lunes, 28 de septiembre de 2020

 

EN TIEMPOS DE POSCUARENTENA ¿QUÉ HEMOS APRENDIDO DE LA PANDEMIA?

 

Las cuarentenas van terminando, aunque la pandemia continúe con alzas y bajas, aislamientos selectivos y medidas de bioseguridad. Comienza a haber distancia suficiente para hacer balances y sacar conclusiones, aunque siempre limitadas y parciales, vistas desde el propio lugar, sin pretensión de generalizarlas.

A nivel personal, la pandemia nos confrontó con la limitación y la vulnerabilidad humana. Comprobamos que no estamos exentos de ser afectados por circunstancias que ni imaginábamos y solo queda la opción de protegernos y asumir el dolor por las pérdidas de vidas que se han dado. Pero también estamos viendo cómo, a quienes no les ha afectado directamente, siguen como si no pasara nada, sin poner todas las medidas adecuadas para protegerse y proteger a los demás, inmersos en el día a día, sin mayor reflexión sobre la realidad que se vive. Parece que la superficialidad es parte también de nuestra humanidad y mucha gente vive en esa esfera. Con tal de que no les afecte directamente, no interesa lo que pase en el resto del mundo.

A nivel social es muy ambigua la reflexión que se hace. Ante las pérdidas económicas que han sufrido muchas personas, lo lógico es el rechazo a las cuarentenas porque, efectivamente, muchos se han visto afectados. Los más pobres no han recibido las ayudas ofrecidas por el gobierno y algunos sectores de la clase media la están pasando mal porque ni clasifican para dichas ayudas, ni pueden pedirlas abiertamente por eso “del qué dirán” -que condiciona tanto y que hace que la gente sufra en silencio-. Esto lleva a que ahora se diga que la cuarentena produjo la recesión económica -cosa que es verdad- pero no se complete la afirmación de que, sin cuarentenas, los muertos hubieran sido muchísimos más. Además, no siempre se sacan otras consecuencias que son importantes. La pandemia reveló, una vez más, la cantidad de gente que vive en pobreza y la informalidad del empleo que viven la mayoría.

A nivel educativo se constató la cantidad de niños que no tienen ni conexión a internet ni los medios tecnológicos para seguir sus clases. Con el mismo celular -si es que la familia tiene- se conectan todos en casa para trabajar y estudiar. Pero el problema no es la deficiencia de educación que genera la virtualidad sino la falta de los medios adecuados para que esta pueda ser de calidad.

Y podríamos seguir nombrando todas las consecuencias que ha traído la cuarentena -especialmente a nivel económico- y que nos deberían llevar a pensar cómo construir un sistema económico que garantice la vida digna para todos en pandemia y sin ella y no contentarnos con volver a hacer lo mismo de antes, sin aprender de lo vivido. Se escucha que, gracias al levantamiento de la cuarentena, se reactiva la economía, pero cabe preguntarse ¿cuál economía? ¿la misma que traíamos? Pareciera que sí.

Se constata, por tanto, que no se aprende fácilmente de las dificultades, sino que muchas personas solo esperan que estás pasen para volver a lo mismo. No olvidemos el bien que le ha hecho a la creación este parón que se ha dado a nivel global pero que ya va a quedar en un recuerdo lejano que no alcanzó a despertarnos frente al daño ambiental causado por el ritmo de vida y de economía que llevamos.

A nivel religioso parece que tampoco se ha aprendido demasiado. Algunos inclusive han tomado la cuarentena como posturas del gobierno contra la iglesia, lo cual es absurdo, en este caso concreto. Y actualmente algunos proclaman que “se reabren los templos” y el “derecho que tenemos de volver a ellos”, como si alguien con mala intención lo hubiera impedido. Me parece que se perdió, una vez más, la oportunidad de repensar nuestra fe y volver a lo esencial.

Creo que la iglesia tendría que ser la primera en defender la vida -como tanto lo proclama- pero también la vida en tiempos de pandemia. Por supuesto hubo sectores que lo hicieron, pero también hubo muchos que, desde una fe muy desorientada, invitaban a rezar para que Dios nos liberara de la pandemia o a hacer rituales y negarse a la cuarentena, creyendo que, por mucho rezar, Dios acabaría con el virus. Parecen creer que Dios mando el virus. Extraña fe que todavía se basa en un Dios que envía pruebas y castigos.

