jueves, 29 de diciembre de 2016

Comenzar un nuevo año ...
Es una oportunidad para abrirnos a nuevos horizontes. No porque el tiempo vaya a cambiar ni porque mágicamente se solucionen los problemas que traíamos. Pero sí, porque el calendario nos ayuda a fortalecer la esperanza y abrirnos a nuevos retos. Más aún cuando hemos celebrado las fiestas navideñas y hemos constatado que nuestra vida no está regida por un destino ciego sino por un amor divino que viene a quedarse con nosotros y a compartir por entero nuestra suerte. Entonces, lo que cambia no son las circunstancias pero si la renovada esperanza de que Dios está de nuestro lado. Comencemos nuevamente nuestras labores profesionales o estudiantiles con una fe despierta, atenta, disponible a dejarnos sorprender por Dios y a fortalecernos con su presencia. Si Él está de nuestro lado, nada puede faltarnos. Si Él nos ofrece su gracia, nada podrá derrumbarnos. Si Él se hace uno de nosotros, todo lo humano se vuelve oportunidad para encontrarlo. Tenemos por tanto, un nuevo año para crecer en nuestra fe y en la confianza en nuestro Dios. Dispongámonos entonces, a emprender nuestras tareas con corazón dispuesto para hacer de este año una experiencia de más entrega, más amor, más comprensión, más solidaridad. Muchas necesidades encontraremos a nuestro lado: no dejemos pasar la oportunidad de salir al encuentro y hacer todo lo que podamos para solucionarlas. Y en todo ello veamos la concreción de nuestra fe, el testimonio de nuestra esperanza. Como bien dice la carta de Santiago, la fe sin obras es muerta. Y las obras de la fe se realizan en el amor concreto y efectivo a nuestros hermanos, especialmente, los más necesitados. Obras de misericordia puntual a quien este en necesidad pero también trabajando por la justicia social y la defensa de los derechos humanos para que nadie quede fuera del plan divino y todos puedan reconocerse como hijos e hijas del mismo Dios Padre.

viernes, 23 de diciembre de 2016


Anunciar el evangelio desde la sencillez del pesebre
“Noche de paz, noche de amor…” Así comienza este bello villancico, entre los muchos que acostumbramos a cantar en Navidad, y que hablan de paz, de alegría, de fraternidad, de esperanza, de amor. Pero ¿cómo hacer realidad todos estos buenos deseos en lo concreto de la historia colombiana, tejida por tanto dolor y envuelta en tantas contradicciones? Este es el desafío para los cristianos –depositarios de un mensaje tan lleno de vida y plenitud para la humanidad-, mensaje que parece no logramos comunicar con la suficiente fuerza a los que nos rodean. 
La sociedad de consumo nos impondrá sus modas y nuestras casas se vestirán con los colores, adornos y luces que el comercio nos ofrece este año. Pero desde nuestra fe ¿qué ofrecemos? ¿qué compartimos? ¿qué estamos dispuestos a comunicar con la fuerza del testimonio? 
Hemos de mirar una y otra vez la escena de Belén para dejarnos impregnar de su significado y hacernos mensajeros del mismo. En Belén no hay ostentación ni opulencia. No están los grandes del mundo, ni se hacen presentes los títulos y jerarquías que dividen la sociedad en diferentes estratos económicos y culturales. En Belén no hay honores ni poderes. Por el contrario, en Belén todo es sencillez, simplicidad, desprendimiento, naturalidad, paz. El Niño Jesús nace en un pesebre (Lc 2,7) y son los pastores, sin ningún protagonismo en la sociedad de ese tiempo, los que reciben el anuncio y se disponen a ir hasta aquel lugar para conocer al Niño (Lc 2,15). Y en ese ambiente tan sencillo y desconocido para tantos, se hace presente el Salvador del mundo (Lc 2,11) y esa Buena Noticia se ofrece a quien quiera escucharla.
Nuestra vida tiene, por tanto, el desafío de situarse en un ambiente de sencillez y naturalidad. Y desde allí anunciar aquello que se nos ha confiado. No será por imposición o con las estrategias del mundo como podremos comunicar el mensaje de salvación que el Niño de Belén nos trae. Será con un verdadero testimonio de desprendimiento y libertad como la presencia de Dios podrá llenar los ambientes que frecuentamos. Y será sobre todo yendo a los pobres, los últimos de la sociedad, los que no son tenidos en cuenta por nadie, como la Buena Noticia se hará fecunda en nuestro mundo. 
No es que la iglesia tenga que dejar de hacer su apostolado con la clase rica o clase media pero no será allí donde el evangelio se hará más fecundo. No por acaso Marcos nos relata la historia del joven rico que al escuchar la llamada de Jesús y sentir su mirada cariñosa, no fue capaz de seguirlo y “se fue triste porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 17-22). Tantos siglos de educación de las élites por parte de estamentos eclesiales, no parecen haber dado el fruto esperado, según se puede constatar en la organización social promovida por estas élites educadas por la Iglesia. Para hacer posible un mundo fraterno y sororal, con justicia social, donde nadie quiera acaparar más de lo que necesita, se requiere otra escala de valores que no pretenda combinar los intereses personales con el bien común. El evangelio es una oferta osada y radical: poner en el centro de la vida y de las opciones a los más pobres para desde allí generar estructuras de inclusión y de reparto equitativo de todos los bienes.
Navidad nos recuerda todo esto y nos invita a dejar de lado nuestras búsquedas personales para preocuparnos por la justicia social y la paz. Y en Colombia estas son imperativos inaplazables. Sin justicia social no puede haber paz. Por eso buscar otros modelos económicos y romper con lo que “siempre fue así” es una tarea que debemos asumir, aunque sea tan difícil y luego se pague tanto por intentarlo (algunos gobernantes sufren real persecución por sus políticas sociales). Y la paz es tarea de todos pero se necesita que todos la queramos y no pongamos tantos tropiezos, ni busquemos impedirla (como se ha visto recientemente por algunos que siguen creyendo que será con las armas como se consigue la paz).
Dispongamos, entonces, a vivir desde el pesebre de Belén esta Navidad, asumiendo las actitudes que de allí se desprenden, renovando nuestro compromiso con el anuncio de las Buenas Noticias al estilo del evangelio: Dios viene a los más pobres, nos invita a su encuentro desde ellos, nos confía la construcción de la justicia social para que pueda haber inclusión de todos sus hijos e hijas. Sólo entonces, “la paz de Dios, que es mucho mayor de lo que se puede imaginar, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fp 4,7).

