sábado, 29 de diciembre de 2018

CELEBRANDO EL FIN DEL AÑO Y COMENZANDO EL NUEVO

De nuevo nos encontramos celebrando el fin del año y comenzando uno nuevo. Así lo festejamos cada 31 de Diciembre, día que no pasa desapercibido para casi nadie y que implica sentimientos de alegría por lo vivido, de nostalgia por los sucesos negativos, de esperanza porque siempre se puede intentar que las cosas cambien para bien. 

Cronológicamente no hay ningún cambio que permita esa sensación de terminar un año y comenzar otro. Pero psicológicamente si se experimenta un efecto que viene de la celebración externa y que bien aprovechada puede hacer surgir lo mejor de nosotros mismos para iniciar un nuevo comienzo. 

Situándonos en la vida cristiana -que no es otra que la misma vida humana sólo que en ese horizonte del don de la fe que “hace nuevas todas las cosas”, iniciar un año nos puede ayudar a tener buenos propósitos que hagan madurar y hacer más significativa nuestra fe. Disponernos a tener una vida de oración con más constancia y profundidad. Formarnos mejor en la vida de fe para saber dar razón de ella con argumentos sólidos que puedan dialogar con el mundo de hoy. Convencernos de la necesaria articulación entre todo lo que hacemos y la fe que profesamos. Es decir, que la honestidad, la responsabilidad y el bien común sean los rectores de todo nuestro actuar. No hacer dicotomía entre los asuntos de la vida diaria y los espacios destinados a la celebración de la fe. Que en la cotidianidad vivamos la oración y la oración contenga la vida con todos sus desafíos y posibilidades. 

En fin, cada uno sabrá lo que puede proponerse para iniciar un año nuevo que haga más significativa la vida cristiana que profesamos. Pero eso sí que todos busquemos como prioridad “no olvidarnos de los pobres” porque ellos son los preferidos de Dios y si queremos ser cristianos auténticos, no hay un propósito o mandamiento mayor que amar a todos pero, especialmente, a los más necesitados de cada momento porque en ellos habita, de manera preferencial, el Dios a quien amamos y seguimos.

martes, 18 de diciembre de 2018


Navidad: tiempo de anunciar la alegría y la paz

Desde la V Conferencia del Episcopado latinoamericano y caribeño, celebrada en Aparecida, en 2007, la iglesia quiso vivir en actitud de “permanente conversión pastoral” que la sacara de la comodidad y de lo que siempre se hizo así, para “escuchar con atención y discernir ‘lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias’ (Ap 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta (366). De la misma manera quiso “ponerse en estado permanente de misión (…) sin miedo a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas” (551). Por eso animaba a recobrar “el fervor espiritual” y conservar “la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas (552).

Con las mismas ideas, el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii Gaudium nos invita a evangelizar con la alegría que surge de quien se encuentra con Jesús: “La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús (…) quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría e indicar caminos para la marcha de la iglesia en los próximos años” (EG, 1). Y continúa invitando a ser una iglesia en salida misionera, capaz de pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera (EG 15), sin miedo a quedar “accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG 49).

Pues bien, llega el tiempo de adviento y navidad y es un tiempo privilegiado para la misión y para evangelizar poniendo en práctica estas orientaciones. Lo primero es confrontarnos con el hecho mismo de evangelizar. No ir a misión por hacer una tarea más, o porque se volvió una costumbre, sino porque en verdad, la experiencia de vida cristiana que llevamos dentro, se quiere compartir a los demás. Nadie puede dar lo que no tiene. De ahí que también conviene revisar la vitalidad de nuestra propia vida de fe para darnos cuenta si vibramos por el evangelio, si estamos enamorados de Jesús y esa profundidad de vida nos lleva a querer comunicarlo. Es decir, es vital que sea la propia experiencia la que con sencillez y gratuidad llevemos a los demás.

Un segundo paso es ver la metodología. Ésta siempre ha de renovarse. En este punto hay mucha creatividad y nuevos planteamientos, pero no siempre se pone en práctica. Salir de la pastoral de la mera conservación no es fácil porque tanto los misioneros como los destinatarios estamos acostumbrados a lo de siempre y nos cuesta cambiar. Muchas misiones se quedan en lo litúrgico y se olvidan de la dimensión más integral de la evangelización que ha de ocuparse de todas las realidades que vivimos. Por eso hay que cuidar una formación integral que abarque lo afectivo, lo cultural, lo social, lo simbólico, etc.

Y los contenidos -lo más importante- han de ser el anuncio de la “buena noticia” y no el cumplimiento de normas y mandatos como tantas veces se fomenta. Es porque se da un encuentro con Jesucristo que tiene sentido cambiar de vida y no al contrario. Ahora bien, todo esto no ha sido fácil para una conversión pastoral ni para una experiencia de misión. Siguen existiendo muchas misiones cuyo único objetivo es celebrar los sacramentos -muy loable, pero la vida sacramental ha de ser punto de llegada, no de partida- o recriminar a todos los que no viven según las normas de la iglesia. Es decir, parece que la misericordia no existiera y se antepone la norma al amor, la ley a la misericordia.

¿Qué decir en este tiempo de adviento-navidad? Es un tiempo privilegiado para llevar la alegría del Dios que se hace ser humano, compartiendo nuestra historia. El Dios del cielo se hace como uno de nosotros con lo cual comprende absolutamente toda nuestra realidad, la ama y quiere lo mejor para ella. No viene a condenarnos sino a abrirnos caminos de esperanza. Es muy distinto invitar a la gente a descubrir este Dios humano y lleno de amor que llenar la predicación de mandamientos y leyes que ahuyentan de entrada a muchos de los participantes.

También el lugar social en el que Jesús escoge nacer, los más pobres, tiene mucho que decirnos sobre el mensaje que hemos de comunicar. Dios no quiere la pobreza sino su superación y, por eso, nace entre los más pobres para acompañarlos en la transformación de su realidad. Esto corresponde a la dimensión social de la evangelización que es central en el mensaje que anunciamos. Por eso Navidad es tiempo propicio para seguir anunciando el mundo que Dios quiere: un mundo con justicia social, con solidaridad y donde todas las pobrezas puedan ser transformadas.

Para Colombia uno de los aspectos indispensables es la consolidación de la paz. Muchos tropiezos se han ido teniendo en la implementación, pero un cristiano no puede caer en la masa que se deja vencer por las dificultades o que no cree en la paz. Hay que seguir empujándola y apostando por ella. Una misión que ayude a trabajar porque se consoliden los procesos y las actitudes frente a la paz, está en consonancia con el designio divino: “Paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14) como cantaban los ángeles cuando le anunciaban a los pastores que había nacido el Salvador, Cristo el Señor en la ciudad de Belén.

Qué esté tiempo en que celebramos la alegría del Dios hecho ser humano, sea también tiempo misionero donde comuniquemos con el propio testimonio y con las palabras esa alegría que es para todos y que, en Colombia, tiene el nombre concreto del trabajo por la paz.

miércoles, 12 de diciembre de 2018


Navidad: tiempo de afianzar la esperanza y la utopía


Terminamos el año con varias derrotas en el corazón. Una de ellas a nivel de la democracia. Siendo esta un instrumento adecuado para escoger lo que más nos conviene y sentirnos representados en nuestras opciones, la democracia ha sido, en estos últimos tiempos, escenario de profundas polarizaciones evidenciando mentalidades muy opuestas y contradictorias. Comúnmente lo clasificamos como de “izquierda” o de “derecha” (con muchos matices de por medio). Pero lo cierto es que América Latina está dando un giro a la “derecha” que, en otras palabras, significa neoliberalismo a ultranza y pérdida de las conquistas sociales.


Curiosamente la gente de iglesia casi siempre le “teme” a la “izquierda” pero parece no darse cuenta que la “derecha” también implica políticas de muerte que atentan contra los más pobres. Eso es el neoliberalismo, “esa economía que mata” de la que habló el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii Gaudium: “Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil (…) Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’” (No. 53). Hemos visto manifestaciones en contra del aborto -los no nacidos- encabezadas por la jerarquía eclesiástica pero aún no vemos manifestaciones en contra de esta economía que mata y que le roba la vida a los –nacidos-. ¿Cuándo cambiaremos la mentalidad de “derecha” por la mentalidad del “evangelio”, la que se inclina decididamente por los más pobres? 