Además, en algunos ambientes eclesiales, se perdió la oportunidad de reflexionar sobre la iglesia doméstica -que no es solo rezar juntos-, sino vivir juntos las veinticuatro horas del día, en paz y armonía. Y vivir el significado de lo que es ser iglesia -una comunidad de personas reunidas en nombre de Jesús- mucho más profundo que el espacio físico llámese templo, iglesia, oratorio, capilla, etc., por bonitos y significativos que sean. La cuarentena podría haber sido un tiempo privilegiado para una vivencia profunda del ser iglesia que vive una misión más allá de lo litúrgico: una iglesia en salida que se compromete con el devenir humano, desde la solidaridad, la misericordia, la esperanza. Por supuesto, muchos creyentes han vivido muy bien su fe en este sentido, pero no queda claro, ahora que parece que volvemos a la “normalidad” si se creció en la experiencia de fe vivida en tiempos de pandemia.

Para algunos clérigos, abrir los templos es recuperar la “estabilidad económica” que se perdió por la falta de fieles -aunque esto no se diga abiertamente- y para algunos laicos es volver a esa fe que se aferra a lo externo y a la seguridad que dan los espacios mal llamados (después de Vaticano II) “sagrados” y no arriesgarse a vivir la fe que se compromete con los demás sin límite, ni medida, porque no hay mejor lugar para encontrar a Dios que el otro con el que Jesús se identifica totalmente: “aquello que hiciste con uno de esos, a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40).

Tal vez exagero un poco. Tal vez no. Los frutos de nuestra vida cristiana lo dirán. Veremos si la poscuarentena nos hizo más humanos, más comprometidos con la vida, más preocupados por la justicia social, más empeñados en formar comunidades vivas -templos vivos-, en los que todos reconozcan al Dios de la vida, presente en tiempos de pandemia, de cuarentena, de poscuarentena y, ojalá pronto, de pospandemia.

 

 

lunes, 21 de septiembre de 2020

 

¿Cómo ilumina la Palabra de Dios nuestro presente?

 

El mes de septiembre se conoce como el mes de la Biblia, especialmente, porque el 30 de septiembre se celebra a San Jerónimo quien tradujo la Biblia al latín, edición conocida como “la Vulgata” (esta palabra significa edición para el pueblo). Con Vaticano II y, concretamente, con la constitución Dei Verbum, se volvió a remarcar la centralidad de la palabra de Dios para la vida cristiana y se invitó a apropiársela realmente.

Las iglesias cristianas (no católicas) han logrado que la Biblia ocupe el centro de la vida creyente y sus cultos giran alrededor de la palabra. Sin embargo, algunos de estos grupos, tienen como desafío asumir la “interpretación” de la Biblia para no caer en una visión “literalista” o “fundamentalista” que hace imposible el diálogo con ellos. Interpretar la Biblia quiere decir preguntarse qué quiso decir el autor sagrado, cómo era su contexto para usar esos ejemplos, qué géneros literarios utilizó, cuál sería el propósito de esas afirmaciones, etc. Es decir, los estudios bíblicos son una mediación indispensable para no hacerle decir a la Palabra de Dios lo que no dice y para que esa palabra divina tenga sentido y vigencia para este presente.

En lo que respecta a los católicos, la Palabra de Dios es muy importante y se reconoce la necesidad de acudir a ella. Pero, por una parte, también se da, algunas veces, esa postura fundamentalista que señalamos antes y, por otra, aún no llega a ser, en muchos casos, una referencia fundamental para la vida de fe. Aunque en la celebración eucarística la “Liturgia de la Palabra” ocupa toda la primera parte, pocos pueden, al terminar la liturgia, recordar qué decían las lecturas. Y si a eso añadimos que a veces la predicación de los presbíteros no se centra en la palabra de Dios, sino que se alarga interminablemente tratando otros temas, es comprensible que la Sagrada Escritura no llegue a ser tan conocida ni ocupe un lugar central en la vida de muchos católicos. Sobre este aspecto de la predicación dominical, el Papa Francisco dedica en la Exhortación Evangelii Gaudium un largo apartado a la homilía y a su preparación (n.135-159) afirmando que esta no acaba de responder a lo que debería ser y, de hecho, el pueblo de Dios lo resiente (n.135). Señala que, a veces, el predicador se alarga tanto que el que brilla es el predicador y no el misterio de fe que se celebra (n.138). También dice que no se sabe escuchar la fe del pueblo para saber lo que se tiene que decir y cómo decirlo (n.139) o se queda en una actitud moralista o adoctrinadora lo cual no es el objetivo de ese momento (n.142). Pero, lo más importante -y que se refiere a la reflexión que estamos haciendo-, la homilía ha de centrarse en el texto bíblico buscando entenderlo bien para no manipular la Biblia (n.146) porque por más que nos parezca entender las palabras que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendamos correctamente lo que quería expresar el escritor sagrado (n.147). En definitiva, Francisco señala la necesidad de un acercamiento serio a la Palabra de Dios realizando una interpretación correcta y dejándose tocar existencialmente por ella para anunciarla desde la propia experiencia (n.150).