lunes, 19 de diciembre de 2016


Un Niño nos ha nacido: “Príncipe de la paz”



Nos acercamos a una época muy bonita: la navidad. Todo se vuelve alegría y fiesta y parece que la gente se llena de amabilidad y simpatía. Mucho depende del ambiente exterior, por supuesto, pero también hay una fe sincera, especialmente, en la gente más sencilla, que disfruta de hacer el pesebre, rezar la novena, adornar su casa y esperar al Niño Dios con esa confianza que solo los pobres saben vivir con tanta autenticidad. Pero esa alegría no será completa en Colombia porque vamos con dos meses de retraso de la oportunidad de haber emprendido el camino hacia la paz. Algunos dirán que no se ha perdido el tiempo porque repensar los Acuerdos de Paz permitirá mejorarlos. Ojala que así sea. Pero lo cierto, es que seguimos urgidos de comenzar un nuevo momento en nuestra historia.
En estas circunstancias, las palabras del profeta Isaías pueden reforzar nuestra esperanza y hacer de esta navidad tiempo propicio para empeñarnos en abrir caminos a la paz, sin descanso, ni tregua. Somos el pueblo que todavía anda en la oscuridad pero que necesita ver esa gran luz que nos trae el Niño Jesús. Un Niño que “ha deshecho la esclavitud que oprimía al pueblo, la opresión que lo afligía, la tiranía a la que estaba sometido” (Is 11, 4). Un niño que nace de nuevo con un solo poder: el de ser “Príncipe de la paz” (Is 9, 5). Pero un principado basado en la “justicia y el derecho” (Is 9,6), capaz de crear “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Is 65, 17) donde “no habrán allí más niños que vivan pocos días o ancianos que no llenen sus días (…) edificarán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán de su fruto (…) disfrutarán del trabajo de sus manos (…) lobo y cordero pacerán juntos, el león comerá paja como el buey y la serpiente se alimentará del polvo, no harán más daño ni prejuicio en todo mi santo monte” (Is 65, 20-25).
No es suficiente afirmar que con invocar a Dios y pedirle por la paz, esta llegará. Con consignas parecidas algunos se escudan del compromiso sociopolítico al que todo cristiano está llamado. Y no porque Dios no sea la fuente y garante de la auténtica paz, sino porque precisamente en el misterio de la encarnación que celebramos en cada navidad –Dios hecho ser humano entre nosotros- el verdadero seguimiento de Jesús no se hace en el ámbito de lo privado, de lo íntimo, de un cierto “espiritualismo”, sino en el ámbito de la historia, la vida, la alegría, la justicia, las relaciones humanas, los proyectos de todo tipo, la vida misma en la que nos jugamos todos los días la veracidad de nuestra fe y el sentido del Dios en quien decimos creer.
El Niño Jesús se hizo ser humano para vivir con todas las consecuencias la historia de su tiempo. No ahorró esfuerzos para compartir la suerte de sus contemporáneos. Se puso del lado de los pobres y mostró con su cercanía y acciones el amor de Dios hacia ellos. Por eso se ganó la cruz y en fidelidad al Dios que anunciaban sus palabras y obras, asumió el desenlace de su vida. Y la última palabra no la tuvo la muerte sino el amor de Dios que levanta a todos los caídos de la historia.
Por esto, la paz en Colombia necesita cristianos comprometidos con la vida, el perdón, la misericordia, la reconciliación, la esperanza en que un nuevo comienzo es posible. Es tiempo de dejar los intereses personales y mirar el bien común, especialmente, el bien de las víctimas directas del conflicto armado. El Niño Dios, Príncipe de la paz, nace para quedarse entre nosotros ¿le sabremos acoger en este presente desafiante que vivimos? ¿seremos como Él verdaderos gestores y artesanos de la paz? ¿cambiaremos nuestra idea de que unos son los malos y otros los buenos para reconocer que en este conflicto todos llevamos mucha responsabilidad? Ojala sepamos responder afirmativamente estas preguntas y en esta navidad comience en Colombia una historia distinta donde la paz sea nuestro empeño y el perdón y la reconciliación el medio para alcanzarla.  

