martes, 28 de diciembre de 2021

 

¡Feliz Año!

 

Olga Consuelo Vélez

 

Es interesante constatar que lo que nos deseamos al terminar el año, es felicidad para el año que viene. ¡Feliz año! Repetimos una y otra vez y solo deseamos cosas buenas: que haya más éxito, más salud, más alegrías, más paz, nuevas perspectivas y oportunidades. Esto refleja la capacidad humana de seguir apuntando al bien y de que no nos resignamos con el mal y el fracaso, ni con la enfermedad o la muerte -aunque esta covid la haya explicitado tanto-.

Para los creyentes esta apuesta por un tiempo mejor no proviene solo de esa capacidad humana que acabamos de señalar sino también de la confianza puesta en el “Dios de la vida” en quien creemos. Nuestro Dios es el Dios de las Buenas Noticias. Es buena noticia el Dios que salió al encuentro del pueblo de Israel, no porque fueran el pueblo más grande y numeroso sino precisamente por ser un pueblo pequeño e indefenso (Dt 7,7). Es buena noticia el Dios que liberó a su pueblo del poder de los egipcios y les entregó la tierra que mana leche y miel (Ex 3, 8). Es buena noticia el Dios que, a pesar del pecado del pueblo, jamás se apartó de ellos y no revocó su promesa en ningún instante (Jer 31,33). Pero, sobre todo es buena noticia el Dios en quien creemos que se hizo ser humano en Jesús, “un Dios con nosotros” (Mt 1,23), compartiendo así, nuestra condición humana y mostrándonos que, desde la humanidad que sentimos limitada y pequeña, se puede ser un ser humano de la talla de Dios mismo.

Y ¿qué significa ser humano al estilo de Dios? Para eso hay que mirar a Jesús lo que hizo y dijo y si Él, siendo humano, pudo hacerlo, con toda seguridad podemos hacerlo también nosotros.

Si miramos los textos del Nuevo Testamento, vemos a un Jesús a quien describen como aquel que “pasó haciendo el bien” (Hc 10, 38). Una frase muy corta pero muy profunda para describir a Jesús y para invitarnos a ser como Él.

Todos podemos pasar “haciendo el bien”, cuando nos interesa la vida de los otros y no pasamos de largo frente a ellos. Cuando escuchamos su voz, su punto de vista, sus sentimientos, sus dolores y no juzgamos de antemano. Cuando nos disponemos a dar el primer paso para solucionar un problema, aclarar un desacuerdo, reconstruir una relación rota. Cuando nos dejamos tocar por las necesidades de los demás y descubrimos todo lo que somos capaces de dar de nosotros mismos para remediarlas. Cuando tenemos una actitud agradecida frente a todo lo que son los demás y cómo nos enriquecen con sus dones personales. Y así podríamos seguir enumerando tantas maneras de hacer el bien y todo el fruto que esto daría para hacer del próximo año, un año feliz.

Por supuesto no podemos olvidar las actitudes negativas que también salen de nuestro interior y que percibimos en los que nos rodean. Todo aquello que enturbia la posibilidad de hacer el bien. Tantos rencores, envidias, orgullos, y una infinita lista de actitudes que también viven en el corazón humano y con las que tenemos que lidiar a diario. Pero para eso también nos enseño Jesús con su propia vida, la liberación que da el perdonar, la fuerza que da el volver a comenzar de nuevo, la alegría que inunda la vida cuando reconociendo las propias faltas, volvemos a emprender el camino.

Ser humano es estar caminando, con sus avances y retrocesos, con sus logros y fracasos. Pero ser humano creyendo en Jesús -Dios con nosotros- es tener la certeza de que Él nos lleva por verdes prados y aguas que refrescan pero que también no se aparta de nuestro lado cuando pasamos por valles oscuros (Sal 23).

El mensaje cristiano está siendo dejado de lado por muchas personas, especialmente por los jóvenes. No logran encontrar en él una palabra que les atraiga y les convoque. Tal vez se nos ha olvidado mostrar toda la humanidad que encierra, testimoniar que no es un mensaje de normas por cumplir, de pecados por confesar, sino de vida que vivir. Vida de amor, de justicia, de paz, de compromiso, de futuro, de felicidad.