Queda, por tanto, para todos los cristianos el desafío de disponerse mucho más a escuchar la Palabra de Dios, entenderla seriamente y dejar que esa palabra transforme la propia vida y el mundo en que vivimos. Ese debería ser el fruto de este mes en que la conmemoramos especialmente.

Pero ¿Qué nos puede decir la Palabra de Dios para este tiempo marcado por una pandemia que no ha discriminado ni países, ni estrato social, ni cultura, ni edad, ni religión y ha afectado globalmente toda nuestra realidad? Las consecuencias de sufrimiento y muerte han tocado, prácticamente todos los lugares de la tierra, con algunos más vulnerables: los ancianos por su edad, los que sufren otras enfermedades por su condición física y, la mayoría de pobres porque no cuentan con los medios básicos para protegerse y cuidar efectivamente de su vida.

¿Qué dice la Palabra de Dios a nuestra realidad presente? No podemos encontrar en ella referencias al covid-19 porque este virus no existía en ese tiempo como tampoco existían muchas otras realidades que son de este presente y que los autores bíblicos ni imaginaban que existirían. Pero quienes creen que allí están todas las respuestas ofrecen algunas soluciones bien extrañas a esta realidad del virus, como proponer ciertos tipos de exorcismos o rituales o curas milagrosas que nada tienen que ver con el texto bíblico.

Pero esto no quiere decir que la Biblia no ilumine nuestro presente. Por supuesto que sí, pero haciéndole la pregunta adecuada: ¿cómo entendió el pueblo de Dios y la primera comunidad cristiana la presencia de Dios en su historia? Y desde esa perspectiva preguntar ¿cómo podemos entender la nuestra y de qué manera Dios está presente en ella? Las respuestas surgirán de muchos modos según el texto que leamos, pero seguramente encontremos una actitud fundamental: Dios camina a nuestro lado, sosteniéndonos frente a toda circunstancia. Y no deja de invitarnos -como lo dice el texto bíblico- a superar esta situación con toda la fe, la esperanza y el amor que el Señor mismo pone en nuestros corazones. La vida cristiana iluminada y sostenida por la Palabra de Dios encuentra las fuerzas para estar ahí -en primera fila- atendiendo las necesidades inminentes, buscando soluciones científicas y humanas a este problema y proyectando un futuro más preparado para lo que siga aconteciendo. Una vida comprometida con cada presente histórico, da testimonio de la palabra “que desciende como la lluvia y no vuelve allá sin que empape la tierra, la fecunde y la haga germinar” (Is 55, 10).

domingo, 13 de septiembre de 2020

La vida en Colombia vale muy poco

 

Es muy triste tener que presentar, una y otra vez, la realidad dolorosa que vive Colombia. No acabamos de levantarnos de las masacres que han ocurrido en los últimos días y nos toca afrontar un abuso de la fuerza policial en la ciudad de Bogotá, con un saldo de 13 muertos y más de 175 heridos, unos con arma de fuego por disparos indiscriminados de la fuerza pública. También resultaron heridos unos 170 policías. Lo grave es que no fue un abuso puntual o un error involuntario de la policía, sino que revela una estructura institucional que no defiende los derechos humanos por encima de cualquier realidad. Y este punto es muy importante entenderlo: las instituciones policiales y militares han de defender la vida de los ciudadanos, independiente si estos cometen errores o si provocan actos vandálicos -como lo hicieron algunos aprovechando el caos y el desorden- porque es deber del Estado defender a sus ciudadanos y no seguir la lógica de los violentos -que siempre existen en toda sociedad-.

El conflicto armado que Colombia ha vivido por más de 50 años -y que aún no cesa por la resistencia a apoyar los procesos de paz (inclusive por parte de personas creyentes, lo cual resulta incomprensible)- nos ha llevado a vivir en un país donde el ejercicio de la fuerza se ha vuelto normal y la policía ha dejado su papel civil y se ha convertido en poder militar (de hecho, depende del ministerio de Defensa). Además, nuestras ciudades y carreteras están bastante militarizadas, añadiendo que muchos de los edificios y condominios cuentan con seguridad armada, para evitar los asaltos y la violencia social.

