viernes, 31 de enero de 2020


La Palabra de Dios “está muy cera de ti: en tu corazón y en tu boca 
para que la pongas en práctica”

 (Dt 30,14)



El año pasado el Papa Francisco estableció el “Domingo de la Palabra de Dios” y pidió que se celebrara el Tercer domingo del Tiempo Ordinario, es decir, acabamos de celebrarlo, el pasado 26 de enero. En realidad, no sé qué resonancia tuvo en las eucaristías de ese domingo y si se le dio la importancia que el Papa pedía en el “Motu Proprio Aperuit illis” (Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras Lc 24,45). Muchas cosas que se instituyen de “arriba hacia abajo” no logran enraizarse en el pueblo de Dios. Así, por ejemplo, la “Jornada mundial por los pobres” que también el Papa propuso desde 2017 para el XXXIII domingo del Tiempo Ordinario, desde mi punto de vista, ha venido celebrándose sin demasiada trascendencia. 

Sin embargo, aunque se constate la dificultad de que las iniciativas se acojan plenamente, es bueno impulsar su arraigo en la medida que se pueda. Por eso quiero insistir en la importancia de la Palabra de Dios para la vida cristiana. Algunos dirán que estamos en la era de la imagen y por eso es más difícil disponerse a leer la Sagrada Escritura. Pero, por otra parte, leer sigue siendo una actividad indispensable y, a nivel de formación humana, hay toda una literatura de autoayuda, motivación e incluso, exorcismo y esoterismo, que se sigue vendiendo (e incluso ocupa muchos estantes de librerías católicas -situación que a veces he cuestionado porque algunos autores, personalmente, no los promocionaría desde estas librerías que pretenden evangelizar). 

Con este propósito el Papa en el Motu Proprio con el que instituyó el domingo de la Palabra, insiste en las homilías, llamando a los sacerdotes a que la preparen para que no se alarguen “desmedidamente con homilías pedantes o temas extraños”; por el contrario, que “ayuden a profundizar en la Palabra de Dios con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha (…) mostrando también la belleza de las imágenes que el Señor utiliza para estimular a la práctica del bien” (n.5). Bastante ha insistido el Papa en la homilía -en este texto y en otras ocasiones-, pero me temo que muchos sacerdotes no se dan por aludidos. Muchas homilías siguen siendo un discurso moralizante e incluso un discurso político, a veces apoyando a gobiernos de derecha (por eso de que ellos van en contra del aborto); pero, en definitiva, la mayoría de las veces, sin mucha referencia a las lecturas correspondientes a la celebración eucarística. 

La Sagrada Escritura es Palabra de Dios, por tanto, es nuestra primera fuente de referencia para conocer al Señor y comprender su deseo sobre la humanidad. Como lo señala el Papa Francisco, Vaticano II en la Constitución Dei Verbum buscó recuperar esa centralidad de la Palabra y lo importante que es tenerla como referente principal en la tarea teológica (n.2). Además, “expresa un valor ecuménico porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad” (n.3).

Por supuesto esta Palabra de Dios ha de interpretarse correctamente para no hacerle decir lo que no dice o caer en esa actitud fundamentalista de que la Biblia dice esto o aquello. En este último punto, no se entiende como aquellos que abogan por tomar al pie de la letra la sagrada escritura, no caen en cuenta de la multitud de pasajes que no podemos aplicarlos así porque nos llevarían a unos absurdos como el de arrancarse un ojo o cortase una mano (Mt 5, 27-30) o no permitir la transfusión de sangre (Lv 17,14, Hc 15,24).  

