“Si un miembro sufre, todos sufren con él” (1 Cor
12,26)
Mucho se ha
hablado de los escándalos de la Iglesia sobre pederastia. Duele tratar el tema,
pero no se puede ser ajeno a él. Hay que asumirlo como parte de esta iglesia
que llamada a ser santa -y lo es por su origen divino-, es también pecadora y
ha de estar en continua conversión. Pero esto último es lo que falta muchas
veces. La iglesia como institución ha conseguido un lugar en la sociedad, un
reconocimiento en muchas instancias, una seguridad económica, una organización
excepcional y esto le da mucha seguridad en lo que es y en lo que hace. Precisamente,
por esto, pensar que puede ser distinta, le cuesta mucho.
El pasado 20 de
agosto el Santo Padre escribió una carta al Pueblo de Dios en la que asumía
este tema y nos invitaba a que todos lo asumiéramos: “Si un miembro sufre,
todos sufren con él”. Así iniciaba la carta y continuaba: “Mirando hacia el
pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar
el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga
para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se
repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse”.
Es verdad que el
clero no es el único ni el que más comete abusos con los niños. Primero está el
ámbito familiar en el que no cesan de ocurrir cada día mil atropellos contra
ellos. Por eso tampoco podemos estigmatizar a la iglesia como la institución
que más abusos de ese tipo comete. Pero llegó la hora de reconocer que también
los comete y hay que poner medidas eficaces para evitar, siga sucediendo. El
Papa Francisco no se ha cansado de repetir “tolerancia cero” y ha tomado
algunas medidas: aceptación de la renuncia de varios obispos, el retiro del
estado clerical de otros y la disposición para que la justicia civil también
investigue. Además, citó a todos los obispos, presidentes de las Conferencias
Episcopales del mundo, a una reunión el próximo mes de febrero para hablar del tema.
La carta es supremamente
fuerte pero muy verdadera: “Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad
eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no
actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba
causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago
mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando en el Vía Crucis
escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas
víctimas y, clamando, decía: ¡Cuánta suciedad en la iglesia y, entre los que,
por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”
El Papa nos
invita a que “cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la
transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación personal
exige la conversión personal y comunitaria y nos lleva a mirar en la misma
dirección que el Señor mira”. Así mismo aclara que todos los integrantes del
pueblo de Dios hemos de cambiar la manera de entender la autoridad en la
Iglesia: no puede ser clericalismo, sino servicio. “El clericalismo, favorecido
sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el
cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy
denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de
clericalismo”.
El Papa se ha
referido muchas veces al clericalismo. En su viaje a Colombia cuando les habló
a los del CELAM les dijo: “No se puede, por tanto, reducir el Evangelio a un
programa al servicio de un gnosticismo de moda, a un proyecto de ascenso social
o a una concepción de iglesia como una burocracia que se auto beneficia, como
tampoco esta se puede reducir a una organización dirigida, con modernos
criterios empresariales, por una casta clerical”. E insistía: “Es un imperativo
superar el clericalismo que infantiliza a los laicos y empobrece la identidad
de los ministerios ordenados”. Y en muchos otros discursos, a lo largo de sus
viajes, ha insistido en lo mismo. El clericalismo convierte al clero en
“señores” y no en “servidores”. Les hace creer que ellos son los únicos que
saben, los que mejor deciden, los que pueden ordenar y hacer que todo gire
según su voluntad. Y lo grave es que los laicos nos hemos acostumbrado a esto y
lo favorecemos de muchas maneras. No son todos los obispos, gracias a Dios, ni
todos los laicos. Pero, como bien decía el Papa, a todo el pueblo de Dios le
compite hacerse cargo de los errores que ha venido cometiendo y buscar la forma
de transformarlos.
Un sacerdote
amigo que realmente pone en práctica lo de ser un clero “en salida”, capaz de
estar “cuerpo a cuerpo” con el pueblo que le es confiado, me compartió una
experiencia que vivió hace pocos días. Estaba celebrando la eucaristía y una
señora se le acercó al final y le pidió que fuera a su casa para ponerle los
santos óleos a su mamá. Al instante se dispuso para ello. Fue tan disponible
que la familia le dijo: en una hora volvemos por usted porque no pensábamos que
fuera tan rápido y tenemos que arreglar a nuestra mamá. A la hora lo recogieron
y tuvieron una sencilla pero cercana celebración. Fue entonces cuando, de
repente, una de las hijas, le dijo: Padre, por usted, voy a volver a la
Iglesia. La había dejado porque no aguanto la prepotencia del clero. Pero
usted, me ha reconciliado con la iglesia.
Este es un hecho
puntual. Muchos otros hechos podrían contarse. De este sacerdote yo puedo dar
testimonio de su servicio, sencillez y gratuidad. Pero ojalá podamos hablar así
de todo el clero y, por supuesto, de todos los que nos llamamos cristianos,
porque es a todo el Pueblo de Dios al que se nos pide servir y amar, a todos y
en todo.
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