Pero en medio de este caos, hay muchas esperanzas que nos sostienen, entre ellas, que quienes rechazan toda esta situación, son en su mayoría jóvenes que crecen en conciencia social y en la lectura de la realidad, libre de prejuicios e ideologías, y con estas palabras no me refiero a las corrientes de izquierda que parece son las que tachan siempre de ideología, porque en el caso Colombiano, las ideologías están casi más del lado de las corrientes de derecha, con sus mentiras sistemáticas y con unos medios de comunicación que los apoyan, modelando mentalidades y afectos de gran parte de la población. Para poner un ejemplo, los medios de comunicación se complacen en presentarnos una y otra vez los “desmanes de los vándalos” pero presentan de manera muy rápida y casi invisible, las acciones de los jóvenes que protestan legítimamente y exponen con claridad sus posturas y sus reivindicaciones.

Ahora bien, una y otra vez hay que preguntarse cómo salir de esta situacion que crece y no parece encontrar salidas. No hay respuestas fáciles y se necesita seguir buscándolas. Pero quiero referirme a la urgencia -ya bastante conocida- de que mientras no haya justicia social no puede cesar la violencia y la inseguridad que golpe tan fuertemente a los países, especialmente, los azotados por tanta pobreza. Mientras las personas no tengan las necesidades básicas cubiertas, ¿cómo pueden dejar de robar, asaltar, matar y dedicarse a cualquier tipo de violencia callejera? si los jóvenes no tienen estudio gratis y de calidad, ¿cómo pueden soñar con un futuro distinto? Por supuesto hay excepciones y hay personas que, con pocas oportunidades, salen adelante y otras que, brindándoselas, no las aprovechan. Mientras seamos humanos existirá esa realidad. Pero la vida sería muy distinta si la redistribución de ingresos llegara a la mayoría y pudieran mejorar sus condiciones de vida. “La paz es fruto de la justicia” no es un lema más sino una realidad que hemos de poner en práctica.

También se habla mucho de la “educación” como un medio para transformar la realidad porque así las nuevas generaciones pueden construir un país distinto. A esta medición le ha apostado la iglesia desde siglos atrás y no cabe duda de los resultados positivos que se han obtenido. Ahora bien, no parecen suficientes porque muchas generaciones han pasado por colegios cristianos y, sin embargo, ni la justicia, ni otros valores morales parecen crecer en la sociedad. Incluso a veces da vergüenza que algunas personalidades hayan sido formadas en un colegio confesional porque sus acciones no parecen ser coherentes con lo que allí se supone se enseña.

Por eso es tan urgente pensar qué educación y con qué orientación. En algunas instancias se habla de “proyecto socioeducativo” y me parece que es un término supremamente iluminador. Si la educación no involucra la realidad social y no se trabaja por una conciencia crítica, reflexiva, formada sobre lo que acontece en la sociedad, será una educación de contenidos y de acumulación de conocimiento, pero no de construcción del mundo en el que vivimos. Ya Paulo Freire habló de la pedagogía crítica que analizaba la sociedad y buscaba tomar postura frente a ella. Creo que dicha educación dio sus frutos, pero como toda perspectiva va siendo enriquecida e incluso sustituida por otras expresiones para responder al devenir histórico. Pero cada teoría deja también elementos a los que no se puede renunciar y creo que esa articulación entre educación y sociedad es irrenunciable y habría que tomársela mucho más en serio.

En Colombia como en tantos otros países, la vida vale muy poco. Se hace evidente cuando ocurren hechos absurdos que conmueven la sociedad, pero estos hechos son solo la punta de iceberg de problemas más hondos: la vida vale realmente cuando se cuida y se le garantiza la posibilidad de existir con los medios necesarios. Mientras la justicia social no se implante en nuestras sociedades no cesará la violencia y la inseguridad así aumente el pie de fuerza o se impongan medidas represivas que impidan que la población exija sus derechos. Y, una fe que no vela porque esto se haga posible, más vale que no se profese porque desdice del Dios de la vida, aquel que oye la voz del oprimido y sale a socorrerlo (Ex 3, 7-15).

 


martes, 8 de septiembre de 2020

¿El evangelio es también para los ricos?

No falta conferencia, conversatorio, clase o reunión en los que al decir frases como “los primeros destinatarios del evangelio son los pobres” o “el Reino de Dios es buena noticia para los pobres” o “los preferidos de Dios son los pobres”, etc., alguna persona pregunte si acaso el evangelio no es para todos, si no se está discriminando a los ricos, o si cuando Jesús habló de pobreza no se refería a la pobreza espiritual. Aunque se den respuestas aclaratorias, una y otra vez, no falta el que sigue preguntando o mejor, haciendo una especie de “defensa” de los ricos.

