viernes, 23 de febrero de 2018


Llamados/as a una conversión integral

La conversión que intentamos vivir en este tiempo de cuaresma tiene diversas dimensiones que es bueno explicitarlas. La conversión primera y fundamental es al Dios de la vida que nos sale al encuentro incansablemente y que nos invita a seguirlo. Cuaresma es tempo de ser capaces de alimentar esa amistad personal con El, cuidando del encuentro y del diálogo fecundo. Tiempo de actualizar la respuesta que un día le dimos, afirmándola de nuevo y renovando los compromisos bautismales. En otras palabras, vivir como hijos e hijas suyos, sintiéndonos familia de todos y todas.

La conversión es también conversión de todas nuestras actitudes y valores, de nuestra afectividad y de nuestros sentimientos. Esta conversión depende, en gran medida, de la amistad que tenemos con el Señor y de la fuerza que El tiene en nuestra vida. Como bien recuerda el pasaje bíblico, el que ama al Señor y se dispone a hacerle una ofrenda entiende que de nada sirve tal ofrenda si primero no está la concreción efectiva del amor: “si tu hermano tiene algo contra ti, ve primero a reconciliarte con él y después vuelve a presentar tu ofrenda” (Cf. Mt 5, 23-24). Amar a Dios y amar al prójimo van de la mano porque “nadie puede amar a Dios al que no ve si no ama al hermano al que ve” (1 Jn 4, 20).

Pero no menos importante es tener una conversión de nuestros pensamientos y comprensiones teóricas. Parece que esta conversión no fuera importante pero es bueno caer en la cuenta de todo lo que nos influyen nuestras concepciones de la realidad y nuestra manera de comprender la fe que vivimos. Cuantas discusiones se basan en las ideas diferentes que tenemos sobre una misma cosa. Aunque muchas veces se coincida en la práctica, si la teoría es distinta, se encienden acaloradas discusiones que rompen lazos y crean profundas heridas. Por esto la conversión intelectual no es una dimensión secundaria. Por el contrario, es un aspecto imprescindible ya que condiciona profundamente todas las otras dimensiones de nuestra vida.

Nuestra conversión, entonces, ha de ser integral. Debe cubrir todas las dimensiones de nuestro ser. Pasar por la cabeza y por el corazón. Interpelar nuestros afectos y aclarar nuestras ideas. Permitirnos crecer, cambiar, reorientar y descubrir mejores posibilidades en todo lo que hacemos y somos. De eso habló la V Conferencia de Aparecida cuando mostraba la urgencia de una formación integral, que abarcara todas las dimensiones de la persona: “Una formación integral, kerigmática y permanente que abarcara la dimensión humana y comunitaria, la dimensión espiritual, la dimensión intelectual, la dimensión pastoral y misionera” (DA 279-280).

Que este tiempo que falta para la celebración de la Semana Santa sea una oportunidad de dejarnos transformar por la gracia divina en todos los aspectos de nuestra vida. Crecer y madurar reconociendo nuestros errores pero también alimentando nuestra fe con una formación adecuada. La formación ayuda a clarificar la vida y la vida nos dispone para alcanzar mejores frutos en los procesos formativos. Todo ello con el único propósito de “conocer mejor al Señor, el poder de su resurrección y la comunión en sus sufrimientos, a fin de alcanzar si es posible la resurrección de los muertos” (Fp 3, 10-11). En otras palabras, buscar vivir profunda e integralmente la Pascua de manera que podamos resucitar con Cristo comprometiéndonos sincera y decididamente con la historia que tenemos entre manos.

domingo, 18 de febrero de 2018


Cuaresma es tiempo de anunciar la Buena Nueva del Reino

Cuando a Jesús le preguntaron “por qué los fariseos y los discípulos de Juan ayunan y tus discípulos no” él respondió “porque no se puede ayunar mientras se está con el novio en las bodas” (Cf. Lc 5, 30-35). Con esas palabras Jesús mostraba que el reinado de Dios estaba llegando en Él y su presencia hacía nuevas las prácticas judías de su tiempo.

