miércoles, 23 de febrero de 2022

 

Despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Algunas reflexiones

 

Olga Consuelo Vélez

 

En Colombia llevamos dos días hablando del aborto por la sentencia de la Corte Constitucional que despenalizó la interrupción voluntaria del embarazo hasta la semana 24. Desde 2006 ya existía esta despenalización por las tres causales ya conocidas: (1) cuando existe peligro para la salud física o mental de la mujer; (2) cuando existe grave malformación del feto que hace inviable su vida extrauterina; (3) en caso de violación, transferencia de óvulo fecundado o inseminación artificial no consentida. Esta despenalización ya existe en otros países de Latinoamérica como Argentina y México, solo que estos países ponen como plazo límite, doce semanas.

Personalmente deseo y apoyo el que no haya ningún aborto. Desde nuestra fe, buscamos que la vida -toda vida- se valore y se defienda por encima de todo. Toda vida es sagrada, repetimos muchas veces, y si hay un valor fundamental, es el de la vida. Pero nos encontramos en sociedades plurales que afirman el valor de la vida, pero también afirman otros valores que no dejan nada que desear. El reconocer que la autonomía de la persona es un derecho fundamental y esto conlleva su libertad para tomar las decisiones que cree acordes a sus convicciones, es también propio de la doctrina cristiana. De hecho, en la moral católica la conciencia es el último juez moral y esta es inviolable. De ahí la posibilidad de la objeción de conciencia. Por supuesto, lo que acabamos de expresar, supone algunos complementos: toda decisión personal no puede afectar el bien de los demás y la conciencia moral ha de ser una conciencia formada, madura y autónoma.

La defensa de la fe es algo que desde los orígenes se ha practicado. Los padres de la Iglesia lo hicieron para librar la fe cristiana de las herejías y así, poco a poco, se fue consolidando el cristianismo. Luego vino la modernidad y no fueron pocos los científicos condenados. El protestantismo también fue combatido con todas las fuerzas. Y, así, cada época ha traído sus preocupaciones y la iglesia ha mostrado sus argumentos de defensa. Pero con Vaticano II, esa misma defensa tomó otra perspectiva: el diálogo, la aceptación de la autonomía de las realidades terrestres, la toma de conciencia del mundo plural en el que vivimos, donde todos tenemos derecho a existir. Por eso cada vez que surge algo nuevo que nos descoloca, nos inquieta, nos enfrenta, tenemos dos caminos posibles: ponernos a la defensiva sin escuchar ninguna razón del adversario o mantenemos en la línea de Vaticano II para seguir buscando el diálogo y estrenar caminos que nos permitan vivir a todos desde nuestras diferencias que pueden ser demasiado grandes.

Lo anterior no significa que estoy a favor de la sentencia porque siendo sincera hasta el día de hoy no tengo una respuesta contundente que me permita encontrar una salida para esos derechos que se contraponen y que mirados de un lado y de otro parecen tener toda la razón. Pero si quiero referirme a algunos compromisos que creo deberíamos asumir los cristianos frente a esta situación.

Lo primero, recordar de nuevo que vivimos en una sociedad plural y no todo puede expresarse en los términos de nuestra fe. Nos gustaría que así fuera, pero eso ya es imposible. No significa que no lo intentemos, pero este pluralismo es irreversible y creo que deberíamos ser los primeros en aceptarlo, valorarlo y permitirlo.

En segundo lugar, esta sentencia no obliga a ninguna mujer a abortar. A veces, como sucede en los procesos educativos, entre más se prohíbe algo, más se transgrede la ley. ¿No podría cumplirse esto en este caso? De pronto no, pero ¿y si así ocurriera?  Pero bien, lo definitivo es eso, a nadie están obligando a abortar y menos a las 24 semanas. Resulta grotesco pensar que las mujeres van a esperar a la 24 semana para ir a abortar y así mostrar que son “asesinas” de niños. Eso además de grotesco, es injusto con las mujeres.