Y en el país hemos sufrido otras derrotas. La consulta anti corrupción se perdió por muy poco. Y no se ve esperanza de que el congreso asuma algunas de esas propuestas. En realidad ellos no quieren tocar ninguno de sus privilegios. 


A nivel eclesial se hicieron muchos congresos para conmemorar los 50 años de la Conferencia de Medellín. Esa Conferencia fue la puesta en práctica del Vaticano II en nuestro continente y fue un momento de gracia y compromiso con los más pobres. De allí viene la opción preferencial por los pobres y el deseo de una iglesia pobre y para los pobres. Pero pasaron los congresos, se escucharon muy buenas conferencias pero no pareciera que la iglesia –jerarquía y pueblo de Dios- se hubiera movido un ápice hacia esas llamadas fuertes de conversión. Y, por su parte, el Papa sigue haciendo gestos proféticos de apertura eclesial, de cercanía a los pobres, de sencillez y ruptura de los protocolos y estructuras establecidas, pero las iglesias particulares no parecen cambiar en ese sentido. 


Y muchas otras realidades podrían nombrarse en la sociedad y en la iglesia que suenan a derrota, en el sentido de que no se modifican las situaciones. Pero también muchas otras pueden nombrase que engendran esperanza y que muestran que la vida puede más: Una juventud que lucha para que se le den los recursos necesarios para una educación de calidad, una JEP (Justicia especial para la paz) que sigue su tarea a pesar de todos los obstáculos que le ponen por todas partes), una Comisión de la verdad que cree que la reconciliación es posible en este país en la medida que salga a la luz cómo fueron las cosas y lleguemos a comprender lo que realmente nos pasó como sociedad para llegar a tener más de 8.000 víctimas del conflicto armado. Y sería bueno que cada uno piense en todas esas situaciones que engendran esperanza, que mantienen la fe, que mueven al amor para superar toda derrota y seguir apostando por la vida.


Con motivo de la elección del presidente de Brasil se socializó por las redes la “Samba de la utopía” que con su letra invitaba a no bajar los brazos, sino a seguir construyendo la utopía a pesar de esa locura de haber elegido a un candidato ultraderechista y lleno  de actitudes contrarias a la dignidad humana:  “Si el mundo queda pesado yo voy pedir prestada la palabra poesía, si el mundo embrutece yo voy a rezar para que llueva la palabra sabiduría, si el mundo anda para atrás voy a escribir en un poster la palabra rebeldía, si la gente se desanima yo voy a cosechar en un huerto la palabra terquedad, si al final sucede que entra en nuestro patio la palabra tiranía vamos a coger un tambor e ir a la calle para gritar la palabra utopía” (la música es linda y en portugués la letra es mucho más linda, se puede escuchar en la red).


Nuestra utopía cristiana tiene un nombre y una historia y eso es lo que celebramos en la Navidad: “Un Niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. ‘Maravilla de consejero’, ‘Dios fuerte’, ‘Príncipe de la paz’ (Is 9,5). Así expresa el profeta Isaías lo que en el Nuevo Testamento reconoceremos como el “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (Mt 1, 23). Él es nuestra esperanza y la fuerza para no dejarnos vencer por la derrota.


El Niño que nace es alegría para nuestros corazones y fortaleza para luchar por cambiar las situaciones. Él es el Mesías esperado capaz de engendrar en nuestros corazones la libertad y la paz, la audacia y el compromiso, la utopía cristiana de que este mundo está llamado a ser casa para todos y todas.


Dispongámonos a celebrar la Navidad abriendo el corazón a su venida, dejándole que fortalezca nuestras luchas y alimentando la esperanza de que Él tiene la palabra de vida que puede vencer todas nuestras derrotas.  

viernes, 7 de diciembre de 2018

jueves, 29 de noviembre de 2018


La Eucaristía dominical: fuente de renovación y compromiso


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Aunque existen experiencias parroquiales donde la misa constituye una rica vivencia espiritual, a veces es difícil encontrar parroquias donde la celebración dominical anime la fe, la fortalezca, la forme y la comprometa con la realidad actual.



La Eucaristía o “fracción del pan” es “mesa compartida”, “pan que se reparte y comparte”. Pero en muchos momentos, desde la estructura exterior de los templos hasta la vivencia interior de la liturgia, no favorece esa experiencia comunitaria. ¿Cómo formar comunidad en templos tan grandes y construidos para privilegiar el lugar del que preside sin tener en cuenta –algunas veces- la participación del resto de los presentes? Es verdad que esa amplitud responde al número elevado de creyentes. Pero hoy, cuando las cosas van cambiando, se impone pensar nuevamente en todos esos aspectos.



Más importante aún, un tema que ha de “ocuparnos” y “preocuparnos” es la vivencia de la liturgia. La Eucaristía tal y como la celebramos hoy, es el fruto de muchos siglos en los que se ha ido consolidando la riqueza de experiencia que conlleva. Cada parte tiene una riqueza de significado que nos va conduciendo al culmen de la misa: la presencia eucarística y el pan compartido. Pero, en la práctica, es difícil mantener la dinámica de la celebración y el implicarse profundamente en ella. En la liturgia actual el que preside lleva casi todo el protagonismo. Los fieles tienen tan pocas intervenciones, que es fácil caer en la pasividad total. El respeto litúrgico se confunde con el silencio y la oración con la actitud pasiva de los participantes.



No ayuda tampoco ver el enojo del celebrante por el niño que llora, el loco que entra gritando en medio de la celebración o las oraciones que repiten los fieles sin que les corresponda. Ese enojo desdice totalmente de lo que se celebra y del Dios que no está apegado a los ritos cuando de responder a la vida concreta, se trata.



Pero nada más difícil, que “aguantar” las homilías. Estas han de estar al servicio de la Palabra de Dios y no al contrario. ¿Se darán cuenta algunos sacerdotes que sus palabras desvirtúan el texto que acaba de proclamarse y le desvían muchas veces su sentido? Si hay algo que ellos deberían preparar con “temor y temblor” es esa parte de la misa. No pueden enseñar lo que no es palabra de Dios. No pueden “imponer cargas pesadas” cuando le hacen decir al texto lo que éste no dice. Menos proyectar en los fieles lo que tal vez ellos ni saben vivir, ni conocen, ni tienen suficiente formación para decirlo. La homilía no es el centro de la Eucaristía por eso no debería llevar la mayor parte, “breve y sustanciosa” sería suficiente para iluminar la reflexión que todos los fieles han de hacer de la palabra escuchada, sin sustituirla y menos, como ya se dijo, desvirtuarla.



Sin duda hay muchos sacerdotes y fieles laicos que preparan muy a conciencia la celebración dominical haciendo de ese espacio una verdadera fuente de alimento espiritual. Pero también, sin duda, esa celebración ha de renovarse desde dentro. Debe expresar lo que significa y su significado debe vivirse en la cotidianidad. Dios no necesita que se cumpla con el precepto. Nosotros sí necesitamos encontrar en esa celebración una renovación a fondo para seguir viviendo el día a día con el compromiso fraterno de partir y compartir nuestra vida, de entregarnos sin miedos, sin reservas.

domingo, 11 de noviembre de 2018


Audacia misionera y anuncio explícito del evangelio


La misión que Jesús nos confió ha tomado diferentes énfasis según la comprensión que se ha ido teniendo a lo largo de la historia. De entenderla como una tarea que había que realizar y casi obligar a los destinatarios a aceptar el mensaje, hoy, en contextos de libertad y pluralismo religioso, resulta totalmente diferente. Ya no se puede imponer la fe a nadie y menos tener una postura de condena y rechazo a las otras tradiciones religiosas. Pero tampoco se puede caer en el otro extremo: perder la audacia del anuncio y dejar de realizar planes y proyectos pastorales que lleven adelante la dimensión misionera de la iglesia. Tomar esa postura sería no responder al envío de Jesús a los suyos: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícelos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enséñeles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt 28, 19-20).