Nosotros seguimos en ese tiempo nuevo instaurado por Jesús. El está presente y nuestras prácticas han de estar impregnadas de los valores del reino y no del ritualismo en el que se ha caído tantas veces.

El ayuno cristiano no puede centrarse en dejar de comer determinados alimentos. En realidad esa práctica pierde todo su sentido, si detrás no se tiene el horizonte de la mortalidad que aún poblaciones enteras sufren porque realmente “pasan hambre”. No podemos “comer y beber” de espaldas a esa situación. El ayuno por tanto significa compromiso con la búsqueda de medios para que las necesidades básicas de todos los seres humanos estén cubiertas.

La limosna no se limita a hacer alguna obra de caridad o a una contribución en momentos puntuales. Tampoco a simplemente implementar la práctica judía del diezmo. La limosna ha de mostrar nuestra capacidad de compartir todo lo que tenemos de manera que “nadie de la comunidad pase necesidad” (Cf. Hc 4, 34). Supone desprendimiento, generosidad y entrega. Pero sobretodo descubrir el valor del compartir por encima del acaparar o asegurar. Siempre podemos dar mucho más de lo que creemos y sólo dando se descubre “la alegría del que lo vende todo para adquirir el campo” (Cf. Mt 13, 44-46).

El sacrificio no consiste en soportar las pruebas que nos manda Dios -ya que él no pone condiciones para merecer su amor- sino -como dice Jesús en este texto que venimos considerando- “días vendrán en que el esposo les será quitado, entonces, en aquellos días, ayunarán”. Es decir, el sacrificio proviene de la persecución y la incomprensión que sufren los que buscan vivir los valores del reino no de aquellas cargas pesadas que nos imponemos muchas veces a nosotros mismos por falta de aceptación de las propias limitaciones o por los egoísmos y orgullos que nos esclavizan produciendo sufrimientos innecesarios y que, por lo mismo, no pueden ser redentores.

Jesús termina este pasaje bíblico, haciéndonos caer en cuenta que “nadie pone un pedazo de un vestido nuevo en un vestido viejo, ni echa vino nuevo en odres viejos” porque el vestido y los odres viejos se rompen (Cf. Lc 5, 36-39). El tiempo de cuaresma, por tanto, nos invita a liberarnos de toda práctica vacía y a vivir la novedad del anuncio del reino para desde ahí vivir el compromiso y la fidelidad al Espíritu. En otras palabras, cuaresma es tiempo de contemplar la praxis histórica de Jesús para hacer que la solidaridad, el compartir de bienes y el compromiso con la vida de todos y todas, sean nuestras prácticas cuaresmales, prácticas que como claramente afirma el profeta Isaías, constituyen el ayuno, la limosna y el sacrificio que el Señor quiere (Cf. Is 58, 6-7).


lunes, 12 de febrero de 2018


MIÉRCOLES DE CENIZA
Últimamente en Colombia ha aumentado la práctica de acudir a la imposición de la ceniza pero no siempre con el sentido que conlleva. A veces parece más un amuleto –por si acaso- que una verdadera actitud de contrición que nos disponga a la conversión que se espera tengamos en el tiempo de cuaresma.
Por eso conviene revisar nuestra propia postura frente a ella. Su imposición no va a funcionar como un escudo protector contra los peligros o una pócima de buena suerte para que nos vaya mejor. Es un signo visible de una actitud interior que nos dispone a confrontarnos con el misterio de nuestra fe para cambiar y convertirnos hacia la bondad de Dios.
Cuaresma es tiempo de conversión y de cambio. Posibilidad de abrirnos al amor de Dios y descubrir que no lo acogemos totalmente y por eso no lo transparentamos como debiéramos. Es vivir la actitud del publicano que sabe acudir al templo reconociendo sus pecados y pidiendo misericordia por ellos. Muy distinto de la actitud del fariseo que también acude al templo pero para gloriarse de sus obras: “Oh Dios te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”.
Pero conocemos el resultado de estas distintas actitudes. El evangelio de Lucas lo pone en boca de Jesús: ¨les digo que el publicano bajó justificado a su casa pero el fariseo no. Porque todo el que se ensalce, será humillado y el que se humille, será ensalzado”. Comencemos, por tanto, este tiempo de cuaresma escuchando las palabras que se pronuncian cuando nos imponen la ceniza: “Conviértete y cree en el evangelio” y busquemos hacerlas realidad. Que lo que hemos logrado hasta ahora no nos impidan ver todo lo que aún nos falta y con humildad nos dispongamos a llevarlo a la práctica.