Tal vez hace falta comunicar más las Bienaventuranzas que son el programa del Reino de Dios anunciado por Jesús y cómo ponerlo en práctica. Felices los “pobres de espíritu”, es decir, los que no viven llenos de sí sino que están abiertos a la relación, al otro y, sobre todo a Dios; Felices los mansos o humildes, que según Santa Teresa, son los que viven en verdad; reconociendo sus riquezas y sus limitaciones y por eso saben comprender las riquezas y limitaciones de los otros; Felices los que lloran, es decir, aquellos que se dejan afectar por el dolor del mundo, no lo rehúyen, lo asumen y buscan transformarlo. En fin, podríamos seguir con cada una de las Bienaventuranzas, pero se pueden resumir en felices lo que se arriesgan a vivir desde el amor y asumen todo lo que él implica (1 Cor 13, 4-8).

Queda poco para decir muchas veces ¡Feliz Año! Que llenemos esa palabra “felicidad” del contenido que la vida del Dios hecho ser humano en Jesús nos comunica. Atrevámonos a ser felices de la manera como lo enseñó Jesús. Seguramente así el año que pronto comenzamos será un año mucho más feliz para nosotros y para todos los que nos rodean.

 

miércoles, 22 de diciembre de 2021

 

¿Qué celebrar en esta Navidad?


 

Hace un año, por estas mismas fechas, decíamos que el año de pandemia nos había confrontado con la limitación humana y con todas las carencias que se develaron por esta situación: más pobreza, más violencia intrafamiliar, más incertidumbre, más miedos y tantas otras realidades. Esperábamos que llegará pronto el tiempo de postpandemia y que nuestro mundo fuera mejor. Pero ha pasado otro año y la pandemia no se ha ido.

Algo hemos mejorado, bien sea por las vacunas (aunque su distribución hasta hoy no ha sido equitativa para todos los países) o bien porque se han retomado las actividades ya que no había más alternativa: sin trabajo hay más pobreza y la situación estaba siendo insostenible. Además, los centros educativos han ido retomando sus actividades porque la socialización es indispensable para el desarrollo psicológico de niños y jóvenes y porque la calidad de la educación ha sido muy poca, especialmente para los más pobres, por la falta de conectividad y mediaciones tecnológicas que solo están al alcance de unos pocos.

Desde este panorama nos preguntamos: ¿Qué celebrar en esta Navidad? ¿Qué nos dice el Niño del pesebre? Posiblemente este año haya más reuniones familiares y más encuentros de fe para conmemorar este misterio. Todo dependerá de cómo estén las cosas en ese momento. Pero lo que sigue presente es lo que significa el Jesús Niño “envuelto en pañales y acostado en un pesebre” del que los ángeles dijeron aquel día: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace” (Lc 2, 12-14). El Niño Jesús significa vida, esperanza, alegría, futuro.

Significa ‘vida’ porque el Dios hecho ser humano en Jesús nos habla del valor de la vida de todo ser humano. Esta vida que se impone, a pesar de tanta muerte que hemos palpado en este tiempo de covid, porque cada persona que superó la infección, fue motivo de celebración y de agradecimiento. No queremos la muerte y por eso se ponen las fuerzas en salvar todas las vidas posibles. Y no nos contentamos con la vida, sino que aspiramos a una vida digna, a una vida plena, a una vida feliz. La fe nos empuja, una y otra vez, a no decaer en este esfuerzo por lograrlo.

Significa ‘esperanza’ porque, aunque a veces da la impresión de que nada ha cambiado y no hemos aprendido lo suficiente de este tiempo de pandemia, hay más conciencia de la necesidad de hacer algo para contrarrestar el cambio climático y para garantizar una vida mejor para la humanidad.

Significa “alegría” porque el Niño que nace nos da la certeza de que Dios se ha encarnado en nuestra historia y todo lo que nos pasa, es de su interés. Más aún, hace suyas nuestras necesidades y sufrimientos y nos acompaña para superarlas. No es una alegría ingenua que proviene de afuera por una experiencia agradable sino es la alegría que viene de dentro, fruto de la confianza y de la certeza de la fe.

