razones que se podrían formular. Lo cierto es que ciencias, como la psicología, alertan sobre ese deseo o necesidad de tener “padres”, “superiores”, “reyes”, líderes”, “jerarcas”, “madres”, ídolos, etc., y proyectar en ellos lo que tal vez no logramos nosotros mismos. Ser personas autónomas, libres, maduras, es tarea de toda la vida y siempre hay que correr tras de ello. Pero es fácil dejar la carrera y resguardarse tras alguna figura superior.

El Decreto afirma que reduce esos períodos tan largos del ejercicio del poder porque es necesaria la “sana rotación y para evitar las apropiaciones que degeneran en violaciones y abusos”. Además, porque se ve lo positivo de un “relevo generacional” y de que todos los miembros de un grupo -de manera directa o indirecta- participen en la elección de tales autoridades.

¿Por qué se tienen que decretar algunas normas que deberían ser obvias en instituciones que tienen como objetivo la vivencia del evangelio, el servicio, la fraternidad, la humildad, el desprendimiento y tantos otros valores que decimos caracterizan nuestra fe? Además, textos como el del evangelista Marcos: “si alguno quiere ser el primero, será el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35) o el de Mateo: “Ustedes saben que a los que gobiernan entre las naciones les gusta mostrar su poder. A sus principales dirigentes les gusta ejercer su autoridad sobre la gente. Pero entre ustedes no debe ser así. Más bien, el que quiera ser más importante entre ustedes debe hacerse su siervo. (Mt 20, 25-26), deberían ser el horizonte de cualquier ejercicio de gobierno ejercido en la iglesia.

Pero tal vez, la iglesia como toda organización humana se acomoda continuamente al contexto en el que vive y nuestro mundo está lleno de “honores”, “vanagloria”, “apegos” y, sobre todo, deseo “de poder y de prestigio”. Ahora bien, el Decreto dice que los nuevos movimientos eclesiales, surgidos después de Vaticano II, han traído “una época de gran florecimiento, aportando a la Iglesia y al mundo contemporáneo una abundancia de gracia y de frutos apostólicos”. Seguro es verdad, pero no se puede olvidar que algunos de estos movimientos han producido mucho dolor a la iglesia por los abusos cometidos por sus fundadores/as u otros miembros y por su manera de ejercer el poder con autoritarismo y coacción de conciencia de sus miembros. ¿Será que esto ha llevado a decretar estas nomas? Sería bueno explicitarlo porque solo aceptando los errores y buscando enmendarlos, se pueden ver otros horizontes. El Decreto también dice que estas normas no aplican “a los cargos de gobierno que están vinculados a la aplicación de las normas de las asociaciones clericales, institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica”. Supongo que cada decreto debe darse para cada tipo de grupo, pero me parece que debería ser válido para todos y más para los institutos clericales donde me parece que, todavía hoy, aunque entre sus miembros haya religiosos (no clérigos) los superiores generales, siempre han de ser clérigos.

En verdad, en tiempos en que la iglesia apuesta por un modelo más sinodal, conviene revisar muchas cosas. Es urgente un ejercicio más compartido del poder y, por supuesto, purificando este poder para entenderlo como servicio y no como superioridad. De la mano iría el cuidado del lenguaje: títulos como superior/a, padre/madre, excelencia, eminencia, reverendo/a, director/a, etc., desdicen mucho de lo que las personas de gobierno deberían significar para un grupo que quiere vivir la fraternidad/sororidad en su seno. La descentralización del poder sería algo que ayudaría mucho a quitar tanto “unipersonalismo”. Algunos grupos laicales tienen toda una estructura organizativa, pero en la práctica, las decisiones quedan en manos de la persona que ejerce el cargo central, haciendo que los que ejercen otros cargos (consejeros, administradores, secretarias, etc.) sean ayudas funcionales, pero no decisorias.

Las leyes formuladas no cambian automáticamente la realidad, pero presionan para hacerlo. La práctica concreta ayuda para cambiar las leyes. Es decir, los dos movimientos van de la mano y se retroalimentan. Ojalá que este Decreto haga replantear bien a fondo el ejercicio del poder para despojarlo de tantos accesorios y recuperar lo único importante -el servicio- y que una nueva práctica -realmente sinodal (caminar juntos)- florezca una iglesia -testimonio creíble- de un estilo de comunidad que puede vivir sin prestigio, ni poder, sin superiores ni inferiores, sin gente excepcional y gente insignificante, sino donde todos son hermanos y hermanas, hijos e hijas, del Dios del Reino que es padre y madre, pero que sobre todo, en su Hijo nos mostró que “no vino para ser servido sino para servir y dar su vida por muchos” (Mt 20, 28).

lunes, 7 de junio de 2021


¿Qué habremos aprendido en este tiempo de pandemia?

  

Hace más de un año que estamos oyendo noticias sobre el coronavirus. En los últimos meses las vacunas han aliviado, en buena parte, la situación y se respira un aire de “confianza” para seguir adelante con las tareas emprendidas. No está ganada la batalla y seguimos afrontando los llamados “picos” de la pandemia en diversas partes del mundo, pero pareciera que un regreso a la “normalidad” comienza a ser más evidente. Para algunos, esa “normalidad” ya ha sido asumida en sus vidas porque o ya se contagiaron y no fue grave su enfermedad o han vivido sin prestar atención a la situación -casi jugando a la ruleta rusa, es decir, si les toca, lo asumirán y si no, siguen con su vida sin que les importe mucho lo que pasa a su alrededor, y no han faltado los que siguen negando que esta pandemia exista.