Entonces, ¿cómo combinar la audacia y el anuncio explícito con el respeto y la libertad religiosa? Ese es uno de los grandes desafíos en estos tiempos y podríamos señalar tres aspectos que pueden ayudar. 

En primer lugar, acoger la gracia de la fe recibida y ofrecerla con esa misma libertad: “gratis lo recibieron, denlo gratis” (Mt 10,8). Cuando uno sabe que no es dueño de lo que anuncia, lo puede comunicar con libertad y generosidad y abierto a todos los cambios que la misma voz de Dios encarnada en la historia vaya marcando. No es una empresa que podemos llevar adelante con nuestras fuerzas. Es el Señor el que siembra la semilla y la hace crecer (Mc 4, 26-29). No son nuestros méritos los que pueden conseguir el éxito. Es su sabiduría la que sabe cómo sembrar, cuándo sembrar, dónde sembrar. Cuenta con nosotros, sin duda, y de ahí el encargo recibido, pero como administradores y no como dueños, como servidores y no como amos. Reconoce el origen de este don y vivirlo como tal, da la libertad suficiente para anunciar sin imponer, para dar sin pedir nada a cambio.

En segundo lugar conviene recordar que todas las instituciones religiosas son mediaciones de un misterio mayor. Ese “misterio” es el amor de Dios que nos desborda y que va mucho más allá de las mediaciones históricas. Si hay algo que Jesús nos pide para anunciar el reino es el trabajo por el ser humano: “sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, echen demonios” (Mt 10, 8). Bien entendido el evangelio, nada de lo anterior se refiere a poderes sobrenaturales o a la sola dimensión interior de las personas. El anuncio del reino realizado por Jesús se concretó en las necesidades históricas de su tiempo, buscando el bienestar de las personas, el reconocimiento de su dignidad, sus derechos fundamentales y el deseo de Dios de ver que sus hijos e hijas desarrollarse integralmente. Por eso el anuncio explícito del evangelio no es sólo una doctrina sino todo un estilo de vida: una praxis de caridad, un compromiso solidario.

Finalmente, el mejor anuncio que se puede dar es el testimonio gozoso de la propia vida. Que se note aquella alegría que da “encontrar el tesoro en el campo” (Mt 13,44). Si las personas ven el gozo y la plenitud de una vida, no se incomodarán al escuchar las razones que mueven esa vida, ni se sentirán fastidiados por una comprensión de mundo que puede no ser la suya pero que ven, hace felices a quienes lo viven. 

La misión sigue siendo actual y necesaria. La misión con los cercanos y la misión “ad gentes”, es decir, el anuncio de Jesús a tantos que nunca han oído hablar de Él. Pero una misión que brota de la propia experiencia de vida y que ofrece con generosidad las propias razones de esa fe. Personas así, no tienen problema de convivir con la pluralidad y la diferencia. Por el contrario, saben recibir las riquezas que los demás tienen –porque de toda realidad se puede aprender algo- y brindar con libertad las propias. Y en un horizonte así vivido, sigue teniendo vigencia la audacia misionera y el anuncio gozoso del evangelio.

miércoles, 31 de octubre de 2018


“Si un miembro sufre, todos sufren con él” (1 Cor 12,26)

Mucho se ha hablado de los escándalos de la Iglesia sobre pederastia. Duele tratar el tema, pero no se puede ser ajeno a él. Hay que asumirlo como parte de esta iglesia que llamada a ser santa -y lo es por su origen divino-, es también pecadora y ha de estar en continua conversión. Pero esto último es lo que falta muchas veces. La iglesia como institución ha conseguido un lugar en la sociedad, un reconocimiento en muchas instancias, una seguridad económica, una organización excepcional y esto le da mucha seguridad en lo que es y en lo que hace. Precisamente, por esto, pensar que puede ser distinta, le cuesta mucho.

El pasado 20 de agosto el Santo Padre escribió una carta al Pueblo de Dios en la que asumía este tema y nos invitaba a que todos lo asumiéramos: “Si un miembro sufre, todos sufren con él”. Así iniciaba la carta y continuaba: “Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse”.

Es verdad que el clero no es el único ni el que más comete abusos con los niños. Primero está el ámbito familiar en el que no cesan de ocurrir cada día mil atropellos contra ellos. Por eso tampoco podemos estigmatizar a la iglesia como la institución que más abusos de ese tipo comete. Pero llegó la hora de reconocer que también los comete y hay que poner medidas eficaces para evitar, siga sucediendo. El Papa Francisco no se ha cansado de repetir “tolerancia cero” y ha tomado algunas medidas: aceptación de la renuncia de varios obispos, el retiro del estado clerical de otros y la disposición para que la justicia civil también investigue. Además, citó a todos los obispos, presidentes de las Conferencias Episcopales del mundo, a una reunión el próximo mes de febrero para hablar del tema.

La carta es supremamente fuerte pero muy verdadera: “Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando en el Vía Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: ¡Cuánta suciedad en la iglesia y, entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”

El Papa nos invita a que “cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación personal exige la conversión personal y comunitaria y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira”. Así mismo aclara que todos los integrantes del pueblo de Dios hemos de cambiar la manera de entender la autoridad en la Iglesia: no puede ser clericalismo, sino servicio. “El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo”.

El Papa se ha referido muchas veces al clericalismo. En su viaje a Colombia cuando les habló a los del CELAM les dijo: “No se puede, por tanto, reducir el Evangelio a un programa al servicio de un gnosticismo de moda, a un proyecto de ascenso social o a una concepción de iglesia como una burocracia que se auto beneficia, como tampoco esta se puede reducir a una organización dirigida, con modernos criterios empresariales, por una casta clerical”. E insistía: “Es un imperativo superar el clericalismo que infantiliza a los laicos y empobrece la identidad de los ministerios ordenados”. Y en muchos otros discursos, a lo largo de sus viajes, ha insistido en lo mismo. El clericalismo convierte al clero en “señores” y no en “servidores”. Les hace creer que ellos son los únicos que saben, los que mejor deciden, los que pueden ordenar y hacer que todo gire según su voluntad. Y lo grave es que los laicos nos hemos acostumbrado a esto y lo favorecemos de muchas maneras. No son todos los obispos, gracias a Dios, ni todos los laicos. Pero, como bien decía el Papa, a todo el pueblo de Dios le compite hacerse cargo de los errores que ha venido cometiendo y buscar la forma de transformarlos.

Un sacerdote amigo que realmente pone en práctica lo de ser un clero “en salida”, capaz de estar “cuerpo a cuerpo” con el pueblo que le es confiado, me compartió una experiencia que vivió hace pocos días. Estaba celebrando la eucaristía y una señora se le acercó al final y le pidió que fuera a su casa para ponerle los santos óleos a su mamá. Al instante se dispuso para ello. Fue tan disponible que la familia le dijo: en una hora volvemos por usted porque no pensábamos que fuera tan rápido y tenemos que arreglar a nuestra mamá. A la hora lo recogieron y tuvieron una sencilla pero cercana celebración. Fue entonces cuando, de repente, una de las hijas, le dijo: Padre, por usted, voy a volver a la Iglesia. La había dejado porque no aguanto la prepotencia del clero. Pero usted, me ha reconciliado con la iglesia.

Este es un hecho puntual. Muchos otros hechos podrían contarse. De este sacerdote yo puedo dar testimonio de su servicio, sencillez y gratuidad. Pero ojalá podamos hablar así de todo el clero y, por supuesto, de todos los que nos llamamos cristianos, porque es a todo el Pueblo de Dios al que se nos pide servir y amar, a todos y en todo.

miércoles, 24 de octubre de 2018




La dimensión comunitaria de la Misión


La misión no es una tarea individual. En realidad, es la comunidad la que evangeliza, la que puede testimoniar el amor de Dios e interpelar a muchos. Y todo esto porque nuestro Dios es, ante todo, un Dios comunidad, un Dios Trinidad, donde la soledad no existe y todo es comunión. Sin embargo, muchas veces nos olvidamos de esta dimensión comunitaria y vivimos una espiritualidad muy individual y de intereses personales. Esto se muestra en ese afán – de algunos- de peticiones por el bienestar personal y en la preocupación por su rectitud moral y el cumplimiento de los preceptos religiosos sin ninguna atención a la cuestión social. Y en esa dialéctica se mueve, muchas veces, la experiencia cristiana.