Significa ‘futuro’ porque con Jesús en nuestra historia se hace posible un nuevo comienzo no solo de los seres humanos sino de la creación: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap 21,5). El libro del Apocalipsis cierra la revelación consignada en la Sagrada Escritura con esa fe firme en el Señor de la historia que cumple su promesa de poner su morada en medio de su pueblo para que se cumpla lo dicho a los israelitas: “ellos serán su pueblo y Él, Dios con ellos, será su Dios” (Ap 21, 3).

Junto a esto que acabamos de señalar está lo que cada uno puede traer a la celebración de esta Navidad. Este tiempo es una buena oportunidad para traer a los pies del niño Jesús lo que nos ha significado este largo tiempo de pandemia. Si los magos llevaron al niño Jesús “oro, incienso y mirra”, como dice el evangelio de Mateo (2,11) y los pastores, como dice el evangelio de Lucas, “que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño (…) fueron y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían” (2, 8.16-18); nosotros podemos llegar con todo lo que ha significado este tiempo. Algunos podrán recordar a sus familiares difuntos. Otros llevarán las secuelas del covid manifestadas en problemas de salud o en dificultades económicas o pérdidas de otro tipo. No faltarán los que llevarán los caminos abiertos en medio de esa dificultad ya que se dio la llamada ‘re-invención’, con la que muchos lograron abrir las puertas que la pandemia cerró. Pero sea lo que cada uno traiga, Navidad es ese lugar sencillo, pobre, donde esta María “guardando todo en el corazón” (Lc 2, 19) y transmitiéndonos la confianza infinita en el amor de Dios que no se va nunca de nuestra vida, sino que se encarna en ella, quedándose definitivamente entre nosotros.

Preparémonos, por tanto, para una celebración de Navidad que brote de lo que somos, vivimos, traemos en el corazón, soñamos para el futuro. Recuperemos esa alegría que caracteriza esta época y que se expresa en los villancicos, la novena, el compartir fraterno, las luces, la decoración, todo aquello que ha acompañado la navidad colombiana y que el año pasado quedo tan relegado por las circunstancias que vivíamos. No podemos perder la ‘prudencia’ que tenemos que seguir teniendo para controlar la pandemia. Pero aprovechemos esta linda fiesta navideña para alimentar profundamente la esperanza y podamos acoger el nuevo año con más fuerza, más amor mutuo, más compromiso con la realidad que vivimos. Alegrémonos, entonces porque el niño Dios nace y ¡se queda definitivamente entre nosotros! (Mt 1, 23)

sábado, 11 de diciembre de 2021

 

Adviento: tiempo de preparación y de esperanza

 

Olga Consuelo Vélez

 

Por segundo año consecutivo estamos celebrando Adviento marcados por la pandemia. Parece que la incertidumbre y la esperanza, de nuevo se dan cita para mostrar que así es la vida humana. En efecto, no dejamos de toparnos con la limitación, el sufrimiento, la enfermedad e incluso la muerte, pero al mismo tiempo, mantenemos la esperanza en un futuro mejor.

Por eso la gente, a pesar de los dolores que trae consigo la pandemia, se prepara para vivir este tiempo. Las casas se han adornado, las calles están llenas de luces, la música navideña comienza a sonar a nuestro alrededor y, ya con menos limitaciones de aforos, hay muchos más encuentros y se planean reuniones para celebrar las fiestas que se acercan.

Es un tiempo que contagia alegría, independiente de sí las personas se dicen creyentes o no. Simplemente se entra en ese ambiente que parece distinto y da la sensación de descanso, de tranquilidad, de que se acaba algo y puede empezar otra cosa nueva.

Para los que tenemos fe, este tiempo de adviento nos anuncia una buena noticia, aunque esta, a veces, se diluye entre tantas luces y fiestas. Conmemoramos el nacimiento de Jesús en quién Dios se ha hecho presente en lo humano. Desde entonces, podemos celebrar que ya Dios no es el misterio lejano y desconocido sino el ser humano cercano y solidario, que comparte todas nuestras alegrías y preocupaciones.

