jueves, 29 de noviembre de 2018


La Eucaristía dominical: fuente de renovación y compromiso


Resultado de imagen para celebracion eucaristica


Aunque existen experiencias parroquiales donde la misa constituye una rica vivencia espiritual, a veces es difícil encontrar parroquias donde la celebración dominical anime la fe, la fortalezca, la forme y la comprometa con la realidad actual.



La Eucaristía o “fracción del pan” es “mesa compartida”, “pan que se reparte y comparte”. Pero en muchos momentos, desde la estructura exterior de los templos hasta la vivencia interior de la liturgia, no favorece esa experiencia comunitaria. ¿Cómo formar comunidad en templos tan grandes y construidos para privilegiar el lugar del que preside sin tener en cuenta –algunas veces- la participación del resto de los presentes? Es verdad que esa amplitud responde al número elevado de creyentes. Pero hoy, cuando las cosas van cambiando, se impone pensar nuevamente en todos esos aspectos.



Más importante aún, un tema que ha de “ocuparnos” y “preocuparnos” es la vivencia de la liturgia. La Eucaristía tal y como la celebramos hoy, es el fruto de muchos siglos en los que se ha ido consolidando la riqueza de experiencia que conlleva. Cada parte tiene una riqueza de significado que nos va conduciendo al culmen de la misa: la presencia eucarística y el pan compartido. Pero, en la práctica, es difícil mantener la dinámica de la celebración y el implicarse profundamente en ella. En la liturgia actual el que preside lleva casi todo el protagonismo. Los fieles tienen tan pocas intervenciones, que es fácil caer en la pasividad total. El respeto litúrgico se confunde con el silencio y la oración con la actitud pasiva de los participantes.



No ayuda tampoco ver el enojo del celebrante por el niño que llora, el loco que entra gritando en medio de la celebración o las oraciones que repiten los fieles sin que les corresponda. Ese enojo desdice totalmente de lo que se celebra y del Dios que no está apegado a los ritos cuando de responder a la vida concreta, se trata.



Pero nada más difícil, que “aguantar” las homilías. Estas han de estar al servicio de la Palabra de Dios y no al contrario. ¿Se darán cuenta algunos sacerdotes que sus palabras desvirtúan el texto que acaba de proclamarse y le desvían muchas veces su sentido? Si hay algo que ellos deberían preparar con “temor y temblor” es esa parte de la misa. No pueden enseñar lo que no es palabra de Dios. No pueden “imponer cargas pesadas” cuando le hacen decir al texto lo que éste no dice. Menos proyectar en los fieles lo que tal vez ellos ni saben vivir, ni conocen, ni tienen suficiente formación para decirlo. La homilía no es el centro de la Eucaristía por eso no debería llevar la mayor parte, “breve y sustanciosa” sería suficiente para iluminar la reflexión que todos los fieles han de hacer de la palabra escuchada, sin sustituirla y menos, como ya se dijo, desvirtuarla.



Sin duda hay muchos sacerdotes y fieles laicos que preparan muy a conciencia la celebración dominical haciendo de ese espacio una verdadera fuente de alimento espiritual. Pero también, sin duda, esa celebración ha de renovarse desde dentro. Debe expresar lo que significa y su significado debe vivirse en la cotidianidad. Dios no necesita que se cumpla con el precepto. Nosotros sí necesitamos encontrar en esa celebración una renovación a fondo para seguir viviendo el día a día con el compromiso fraterno de partir y compartir nuestra vida, de entregarnos sin miedos, sin reservas.

domingo, 11 de noviembre de 2018


Audacia misionera y anuncio explícito del evangelio


La misión que Jesús nos confió ha tomado diferentes énfasis según la comprensión que se ha ido teniendo a lo largo de la historia. De entenderla como una tarea que había que realizar y casi obligar a los destinatarios a aceptar el mensaje, hoy, en contextos de libertad y pluralismo religioso, resulta totalmente diferente. Ya no se puede imponer la fe a nadie y menos tener una postura de condena y rechazo a las otras tradiciones religiosas. Pero tampoco se puede caer en el otro extremo: perder la audacia del anuncio y dejar de realizar planes y proyectos pastorales que lleven adelante la dimensión misionera de la iglesia. Tomar esa postura sería no responder al envío de Jesús a los suyos: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícelos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enséñeles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo” (Mt 28, 19-20).

Entonces, ¿cómo combinar la audacia y el anuncio explícito con el respeto y la libertad religiosa? Ese es uno de los grandes desafíos en estos tiempos y podríamos señalar tres aspectos que pueden ayudar. 

En primer lugar, acoger la gracia de la fe recibida y ofrecerla con esa misma libertad: “gratis lo recibieron, denlo gratis” (Mt 10,8). Cuando uno sabe que no es dueño de lo que anuncia, lo puede comunicar con libertad y generosidad y abierto a todos los cambios que la misma voz de Dios encarnada en la historia vaya marcando. No es una empresa que podemos llevar adelante con nuestras fuerzas. Es el Señor el que siembra la semilla y la hace crecer (Mc 4, 26-29). No son nuestros méritos los que pueden conseguir el éxito. Es su sabiduría la que sabe cómo sembrar, cuándo sembrar, dónde sembrar. Cuenta con nosotros, sin duda, y de ahí el encargo recibido, pero como administradores y no como dueños, como servidores y no como amos. Reconoce el origen de este don y vivirlo como tal, da la libertad suficiente para anunciar sin imponer, para dar sin pedir nada a cambio.

En segundo lugar conviene recordar que todas las instituciones religiosas son mediaciones de un misterio mayor. Ese “misterio” es el amor de Dios que nos desborda y que va mucho más allá de las mediaciones históricas. Si hay algo que Jesús nos pide para anunciar el reino es el trabajo por el ser humano: “sanen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, echen demonios” (Mt 10, 8). Bien entendido el evangelio, nada de lo anterior se refiere a poderes sobrenaturales o a la sola dimensión interior de las personas. El anuncio del reino realizado por Jesús se concretó en las necesidades históricas de su tiempo, buscando el bienestar de las personas, el reconocimiento de su dignidad, sus derechos fundamentales y el deseo de Dios de ver que sus hijos e hijas desarrollarse integralmente. Por eso el anuncio explícito del evangelio no es sólo una doctrina sino todo un estilo de vida: una praxis de caridad, un compromiso solidario.

Finalmente, el mejor anuncio que se puede dar es el testimonio gozoso de la propia vida. Que se note aquella alegría que da “encontrar el tesoro en el campo” (Mt 13,44). Si las personas ven el gozo y la plenitud de una vida, no se incomodarán al escuchar las razones que mueven esa vida, ni se sentirán fastidiados por una comprensión de mundo que puede no ser la suya pero que ven, hace felices a quienes lo viven. 

La misión sigue siendo actual y necesaria. La misión con los cercanos y la misión “ad gentes”, es decir, el anuncio de Jesús a tantos que nunca han oído hablar de Él. Pero una misión que brota de la propia experiencia de vida y que ofrece con generosidad las propias razones de esa fe. Personas así, no tienen problema de convivir con la pluralidad y la diferencia. Por el contrario, saben recibir las riquezas que los demás tienen –porque de toda realidad se puede aprender algo- y brindar con libertad las propias. Y en un horizonte así vivido, sigue teniendo vigencia la audacia misionera y el anuncio gozoso del evangelio.