miércoles, 31 de mayo de 2017

Pentecostés: tiempo de profetizar




El domingo celebraremos la fiesta de Pentecostés o venida del Espíritu Santo sobre la primera comunidad cristiana. Aunque últimamente la presencia del Espíritu se ha hecho más consciente entre los creyentes, sin embargo, aún es “desconocido” para muchos. Por eso me parece importante no dejar pasar esta fiesta, sin decir una palabra sobre ella.
¿Qué significa la fiesta de Pentecostés? El libro de los Hechos (2, 1-13) nos relata la experiencia de la comunidad cristiana: Estaban reunidos y de repente el Espíritu irrumpe sobre ellos dejándolos “llenos de su presencia” y haciéndoles “hablar” en diversas lenguas. Todos los que estaban allí les entendían en su propia lengua y quedaban admirados. Sin embargo, algunos los criticaban y decían “están borrachos”. Pues bien, Pentecostés es celebrar que el Espíritu, como aquel día, continúa derramándose (Rom 5, 5) en la comunidad cristiana -en nosotros- y nos invita a anunciar su presencia y a dar testimonio de su fuerza y vitalidad.
Estamos entonces, en el tiempo de saborear esa experiencia y revisar si nuestra vida está siendo testimonio de ella. ¿Cómo lo podemos hacer? Preguntémonos: ¿Nos sentimos llenos del Espíritu Santo? Creo que podremos responder que sí, si en nuestra vida sentimos una fuerza que nos empuja, que nos anima, que nos hace capaces de comenzar una y otra vez ante las dificultades de la vida. Si la alegría brota de dentro de nuestro corazón y no está al vaivén de las circunstancias externas. Si sentimos la paz como fruto de las tareas realizadas. Si el amor acompaña todos los encuentros interpersonales. Si mantenemos la esperanza en que siempre existe un nuevo comienzo. Si nos sentimos inquietos hasta que la verdad aflora en nuestra vida. Si buscamos la coherencia, la autenticidad, la transparencia en todos nuestros actos. Si sabemos esperar, aguardar, caminar al ritmo de la historia. Si surge lo mejor de nosotros mismos ante las necesidades de los otros. Si descubrimos el valor de lo pequeño. Si discernimos en todas las circunstancias para encontrar el mayor bien. Si nos empeñamos en buscar la justicia. En otras palabras, si nos sentimos desafiados a construir un mundo mejor.
En efecto, el Espíritu así se manifiesta y así actúa en nuestras vidas. Pero Pentecostés también implica, como lo vimos en el texto de Hechos, una palabra profética. Ese sentirse habitados por el Espíritu hizo que los discípulos hablaran de esa experiencia a todos los que estaban presentes. Con seguridad no fue un anuncio “neutro”. Por el contrario, tuvo que ser un anuncio profético que causó la admiración de unos y el rechazo de otros. Pentecostés es la fuerza del Espíritu haciéndonos capaces de decir una palabra profética sobre los acontecimientos que vivimos. No es fácil. Tememos el rechazo y la condena. Mas vale no complicarse la vida. Sin embargo, el Espíritu actúa y de manera semejante a como les sucedió a los discípulos, cuando el Espíritu habita en nosotros “no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20).
Celebrar Pentecostés en nuestra Patria pasa también por decir una palabra profética frente a los hechos que parecen aceptados por el común de las gentes. En tiempos de construir la paz, no podemos dejar de apostar por el diálogo y la salida pacífica. Ese fue el camino del Crucificado del que nos decimos seguidores. Ante los efectos de la globalización y la casi imposibilidad de salirnos de los tratados internacionales, el Espíritu no deja de hablar de los que salen perdedores en esta competencia desleal y no cierra los ojos frente a las consecuencias que esto implica. Ese es el mensaje del Reino que se nos ha confiado comunicar a nuestros contemporáneos.
Que hoy Pentecostés nos haga capaces de decir éstas y muchas otras palabras proféticas aunque muchos afirmen: “esos cristianos están borrachos”.