Si nos fijamos en las lecturas bíblicas de estos domingos de adviento, encontramos en ellas la invitación a prepararnos para este acontecimiento. En la figura de Juan el Bautista se nos anuncia que “todos verán la salvación de Dios” (Lc 3, 6) en la medida que se “allanen los senderos, los barrancos se rellenen, las colinas se rebajen, lo tortuoso se haga recto” (Lc 3, 4-5). Es decir, que las situaciones cambien y sean favorables para la humanidad. Al oír la predicación del Bautista, la gente le pregunta: ¿Qué hemos de hacer? (Lc 3, 10) y Él les responde: “El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” (Lc 3, 11) y el texto continúa con las respuestas de Juan el Bautista a los publicanos y a los soldados que también parecen buscar un cambio y quieren saber cómo hacerlo. De esa manera Juan exhorta a sus contemporáneos para que orienten su vida hacia el amor, la solidaridad, el bien común, la ayuda mutua, de manera que sea posible la buena noticia de la salvación que el Niño Dios ofrece.

Dicho de otra manera, el Dios hecho ser humano en Jesús, nos viene a mostrar que la salvación consiste en el bienestar de la humanidad. Su deseo es que a nadie le falte nada para vivir. Pero eso solo se puede hacer si el que tiene más es capaz de compartir con el que tiene menos. Ese sería el sentido de los regalos navideños: repartir todo aquello que somos y tenemos. Lamentablemente los regalos se convirtieron en un acto social, más expresión del consumismo desmedido que de un compartir solidario o signo de un formalismo social de dar para recibir, de dar para quedar bien ante los otros, de dar para mostrar que se tiene poder adquisitivo.

Fuera de la figura de Juan el Bautista, el evangelio del cuarto domingo nos habla de María e Isabel y el encuentro entre ellas. Allí Isabel reconoce que, en ese niño pequeño en el seno de María, se hace carne la salvación ofrecida por Dios y alaba a María porque, gracias a su fe, se hizo posible el cumplimiento de las promesas divinas (Lc 1, 39-45).

De ahí que nuestra preparación en este tiempo de adviento no consiste en obras extraordinarias sino en mirar nuestra cotidianidad y buscar vivirla con las mejores actitudes posibles. Hay tanto bien que podemos hacer. Tantas palabras que podemos corregir, tantas actitudes que podemos mejorar, tanto pasado que podemos perdonar, tantos desencuentros que podemos superar. Adviento nos invita a toparnos con la humanidad de Dios para que nos ayude a vivir la nuestra a todos los niveles: personal y social.

Aprovechar este tiempo para crecer en las relaciones de familia, de amistad, de colegas de estudio o de trabajo, de vecinos, de todos aquellos con los que de alguna manera nos topamos cada día. Pero también aprovechar el tiempo para pensar en un país distinto en el que la vida se garantice para todos y todas. Por eso, la dimensión socio política de la vida humana, no es ajena a la buena noticia de la salvación que el Niño que nace nos anuncia. Hay que atreverse a soñar con que se puede hacer otro tipo de política, otro tipo de economía, otro tipo de sociedad. Supone riesgo y apuesta por el cambio. Pero también revela nuestros miedos y la incapacidad de pensar que las cosas pueden ser distintas. Tal vez el Niño del pesebre nos ayude a creer que de donde parece no puede surgir nada, es posible que se transforme todo. Y que la esperanza que parece más propia de este tiempo, nos siga fortaleciendo para no dejar de creer en la buena noticia del Reino: “el que tiene dos túnicas que las reparte con el que no tiene”.

 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

 

¿Experiencia de sinodalidad en la Asamblea Eclesial de América Latina y El Caribe?

 

Olga Consuelo Vélez

 

Finalizada la Primera Asamblea Eclesial nos preguntamos: ¿Qué se logró en ese evento y que queda de aquí en adelante? Para los que participaron directamente en ella les queda una experiencia positiva de encuentro, esperanza, optimismo, gratitud por haber tenido esa oportunidad de estar en primera fila pensando y soñando con una Iglesia distinta. Así lo expresaron muchos de los participantes y se sienten animados para responder a los doce desafíos pastorales que la Asamblea presentó al final de la misma. Dichos desafíos destacaron la necesidad de reconocer el protagonismo de los jóvenes, de las mujeres, del laicado, de los pueblos originarios y afrodescendientes, escuchar el clamor de los pobres, excluidos, descartados, de las víctimas de las injusticias sociales, dar prioridad a una ecología integral y renovar la experiencia de Iglesia como Pueblo de Dios, erradicando el clericalismo y formando en la sinodalidad a todo el pueblo de Dios.