La misión esta llamada a asumir las distorsiones que pueden darse en la experiencia de fe y a proponer “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2) el anuncio gozoso de la esencia del cristianismo. Porque las distorsiones muchas veces surgen de acomodamiento, de la “domesticación” de lo nuevo frente a lo establecido y a lo que “siempre se ha hecho así”. La misión, por el contrario, desinstala, exige movimiento y audacia, se constituye en un dinamizador que nos saca de nosotros mismos y nos hace ir al encuentro de los demás. 

Pero vayamos por partes. En primer lugar, como ya lo anotamos, es urgente recuperar o, en verdad anunciar, el rostro del Dios cristiano que es Trinidad. Si miramos la vida de Jesús, Jesús nos reveló un Dios Trinidad, comunidad. Por una parte, mostró su filiación total y radical al Padre y su obediencia incondicional a Él. Precisamente su vida histórica nos trasparenta ese amor filial y nos va revelando como es ese Padre: totalmente misericordioso, inigualable en su amor a la humanidad y en su solidaridad con los más pobres. Por esa causa Jesús llega hasta la muerte y acepta la incomprensión de los suyos. Después de su muerte, los discípulos sintieron la fuerza del espíritu de Jesús que los movía a la esperanza y al anuncio, que los sacaba del desánimo y los ponía en el camino de la misión. 

Lo que los evangelistas relatan como “comer con ellos” (Jn 21, 12ss), “entrar al recinto cerrado” para desvelar su presencia (Jn 21, 19ss) o “caminar con ellos” -relatando una vez más los hechos acontecidos para ayudar a discernir lo ocurrido esos días en Jerusalén (Lc 24, 13ss)-, no son más que una expresión profunda del mismo Espíritu de Jesús que sigue haciéndose presente en la vida de la primera comunidad cristiana y les hace salir de sí mismos, abandonar sus seguridades para dedicarse a anunciar “lo que han visto y oído” (Hc 4, 20).

En segundo lugar, el movimiento de Jesús que se gestó después de la Pascua, tiene en esencia ese cariz comunitario. No son los discípulos en individual los que anuncian al Resucitado. Es la fuerza de la comunidad que se reúne en su nombre, parte el pan, se dirige al Padre en oración y no deja que ninguno de entre ellos pase necesidad (Hc 2,44-45). 

Por tanto, la misión nace en el seno de la primera comunidad cristiana y así ha de desarrollarse a través de los siglos. Lo que empezó como ese movimiento de ir “de dos en dos” (Lc 10,1ss), ha ido creciendo a lo largo de la historia en la experiencia de múltiples comunidades que, desde sus carismas específicos, dan testimonio de ese movimiento original de sentirse enviados como comunidad a anunciar el Reino de Dios predicado por Jesús. Lógicamente, la comunidad supone la dimensión personal de cada uno de los sujetos que la conforman –de ahí que el evangelio muestra como Jesús llama a cada uno por su nombre (Mt 10, 2ss)-  porque la comunidad cristiana no es una masa sin identidad ni responsabilidad personal, pero es precisamente, desde esa dimensión personal que se constituye una comunidad donde se comparten significados y valores comunes que son los que mantienen la cohesión del grupo y le comunican ese apuntar en una misma dirección, que para la vida cristiana, son los valores del reino, el seguimiento del Resucitado.

Por todo esto es importante vivir con más fuerza esta dimensión comunitaria de la misión que llevamos entre manos y hacerla más explícita en nuestro compromiso misionero. Interesa mucho el testimonio que se da como comunidad. El amor que se vive entre todos sus miembros. La ayuda verdadera y total que existe entre todas las personas. La capacidad de cambio que el grupo tiene para responder a los desafíos de cada momento histórico, manteniendo así su vitalidad y dinamismo. 

Este es el movimiento que el Obispo de Roma ha suscitado en su Pontificado. Ha cuestionado a la Iglesia por su replegarse en ella misma para defenderse y la ha invitado a ser testimonio de alegría, de libertad, de apertura, de novedad. El Papa no cesa hacer gestos proféticos que dan vida y esperanza al mundo. Su proximidad con los más pobres sale a la luz con mucha frecuencia. Su capacidad para romper el protocolo y responder con espontaneidad a las circunstancias que va viviendo, da a la iglesia todo un cariz de “humanidad” y “cercanía” que nunca deberíamos perder. Pero sobretodo, su llamada insistente a un anuncio gozoso del evangelio, interpela fuertemente a la comunidad eclesial que tantas veces parece anquilosada, triste, sin audacia, ni profetismo.  

Vivamos por tanto la dimensión comunitaria de la misión, renovando nuestras comunidades eclesiales –sean iglesia doméstica, parroquial, diocesana… en fin, allí donde cada uno vive su discipulado misionero, para que muchos puedan decir lo que decían de los primeros cristianos: “Miren como se aman”. Y por este testimonio, la comunidad crezca, se expanda, siga siendo una comunidad evangelizada y evangelizadora que, con audacia, busca llegar “a todos los pueblos…. Hasta los confines de la tierra” (Mt 28, 18-20).
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sábado, 13 de octubre de 2018


San Romero de América ¡ruega por nosotros!

Por fin llega el día de la canonización de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Sabemos que su martirio, ocurrido el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía, fue dejado en la sombra por la porción de Iglesia que, llena de temores y de intereses particulares, no ha sido capaz de acompañar la evangélica articulación -fe y justicia social- y ha estigmatizado todo aquello que pueda parecer de “izquierda”, incluida la teología de la liberación y sus principales representantes.  Es la misma porción de iglesia que hoy se siente “incómoda” con el papa Francisco y no acaba de secundar su mensaje. Tal vez muchos obispos y cristianos de mentalidad más conservadora, estarán presentes en la canonización pero tendrán que hacer un esfuerzo cuando oigan pronunciar el nombre de Romero porque en el pasado lo invisibilizaron y hasta hablaron en su contra, y buscarán justificar su presencia allí, con la canonización de los otros santos, especialmente, la del Papa Pablo VI que no despierta controversia como Romero. De hecho el propio papa Francisco afirmó que Romero fue mártir dos veces: cuando lo asesinaron y cuando sus propios hermanos obispos lo “difamaron, calumniaron y arrojaron tierra sobre su nombre”.

Pero desde su muerte, también una porción de iglesia lo reconoció como santo –sin esperar hasta esta declaración oficial- y no ha dejado de inspirarse en su vida y reconocer su martirio. Personalmente, en los años seguidos a su martirio, aproveché mucho la película de Romero para mis clases de teología, destacando la conversión que Romero vivió cuando se dejó tocar por la suerte de su pueblo y la voz profética que no temió enfrentarse a los poderes de este mundo cuando atacaban a sus hermanos, especialmente, a los más pobres e indefensos. Lamentablemente en las últimas décadas, cada vez llegaban estudiantes más renuentes a su figura y formados, incluso en contra, de este caminar eclesial latinoamericano comprometido con la justicia y la vida digna de los pueblos.

Ahora bien, por fin, San Romero de América estará en los altares y podremos invocarlo con todas las letras para que su vida inspire la nuestra. Y ¡ojala lo hagamos mucho y sin descanso! De nuevo nos enfrentamos a un sistema neoliberal galopante que se arraiga en nuestra América Latina y roba más y más la vida digna para todos. Se fortalece también una visión de “derecha” y hasta “fascista” –como es el caso de Brasil en estos días- que enceguece la razón y revela el “dominador” introyectado que tantas personas parecen tener, dando su voto a candidatos tan alejados de la democracia y de la suerte de los pobres. Para nuestro país ¡qué difícil está siendo apostarlo todo por la paz! Inconcebible que tantos cristianos sean los más renuentes, los que más obstáculos ponen, los que dejan toda sensatez y no son capaces de apostar por políticas más sociales, por ministros más honestos, por una iglesia más comprometida con los más necesitados.