En este último sentido, en tercer lugar, me parece complejo que pensemos que las mujeres son tan malas, tan irresponsables, tan incapaces de tomar opciones morales, tan inmaduras que por eso todas van a comenzar a abortar y que, en verdad, van a tomar el aborto como método anticonceptivo. Me niego a aceptar esa imagen de mujer. Habrá irresponsables, sí, pero a la mayoría que conozco, inclusive mucha gente joven, apuestan por hacer de su vida lo mejor que pueden. Se equivocan, sí, pero son capaces de corregir el camino. Y, también sé, con algún conocimiento de causa, que la mayoría de personas que acuden al aborto tienen un drama personal frente a la causa de ese embarazo. Las violaciones son demasiadas, incluso de los mismos maridos a sus esposas -es un tema que no se habla, pero conozco a más de una mujer con ese drama en su propio hogar-, las infancias robadas por esa violencia sexual son demasiadas, y la falta de formación sexual es también la causa de que, una y otra vez, la mujer se vea envuelta en el ciclo de embarazos indeseados.

En cuarto lugar, si la gente de iglesia queremos defender la vida, hemos de comprometernos con brindar una formación sexual adecuada, pero no solo a las mujeres como si ellas fueran las únicas responsables, sino también a los varones. Y la moral cristiana tiene como deuda pendiente ofrecer una manera de prevención de los embarazos que exceda los métodos naturales que, parece no funcionan demasiado. ¿Cuándo lo que se aprende en la moral sexual actualizada se hará magisterio y abrirá caminos de vida para las mujeres creyentes?

Y, por último, aunque se podrían hacer más reflexiones, creo que ser provida es levantar la voz por la violencia sexual contra las mujeres, por la explotación de su sexualidad, por el imaginario que la sociedad patriarcal vende sobre ellas, por los estereotipos de género que seguimos manejando. Me gustaría que hubiera más manifestaciones públicas frente a toda violencia contra las mujeres, especialmente, la violencia sexual. Y, en el mismo sentido que haya más manifestaciones públicas frente a los asesinatos de los líderes sociales, de los migrantes y de tantas otras poblaciones que sufren tanta explotación, discriminación, exclusión. Mientras nuestra defensa no sea por “toda vida” en los ámbitos sociales, económicos, políticos, culturales, los gritos que lanzamos defendiendo a los no nacidos quedan tan débiles que las personas de estas sociedades plurales en las que vivimos no logran entender en qué consiste nuestra fe, ni que es lo que defendemos, cuando ellos tantas veces, sin referencia a Dios, se comprometen con la creación de un mundo que garantice la vida para todos.

Caben, como ya dije, más reflexiones y, seguramente, lo que exprese puede matizarse y permite otras posturas, pero que sirva esto para seguir pensando y actuando desde la fe cristiana que no puede olvidar el diálogo, la aceptación de la diferencia, la misericordia y tantos otros valores que, si los pusiéramos en práctica, evitarían la formulación de leyes, porque sencillamente, las situaciones serían distintas y no se necesitarían.

miércoles, 16 de febrero de 2022

 

¿Será posible ser feliz?

 

Olga Consuelo Vélez

 

Todas las personas buscan la felicidad y esta, muchas veces, resulta esquiva. Cuando se cree que todo está en orden y ahora sí todo irá bien, aparece algún imprevisto que no se espera. Este puede ser una enfermedad, una situación familiar, un hecho social, un evento laboral, en fin, múltiples situaciones humanas, las cuales no se esperaba que sucedieran y que nos traen preocupación e incertidumbre. En realidad, nadie puede planificar que las cosas marchen bien ni que haciendo esto o aquello se podrá ser feliz. Más aún, la felicidad como un estado inalterable, es imposible alcanzarlo mientras estemos en estas coordenadas espacio-temporales. Pero, por supuesto, si se pueden experimentar muchos momentos felices y, en cierta medida, alcanzar un nivel de vida que lo haga posible.

Tanto Mateo como Lucas, cada uno en su propia versión, nos hablan de la felicidad en el conocido pasaje de las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26). No pretendo aquí detenerme en esos textos, supremamente ricos, desde sus diferencias, sino solamente decir una afirmación general: Felices los que se entusiasman por vivir al estilo de Jesús y quieren hacer de este mundo algo mejor; felices los que trabajan por hacer que las cosas marchen bien porque Dios mismo se pone de su lado asegurando que nadie quedará defraudado cuando las personas se disponen a ser constructoras de bien y de bondad.