Pero también el desarrollo de la Asamblea mostró las dificultades de hacer un proceso verdaderamente sinodal. Aunque Francisco afirme que la sinodalidad es la forma de ser y de actuar de la Iglesia en este milenio, más valdría decir que es la forma que debe aprender a vivir porque hace mucho no es esa la praxis eclesial.

Una mirada de conjunto nos permite ver que la preeminencia de lo clerical fue notoria. Casi todos los discursos, ponencias y agradecimientos giraron en torno del clero para el clero. Yo esperaba que se destacará mucho más la presencia de la vida religiosa, del laicado, especialmente de los jóvenes, por supuesto de las mujeres, y que se viera una configuración entre los participantes de mayor pluralidad étnica y cultural. Sí hubo gestos, especialmente en los momentos de oración, que rompieron la hegemonía de lo que siempre se hace. Pero las principales celebraciones no contaron con ninguna novedad: un altar lleno de clérigos y un laicado con las pocas participaciones que le son permitidas en la liturgia tal y como hoy la tenemos.

Pero donde veo que sí se pueden notar avances en la sinodalidad es en aquellas voces que se levantaron a lo largo de la Asamblea para hacer caer en cuenta que algo no estaba funcionando como se esperaba. De lo que tuve conocimiento, la Conferencia de Religiosos/as del Perú, envió una carta a la Asamblea Eclesial demandando una metodología en continuidad con el proceso de escucha: “Súbitamente experimentamos que este proceso se frenó para dar paso a una lista de afirmaciones, sensatas y razonables, pero que no corresponden al proceso desarrollado, a lo vivido anteriormente desde la convocatoria de esta I Asamblea Eclesial. De manera particular, queremos llamar la atención a lo ocurrido entre el segundo y el tercer día. En muchas conversaciones de grupo del miércoles hubo voces absortas por el descarrilamiento que tuvo lugar en la redacción de la síntesis. Es como si el proceso de escucha hubiera culminado con la premura de arribar a las cuarenta y tantas afirmaciones y estas quedaron descarriladas de todo lo vivido en las etapas previas. ¿qué ocurrió?”. Fue una interpelación muy clara, directa y oportuna.

En un sentido parecido, los asambleístas de Chile también expresaron disconformidad porque en la Asamblea no se le dio el puesto que se debía a la crisis de abusos en la Iglesia. En su comunicado también expresan la falta de continuidad entre el proceso de escucha y lo que se comenzó a hacer en la Asamblea. Parecía que el Documento para el discernimiento no hubiera sido el punto de partida, sino que comenzaran todo de nuevo.

Pero tal vez lo más significativo fue la comunicación de los jóvenes quienes también expresaron sus sentimientos y reflexiones sobre el camino que habían hecho. Primero reconocieron todo lo positivo que supuso la Asamblea y su experiencia en ella, pero expresaron de manera muy clara lo que habían notado a lo largo de la misma: “hemos notado que muchos mayores quieren liderar y no nos dejan soñar. De 1000 asambleístas es inadmisible que sólo 82 sean jóvenes laicos (menores de 35 años) (…) ha faltado que se nos involucre en los espacios de planificación y toma de decisiones de esta Asamblea (…) existen dificultades para participar como: (…) la anulación de la voz juvenil en algunos grupos de discernimiento. (…) Pareciera que a veces se pidiera la integración de las voces jóvenes de manera infantil o demandante (…) el aporte de los jóvenes queda condicionado al discernimiento, proyecciones y decisiones de alguien más y pierde la vida que hay detrás. Reiteramos, el camino recorrido hasta ahora es muy bonito, pero todavía no hemos superado pasar la estructura episcopal en la que los discursos y espacios se conceden a obispos y presbíteros, las voces de los laicos, las mujeres, los jóvenes y los religiosos no han sido escuchadas”.