La opción por los pobres y la voz profética frente a todas las injusticias vuelve a primer plano con la canonización de San Romero de América. Las canonizaciones tienen sentido porque los santos y santas son modelos de vida y santidad. Y la santidad siempre ha pasado por la justicia social: -profetas del Antiguo Testamento, El reino anunciado por Jesús, primeras comunidades cristianas y tantos y tantas mártires que han sabido “dar su vida hasta el extremo” (Jn 13, 1)-. Alegrémonos por Romero pero, sobre todo, arriesguémonos a secundar sus pasos en esta historia que vivimos y en esta Iglesia que aún está tan lejos de ser servidora y “pobre y para los pobres”, como lo señaló el Papa Francisco al inicio de su pontificado.

domingo, 7 de octubre de 2018


La tentación del poder


El fenómeno de la continuidad en el poder bien sea por vía de imposición o de reelección ha acompañado la historia de la humanidad. Hoy aparece de nuevo en los presidentes con segundos mandatos y en los que anuncian la continuidad indefinida. También en niveles menores de decisión se constata la misma tradición. Directores, superiores, coordinadores, etc., muchas veces son reelegidos y se hacen excepciones a las reglas establecidas para alargar sus mandatos. Unas veces porque se considera que se ha realizado una buena tarea y ha de continuarse. Otras porque se siente como una especie de traición con la persona que está ejerciendo el poder si no se le elige una vez más. Más de una vez porque parece que no existieran otros candidatos. En definitiva, cualquiera sea la razón, detrás de todo esto se puede vislumbrar la tentación del poder que ataca no solamente a los que lo ejercen sino también a sus seguidores, haciendo igual daño a unos como a los otros.


Por parte de los que pretenden ejercer el poder indefinidamente, aunque de su parte haya buena voluntad y deseo sincero de hacer las cosas bien, el hecho de buscar permanecer en esa posición eternamente los lleva a creerse “indispensables”, “salvadores”, “mesías”. Fácilmente comienzan a reclamar poderes absolutos. Llegan a creerse capaces de resolverlo todo y se sienten con un poder infinito. 


Por parte de los seguidores se da una especie de “ceguera” frente a su líder. Llegan a perder la objetividad y capacidad de crítica. No le ven ningún error y justifican todas sus acciones. Algunas teorías psicológicas afirman que en esos casos se vive un mecanismo de proyección de todo aquello que no somos capaces de realizar y lo compensamos con esa persona en la que depositamos la confianza.


En definitiva, el ejercicio del poder no es fácil y supone un trabajo continuo de desprendimiento y libertad, de reflexión y capacidad de crítica. También supone aceptar que la continuidad indefinida trae abusos del poder y, sin duda, cansancio, rutina, poca visión de las cosas, acomodo, poca creatividad. Por el contrario, el cambio genera nuevas posibilidades que deben explorase. 


El evangelio nos dice: “No se dejen llamar Maestro porque un solo Maestro tienen ustedes y todos ustedes son hermanos (…) Que el más grande de ustedes se haga servidor de los demás. Porque el que se hace grande será rebajado y el que se humilla será engrandecido” (Mt 23, 8-12). Es decir, el texto nos invita a no sentirnos superiores a nadie y a vivir la real fraternidad propia de los hijos e hijas del mismo Padre. ¡Difícil tarea en una sociedad que busca organizaciones y jerarquías de las más variadas formas! Pero una nueva práctica puede ir introduciéndose en este sentido y los cristianos deberíamos propiciarla. Asumir de una vez por todas que el poder del evangelio es servicio y, por tanto, no admite jerarquías, exclusiones, abusos, excesos, apegos o cualquier otra actitud que impida la libertad y generosidad que debe acompañar nuestras acciones. El desafío es vivirlo en lo cotidiano pero también llevarlo a las esferas públicas. ¿Cómo evitar que surjan líderes que se creen casi dioses? ¿Cómo valorar lo bueno que se realiza sin perder la objetividad y la crítica frente a otras acciones? 


América Latina está pasando por un momento difícil a nivel político que no conocemos bien a donde nos conducirá. La corrupción ha atacado a los de derecha y a los de izquierda. Se afianzan los gobiernos de derecha y neoliberales. Se condena “sin pruebas” -pero con gran despliegue mediático de mentiras- a los de izquierda. Las polarizaciones crecen y los pobres aumentan. Hemos de ser muy críticos con el ejercicio del poder para que su esencia sea, como nos propone Jesús, el servicio y el desprendimiento y favoreciendo siempre a los últimos. Tal vez así encontremos alguna salida a este ambiente tan enrarecido.

martes, 2 de octubre de 2018


El Sínodo de Jóvenes: una llamada a la conversión pastoral y misionera



Los jóvenes son el presente y el futuro de la sociedad y de la iglesia. El presente porque los jóvenes hoy ya no son aquellos relegados del espacio de los mayores, sin posibilidad de palabra o decisión. Por el contrario, cada vez se comprende mejor la capacidad que tienen para ser protagonistas, tomar la palabra y actuar en coherencia con lo que piensan. Por supuesto, necesitan seguir madurando y encontrando su camino pero ya son artífices de su propia historia y eso lo debemos reconocer. Son también el futuro porque sus acciones de hoy abren las sendas de lo que será el mañana.


Lamentablemente no es esa la experiencia de todos los jóvenes y, por eso en muchos otros, abunda el cansancio, la falta de oportunidades y, por consiguiente, la pérdida de sentido y, con gran preocupación, se constatan excesos, desvíos, equivocaciones, vidas que parece, van a perder definitivamente el rumbo. De ahí que toda la preocupación que la Iglesia muestra por los jóvenes, ha de ser secundada y apoyada. Eso es lo que tenemos entre manos, en el próximo “Sínodo sobre los Jóvenes” en octubre del presente año.


Este Sínodo corresponde a la XV Asamblea General Ordinaria de los Obispos y se llevará a cabo del 3 al 28 de octubre próximos. Desde el 13 de enero de 2017 comenzó su preparación con el Documento  elaborado para ello y siguieron varias consultas y encuentros concluyendo el pasado 19 de junio con la presentación del “Instrumentum Laboris”. En este documento se propone para la realización del Sínodo, el método del “discernimiento”. Este método estaba ya delineado en la Evangelii Gaudium (n. 51) a partir de tres verbos: “Reconocer”, “Interpretar” y “Elegir”.


Los primeros cinco capítulos del Instrumentum Laboris se refieren al primer verbo: “Reconocer” y en ellos se quiere presentar una iglesia que escucha a los jóvenes y su realidad. Es interesante destacar que en lo que respecta a los desafíos antropológicos y culturales se señalan seis aspectos que la iglesia ha de enfrentar en su compromiso pastoral con los jóvenes: (1) la nueva comprensión del cuerpo, de la afectividad y de la sexualidad; (2) el advenimiento de nuevos paradigmas cognitivos que transmiten un enfoque diferente de la verdad; (3) los efectos antropológicos del mundo digital, que impone una comprensión diferente del tiempo, el espacio y las relaciones humanas; (4) la desilusión institucional generalizada tanto en la esfera civil como eclesial; (5) la parálisis decisional que aprisiona a las generaciones más jóvenes en caminos limitados y limitantes; y (6) la nostalgia y la búsqueda espiritual de los jóvenes.


Los siguientes cuatro capítulos se refieren al “Interpretar” y se centran en la interpretación de la fe y el discernimiento vocacional. Se reconoce el don de la juventud y la vocación que se despierta en esa etapa de la vida. También la necesidad de un sólido acompañamiento. Precisamente por eso, el discernimiento es indispensable. El discernimiento se presenta como una posibilidad de leer los acontecimientos de la vida, los signos de los tiempos y la llamada de Dios en la historia, para responder a ella. La conciencia personal se erige como último juez y palabra decisiva de cada persona.