El texto de Emaús (Lc 24, 13-25) es muy claro para entender esa relación intrínseca entre la Palabra, el sacramento y la vida. Los discípulos vuelven tristes después de los acontecimientos vividos en Jerusalén y el forastero que camina a su lado les va explicando las escrituras. Al llegar a la aldea, ellos le invitan a quedarse y en el gesto del partir el pan, los discípulos lo reconocen. Jesús desaparece y es cuando ellos se preguntan: ¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? Inmediatamente vuelven a Jerusalén con la certeza profunda de la resurrección del Señor. En efecto, “antes de convertirse en texto escrito, la Palabra de Dios se transmitió oralmente y se mantuvo viva por la fe de un pueblo que la reconocía como su historia y su principio de identidad en medio de muchos otros pueblos. Por consiguiente, la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un libro” (n.11).

Y, tal vez, algo fundamental “todo texto sagrado tiene una función profética: no se refiere al futuro sino al presente de aquellos que se nutren de esta Palabra (…) quien se alimenta de la Palabra de Dios todos los días se convierte, como Jesús, en contemporáneo de las personas que encuentra” (n.12).

Volver a la Palabra, leerla, estudiarla, meditarla, dejarnos interpelar por ella, hacerla vida en nuestra vida, todo esto que el apóstol Pablo le recomienda a Timoteo (2 Tim 3, 15-17) es una tarea que bien vale la pena realizar e invitar a que otros la realicen. La Palabra de Dios es viva y eficaz (Hb 4, 12), es como la lluvia que empapa y fecunda la tierra (Is 55,10), es la manera como Dios ha querido hablar en lenguaje humano para que le entendamos y arda nuestro corazón al sentir su presencia en todo lo que existe. 

El “domingo de la Palabra de Dios” es poco para recuperar y darle el valor que tiene la Sagrada Escritura. Pero ese domingo puede ser referente para iluminar toda la vida, en el día a día, con el horizonte salvador de amor compasivo y misericordioso, que nos trae la Sagrada Escritura, invitándonos a hacer de este mundo un lugar de justicia y paz para todos y todas.



miércoles, 22 de enero de 2020


¿Por qué hablar de “una iglesia pobre y para los pobres”?


Con toda razón algunas personas se preguntan qué significa la expresión “una iglesia pobre y para los pobres”, tan en boga en el Pontificado de Francisco. Gente de mucha honestidad personal está inquieta porque no sabe si al tener los medios para vivir, -con holgura-, están excluidos de pertenecer a esta iglesia pobre. Con más razón, si se refiere a gente muy rica. Algunos se cuestionan porque si Dios no excluye a nadie, donde quedan los ricos en una iglesia pobre y para los pobres. Por esto es bueno ahondar en esa expresión. La riqueza no es mala y la pobreza no es buena. Pero la riqueza se torna mala cuando es fruto o produce la injusticia social, cuando “no se distribuye dando a cada uno según su necesidad”, como lo intentó vivir la primera comunidad cristiana (Hc 2, 45). También la riqueza puede llevar al consumismo o al apego a los bienes convirtiéndolos en razón para vivir. En estos casos la riqueza es mala. La pobreza es buena cuando es libertad del consumismo, cuando es solidaridad con los más pobres o como consecuencia del compartir de bienes cuando otros pasan necesidad. También como testimonio de los valores del reino, como explícitamente lo profesan los/as religiosos/as con el voto de pobreza.  

Pero todo esto no se entiende sin mirar al Jesús de los evangelios y el núcleo de su predicación. Su figura es la de un hombre libre, en un contexto pobre. Además, Lucas presenta a Jesús iniciando su misión con el texto del profeta Isaías: “He venido a anunciar la liberación a los pobres, la libertad a los cautivos, la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos” (4, 18). Y toda la predicación de Jesús continua en la misma línea. Sus parábolas denuncian la situación de los más pobres y sus obras buscan transformar todo aquello que afecta a sus contemporáneos. Precisamente porque sus palabras y obras cuestionan una religión que no se compromete con la vida de los más pobres, Jesús es perseguido y crucificado por sus opositores -lamentablemente las instituciones religiosas de su tiempo son las que consiguen esa ejecución- y solo queda la palabra definitiva de Dios en la resurrección: quien tiene la razón en el culto que agrada a Dios es Jesús y no los defensores de la ley y el templo.

