lunes, 24 de junio de 2019


TRABAJAR DESDE DENTRO SIN BUSCAR PROTAGONISMO

En América Latina estamos en un momento complejo pero a la vez desafiante para la vida cristiana. Por una parte, se encuentran personas y grupos que profesan su fe cristiana con vitalidad y compromiso. Pero, por otra, la apatía y el desinterés crecen y muchos viven alejados de toda referencia trascendente. Para ser más exactos, no se da una militancia atea fuerte, como en otros tiempos, pero sí se vive una distancia de la institución eclesial. Esto último no se da sólo en el nivel individual. También se nota en lo estructural. Las legislaciones de muchos países comienzan a apoyar realidades contrarias a algunos de los principios cristianos que han estructurado la sociedad a lo largo de tanto tiempo.

Ante esta situación surge la tensión entre los que piensan que la tradición católica del continente es fuerte y no hay nada que temer y los que piensan que dicha tradición es cosa del pasado y estamos en un nuevo momento. ¿Quién tiene la razón? Con seguridad las dos posturas se aproximan a la verdad pero ninguna la tiene totalmente. Coexisten las dos realidades y hay que atender a ellas sin miedos y sin negar la posición contraria.

Lo más sensato es pensar que realmente esa tradición cristiana nos constituye. Eso no se puede negar. Pero al mismo tiempo hay que aceptar que sí esta tradición no se llena de vitalidad y de sentido para los tiempos actuales, no podrá contribuir a la construcción de la sociedad.

Nuestras parroquias pueden estar todavía “llenas” pero la edad promedio de los asistentes es muy elevada. Muchos niños aún hacen la Primera Comunión pero cada vez es más difícil tener grupos juveniles. Un buen número de personas colaboran en la vida parroquial pero se está muy distante de una vivencia comunitaria fuerte. Y, así podríamos enumerar otras realidades que muestran que se decrece en número y en capacidad de influir en la vida social.

¿Qué líneas de trabajo se deben señalar, entonces, para afrontar éstas y tantas otras situaciones que afectan la vivencia católica de nuestros pueblos? No basta continuar cuidando y cultivando lo que se tiene. Es necesario actualizar y recrear el evangelio para que responda a cada tiempo presente. Tal vez estamos en un momento adecuado para recuperar la “sencillez” del Reino anunciado por Jesús. Este Reino se parece a una semilla de mostaza que, siendo muy pequeña, al crecer, “sirve para que las aves del cielo se posen en sus ramas” o como la levadura que no se ve pero “fermenta toda la masa” (Mt 13, 31-33). En los dos casos, lo más importante es el servicio que prestan a las realidades donde se insertan más que el tener reconocimiento o prestigio. Nuestra tradición católica no siempre tiene que “aparecer” visiblemente pero siempre puede transformar la realidad “desde dentro” con sencillez y creatividad sin reclamar protagonismos. Difícil tarea para una institución que se ha consolidando a lo largo de los tiempos pero, no imposible, para una iglesia que se deja guiar por el Espíritu y ofrece gratuitamente lo que ha recibido gratis (Mt 10,8).


lunes, 17 de junio de 2019


¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?

Hace unos meses una persona conocida sufrió un grave problema de salud. Todos sus familiares estaban muy preocupados por ella, pero se encontraron con una gran dificultad: aunque todos querían expresarle su solidaridad y apoyo, no podían hacerlo con la espontaneidad y libertad que les hubiera gustado porque, en la familia, habían disgustos, incomprensiones, silencios, alejamientos, actitudes que a ciencia cierta ni se sabía cómo habían comenzado, cómo se habían mantenido tantos años y menos cómo superarlos. Lamentablemente, creo que no los superaron. Simplemente intentaron evitar el encuentro y por otros medios fueron expresándole a la enferma su solidaridad. Pero ese hecho me hizo pensar en el pasaje en el que le dicen a Jesús que su madre y sus hermanos le buscan y Él les responde: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 31-35).

Jesús hablaba de la familia que surge no por lazos de sangre sino por lazos de amor libremente forjados. Y es que, aunque todos somos seres llamados a amar y ser amados, esto no surge por generación espontánea, ni se consigue fácilmente. No es algo “natural” y “fácil” aunque se crea que es así. Por eso se explica que haya muchas madres que no aman a sus hijos y hasta les hacen mal, tantos padres que nunca reconocen a sus hijos ni se ocupan de ellos, sin el menor rastro de remordimiento, tantos hermanos que ante una herencia o ante cualquier dificultad rompen los lazos de fraternidad y sigan sus caminos como si no fueran de la misma familia, tanto abandono de los padres cuando se tornan mayores por parte de sus hijos, tantos resentimientos, rencores, odios, venganzas que no parecen adecuarse al ideal de ser humano al que todos aspiramos.