Claro que, a primera vista, se puede pensar que son felices las personas que tienen mucho dinero (y por eso tantos quieren tener más), o que tienen mucha fama (y por eso tanta preocupación por el qué dirán), o que tienen mucho poder (y por eso tantas ganas de estar en esos niveles para disponer de las cosas a su antojo) y, efectivamente, quienes alcanzan esos estilos de vida, logran muchas cosas a su favor y tienen muchos momentos de bienestar, de comodidad, de placer, etc. Es deseable, por supuesto, que todos tengan los medios económicos suficientes para vivir con tranquilidad porque es el mínimo necesario para tener una vida digna y desde ahí alcanzar un desarrollo integral. Pero también conocemos que estos mismos medios, cuando se convierten en el único objetivo de la vida, atrapan el corazón, de tal manera, que la mayoría de las veces estas personas acaban presas de sus propios deseos y la felicidad tampoco se hace realidad en sus vidas. Podrán ostentar muchas cosas, pero será difícil que consigan la plenitud de vida que brota de la armonía consigo mismo, con los demás y con toda la creación.

Precisamente la manera de vivir que Jesús nos propone, advierte de esas desviaciones tan frecuentes en el corazón humano. Jesús nos propone que en lugar del tener o acumular, la felicidad se da en el compartir; en lugar de la fama o vanagloria, la felicidad se alcanza en la libertad de quien sabe que su dignidad no se basa en títulos sobrepuestos sino en lo que se es como persona y, en lugar del dominio, Jesús propone el servicio, entendido como esa capacidad de salir de sí para encontrarse con el rostro de los demás; rostros que nos enriquecen e interpelan, haciéndonos entender que todos nos necesitamos mutuamente: unas veces para ayudar a los otros y, tantas otras,  para que ellos nos ayuden a nosotros.

Todo esto puede parecer muy idealista y, en la práctica, es difícil vivirlo. Pero no es imposible. Jesús que se hizo en todo semejante a nosotros (Flp 2, 7), fue capaz de hacerlo realidad y por eso lo recuerdan sus seguidores como aquel que “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38). Y ser cristiano no es otra cosa que asumir ese mismo estilo de vida. Por eso el apóstol Pablo les escribe a los gálatas: “No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos. Así que, mientras tangamos oportunidad, hagamos el bien a todos” (Gál 6, 9-11).

La felicidad no es tener un estado en el que no acontece nada que nos haga sufrir, sino empeñarse por salir al paso del sufrimiento humano para transformarlo. Muchas veces será con la aceptación. Pero otras veces será con la acción activa. Unas veces será con la actitud agradecida que permite reconocer tanto bien que nos rodea, otras veces será con el perdón que libera el corazón de tanto resentimiento y permite un nuevo comienzo. Toda actitud que construya el bien común es fuente de felicidad mientras que todo aquello que lo destruye la impiden. Esta es la propuesta del reino y los cristianos, si la vivimos, podríamos ser más gestores de felicidad en este mundo tan necesitado de ella.

miércoles, 2 de febrero de 2022

 

Hablar en la Iglesia de lo que se habla en la sociedad

 

Olga Consuelo Vélez

 

En días pasados escuché hablar sobre “Teorías de género” en un conversatorio virtual auspiciado por instancias eclesiales oficiales. Me pareció muy positivo porque hace falta que se hable al interior de la Iglesia de los temas de los que se hablan en la sociedad. Por supuesto dentro de la Iglesia se habla de algunos temas, pero muchas veces, para “condenarlos”, “levantar sospechas sobre ellos”, “alertar de sus peligros y de cómo atentan a la fe”, etc. Pero esta vez, fue una charla bastante abierta, acogiendo las reflexiones filosóficas sobre el tema y mostrando cómo hay diferentes teorías de género y muchas de ellas están en consonancia con el cristianismo.

Las teorías de género llevan muchas décadas siendo desarrolladas y permean, cada vez más, la academia y la vida social. Pero en las instancias eclesiales oficiales, muchos temas llegan tarde después de haberlos perseguido -a veces sin suficiente conocimiento-, pero que calan bastante en la comunidad eclesial. De hecho, en ese conversatorio, una de las personas que intervino manifestó que no estaba de acuerdo con lo dicho porque, como se había afirmado siempre, esas teorías eran totalmente contrarias a la fe. No había demasiado espacio para hablar por lo cual, no se sabe si más personas pensaban así. Algunas otras que hablaron, agradecieron el aporte porque ellas veían que la fe tenía que acoger las nuevas realidades.