La iglesia ha de hacer visible a Jesús y su misión. Pero, históricamente, las circunstancias la fueron llevando a hacerse poderosa y rica. Ha llegado a tener un Estado – el Estado Vaticano- y al estilo de cualquier organización humana se ha llenado de títulos, honores, privilegios. Como institución humana no puede despojarse de los medios que hacen posible su misión, pero si puede vigilar para que estén al servicio de esta y no sustituyan la libertad de “los pobres de Yahvé” -los que ponen la confianza sólo en Dios-. Sus medios no pueden convertirla en una institución que opaque la sencillez del evangelio o que se empleen para aumentar su poder o prestigio. Toda ha de ser para garantizar la vida de la gente, especialmente, de los más pobres, débiles, sufrientes, de cada tiempo histórico. La iglesia ha de vivir con libertad frente a las cosas de este mundo y dedicarse a que todos los hijos e hijas de Dios tengan vida digna.

Por lo tanto, querer una “iglesia pobre y para los pobres” es una llamada a una conversión profunda a lo que la iglesia siempre debe ser y a lo que sus miembros deben aspirar. Una vida al servicio de los demás donde se garantice la vida de todos, no solamente de unos pocos. Y ¿los ricos? Pues ayer y hoy pasa lo mismo: los que llegan a entender a Jesús ponen todo al servicio del amor y sin duda su riqueza disminuirá porque se comparte con todos los que lo necesitan. Sin embargo, algunos lo pueden entender, pero irse tristes -como el joven rico del evangelio (Mc 10, 17-22)- porque, el acaparar para sí, es una tentación constante. Y, acomodan la fe a sus intereses y no quieren oír el evangelio. Estos últimos hablan de la “pobreza de espíritu” y de que se puede ser rico si se tiene esa pobreza espiritual. Todos hemos de tener pobreza espiritual -esa de los pobres de Yahvé de la que ya hablamos- pero también nadie puede tener más de lo que necesita sabiendo que tantos otros -hijos e hijas del mismo Dios- pasan necesidades.

Definitivamente, el evangelio es un mensaje de conversión y, por supuesto, incomoda, molesta, inquieta. Por tanto, hablar de “una iglesia pobre y para los pobres” no es un mensaje fácil, pero es un mensaje verdadero. Esta es la iglesia que habla de Jesús, del evangelio, de la libertad, de la sencillez, del servicio, del amor. A esto nos llama el momento presente si queremos que la iglesia sea creíble y diga algo a nuestros contemporáneos. ¡Ojala que esta conversión eclesial se haga realidad!

lunes, 6 de enero de 2020


Un nuevo año para avivar la esperanza


El último capítulo del libro del Apocalipsis se refiere a la “Jerusalén Celestial”. Es decir, después de todos los sufrimientos y persecuciones que ha sufrido el pueblo escogido, la promesa de Dios se cumplirá y “con creces”. “Dios enjugará toda lágrima de los ojos y no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4). “Descenderá del cielo, ataviada como una novia, la Jerusalén celestial, morada de Dios entre los hombres donde ellos serán su pueblo y Él, -Dios con ellos- será su Dios” (Ap 21, 2-3). Es este, por tanto, un libro profundamente esperanzador (aunque una mala interpretación o una interpretación literal lo haya hecho ver como libro de castigos anunciando el fin del mundo), en el que la esperanza está puesta absolutamente en Dios y nada ni nadie hace que decaiga la esperanza firme en la vida buena y abundante que viene de Dios, más aún, que es Él mismo: “Ven, Señor Jesús” (Ap 21,20).

Por esto los cristianos estamos llamados a ser personas de esperanza profunda. Este ha de ser nuestro testimonio y constituye lo mejor que podemos aportar a la construcción de esta casa común. Y, en tiempos como los actuales, más que nunca se necesita la esperanza porque terminamos el año con una América Latina llena de desafíos que han llevado a manifestaciones públicas que exigen un cambio de rumbo. No se puede tolerar tanta desigualdad social. No se aguanta más la precariedad que hace vivir -o sobrevivir- a tantos, en el día a día, sin poder esperar un futuro posible para los jóvenes o una vejez digna para los ancianos. Pero estos cambios no son fáciles y necesitan de mucho compromiso, mucho trabajo, mucha entrega.