Los últimos cuatro capítulos referidos al “Elegir” señalan los caminos de conversión pastoral y misionera que urgen en la iglesia. No sólo los jóvenes se alejan de la iglesia sino que la iglesia se aleja de los jóvenes. Aquí se entiende con fuerza el llamado del Papa Francisco a una “Iglesia en salida”. Definitivamente hay que salir hacia el mundo juvenil, asumirlo y hacerlo partícipe de la misión evangelizadora de la Iglesia. Pasar de hacer pastoral “para los jóvenes” a hacer pastoral “con los jóvenes” (Instrumentum laboris, 199).


Todo lo anterior ilumina profundamente el horizonte de misión Ad gentes al que explícitamente se refiere esta reflexión. Los jóvenes se sienten muy atraídos por la misión cuando está se les presenta como una urgencia de la realidad y una oportunidad para ellos aportar lo mejor de sí mismos. Pero necesitan que se abra el espacio, que se les acompañe adecuadamente y se les invite a discernir cómo incorporar esa dimensión misionera en sus propias vidas. En ellos se ve mucha generosidad cuando encuentran testimonios creíbles y ven personas que han sabido vivir plenamente la dimensión misionera de la vida cristiana. Una Iglesia en salida será mucho más efectiva, cuando muchos jóvenes asuman esa responsabilidad.


Los tres verbos que el documento propone como posibilitadores del discernimiento son muy adecuados y nos conciernen a todos. ¿Hemos asumido realmente en nuestra vida la práctica del discernimiento? Nadie puede dar lo que no tiene y no podemos acompañar a los jóvenes en el discernimiento si nuestra vida no lo tiene como un ejercicio constante. El discernimiento nos abre a las llamadas del presente, nos permite escuchar lo que nos dice la realidad hoy, nos compromete a interpretarla bien pero, sobre todo, nos invita a tomar opciones conscientes y responsables que duren en el tiempo y puedan generar cambios efectivos.


Acompañemos, por tanto, el Sínodo de los jóvenes con nuestra oración pero, también, con nuestro discernimiento sobre el conocimiento del mundo juvenil y la respuesta que damos a sus desafíos actuales. Los cambios no vendrán, principalmente, de las orientaciones que los padres sinodales ofrezcan como conclusión del Sínodo. Vendrán, del movimiento interior que se suscite en todos los miembros de la Iglesia hacia una conversión pastoral y misionera que mire a los jóvenes y quiera caminar con ellos. Es nuestra responsabilidad motivarlos, apoyarlos y darles testimonio de que la vida misionera es inherente al seguimiento de Jesús y ellos están llamados a asumirla en este momento tan privilegiado de sus vidas.




lunes, 24 de septiembre de 2018


Libres como San Pablo para encontrar a Jesús donde menos se espera

La vida de Pablo, “Apóstol de los gentiles” (como se le conoce por dedicarse al anuncio del evangelio fuera de las fronteras de Israel), siempre nos interpela por su testimonio y compromiso con el anuncio de la Buena Nueva.

Sabemos que no conoció personalmente a Jesús y que perseguía a los seguidores del “Camino” –como se les llamaba a los primeros cristianos- (Hc 22, 4) pero que su experiencia de “conversión” fue radical y definitiva. El mismo nos la relata: “Una gran luz que venía del cielo me envolvió y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo respondí: ¿Quién eres Señor? El dijo: Soy Jesús, el Nazareno, a quien tu persigues” (…) Yo le dije: Señor ¿qué debo hacer? Levántate y sigue tu camino a Damasco; allí te dirán lo que debes hacer” (Hc 22, 6-11). Efectivamente, Pablo fue a Damasco y Ananías le dijo lo que debía hacer (Hc 22, 14-15). Y, a partir de ese momento, Pablo dedicó toda su vida a anunciar el evangelio no por iniciativa propia sino con la conciencia de una misión que se le confía y que no puede dejar de realizar (1 Cor 9, 16-17).

Esta breve reseña de la experiencia fundamental de la vida de Pablo nos confronta con nuestra propia experiencia. Nuestra vida cristiana, como la de él, ha de fundarse en ese encuentro personal con el Señor Jesús. No somos cristianos simplemente por una tradición recibida (aunque ésta la posibilita). Es necesario sentirnos llamados por el propio nombre y entender la Buena Noticia que el Señor nos trae. Jesús no le habla de ritos y mandamientos. Pablo era un cumplidor inigualable, “un judío muy entregado al servicio de Dios” (Fp 3,6). Jesús le habla de lo que Pablo no había descubierto: que al perseguir a los cristianos por su “supuesta fidelidad al Dios de Israel”, estaba persiguiendo al mismo Jesús.

Esto no lo deberíamos olvidar nunca en nuestra iglesia. Siempre tendríamos que mantener la apertura suficiente para preguntarnos si aquello que dicen o hacen los demás no tiene mucho de verdad. Si las críticas que hacen a nuestra fe no tienen razón. Una y otra vez se nos olvida que el Espíritu no es posesión exclusiva nuestra sino que El sopla donde quiere y como quiere (Jn 3,8) y que su voz puede venir de las situaciones que a primera vista nos parecen más contrarias y ajenas.

Valdría la pena trabajar por la apertura y libertad de espíritu para escuchar su voz en todas las personas y realidades. No sentirnos tan seguros en aquello que hacemos sino dispuestos a dejarnos interpelar por los demás y enriquecernos con sus puntos de vista. Ofrecer con libertad lo que creemos porque no hemos de hacerlo por una iniciativa personal sino con la conciencia de que sólo somos mediadores de un Dios que siempre es más grande que nuestras comprensiones y criterios. La libertad de Pablo no fue entendida en su tiempo. Hoy tampoco es fácil entenderla. Pero recordar este testimonio nos impulsa a seguir sus pasos para que el evangelio mantenga su libertad y su capacidad de abrirse a los desafíos que cada tiempo trae y a los que hemos de dar una respuesta.



martes, 18 de septiembre de 2018


Liberarse de los apegos para quitar tanto sufrimiento del mundo


Hay mucho sufrimiento en el mundo, muchas circunstancias que causan dolor y que no se pueden evitar como la muerte, la enfermedad o los desastres naturales que llegan de manera repentina e impredecible. Hay otros sufrimientos que provienen de la libertad humana y que, a veces, se pueden evitar o llegar a superarlos, corrigiendo los propios errores o apelando a la conversión de los demás para superar esos conflictos o divisiones. 


Pero hay sufrimientos que son más sutiles, que no se notan tanto y que pueden incluso causar más sufrimiento que todo lo anterior, pero que dependen exclusivamente de nosotros evitarlos. Me refiero a todos los apegos que surgen en el corazón y que no distinguen entre cosas, personas, sentimientos, situaciones, pero que nos atan y esclavizan y nos impiden la felicidad profunda, aquella que “nada ni nadie nos puede quitar” (Jn 16, 22).


Cualquier apego nos hace sufrir inmensamente. No importa si el objeto de este apego es algo grande o pequeño. Si es una persona o una cosa. Si es una situación o un punto de vista. Si es una mentalidad o una tradición. Lo cierto es que los apegos nos atan, nos esclavizan y no hay otra solución más que decidirnos a romper con aquella atadura para poder ser libres. 


A lo largo de todo el evangelio encontramos ese llamado a la libertad y al cambio: “Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres” (Gál 5, 1) Pero, ¿somos conscientes de nuestros apegos? ¿Nos damos cuenta de la cantidad de energías que gastamos inútilmente cuando nos aferramos a cualquier cosa por valiosa que ella parezca? ¿Por qué no somos capaces de dejar que la vida fluya libre de egoísmos y creernos que la verdad triunfa por encima de toda manipulación propia?


No es fácil emprender ese camino. Tenemos muchas justificaciones para defender aquello a lo que estamos apegados. Supone un trabajo serio de reconocimiento del propio corazón y de darle nombre a todo apego para enfrentarlo y liberarnos. Pero no es una tarea imposible. Desde nuestra experiencia creyente con más fuerza hemos de emprender ese camino. Y no sólo por no sufrir personalmente sino por aprender a amar al estilo de Dios mismo. “Ustedes hermanos fueron llamados para gozar de la libertad; no hablo de esa libertad que encubre los deseos de la carne; más bien, háganse esclavos unos de otros por amor” (Gál 5, 13). El amor no tiene nada que ver con el apego, ni la posesión. De nada ni de nadie. Menos de las personas a las que se ama. Y en este punto también hay un camino largo por recorrer para que el amor sea auténticamente libre. Porque el amor no es búsqueda propia. Es ser capaces de reconocer al otro con su diferencia e imprescindible libertad. Aceptar que sea distinto, que se desarrolle según su propia ley y no según nuestros deseos. Respetar que existan otras presencias, otros ideales, otros planteamientos, otros sueños. Dejar que cada uno sea verdaderamente libre y sólo en ese horizonte de verdadero desprendimiento y respeto mutuo amar, servir, entregar, agradecer, compartir y caminar con otros/as.