viernes, 9 de diciembre de 2016


Adviento: tiempo de alegría y conversión

Llegó adviento y pronto estaremos celebrando la navidad. Una vez más el misterio de la encarnación se ofrece a nuestra consideración y tendremos la oportunidad de profundizarlo e intentar entender lo que significa. Pero tal vez una vez más el ruido, la fiesta y el consumo desmedido nos van a impedir contemplar esta realidad. ¿Qué significa que el Hijo de Dios se encarne en nuestra historia? ¿qué se haga uno de los nuestros? ¿qué comparta su suerte con los más pobres y excluidos de la tierra? Es importante no desvincular una pregunta de la otra porque Jesús se encarna pero no en una realidad neutra. Escoge un lugar social que tiene mucho que decirnos a todas las generaciones.

El que Jesús nazca entre los pobres es un signo profético a la manera de la profecía de Isaías “Por eso el Señor mismo les dará un signo. Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emmanuel” (Is 7, 14) o el signo que recibieron los pastores “y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre" (Lc 2, 12). Pero estos signos no son acogidos por los contemporáneos y el Dios cercano y comprometido con su pueblo no puede hacer efectivo su reinado en medio de ellos. Y eso sucede tantas veces en nuestra celebración anual de navidad. El Niño del Pesebre sigue allí en tantos pesebres pero no alcanzamos a verlo, no entendemos lo que significa su venida.

Es verdad que la navidad rompe barreras sociales, culturales y religiosas y en nuestro país esos días se convierten en posibilidad de encuentro y celebración. Pero también es verdad que mientras navidad no sea un tiempo de compromiso solidario y ayuda eficaz a los hermanos, no tiene nada que ver con el misterio de nuestra fe. Jesús no necesita que cantemos villancicos ni recemos la novena. Tampoco necesita que hagamos colectas de regalos para los pobres. Somos nosotros los que necesitamos entender que mientras todos no compartamos los bienes de la tierra y no trabajemos por la justicia social, el Niño Dios del Pesebre no habita entre nosotros. Y si Él no habita, las novenas, los villancicos y los regalos que damos, se convierten en tranquilizadores de conciencia que nos alejan cada vez más del Dios vivo y desdicen nuestra fe y testimonio.

Adviento es tiempo de alegría y de conversión. Convertirnos al Niño del Pesebre que nos habla de los pobres de este mundo y nos compromete con ellos. Que nos invita a despojarnos de las cosas que nos atan y esclavizan. Que nos hace recuperar la sencillez que brota del amor hacia todos y de la libertad de los que no se apoyan en los privilegios y honores de este mundo.