Lo que acabo de describir no significa que no haya también muchas familias que viven la solidaridad a toda prueba y muchos testimonios de amor incondicional que se extiende de padres a hijos por generaciones. Pero he querido explicitar también toda esa vivencia negativa porque existe más de lo que creemos y casi diría que se siente una “impotencia profunda” porque no hay razones que valgan para doblegar los corazones y al contrario de lo que dice la Carta a los Romanos sobre el amor de Dios -“ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios” (Rom 8, 38-39)-, en muchas familias ni la enfermedad, ni los problemas, ni la muerte, logra unir los corazones que una vez compartieron el mismo horizonte de vida.

La posibilidad de amar y ser amado en este mundo exige nuestra libertad y decisión profunda. Nos pide salir de nosotros mismos para darnos, entregarnos, comprender, aceptar, perdonar, reconocer, dejarnos sorprender por el misterio del otro que no siempre es como quisiéramos que fuera pero que es como sus circunstancias le han permitido ser. Y nos pide también abrirnos a recibir el amor, el perdón, la acogida, el reconocimiento, la valoración, y hasta las críticas y exigencias que los otros nos hacen para establecer lazos “no de sangre” sino de “humanidad” que se nos ofrecen en tantas y variadas experiencias a lo largo de la vida. Y este es el misterio de la fe y la gran alegría que surge del creer en Dios: poder ver en el otro no un enemigo o un rival -por muchas dificultades que se vivan- sino un hijo o una hija del mismo Dios que nos dio la vida y a quien aspiramos encontrar al final de la existencia.

Ojalá supiéramos abrirnos al amor y hacerlo experiencia de vida con los hermanos de sangre y con los amigos, conocidos, compañeros que nos da la vida. Qué triste será llegar al final de la existencia con un corazón lleno de odios y rencores incluso hacia los más cercanos. Por el contrario, que libertad inmensa la de llegar a ese momento y poder decir con San Pablo: “Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia (…) pero el amor nunca acabará” (1 Cor 13, 8) porque, definitivamente, lo único que nos llevaremos al morir será lo que hemos amado y nos hemos dejado amar, lo que hemos perdonado y nos hemos dejado perdonar.



sábado, 8 de junio de 2019


Anunciar a Jesús, guiados por el Espíritu

Después de la resurrección del Señor Jesús, los apóstoles esperaban que Él restaurara el reino de Israel. Pero Jesús les dice que no son esos planes los que Él va a realizar, sino que les enviará el Espíritu Santo para que ellos sean sus testigos en Jerusalén, Judea, Samaria, y hasta los confines de la tierra. Así lo relata el libro de Hechos de los Apóstoles. Más aún, continúa diciendo el texto, que después Jesús sube al cielo y los apóstoles se quedan mirando hacia arriba. Entonces, se aparecen unos ángeles que les dicen ¿qué hacen mirando al cielo? El mismo Jesús que ha subido al cielo, volverá. En realidad, lo que querían decir era que, de una vez por todas, vivieran como resucitados, es decir, se dedicaran al anuncio del reino hasta que Jesús volviera.

Por eso, celebrar la resurrección y alegrarnos porque la vida ha vencido la muerte, solo tiene sentido cuando lo testimoniamos con nuestra propia vida. Jesús resucitado ha de vivir a través nuestro. Ahora nos toca la tarea hasta que él vuelva. Y ¿cuál es la tarea de los que nos sentimos discípulos de Jesús resucitado? Seguir anunciando el reino de Dios con todo lo que este conlleva. El reino de Dios es justicia social, es fraternidad, es inclusión de todos, es paz, es generosidad, es reconciliación, es amor. Todo eso es lo que estamos llamados a vivir para hacer posible la resurrección en nuestra realidad. Cada uno debe pensar cómo puede hacerlo posible en su vida. Y no dudar en dedicarse a hacerlo real. La gracia del espíritu de Jesús no nos faltará para realizar esta tarea. En tiempos como estos, donde hay tanta necesidad de personas dispuestas a transformar la realidad para que el reino de Dios se haga presente, ojalá, Jesús pueda contar con nosotros plenamente.

Si seguimos el relato del libro de Hechos, vemos que después de la ascensión del Señor a los cielos, Jesús cumple su promesa de enviar al Espíritu Santo. Todos estaban reunidos y de repente se oyó un estruendo como de un viento recio que soplaba y llenó toda la casa donde estaban. Se aparecieron, entonces, unas lenguas parecidas al fuego, y se asentaron en la cabeza de los que estaban allí reunidos. De esa manera quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les inspiraba que hablaran. Muchos otros que estaban allí presentes, los escucharon hablar en su propia lengua y se quedaban asombrados. Pero otros se burlaban, creyendo que estaban borrachos.