Fijándonos en cómo las instancias eclesiales oficiales se aproximan a estas temáticas, podemos ver, por ejemplo, que en ese conversatorio casi todas las participantes eran mujeres, con lo cual, queda claro que el clero participa muy poco de esas reflexiones y, sin embargo, son quienes luego pontifican sobre el tema. Por otra parte, me parece que hay la tendencia a formular los temas con la palabra “nuevo”, como para liberarlos de lo negativo que la Iglesia ha afirmado que tiene esa temática. Por ejemplo, cuando se habla de feminismo, últimamente he escuchado en algunos sectores eclesiales que se acepta el “nuevo feminismo”. Creo que, con ese término “nuevo” se intenta “purificar” el feminismo que tanto se ha criticado o mostrar que no es que se esté cambiando de postura, sino que se asume de “otra manera”.

Desde mi punto de vista, estos esfuerzos por “purificar” los temas o por “apartarse” de la manera cómo se concibe en la sociedad cierta realidad, no tiene sentido. Es verdad que hay muchos feminismos, porque históricamente se ha ido tomando conciencia de distintas demandas y no todas las mujeres han coincidido en las mismas demandas al mismo tiempo. Pero lo fundamental del feminismo que es la reivindicación de los derechos de las mujeres -porque no los hemos tenido- no es un “nuevo feminismo” para que entre a la Iglesia, sino que es el feminismo en sí que, las instancias eclesiales oficiales han de acoger, si quieren caminar al ritmo de los tiempos, si quieren responder a los desafíos actuales.

Lo mismo podríamos decir de las teorías de género que, admitiendo diferencias como lo expuso la conferencista, en su esencia han develado los roles que se atribuyen a las personas en virtud de su sexo, haciendo que tanto varones como mujeres hayan sido limitados, condicionados, restringidos a un tipo de comportamientos –las mujeres son intuitivas, los varones son inteligentes; las mujeres son sentimentales, los varones no lloran, etc.-; pero aceptar dichas teorías no implica “purificarlas” o darles algún adjetivo que parezca que ahora sí pueden entrar en la reflexión eclesial.

Lógicamente las reflexiones y puesta en práctica de estos temas son mucho más complejas de lo expuesto aquí. Las teorías de género que trabajan los colectivos de diversidad sexual, hacen más planteamientos que es necesario estudiar para comprender y acompañar. Pero lo que quiero decir es que no vivimos en dos planos de realidad: lo que se vive en la sociedad y lo que una vez “supuestamente purificado”, admitimos en nuestra experiencia de fe. Por el contrario, si queremos ser una Iglesia que, en verdad, este atenta a los “signos de los tiempos” y quiere suscitar reflexiones sobre las cuestiones actuales, no necesita purificar los temas, sino asumir lo que va siendo conciencia actual de la humanidad porque la ciencia, la cultura, la sociedad van dando esos pasos, los van incorporando y cada vez lo viven más personas.

Algunos aducen que la fe no debe “contemporizar” con el mundo. Esto es cuestionable. Si algo es propio del cristianismo es la encarnación en la historia, el asumir este mundo como él es. Jesús se encarnó como varón, en un tiempo concreto, en un pueblo con una lengua, unas costumbres, fue profeta itinerante, en fin, asumió su tiempo y vivió en él. Cuestionó lo que no correspondía al Dios del reino: ese Dios de la igualdad, de la inclusión, de la misericordia, de la acogida, de las buenas noticias. Nuestra fe, por tanto, es una fe encarnada que ha de asumir el mundo y vivir la fe en él.

Por supuesto la Iglesia ha de ayudar en el discernimiento, ofreciendo una palabra de sentido e interpelando lo que vea necesario, pero en actitud de diálogo, de escucha, de buscar comprender los fundamentos de lo que se va proponiendo. Ha de reconocer que muchas veces hay más ignorancia y dogmatismo que conocimiento de aquello a lo que se opone. La Iglesia necesita aprender mucho más del mundo para responder adecuadamente a él.

De hecho, en aquel conversatorio yo pregunté sobre el lenguaje inclusivo, sobre la teología feminista, sobre el método de deconstrucción y construcción y por las respuestas dadas, nada de esto parecía ser objeto todavía de reflexión en esas instancias eclesiales. Señal de la lentitud con la que se camina y, no dudo, de que esa es una de las causas por las que más personas se alejan de la Iglesia. Conviene, por tanto, liberarse de tanto prejuicio y entrar en diálogo con los desarrollos presentes. Posiblemente así, la Iglesia mostrará que se toma en serio la encarnación del Verbo y por eso asume en verdad la realidad, sin tanto prejuicio o ignorancias que le impiden hacerlo.