La libertad se conquista cada día en la medida que nos desprendemos de los apegos. Un corazón libre de apegos es capaz de amar de manera auténtica. Y personas así son las que hacen posible que haya menos sufrimiento en el mundo. 






martes, 11 de septiembre de 2018


TIEMPO PARA CRECER EN EL AMOR


En estos tiempos en que las experiencias espirituales se multiplican y la gente busca con mucho interés “algo” o “alguien” que le ayude a equilibrar su vida, a encontrar sentido, a ser más feliz (muchísima gente está acudiendo a terapias alternativas, a maestros espirituales, a técnicas de relajación), se le plantea a la experiencia cristiana el desafío de mostrar su capacidad de transformar a los seres humanos y de hacerlos mejores personas, de manera que hagan de este mundo un verdadero hogar para todos y todas. 


¿Qué nos pueden aportar los evangelios para nuestra mayor realización? ¿Cómo vivirlos para que den sus mejores frutos? En ellos vemos que Jesús rechaza todo lo que signifique poder, riqueza o manipulación religiosa para actuar en este mundo. Su fuerza es el amor de Dios en su corazón y hacer de ese amor el centro de su vida.


¿Cómo se hace para que Dios sea el centro de nuestra vida? Al menos en la experiencia cristiana, por el misterio de la encarnación, esta realidad es muy concreta: Dios se hace presente en la medida que vemos su imagen en todas las personas y nos acercamos a ellas con el respeto,  comprensión y aceptación como lo haríamos con Dios mismo.


El cristianismo apunta alto cuando de amar a los semejantes se trata: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” (Mc 3, 33) contesta Jesús ante la insistencia de sus familiares que lo buscan cuando él está con la multitud. En otras palabras él está diciendo que para el cristiano, todo ser humano debe ser un hermano y esto con todas las consecuencias. Difícil tarea porque las relaciones -de familia, amistad, compañerismo- son fuertes pero al mismo tiempo son frágiles: los seres humanos somos limitados y nos equivocamos con facilidad. Todos hemos ofendido y herido a otros. Por lo tanto, también a todos nos han ofendido. El cristiano está llamado no a NO cometer errores en las relaciones, pero SI a tener la humildad suficiente para pedir disculpas o para perdonar todas las veces que sea necesario. Para ser capaces de perdonar es necesario hacernos la pregunta ¿Quién puede decir que no ha ofendido a los demás? Responder con sinceridad nos orienta a reconocer, como dice el evangelio, que muchas veces nos convertimos en jueces de “la paja del vecino sin percibir la viga que tenemos en nuestro propio ojo” (Mt 7, 3). Las justificaciones nos sobran a la hora de excusar nuestros errores pero no encontramos razones cuando de perdonar a los otros se trata. Así se destruyen familias, se dejan de hablar los hermanos, se rompen las amistades, todo esto por no aceptar que efectivamente se cometió un error pero que también todos tenemos derecho a corregirlo y comenzar de nuevo. Sorprende ver como los seguidores de otras experiencias espirituales buscan la armonía con el cosmos, con los animales, con los demás. Sería absurdo que los cristianos no fuéramos pioneros en esas actitudes. Para nosotros no es sólo buscar la armonía. Es el encuentro con Dios mismo lo que esta en juego. 


Muchos propósitos se podrían hacer pero tal vez basta escuchar el querer de Dios y entusiasmarnos por realizarlo: El sólo quiere “que practiques la justicia, que SEPAS AMAR y te portes humildemente con tu Dios” (Mi 6, 8).

martes, 4 de septiembre de 2018


Los jóvenes y la misión: Hacia la JMJ 2019

Todos sabemos de la fuerza de los jóvenes cuando se entusiasman por algo. No hay quien los detenga y se entregan con alma y corazón en aquello que se proponen. Esto lo vivimos a nivel social y a nivel eclesial. En el primer caso, hechos recientes del país nos lo muestran. Cuando se perdió el plebiscito, un buen grupo de jóvenes universitarios acampó en la plaza de Bolívar hasta que se dio una salida a esa situación. Lo mismo se ha podido constatar en las pasadas elecciones. Muchos jóvenes militaron activamente en política y soñaron con un cambio frente a la política tradicional. De igual manera así se vive en las muchas experiencias de misión que desde diferentes ambientes (educativos, parroquiales, pastorales, etc.) se proponen en las épocas de vacaciones. Los jóvenes invierten su tiempo y sus fuerzas para estar con los más pobres y no vuelven igual después de esas experiencias.

Lamentablemente, lo anterior no es la experiencia de todos los jóvenes y, por eso en muchos otros, abunda el cansancio, la falta de oportunidades y, por consiguiente, falta de sentido, y con gran preocupación se constatan excesos, desvíos, equivocaciones, vidas que parece, van a perder definitivamente su rumbo. De ahí que toda la preocupación que la Iglesia muestra por los jóvenes ha de ser secundada y apoyada. Eso es lo que tenemos entre manos, tanto la próxima Jornada Mundial de la Juventud en enero de 2019 en Panamá, como el sínodo sobre los jóvenes en octubre de este año (De este último nos ocuparemos en otro momento).

Las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) han sido, todas ellas, experiencias extraordinarias. Los jóvenes que participan quedan realmente marcados para toda su vida. Pensando en esto, el Papa Francisco dedicó el mensaje del 25 de marzo pasado a motivar las jornadas mundiales diocesanas que preparan la JMJ de 2019. El mensaje se centró en la figura de María y en las palabras que el ángel le dirigió en el momento de la anunciación: “No temas María porque has encontrado gracia ante Dios” (Lc 1,30).

A partir de esas palabras, el Papa pretende despertar en los jóvenes lo mejor de sus energías. Parte del “no temas”. Contrario a lo que tantas veces decimos a los jóvenes de que no se arriesguen porque son demasiado jóvenes, el Papa muestra como las palabras del ángel apuntan a que nadie se quede corto en sus sueños. Es verdad que hay temores sobre la propia vida y el futuro que nos espera pero, cuando esta se ve como llamada del Señor a hacer con ella lo mejor, no hay porque temer sino, por el contrario, arriesgarse, lanzarse, abrir nuevos caminos, confiar que si el Señor suscita altos ideales en la vida, Él no dejará de dar su gracia para conseguirlos.

Ahora bien, todo gran paso necesita “discernimiento” para identificar los miedos y abrirnos a la vida, afrontando con serenidad los desafíos que nos presenta. Pero el discernimiento no se queda en este nivel de madurez humana sino que se abre a la llamada de Dios que siempre nos transciende y nos empuja a realizar lo que nunca imaginábamos que haríamos. La juventud es una etapa privilegiada para oír la voz de Dios y secundar sus palabras. Confiar en ellas y hacer de la propia vida un don para el mundo. No se refiere esta llamada exclusivamente a la vocación religiosa y sacerdotal. Por el contrario, es la llamada a la vida cristiana que alcanza a toda persona y que la hace centrar su existencia en lo único absoluto: Dios mismo y para lo único necesario: el amor total y generoso hacia todos los demás en armonía con la creación.

La llamada del Señor a la vida cristiana es una llamada personal -por nuestro nombre- y no porque tengamos méritos propios sino porque Dios nos ama a cada uno como somos y tiene un designio maravilloso sobre nuestra vida. Esta certeza no elimina las dificultades que se nos presentan pero si da la fuerza para superarlas y la certeza de que el primer interesado por nuestra felicidad es Dios mismo.