Foto tomada de: http://www.periodistadigital.com/religion/opinion/2016/05/15/pascua-de-pentecostes-iglesia-religion-dios-jesus-papa-espiritu-santo.shtml

jueves, 18 de mayo de 2017

Quédate con nosotros para alcanzar la paz






Seguimos en el tiempo de Pascua descubriendo los signos de Jesús Resucitado entre nosotros. En los Hechos de los Apóstoles Pedro así lo proclama: “Escúchenme, israelitas,  les hablo de Jesús Nazareno, el hombre al que Dios acreditó ante ustedes realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis (…) lo matasteis en una cruz pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte” (Hc 2, 22-24). Es decir, nos muestra la conexión entre el actuar de Jesús, las consecuencias del mismo y la respuesta definitiva de Dios a frente a su actuar. Precisamente esa coherencia es la que nos pide el mismo Pedro en su carta: “Si llaman Padre al que juzga a cada uno, según sus obras, tomen en serio su proceder en esta vida”. (1 Pe 1, 17)

¿Cómo hacer efectivas estas exhortaciones del apóstol Pedro en nuestro hoy? ¿de qué manera ha de notarse que el Resucitado sigue vivo en medio de nosotros y nos hace ser coherentes en nuestro actuar? El evangelio de Lucas nos da una pista muy clara: el Señor resucitado camina a nuestro lado como lo hizo con los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35) y, lo reconocemos “al partir el pan”, es decir, en cada experiencia de fraternidad/sororidad que hacemos efectiva en nuestra vida. Por eso trabajar por la paz está en el centro de cualquier experiencia de hermandad. Y en Colombia esta es una tarea inaplazable.

Ahora bien, el trabajo por la paz va mucho más allá de la mera solidaridad. Lo hemos vivido en la tragedia reciente de Mocoa en el que –gracias a Dios- se constató la capacidad de los colombianos para responder ante un desastre natural de tal magnitud. La sociedad se movilizó y hasta los más indiferentes se sintieron tocados para hacer algo por mejorar esa realidad. Lógicamente también, en situaciones como esa, se constata la condición humana y no faltan los que quieren sacar partido de la situación e impiden que la ayuda se dé efectivamente a todos, lo mismo que los intereses gubernamentales que entre burocracia y malos manejos, retrasan lo que en derecho les pertenece a todos los damnificados. Pero así y todo, la situación se hizo dolor nacional y se está logrando responder a ella de muchas maneras.

Pero el trabajo por la paz en nuestro país necesita mucha más generosidad y compromiso porque lo que está en juego es la vida de todos y la posibilidad de que nuestra patria tenga futuro. Y ¿por qué supone tanto esfuerzo? Porque la paz en Colombia implica el perdón y la reconciliación y eso exige un “nuevo nacimiento”, una verdadera experiencia de resurrección.

Pidamos que en este tiempo de Pascua veamos al Señor resucitado en todos los caminos que transitamos para alcanzar la paz. Sin duda está allí en la inmensa mayoría de víctimas que ha dejado este conflicto. Víctimas de muchos frentes y que nada tuvieron que ver con el conflicto. Pero también el resucitado está con los actores del conflicto luchando por un nuevo comienzo que no es nada fácil. Y somos los cristianos los que más estamos llamados a propiciar muchas mesas donde se parta y se reparta el pan, creando esas comunidades donde se asegure de nuevo la vida para todos y todas.

Cuando hay mesas fraternas/sororales arde el corazón y es posible descubrir la presencia del Resucitado. Y Él se queda con nosotros siempre porque le interesa nuestro destino y no deja de compartir nuestra suerte. Eso sí, el pedirle una y otra vez. “quédate” es un reconocimiento profundo de que sin él, las fuerzas no nos alcanzan para transitar el camino de la paz y con Él en medio de su pueblo, alcanzamos el sendero de la vida y podemos ir abriendo, esa paz, aquí y allá y hasta los confines más lejanos de nuestra amada patria, allí donde la guerra sí llegó y ahora es urgente que llegue la paz.

(Aunque esta reflexión surge de la realidad colombiana, no es una situación ajena a muchas otras realidades. En cada contexto con sus problemáticas concretas pero todas urgidas de paz)

(Foto tomada de: https://nihilnovum.wordpress.com/2015/01/01/2015-ano-de-paz/)







sábado, 13 de mayo de 2017

¿Todo tiempo pasado fue mejor?