Intentemos, una vez más, sugerir algunas reflexiones para buscar una respuesta. Por supuesto que el amor de Dios es para todos y de eso no deberíamos dudar ni por un instante. Pero lo que hay que ver es si tenemos la claridad suficiente sobre el Dios anunciado por Jesús, sobre el reinado de Dios que se hace presente con Él, sobre las consecuencias que este reino trae. Y aquí es tal vez donde se deja ver qué algo no se ha comprendido suficientemente.

Lucas 4, 16-21 se considera un texto programático de la misión de Jesús: “Vino a Nazaret, donde se había criado, entró, según su costumbre, en la sinagoga el sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías, lo desenrolló y halló el pasaje donde estaba escrito: ‘El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Enrolló el volumen, lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues a decirles: ‘Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy’”.  

Este texto condensa la actividad de Jesús:  anunciar a los pobres la liberación y hacerla efectiva a través de sus palabras (parábolas), gestos (estar con los marginados de su tiempo e incluso sentarse a comer con ellos) y obras (milagros). Y por esa manera de obrar, se gana la enemistad de los poderosos de su tiempo y ya sabemos que consiguen asesinarlo con el castigo más duro de aquella época: la crucifixión.

Lo que acabo de decir de manera tan resumida, tiene muchos desarrollos que cualquier estudioso de teología los conoce. Pero algo pasa en la catequesis ya que, en la práctica, muchos cristianos parecen desconocer esto tan fundamental y, por el contrario, limitan su fe a rezar (y entre más recen, se creen más cristianos), a asistir más asiduamente a los sacramentos y a hacer algunas obras de caridad. Pero lo que se dice de los pobres, a veces, creen que no tiene nada que ver con el evangelio y, lo que es peor, llegan a tildarlo de socialismo, comunismo, lucha de clases, etc.

¿Por qué es tan difícil entender la centralidad que Jesús le da a los pobres si Él mismo se hizo pobre, vivió entre los pobres, les anunció la Buena Noticia del reino y llamó de entre ellos a sus discípulos? La liberación que Jesús ofrece abarca todas las dimensiones de la existencia humana, es decir, quiere que todos tengan “tierra, techo y trabajo” -como dice el Papa Francisco-, lo que constituye el mínimo vital para una vida digna.

El evangelio es para todos y se anuncia a todos. Pero ¿quiénes pueden entenderlo? Normalmente los pobres, tan carentes de todo, viven con esa gratuidad a flor de piel y comparten hasta lo que no tienen. En ellos se cumple aquello “del pan nuestro de cada día”. Pero, lamentablemente, muchos pobres no tienen la formación ni la fuerza para exigir sus derechos, para denunciar los atropellos que sufren, para entender que Dios no quiere eso para ellos y que Él es el primero que se pone de su lado para buscar la transformación de sus situaciones. Ahora bien, muchos pobres luchan por sus derechos y no se cansan de hacerlo, a través de organizaciones sociales -pocos desde la fe porque no siempre encuentran apoyo en las iglesias-, precisamente, por lo dicho anteriormente. Pero, con mucho esfuerzo, los pobres de la tierra van conquistando derechos. Y esto es lo que Dios quiere para ellos.

Mientras tanto, muchos cristianos que no entienden esta prioridad de Dios para con sus hijos e hijas más necesitadas, se “molestan” de que se hable de los pobres y de su absoluta prioridad. Seguro les pasa lo del joven rico que le pregunta a Jesús cómo ganar la vida eterna y al oír la respuesta “vende lo que tienes y dáselo a los pobres”, “se marchó entristecido porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 16-22). Dios no excluye a nadie, pero los que no entran por el camino de la solidaridad se excluyen a sí mismos.

El problema no es la riqueza, ni la pobreza en sí. La riqueza es buena cuando se reparte y beneficia a todos. Si esto no es así, comienza a ser injusta. Así sea, la que cada uno gana con su trabajo honesto porque todos los bienes han de tener un destino común, como bien lo entendió la primera comunidad cristiana: “vendían sus posesiones y sus bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hc 2, 45). La pobreza es mala cuando supone privación y necesidad humana, pero es buena cuando se asume voluntariamente en aras de la solidaridad, de la libertad de lo superfluo, de hacer efectivo el destino universal de los bienes.

Pretender seguir a Jesús sin asumir la causa de los pobres es no haber comprendido su mensaje. No querer que nos hablen de los pobres es ignorancia. Estar abiertos a desinstalarnos, a valorar las personas antes que a las cosas, a cambiar estilos de vida, a comprometernos con la justicia social es signo de estar entendiendo el camino trazado por Jesús y, seguramente, la posibilidad de seguirle verdaderamente.