De otras apreciaciones que leí en las redes sociales de personas que habían participado, supe que algunos clérigos quedaron molestos con algunas de las intervenciones porque claramente se pedía que el clero dejara su protagonismo y también que algunos invocaban que no deberían levantarse críticas para “no romper la sinodalidad”. Este último comentario es muy interesante porque es algo que es necesario reflexionar. A veces se cree que, para vivir la comunión, la sinodalidad, el amor fraterno, etc., se ha de abandonar la actitud crítica y aceptar las cosas como son, sin exigir nada, sin denunciar nada, sin pedir nada. A los que se atreven a levantar la voz se les mira con recelo y se les acusa de entorpecer los procesos. Personalmente creo que es todo lo contrario y que si podemos rescatar algo de sinodalidad en esta Asamblea Eclesial son los testimonios que acabé de señalar porque son esas voces las que en verdad confrontan el ser y actuar de la Iglesia y son ellas las que contribuyen decisivamente a que algún día, la sinodalidad sea una experiencia más real en la Iglesia.

En conclusión, ¿qué queda de esta Asamblea? Ojalá que los episcopados asuman estos desafíos y se preocupen por responder a ellos, pero, sobre todo, ojalá que reflexionen sobre lo que quedó evidente que no fue sinodalidad para que sean capaces de una conversión y las siguientes experiencias puedan seguir abriendo caminos en esa dirección. No es un camino fácil, pero sin duda es lo que “Dios quiere para la Iglesia” y ya que se habló tanto en la Asamblea de “desborde del Espíritu”, que ese desborde se note en una actitud de conversión de fondo, acogiendo las voces que se levantan para mostrar qué las cosas no están funcionando como deberían porque es en esas voces donde el camino de la sinodalidad comienza a ser posible.

 

 

 

martes, 23 de noviembre de 2021

 

La otra pandemia de nuestro tiempo: la violencia contra las mujeres

Olga Consuelo Vélez

El próximo 25 de noviembre conmemoramos nuevamente el “Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la mujer”. Lo ideal sería que ya no hubiera que conmemorarlo, ni fuera necesario seguir insistiendo en la necesidad de erradicar dicha violencia, sino que se pudiera afirmar que ya ninguna mujer sufre en razón de su sexo. Pero mientras llega ese día, sólo queda seguir insistiendo en develar tal violencia que, tantas veces, es solapada, disimulada, justificada y supone todo un esfuerzo evidenciarla y mostrar que no se puede tolerar de ninguna manera. La sociedad patriarcal en la que vivimos la ha introyectado tanto en la conciencia de varones y mujeres, jóvenes y adultos que, por mucho que se muestren las evidencias, más de uno las niega sistemáticamente.

El origen de esta conmemoración se remonta a las hermanas Mirabal -Patria, Minerva y María Teresa- dominicanas que lucharon contra la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y, como a tantos que luchan, las asesinaron vilmente, pretendiendo hacer pasar su muerte como un accidente. Pero, en realidad, fueron secuestradas y asesinadas por los agentes del Servicio de Inteligencia militar dominicano el 25 de noviembre de 1960. Pero fue el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe de 1981, el que propuso que el asesinato de las hermanas Mirabal fuera recordado como día contra la violencia hacia las mujeres. Más adelante, en 1993, la ONU aprobó la Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer reiterando su derecho a la igualdad, la seguridad y la dignidad y en el año 2000, declaró oficialmente esta fecha como Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer.

Independiente de conmemoraciones, lo cierto es que la violencia contra las mujeres sigue, como lo constatan, entre otros, los informes de la ONU. Según este organismo, un 35% de las mujeres de todo el mundo han sufrido violencia física o sexual en algún momento de sus vidas y 137 mujeres son asesinadas cada día por miembros de la propia familia. Las mujeres y niñas representan el 72% de las víctimas globales de trata de seres humanos y las adolescentes tienen el mayor riesgo de experimentar relaciones sexuales forzadas. Con la pandemia la violencia contra las mujeres aumentó considerablemente pero solo un 40%, ha denunciado las agresiones que esta situación ha supuesto para ellas.

Las cifras nos alertan y reflejan algo del panorama mundial. Pero cada persona puede detenerse a mirar a su alrededor y darse cuenta cómo se vive esa violencia contra la mujer. Personalmente veo que muchas jovencitas están comenzando a crecer con otra forma de percibirse -exigiendo sus derechos- y eso da esperanza de que llegará el día para el cambio. Pero muchas otras repiten la historia de sus progenitoras: madres a temprana edad y viviendo la interminable cadena de violencias que se desprenden de las relaciones que se establecen en nuestras sociedades patriarcales, donde la mujer carga con la peor parte y depende en muchos sentidos del varón.