viernes, 9 de febrero de 2018


Ante la realidad de la muerte ¿Qué es realmente lo esencial?

Muchas veces no pensamos en la muerte, asemejándonos al hombre necio del evangelio que sólo quería acumular más tesoros y agrandar sus graneros sin pensar que sus días se acabarían y nada de eso duraría para siempre (Cfr. Lc 12, 16-21). Pero a veces la muerte se nos acerca –en la muerte de amigos o familiares- y nos damos cuenta que no estamos preparados y que el dolor de la separación de los seres queridos es demasiado hondo. Es entonces cuando la pregunta por el sentido de la vida se hace evidente. Sin embargo, hasta en esos momentos, algunas personas, prefieren no pensar en esa realidad y aunque el dolor sacude y afecta, se sigue viviendo sin buscar lo “esencial” de la vida, lo que realmente vale la pena.

Pero ¿qué es lo esencial? En una visión dualista de la realidad se puede pensar que lo esencial es lo “espiritual” y que lo material no tiene valor. Pero en una visión más integral se comienza a entender que lo esencial es vivir la presencia del Espíritu en toda la realidad material. No somos espíritus desencarnados, ni somos materialidad meramente finita. Somos esa vida animada por el Espíritu que se realiza en el comer, trabajar, disfrutar, construir, transformar, soñar, desear, alcanzar, sentirse parte del universo donde todo es indispensable, valioso y necesario y todo llamado a plenificarse y a trascender.

En otras palabras lo esencial es vivirlo todo con conciencia, con dedicación, con fuerza, con pasión, con  entrega, con todo lo que somos y tenemos. Es no pasar por la vida dejando que ella nos lleve de un lado a otro sino decidirnos a ser dueños de nuestros actos y empeñarnos en nuestros sueños. Pero sobretodo, lo esencial es reconocer el valor de cada persona humana y aprovechar esta vida para compartir con los otros, para aprender de todos, para caminar en compañía, para amarlos y dejarnos amar por los demás. La muerte nos muestra claramente que el amor que no se da en este tiempo presente ya no sé puede ofrecer más adelante. Que el cariño que no se expresa, el perdón que no se ofrece, la acogida que no se da, la aceptación que no se vive, se hacen estériles si no se viven en el hoy que cada uno tiene y con las personas concretas con las que se comparte el día a día.

Además la muerte también nos recuerda la dimensión social de nuestra vida porque no es suficiente que los cercanos estén bien sino que la sociedad y el bien común alcance a todos. Y no sólo para la presente generación sino para las futuras. Por eso el compromiso con la justicia y con el bien social forman parte de lo esencial que constituye la vida humana. Lógicamente quedan muchas preguntas sin resolver ante la realidad de la muerte: ¿Por qué ella gana tantas batallas y no permite que se realicen muchos proyectos? o ¿por qué no logramos vencer el mal y tantos hermanos/as sufren situaciones inhumanas? La búsqueda de respuestas sigue siendo necesaria y la fe sostiene ese camino. Pero en medio de esa incertidumbre lo que nos interesa en este espacio es caer en la cuenta, nuevamente, que la muerte no da tregua y bien vale empeñarnos en el amor y el bien común antes que nos digan como al hombre del evangelio “necios, está misma noche te reclamarán el alma –o se van los que queremos- y ¿para qué viviste o a quién amaste?” Bien vale la pena buscar las respuestas y ponerlas en práctica.

viernes, 2 de febrero de 2018


La fe y la experiencia cristiana

Ser cristiano/a es una experiencia que se ha de renovar cada día porque la fe no es algo adquirido de una vez para siempre, como si fuera una cosa que se compra y ya nos pertenece- sino que supone una relación de encuentro personal con Dios y, como tal, ha de cuidarse, alimentarse, hacerla crecer y velar porque no pierda su lozanía y frescura cada día.