Muchos hemos nacido en países de tradición católica donde hasta hace poco tiempo, lo ordinario y lo socialmente aceptado, era ser bautizado, celebrar los sacramentos de iniciación cristiana y casarse por la Iglesia. Lo extraordinario era encontrar una persona perteneciente a otro grupo, iglesia o confesión religiosa.

Esa presencia cultural del cristianismo dio frutos muy benéficos -la fe estaba en el ambiente y la gente se sentía inmersa en esa experiencia y, en mayor o menor grado, orientaba su vida por esos principios-. Hoy nos encontramos con otra realidad: cada vez son más las personas que viven dentro de otra tradición religiosa (o sin ninguna tradición religiosa) y así constituyen sus familias, educan a sus hijos y orientan sus vidas. Ante esta constatación, algunos católicos se sienten muy desconcertados y afirman que vivimos un tiempo de crisis de fe, que se han perdido los valores, que definitivamente “todo tiempo pasado fue mejor”. Con este convencimiento buscan a toda costa cristianizar de nuevo esta sociedad secular. Esta puede ser una postura válida y respetable. Es legítimo defender lo que nos ha hecho bien y querer que el ambiente en el que vivimos vaya de acuerdo a nuestras creencias. Sin embargo, el pluralismo religioso es un hecho irreversible y se hace urgente situarnos de otra manera ante esta realidad.

Tal vez es el momento de dejar de añorar un pasado que nos parece “fue mejor” y apostar por un presente y un futuro que puede ser distinto, pero no por eso menos plenificante y favorable para nuestra experiencia de fe.

Es hora de no conformarnos con un cristianismo “sociológico”, es decir como tradición cultural, y comenzar a trabajar por un cristianismo vivido desde la esencia de lo que él es. El cristianismo es ante todo una llamada, una vocación, una persona –Jesucristo- que sale a nuestro encuentro y nos pide una respuesta libre, consciente y responsable. Ahora bien, esta opción supone un conocimiento de la fe que se quiere profesar, una madurez personal para asumirla en medio de un contexto que no la corrobora, una coherencia profunda entre lo que se profesa y se vive. De todo esto, algunas veces, adolecen los católicos que hemos llamado “sociológicos”. Poco conocimiento real y a fondo de la fe que se profesa y una dicotomía entre la fe y la vida. Este punto es el más desconcertante. Se participa de los sacramentos pero la vida profesional, familiar y social no refleja esa vivencia de fe.

Un cristianismo como opción personal no nace de las quejas y lamentos sobre la pérdida de valores y la descristianización de nuestra sociedad. Nace de una evangelización que busca poner a las personas en contacto con Jesucristo y que les anuncia la “buena noticia” que constituye el mandamiento del amor: capacidad de abrirse al otro, de acogerlo como es, de trabajar en comunidad, de servir, de responder al mal con bondad y bien. Mientras ésta no sea la línea rectora de la evangelización, nuestras añoranzas por lo que ya no se práctica no darán fruto en el corazón de las personas sino, por el contrario, algunas veces, propiciara que se busquen otras experiencias religiosas.

La nueva evangelización debe estar acompañada de una sólida formación que permita resignificar la fe en el contexto actual. Esa es una de las tareas de la teología. Estamos ante una nueva posibilidad de recrear nuestra vida cristiana y hacerla significativa para los jóvenes y adultos de hoy. No hay que temer desinstalarnos, abrirnos a nuevas maneras de ver y valorar, arriesgarnos a vivir con “nuevo ardor”, “nuevos métodos”, “nuevas maneras” nuestro ser creyentes. Aprendamos del pasado pero no nos quedemos anclados en él. ¡Lo nuevo también puede ser mucho mejor!

lunes, 8 de mayo de 2017

MARÍA, COMPAÑERA DE CAMINO







En el mes de Mayo tenemos varios acontecimientos en torno a la mujer. Por una parte, la celebración del día de la Madre, por otra, el recuerdo de la Virgen María, especialmente, la invocación de Fátima, el 13 de Mayo. Si nos damos cuenta, la figura de la mujer y de la Virgen, están íntimamente relacionadas. Casi podríamos decir “dime qué imagen de María tienes y te diré que imagen de mujer tienes” y viceversa. Esto es normal porque el cristianismo ha permeado nuestra cultura y ha contribuido decisivamente a la formación de nuestra manera de concebir nuestras identidades femeninas y masculinas.