Pero, lo que más me sorprende, es la cantidad de mujeres que rondan los treinta-cuarenta años, con estudios y carreras profesionales exitosas que establecen relaciones con parejas violentas, pero no los denuncian, sino que lo disimulan y, las que llegan a separarse, guardan esa historia como un secreto y aducen que no dicen nada para no dañar la carrera profesional de la expareja o para evitar represalias.

También hay muchas mujeres profesionales que dicen no sentirse ofendidas, maltratadas, invisibilizadas, violentadas, ni con gestos, palabras, actitudes, estructuras o acciones concretas. Señalan que las mujeres pueden obtener lo que quieran y no deben existir cuotas de género porque eso es darles alguna ventaja que no deben aceptar. Seguro han vivido situaciones privilegiadas, pero también puede ser que prefieren no enfrentar esta realidad porque algo tendrían que reconocer sobre sí mismas y cuando la verdad es dolorosa, se evita fácilmente. No parece que se hubieran enterado de que la sociedad patriarcal a todos nos condiciona y, de alguna manera, todas hemos sufrido por ella.

Y, conozco también muchas otras que no sufren violencia física sino psicológica: constantemente sus parejas las critican, les exigen incluso económicamente para sostener el hogar y, aunque a simple vista parecen tan liberadas y tranquilas, solo con observar un poco, se percibe esa doble carga de la mujer en el hogar y esa violencia patriarcal expresada de tantas y variadas formas. Por supuesto, las realidades que he señalado no se cumplen en todas las mujeres y, muchas tienen una conciencia feminista muy honda y están abriendo caminos de liberación y nuevas perspectivas para las mujeres.

Pero la reflexión que quiero hacer es sobre todo desde el punto de vista creyente. Todavía no hay muchas voces que se levanten en nombre de la fe denunciando toda la violencia ejercida sobre las mujeres. No hay una autocrítica sobre la espiritualidad que se vive, permitiendo tanta violencia sin que se exija un cambio. Es importante incorporar esta realidad como un compromiso cristiano ineludible en aras de coherencia con la dignidad inviolable de todo ser humano, en este caso, de las mujeres. Y no solo levantar la voz frente a las violencias que se viven en la sociedad sino también las de dentro de la Iglesia porque mantener esquemas asimétricos entre varones y mujeres en su seno, es también violencia ejercida contra ellas, contrario al plan divino de salvación que no admite ninguna diferencia en razón del sexo: “(…) ya hay diferencia entre varón y mujer porque todos son uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).

lunes, 15 de noviembre de 2021

 

Y las mujeres siguen pidiendo lo que les pertenece 

¿cuándo se les devolverá lo que es suyo?

 

Olga Consuelo Vélez

 

Se ha dado a conocer el “Documento para el Discernimiento comunitario” de la Primera Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe que fue inaugurada el 24 de enero de 2021, seguida por una fase de escucha cuyo resultado ha sido este Documento y que tendrá su encuentro presencial y virtual en la semana del 21 al 28 de noviembre próximos en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en México. Recordemos que esta Asamblea tiene como novedad que no es sólo Episcopal sino de todo el Pueblo de Dios. El propósito de esta Primera Asamblea es hacer memoria de los aportes teológicos y pastorales de la V Conferencia de Aparecida, celebrada en 2007 y formular las orientaciones pastorales prioritarias que animarán nuestro caminar para los próximos años.

 

El Documento para el Discernimiento comunitario tiene cuatro capítulos. El primero presenta el horizonte y propósito de la Asamblea recordando que desde las Conferencias de Medellín y Puebla la opción preferencial por los pobres ha sido una característica central de la Iglesia del Continente. El segundo capítulo muestra el entronque de esta Asamblea con la Conferencia de Aparecida resumiéndolo en la afirmación de “Todos somos discípulos misioneros en salida”. El capítulo tercero se refiere a los signos de nuestro tiempo que nos interpelan: la pandemia, el cuidado de la Casa Común, la creciente violencia en nuestras sociedades, el fortalecimiento de la democracia y la defensa y promoción de los derechos humanos y la educación integral y transformadora. Finalmente, el capítulo cuarto, trata los signos eclesiales que más nos interpelan: la Iglesia sinodal, el reto de anunciar el evangelio a las familias hoy, los jóvenes protagonistas de la sociedad y de la Iglesia hoy, de la pastoral en la ciudad a la pastoral urbana, un nuevo lugar para la mujer en la Iglesia y en la sociedad, el clericalismo, los casos de abuso en la Iglesia y el movimiento evangélico-pentecostal. En cada uno de estos signos se recoge lo expresado en la fase de escucha. Con seguridad no todos los participantes en esa fase expresaron las mismas inquietudes, ni las plantearon desde la misma perspectiva. Pero el Documento hace una síntesis que nos permite ver lo que preocupa, interpela, pide una respuesta.