Por tanto, la fe es un don y no lo adquirimos por nuestras fuerzas. Es el don de ser llamados a la existencia por el mismo Dios y de ser sostenidos cada día por su gracia. Es ser sus hijos/as, obra de sus manos –como dice el Salmo 139-. Pero también, la fe es la respuesta que damos a ese don, respuesta que va creciendo en la medida que libremente le acogemos y nos disponemos al seguimiento de Jesús.

Ese movimiento del don recibido y la respuesta que se da, constituye el corazón de la vida cristiana. Eso sí, la supremacía siempre será de parte de Dios pero nuestra respuesta es definitiva porque Él, por encima de todo, respeta nuestra libertad y no nos obliga a nada que no nazca de lo más profundo de nuestro propio corazón.

Pero ¿cómo alimentar la fe y mantener su vitalidad? ¿cómo hacerla crecer y fructificar? No hay recetas para esto porque los caminos de Dios son inabarcables. Pero si hay actitudes que ayudan en la vida cristiana y, los santos/as y las personas de fe que nos han precedido en este camino, nos han mostrado los frutos que de ellas se desprenden.

Nos referimos a mantener esa apertura al misterio divino. Dejarnos sorprender y, de alguna manera, sumergir, en ese misterio del Dios que nos sobrepasa. Cuando pretendemos explicar todo con la razón, es como si cerráramos las puertas a la gratuidad y a la confianza y la vida se fuera volviendo árida, debilitándose la esperanza. Esto no significa, mantener la ingenuidad de quien se deja llevar por las circunstancias y se resigna a dejar que las cosas sean así porque imagina que es la voluntad de Dios sobre ella. Pero si significa que la vida supone mucho más de lo que podemos explicar y, en cierto sentido, que hay “razones del corazón que la razón no entiende” –como decía Pascal- y es allí donde el Dios en quien creemos, se hace presente en las situaciones que no logramos entender y Él tiene la última palabra, allí donde no vislumbramos salidas. 

Precisamente el cultivo de ese horizonte de trascendencia, nos introduce en la experiencia de oración, entendida como encuentro de amor con el Señor, como diálogo y relación personal con Él, como comunión de vida y dedicación a su causa. Por eso la fe se cultiva con la oración. Una oración que es escucha del acontecer de Dios en nuestra historia, especialmente, en los más pobres, aquellos con los que el Jesús histórico decidió compartir su suerte y su destino.

En ningún momento la oración cristiana puede ser intimista, ni refugio personal, ni terapia psicológica. Para eso existen muchas técnicas que contribuyen al equilibrio interior y, en la medida que se necesiten y sean buenas, habrá que utilizarlas. Pero la oración es cuestión de amor, de salida de sí para hacer posible el reino, de vivencia de la fraternidad/sororidad, cada vez de manera más plena y con mayor radicalidad.

En otras palabras la fe se alimenta de esa oración que desinstala nuestra vida y es esa desinstalación la que hace viva la fe, la mantiene fresa y renovada porque exige su puesta en práctica en todos los momentos de la vida. Una fe que es vitalidad, respuesta y compromiso, puede convocar a otros al seguimiento de Jesús. Se convierte en testimonio y profecía de una experiencia cristiana que lejos de apartarnos del mundo, nos compromete con él.

Revisemos, entonces, la vitalidad de nuestra fe y su capacidad de hacernos crecer en compromiso y responsabilidad. De mantenernos siempre abiertos a las necesidades que reclaman nuestra respuesta. De llevarnos por caminos distintos que jamás hubiéramos transitado si no fuera por el dinamismo que ella engendra. Fe y experiencia cristiana se alimentan mutuamente porque de la primera surge la vida cristiana pero de ésta se revitaliza cada día la fe.