En un país como el nuestro que celebra tanto la navidad, no se puede comprender que no haya más conciencia crítica, más justicia social, más solidaridad, más ciudadanía, más honestidad, más fe. Es urgente aprovechar este tiempo de adviento para pedir la gracia de la conversión porque la vitalidad de nuestra fe y la eficacia de la evangelización, se juega en la autenticidad de nuestras celebraciones y en los cambios que efectivamente producen.

lunes, 5 de diciembre de 2016


Comenzando el Adviento

Entramos al tiempo de Adviento, tiempo de preparación gozosa para la celebración del misterio central de nuestra fe: la encarnación del Hijo de Dios.
Como todo tiempo de preparación, hemos de estar atentos, alertas, dispuestos para la llegada de este inicio del año litúrgico. Pero este tiempo tiene una característica propia: es una preparación alegre, confiada, gozosa. Y no es para menos: Dios mismo viene a nuestra historia, se hace pequeño y frágil para entrar a nuestro mundo sin imposiciones ni arrogancias, sino desde lo sencillo, lo escondido, lo que pasa tantas veces desapercibido.
Adviento nos conecta con la esperanza cristiana que fundamenta nuestra vida. Una esperanza no en algo sino en Alguien, en un ser humano como nosotros, Jesús –el Hijo de María- que porque asumió en verdad nuestra condición humana, pudo darnos la vida de Dios, meta de nuestra esperanza.
Ahora bien, ¿cómo vivir este tiempo con fecundidad? Es necesario preparar todas las dimensiones de nuestro ser. Por una parte, la dimensión afectiva. Aprender a acoger con el corazón estos misterios que nos desbordan y que no podemos explicar con la racionalidad, so pena de quedar en un laberinto sin salida. Adviento es tiempo de oración, escucha, atención, acogida, disposición. Tiempo de admirarnos y sorprendernos porque nuestro Dios haya escogido este camino para entrar en nuestra historia. Es momento de agradecimiento porque Dios mismo se ha puesto en camino para salir a nuestro encuentro, para hablar nuestro lenguaje, compartir nuestra precariedad.
Pero también hemos de trabajar la dimensión racional no tanto para buscar explicaciones lógicas –como acabamos de decir-, sino para tener una formación adecuada al discipulado misionero, tan necesaria y urgente para una vivencia de nuestra fe responsable y acorde con los desafíos actuales. Una formación que no sea adoctrinamiento o basada en el principio de autoridad –esto es así porque lo dijo tal o cual autoridad- sino una formación que asume las preguntas de hoy, las reflexiona, las debate y busca caminos de solución. A modo de ejemplo, el cuestionario que se presentó para preparar el Sínodo extraordinario sobre la familia en 2014, es una buena muestra de una fe que quiere darle nombre a los problemas actuales, preguntar directamente por ellos, no evadirlos, sino afrontarlos. Sin duda la Exhortación Apostólica Amoris laetitia recoge algo de esas inquietudes pero, precisamente por eso, este documento está levantando polémica y no hay que tener miedo. Es necesario pensar y avanzar en lo que puede ser distinto.
No menos importante es la dimensión relacional que nos conecta con todos los seres de la creación y nos invita a sentirnos parte de un todo mayor para el que no es ajeno ningún ser creado –animado o inanimado. Esto hoy se llama una mirada holística, más englobante, más integral, más compleja. Formamos parte de un cosmos, nuestra casa común, y todo lo que en él existe está llamado a la salvación en Cristo.
Y en el centro de toda esta preparación, hay que preguntarse por lo más importante del adviento: ¿quién es el Dios que viene? ¿cómo hemos de reconocerlo? ¿dónde podemos encontrarlo? Y ahí es donde nuestra mirada ha de situarse en el lugar donde Jesús nace: en los más pobres, en lo que son excluidos por no adaptarse a lo establecido, en los que la lógica del mundo y aún más, la lógica de las normas cristianas establecidas- no considera valiosos porque no cumplen con los preceptos. El Dios que viene es el del amor incondicional que no está esperando méritos de sus hijos/as. Precisamente él ha decidido venir a los que no los tienen, a los que no los pueden cumplir. Es el Dios que come con pecadores y publicanos (Lc 15, 2) y que no utiliza la fuerza, la cohesión o el miedo para llamarlos al cambio de vida. El amor es la única mediación que emplea y no teme el fracaso que pueda traer consigo. Por eso asume con libertad su muerte y confía en la última palabra que viene de Dios mismo: la muerte no es el fin sino la resurrección del Hijo de Dios. Porque Él ha resucitado, nuestra esperanza sigue firme y no tememos escoger el mismo camino escogido por él para comunicar la Buena Noticia del Reino.  
Vivamos entonces desde el espíritu alegre y confiado la “preparación de los caminos del Señor” (Mt 3,3) para que este año, el Niño Jesús que viene, sea acogido, aceptado y reconocido en tantos pesebres de la historia que lejos de ser estigmatizados o excluidos han de ser incluidos y aceptados, señal del Dios amor que viene y con su presencia transforma todos los corazones y todas las realidades.