La experiencia de Pentecostés puede considerarse el impulso definitivo para la expansión de la iglesia. Desde los inicios se constata que es una invitación libre que muchos pueden acoger pero que también muchos otros pueden rechazar. La fe no se impone, sino que se comunica y ha de aceptarse libremente. Gracias a ese momento inicial, hoy podemos palpar como, siglo tras siglo, en medio de muchas luces y sombras, el empuje evangelizador no cesa y la experiencia de ser movido por el Espíritu de Jesús continúa en muchas personas. Es interesante el dato de que cada uno oía a los discípulos hablar en su propia lengua. Significa sin duda, la necesidad de inculturar el mensaje en los diferentes contextos y abrirse a los nuevos desafíos. No es que en el mundo haya menos fe. Tal vez es que no sabemos hablar en el lenguaje actual. Dejemos entonces que el Espíritu nos ayude a reconocer cómo anunciar hoy a Jesucristo confiados en que, así como abrió los corazones de los primeros, hoy también lo sigue haciendo con todos aquellos a los que llega el mensaje que anunciamos.

martes, 4 de junio de 2019


La mies es mucha y los obreros pocos

La misión es inherente a la vocación cristiana. Por eso el despertar vocacional a cualquier estado de vida (laical, religioso o sacerdotal) no puede menos que ir de la mano de un despertar misionero para realizar la tarea encomendada por Jesús: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos” (Mt 28,19).

Todos estamos llamados a reflexionar sobre la dimensión misionera de nuestra vida cristiana y a promover las vocaciones misioneras en todos los lugares y circunstancias en que nos encontremos. Es verdad que la vocación es don de Dios y en ningún momento podemos creernos artífices de la misma. Pero también es verdad que Dios cuenta con cada uno de nosotros para hacerse presente en la vida de los demás y todos somos instrumentos para que su llamada llegue a muchos corazones.

Porque ¿cómo invocarán al Señor sin antes haber creído en Él? Y ¿cómo creerán si no hay quien predique? (Rom 10, 14). En efecto, si no se anuncia el evangelio, si no se promueve la misión, si no se buscan los medios para sostener la vocación misionera no se podrá contar con las fuerzas suficientes para llevar a cabo la tarea evangelizadora de la Iglesia. Como dice la carta a los Romanos “la fe nace de la predicación y la predicación se arraiga en la palabra de Cristo” (10,17), es decir, el anuncio del evangelio está llamado a suscitar (en cierto sentido, porque como ya dijimos la vocación, la fe, es don de Dios) la fe de los destinatarios, a fortalecerla, a hacerla crecer y a que se convierta en un don recibido que fructifica. De esa manera toda persona evangelizada está llamada a convertirse en anunciadora del mismo evangelio que ha recibido. Más aún, el don de la fe, la vocación misionera, crece en la medida que se comparte, se fortalece en la medida que se pone en acto, madura en la medida que se practica y se vive.

La parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) expresa con mucha claridad el dinamismo que la vocación misionera supone. Allí se nos narra que un hombre al partir a tierras lejanas llama a sus servidores y reparte cinco talentos a uno de sus siervos, dos a otro y uno al último, encomendándoles su cuidado. Pero cuando regresa a tomar posesión nuevamente de sus bienes, llama a sus siervos para pedirles cuenta de los talentos recibidos. El que tenía cinco talentos le devuelve diez, el que tenía dos le devuelve cuatro pero el que tenía uno le devuelve el mismo talento explicándole que tuvo miedo porque conoce que su señor es exigente y por eso abrió un hoyo en la tierra para esconder el talento y ahora se lo devuelve. La reacción del amo muestra con claridad en qué consiste la dinámica del reino. A los dos primeros los alaba por su capacidad de fructificar los talentos recibidos pero al que escondió el único talento encomendado, lo reprende con dureza: “siervo malo y flojo” y además le quita el talento, se lo da al que tiene más y lo manda fuera de su vista. 

Pues bien, la vocación cristiana que es a su vez misionera, ha de dar verdaderos frutos. No se puede contentar con llevar una vida organizada, cumplidora del deber, centrada en la legalidad y el rito. Ha de ir más allá. Ha de ponerse en camino para llegar a todos los que no han oído hablar de Cristo. Con su testimonio y su palabra explícita, ha de comunicar la buena noticia de la presencia del Resucitado. Pero sobre todo ha de mantener la vitalidad y audacia de los primeros cristianos. Vitalidad por la fe renovada cada día en la oración, el compartir de bienes y la mesa compartida. Audacia para anunciar un mensaje a contracorriente de las lógicas sociales imperantes, para compartir el evangelio de Jesús que no claudica ante ningún principio que no tome como norma y medida la dignidad del ser humano y los medios adecuados para garantizar la vida de todos los hijos e hijas de Dios.

Por tanto, la vocación misionera nos compromete con el anuncio del evangelio pero también con el sostenimiento y apoyo de nuevas vocaciones misioneras. No hay que ahorrar esfuerzos en esa tarea y todo lo que hagamos resulta poco en comparación con la magnitud de la obra que se nos confía. Revisemos, pues, nuestro compromiso misionero y trabajemos con generosidad para que muchas más personas respondan a este llamado, porque “la mies es mucha y los obreros pocos” (Mt 9,37).