Mirando otro aspecto -las medidas tomadas por los gobiernos para controlar la pandemia-. algunos las han rechazado aduciendo que atentan contra su libertad. Otros, ante la necesidad “innegociable” de trabajar para comer, no han podido cumplir con las medidas propuestas y celebran cada apertura que se hace para “sobrevivir”, sin detenerse en ninguna otra reflexión. Esto último es entendible y doloroso. Ha sido la realidad, especialmente, de los países pobres porque en aquellos donde el Estado ha cubierto las necesidades básicas, no se ha sentido tanta angustia y, hasta algunos están contentos de recibir el sustento sin tener que trabajar. En fin, las posturas ante esta pandemia, como ante tantas otras realidades que vivimos, son tan distintas según las personas y sus circunstancias vitales, que cabe la conocida expresión “hay de todo en la viña del Señor” y con esa realidad tenemos que contar a la hora de asumir lo que en cada momento histórico tenemos que vivir.

Pero visto desde nuestra experiencia de fe, ¿habremos aprendido algo de esta pandemia? ¿hemos dado testimonio del valor de la fe cristiana ante las realidades que vivimos? O simplemente ¿hemos aguantado -como todos- esta circunstancia, dejándonos llevar por lo que depara cada día, sin muchos cambios -más que los impuestos desde fuera- y deseando no hablar más de esto para seguir en la “normalidad” que traíamos desde siempre? Las respuestas no son unánimes, pero algunas líneas de reflexión podemos señalar.

A nivel de conciencia social, la pandemia ha revelado la precariedad de nuestros países a muchos niveles, especialmente, calidad en los servicios de salud y cubrimiento de las necesidades básicas. En Colombia esto se ha hecho tan evidente -ya se tenía conciencia de ello, pero en este tiempo se ha hecho inaplazable- y por eso estamos viviendo la urgencia de un cambio para que se garantice -en palabras de Francisco- las tres “T” -Tierra, Techo y Trabajo- para todos y todas.  Ahora bien, ¿esa conciencia social es fuerte entre los que nos decimos creyentes? Aquí hay mucho para reflexionar. Es verdad que algunos grupos de iglesia han apoyado explícitamente las movilizaciones y unen fe y vida, fe y justicia social, fe y derechos humanos. Pero mucho me temo que hay una gran porción de iglesia que siente tanto pavor de salir del “status quo” establecido, que invocando actitudes profundamente cristianas -paz, reconciliación, fraternidad- no levantan su voz exigiendo un cambio, sino que, en cierta medida, se hacen cómplices de mantener las cosas como están, sin darle nombre a las causas de tanta injusticia. Las palabras del documento de Puebla de hace más de cuarenta años siguen vigentes: “Es un escándalo y una contradicción con el ser cristiano la inmensa brecha entre ricos y pobres, en naciones que se dicen creyentes”. Conviene reflexionar más a fondo sobre esto.

Mirando lo que corresponde a la oración y la vida sacramental, mucho me temo que no hemos reflexionado lo suficiente. Sobre la oración, incluso hoy, pasado más de un año, se sigue invocando a Dios “para que retire la pandemia” -hasta el papa Francisco se ha expresado así-. Por supuesto es legítimo acudir a Dios para que nos fortalezca en esta experiencia tan dura. Pero “pedirle que quite la pandemia”, ¿no supone la imagen de un Dios al que se le reza hace más de un año y no ha querido ayudarnos? Pasa el tiempo y los creyentes no asumimos que el Dios cristiano es un Dios que respeta la “autonomía de las realidades terrestres” y su presencia entre nosotros no es para intervenir si rezamos o no, sino para sostenernos en la inmensa tarea de continuar su obra creadora, comprometiéndonos con todo lo que somos y podemos para hacer de este mundo una casa común donde “ninguno pase necesidad” (Hc 2, 45).

Finalmente, ya se ha hablado mucho de la vida sacramental y litúrgica y de la urgencia de recuperar lo esencial -la vida- para celebrarlo -cuando sea posible- en los templos. Algunos solo han vuelto a los templos, como quien le gana la batalla a un gobierno que los cerró -parece que injustamente, según interpretan- pero sin la certeza de que nada ni nadie nos separa del amor de Dios porque Él no solo está en el templo, sino en la vida concreta de cada día, en casa, en cuarentena, en la red, en el deseo de volver a abrazar y encontrarnos con los demás, en la muerte que ha visitado y sigue visitando a tantas familias, etc.

En conclusión, ya es tiempo de preguntarnos ¿qué nos va dejando esta experiencia? ¿qué cambios ha producido en nuestra vida, en nuestra pertenencia eclesial, en nuestra participación social, etc.? Si no hacemos estas preguntas, de nada habrá servido todo este tiempo. Pero si nos detenemos y nos examinamos, saldremos una vez más, fortalecidos, “como el oro en el crisol” (1 Pe 1,7), a seguir viviendo con alegría y esperanza esta vida humana en la que Dios no nos deja de la mano, pero cuenta con las nuestras para vivir esta situación y tantas otras que seguirán llegando.