La vocación cristiana nos compromete con el aquí y ahora de la realidad en la que estamos y en el seno de una “Iglesia en salida” nos invita a traspasar fronteras para anunciar la gracia recibida a todos los confines de la tierra. Por esto la vida cristiana es misión y nadie más que los jóvenes están llamados a cultivar ese dinamismo misionero en sus propias vidas.

Caminar hacia la JMJ del próximo año en Panamá es una oportunidad privilegiada para acompañar a los jóvenes en el descubrimiento de su propia vocación con la mirada amplia y generosa que Dios regala. Ellos necesitan testigos y nosotros debemos serlo. Necesitan apoyo y la iglesia ha de saber dárselo siempre. Pero sobre todo necesitan que no se ahoguen sus sueños, su generosidad, su deseo de servir a los otros y su empuje por transformar el mundo en que viven. Por eso el Papa termina su mensaje con unas palabras llenas de fuerza para los jóvenes: “el Señor, la Iglesia, el mundo, esperan también su respuesta a esa llamada única que cada uno recibe en esta vida. A medida que se aproxima la JMJ de Panamá, los invito a prepararse para nuestra cita con la alegría y el entusiasmo de quien quiere ser partícipe de una gran aventura”. La JMJ es para los valientes, no para jóvenes que sólo buscan comodidad y que retroceden ante las dificultades. ¿Aceptan el desafío?”

miércoles, 29 de agosto de 2018


Congreso Eclesial: Profecía, comunión y participación



La II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, celebrada en la ciudad de Medellín (1968) constituyó la puesta en marcha de Vaticano II en estas tierras. Esa conferencia marcó un nuevo rumbo para la Iglesia del continente porque respondió, desde la fe, a la realidad de pobreza e injusticia estructural y delineó una Iglesia pobre, profética y misionera. 



Por ese motivo este año se han celebrado varios simposios y congresos y otros seguirán celebrándose, en lo que resta del año. Pero quiero referirme a uno que, por quienes lo convocaron y en el lugar que se hizo, resulta especialmente significativo. Fue precisamente el CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano), es decir, el mismo organismo que realizó la II Conferencia de Medellín, y se llevó a cabo en el Seminario Mayor de Medellín, lugar donde hace 50 años se dio ese “paso del Espíritu”. El congreso se realizó del 23 al 26 de Agosto con el título “Congreso Eclesial: Profecía, comunión y participación”. También lo convocaron, la CLAR (Confederación Latinoamericana de religiosos/as), Cáritas de América Latina y el Caribe y la Arquidiócesis de Medellín.  


El congreso tuvo ponencias por la mañana y trabajos en grupo por la tarde. Estos grupos (Comunidades de vida y aprendizaje) profundizaron en los mismos temas de la Conferencia de Medellín, añadiendo otros desafíos: Justicia/paz/reconciliación, Familia, Educación, Juventud, Pastoral popular/religiosidad popular, Pastoral de Élites/Pastoral Urbana, Catequesis, Liturgia, Pueblos indígenas/afroamericanos, Protagonismo de los laicos, Sacerdotes, Vida consagrada, Formación del clero, La iglesia y los pobres, Pastoral de conjunto, Medios de comunicación social, La mujer en la Iglesia, ecología integral/cuidado de la creación, Formación de discípulos misioneros/vocaciones en la Iglesia, Comunidades eclesiales de Base/pequeñas comunidades, Migración /refugio/trata de personas y Animación Bíblica de la pastoral. Además se compartió la oración y Eucaristía diaria, junto con algunos momentos festivos. Participaron más de 500 personas.

Se inició con la presentación del libro “Obispos de la Patria Grande: Pastores, profetas y mártires”, obra colectiva compilada por la Dra. Ana María Bidegain y publicada por el CELAM en el que se recogió la vida de 21 obispos que “tuvieron una particular experiencia de lo que se reflexionó hace 50 años en Medellín y luego lo hicieron vida en su trabajo pastoral”. El Presidente del CELAM, Mons. Rubén Salazar, resumió el significado de la vida de estos profetas de la Patria Grande, señalando que se constituían en marco para la conmemoración de los 50 años de Medellín: “21 pastores que supieron realizar en la historia el proyecto salvífico de Dios, 21 profetas que hicieron resonar la voz de los sin voz, 21 mártires que con su vida dieron testimonio del amor misericordioso de Dios (…). Dios quiere para América Latina y el Caribe, más allá de las dificultades que enfrentamos, una iglesia en salida misionera, pobre y para los pobres, en conversión permanente, en diálogo con el mundo. Una Iglesia donde lo que acabo de decir no sea un simple slogan, una frase de cajón o un sueño romántico. Él quiere darnos la oportunidad, en los 50 años de Medellín, de soñar una iglesia distinta, más fiel a sus orígenes, más coherente con su misión, más evangelizada y evangelizadora”.


Precisamente esas palabras se profundizaron en las distintas ponencias y trabajos en grupo. El segundo día, acorde con el método latinoamericano del “Ver-Juzgar-Actuar”, se “vio” la realidad social, política, económica, cultural y ecológica de América Latina, sus retrocesos, avances y nuevos escenarios con relación a hace 50 años. Los panelistas, Dr. Juan Luis Hernández, P. Francisco de Roux, S.J. y Mons. José Luis Azuaje, ofrecieron una visión de la injusticia que todavía golpea al continente y que no puede dejarnos tranquilos. Este día también, la Dra. Yolanda Valero, P. Guillermo Campuzano, CM y Card. Pedro Barreto, S.J., presentaron la realidad socio religiosa y pastoral de América Latina.


El tercer día, destinado al “Juzgar”, Pedro Trigo, S.J., habló sobre los fundamentos bíblico-teológicos de Medellín y la Dra. María Clara Bingemer hizo una valoración pastoral del Documento de Medellín a la luz del Magisterio del Papa Francisco. En un segundo momento, correspondiente al paso del “Actuar”, la H. María Cristiana Robaina, STJ, H. Alonso Murad, FMS y P. Augusto Zampini, trazaron las perspectivas de futuro para la Iglesia Latinoamericana. El último día, la Hna. Mercedes Casas, hizo una relectura de Medellín en una iglesia misionera, pobre con los pobres. También se presentaron las líneas de acción que los grupos de trabajo propusieron para el futuro eclesial.


Imposible mostrar aquí los contenidos de todo lo que se habló, discutió y propuso para la Iglesia del Continente (en la página del CELAM, se encuentran las ponencias). Pero sí se puede afirmar que, en líneas generales, las opciones de Medellín se volvieron a reafirmar no sin reconocer que esta manera de ser Iglesia ha sido perseguida, calumniada y hasta suprimida en los mismos ambientes eclesiales. Sin embargo, el Espíritu que no deja de soplar, vuelve a través del Magisterio del Papa Francisco a conectar con esa inspiración de Medellín y nos lanza al desafío de responder a los signos de los tiempos, respuesta que exige profecía, audacia y mucho amor a los pobres desde una real conversión eclesial. 


Cabe anotar que faltó la presencia de más laicos/as en el congreso. Aún la iglesia parece concentrase en los jerarcas cuando hay eventos convocados por ellos. Y, cuando los convocan los laicos, solo pocos jerarcas acuden. También faltó una liturgia más “Pueblo de Dios” donde todos -Jerarcas, religiosos/as y laicos/as- comparten la mesa común en la que los que presiden no se separan del pueblo sino que están en medio de él (Evangelii Gaudium 31). Pero, por encima de estos aspectos que no son centrales, el congreso fue un espacio de reflexión donde la voz profética de Medellín volvió a escucharse: “Patria Grande, Profetas, mártires, opción por los pobres, signos de los tiempos, conversión eclesial, iglesia pobre y para los pobres, protagonismo de los laicos/as, la mujer en la iglesia, pueblos originarios y afroamericanos, conversión ecológica, ecumenismo y diálogo interreligioso, etc.”. Todas estas palabras hablan mucho del gran significado de Medellín. Pero aquí cabe decir: “el que pueda entender, que entienda” (Mt 19,12; Ap 2,7). Esperemos que se acoja la voz del Espíritu y una Iglesia según el querer de Dios sea realidad en nuestro Continente.