Hoy en día somos más conscientes de que la doctrina cristiana ha estado modelada por una perspectiva masculina porque, de hecho, sus dirigentes han sido varones y los que se han dedicado a la teología –hasta época reciente- también han sido varones, con lo cual es innegable esta influencia de lo masculino. Como consecuencia de esto, se condensó en la figura de María todo lo femenino que hacía falta en las otras instancias. Y aunque María ocupa un puesto central en la vida de la iglesia, especialmente en la religiosidad popular, esa figura de la Virgen estuvo modelada por la imagen femenina que el sistema patriarcal mantiene. Los rasgos que más se resaltan de María son su humildad, silencio, servicio, obediencia, disponibilidad, sacrificio, entrega, etc. Por tanto, ser una buena mujer cristiana es encarnar esas mismas actitudes. No habría nada de malo en eso si hubiera mayor conciencia de que esas actitudes son para todo cristiano –varones y mujeres- y, sobre todo, que no se riñen con otras actitudes como  la capacidad de preguntar, mantener una conciencia crítica, ser creativa y proactiva, ofrecer su palabra y decidir con libertad y responsabilidad, entre otras. Pero la historia no ha sido así. A la mujer se le ha pedido que aguante, se sacrifique, sufra en silencio, ofrezca sus dolores a Dios, se pierda ella misma por el bien de los demás, como algo “esencial” a ella. De esa manera la mujer ha quedado en papel de subordinación y, especialmente, las madres, con la responsabilidad de cargar con todo el peso del hogar, llamadas a solucionar las dificultades que se presenten y si las situaciones no se arreglan, sintiendo la “culpa” de no haber sido esa mujer “virtuosa” que se niega a sí misma para que todos los demás vivan.

Toda esta situación no es fácil y en la búsqueda por una manera de ser varones y mujeres en igualdad de condiciones hay muchas idas y vueltas, errores y logros. Ahora bien, poco a poco se van abriendo nuevos caminos. Entre otros, todo el trabajo teológico y  pastoral por devolver a María una imagen más bíblica, más humana, más mujer, más real. Obras como “María, verdadera hermana nuestra” de la teóloga Elisabeth Johnson, ofrecen fundamentaciones muy sólidas sobre esta imagen de María que necesitamos recuperar. También la Conferencia de Aparecida nos ofrece una figura de la Virgen en esa misma línea. Sin dejar de mostrar la apertura de María a los planes de Dios y su obediencia al plan divino de salvación, destaca su ser “discípula y misionera”. Habla de ella como “Interlocutora del Padre” en el proyecto de salvación, “mujer libre y fuerte” conscientemente orientada al verdadero seguimiento de Jesús. “Cooperadora” del nacimiento de la iglesia misionera, más aún, ella es la “gran misionera”. Dos veces hace referencia al canto del Magnificat destacando que con esas palabras, María se muestra como una mujer comprometida con su realidad y capaz de decir una voz profética ante ella. Destaca, también, su capacidad de entrega y servicio, especialmente, a los más pobres y la dimensión materna de la iglesia, llamada a ser verdadera casa de acogida, misericordia y comunión para todos sus hijos (Cfr. 266-272.451).

Sin duda María es compañera de camino en esta búsqueda de una manera más integral de ser mujer y ser madre, acorde con las exigencias de este presente. Pero hemos de recuperar su figura auténtica para que esto sea posible. Así también transmitiremos una figura de María más creíble, más capaz de convocar a muchos al seguimiento de Jesús, especialmente a los más jóvenes, que ya no aceptan imágenes idealizadas o románticas de María y mucho menos que no contribuyan a su liderazgo y protagonismo.

Foto tomada de: 
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