En efecto, la Jerusalén celestial de que nos habla el Apocalipsis parece que es una realidad que va a llegar algún día y a partir de entonces ya todo será mejor. Pero no es así la condición histórica en la que vivimos. La Jerusalén celeste es la utopía que esperamos, pero, al mismo tiempo, es la que nos fortalece para irla realizando en lo concreto que nos toca vivir. Precisamente porque esperamos esa plenitud definitiva, nos entregamos a fondo por hacerla posible desde este presente. 

Así, el nuevo año que comenzamos, nos convoca a avivar la esperanza cristiana. Desde ella, el cristiano no puede ser indiferente a la realidad social. La lucha por la justicia es parte integrante de la fe, es su dimensión social. Y solo buscando sistemas económicos que permitan la vida digna para todos, estaremos construyendo esa Jerusalén que esperamos. Sin unas estructuras justas en el aquí y en el ahora que el Señor nos regala, no será posible llegar a la plenitud prometida. 

También forma parte de nuestro compromiso cristiano velar por el cuidado de la casa común. El sínodo amazónico no terminó el año pasado, sino que hemos de hacerlo realidad en nuestras decisiones actuales. La esperanza se siembra y se vive, con una conciencia ecológica que sea responsable de cuidar la creación y preservarla para las futuras generaciones. 

Tenemos un nuevo año para avivar la esperanza en los jóvenes. Ellos han mostrado -con su voz de protesta en las marchas que se han dado en América Latina- que ellos si están atentos a su destino y sueñan con un mundo distinto. Apoyar sus sueños y trabajar porque los consigan forma parte del compromiso cristiano.

Y no olvidar, en este año que comienza, las reformas de la Iglesia. Con la llegada de Francisco se avivo la esperanza de que una iglesia jerárquica más sencilla, más natural, más espontanea, fuera posible. Bien sabemos que Francisco ha roto muchos protocolos y ha buscado ser más un pastor con olor a oveja que un príncipe, como parecía se había acostumbrado a ser, un sector de la jerarquía. Lamentablemente, no todos en la iglesia, han entendido este cambio porque el poder y el honor conquistan muy fácilmente el corazón, mientras que la sencillez del evangelio necesita personas muy libres para ser acogida y vivida. Pero la esperanza nos impulsa a “volver a los orígenes”, construyendo esas comunidades cristianas sencillas e incluyentes, que transparenten en verdad el evangelio de Jesús.

Es necesario también seguir con esperanza trabajando por la igualdad de las mujeres en nuestras sociedades patriarcales. Se han dado avances, pero sigue faltando mucho. Todavía no hay un respeto en todas las instancias hacia las mujeres, aún los salarios no son iguales que los de los varones y, sobre todo, aún todas las instancias de decisión cuentan con una gran ausencia del género femenino. Mientras esto no cambie, nuestro mundo vive un desequilibrio de género, verdadera “ideología” que permea, nuestras mentes y estructuras.

Y muchas otras realidades podríamos nombrar en las que la esperanza cristiana ha de hacerse presente. Porque cuando en la primera carta de Pedro se nos dice: “Estén siempre preparados a responder a todo el que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen” (3,15), nos están diciendo que demos testimonio con nuestras obras -es lo que pueden ver las personas que no creen- de que nuestra esperanza está puesta en el Dios de la vida, cuya promesa sigue actual y se va realizando en cada uno de los compromisos que emprendemos, en cada una de las obras que llevamos a cabo. Que este 2020 sea un año de avivar la esperanza cristiana y, como decía un santo de nuestro tiempo, Pedro Poveda, “Las obras sí, ellas son las que dan testimonio de nosotros y las que dicen con elocuencia incomparable lo que somos”.