 

En lo que me quiero fijar es en el signo eclesial sobre las mujeres que es uno de los temas pendientes en la Iglesia y en el que no se acaban de dar todos los pasos necesarios. Si recordamos, en el Documento final del Sínodo sobre la Amazonía (2019), documento que el papa Francisco dice que hay que tener en cuenta junto con la Exhortación Querida Amazonía (2020), se hicieron peticiones muy concretas sobre conferir ministerios a las mujeres y a los varones de forma equitativa e incluso se solicita el diaconado para las mujeres. El papa responde en Querida Amazonía que los ministerios ordenados están reservados a los varones. De todas maneras, hay que reconocer pequeños pasos que se han dado desde entonces. Por una parte, se modificó, por petición del papa, el canon del Derecho Canónico que restringía los ministerios de lectorado y acolitado solo a varones. Ahora ya no hay excusa para que algunos presbíteros impidan que la mujer ejerza esos ministerios. Por otra parte, el papa ha nombrado a varias mujeres en algunos puestos de responsabilidad.

 

Pero la urgencia de una participación plena de las mujeres en la Iglesia sigue pendiente y es así como se expresa en el Documento para el Discernimiento comunitario de la Asamblea eclesial. En el numeral correspondiente a este ítem se estructura con las siguientes expresiones: lo que más duele, lo que nos da esperanza, lo más ausente, lo más presente y propuestas. Se refiere al ámbito social en el que se pide, especialmente, erradicar todas las violencias contra las mujeres y cómo la Iglesia también ha de levantar su voz para denunciar y exigir un cambio en este aspecto. Pero en el ámbito eclesial se sigue insistiendo en lo que todavía falta: que se acabe la desigualdad en razón del género, fruto del machismo, la falta de escucha y el no reconocimiento del empoderamiento de la mujer. Además, se recuerda, que la verdadera Iglesia de Jesucristo será aquella que reconozca en plenitud el trabajo de las mujeres y así contribuya también como institución social, a un mundo sin misoginia ya que, en no pocos casos, algunas autoridades son conservadoras, machistas y clericalistas dificultando el acceso de las mujeres a roles de liderazgo o dirección en una Iglesia dominada por varones, cuando ellas son la gran mayoría del pueblo de Dios. Refiriéndose a las religiosas llama la atención la conciencia, cada vez mayor, de que muchas veces se les relega al servicio doméstico de los varones, supeditadas al sacerdote o diácono permanente, ignorando o minimizando su voz. En ámbitos eclesiales la teología sigue siendo patriarcal, no liberadora, sin considerar el pensamiento de la mujer. La Iglesia no se abre seriamente a la reflexión sobre la posibilidad de recepción de ministerios ordenados para las mujeres cuando la Iglesia está poblada mayoritariamente por mujeres y duele que la mujer no pueda votar en algunas de las estructuras formales de la Iglesia.

 

Como puede verse, las mujeres siguen pidiendo lo que les pertenece. En efecto, los estudios sobre la praxis de Jesús -su anuncio del reinado de Dios y el discipulado que se formó en torno suyo- y la organización de las primeras comunidades cristianas muestran la inclusión efectiva de las mujeres en roles de decisión, liderazgo y ministerial. O sea, las mujeres no están pidiendo algo inédito para ellas sino lo que les pertenece pero que la institucionalización y sacerdotalización posterior de la Iglesia fue quitándoles. Y, lamentablemente, la resistencia a hacer cambios es muy grande, expresándose en la creación de comisiones para estudiar si hubo diaconas en los orígenes de la Iglesia -vamos por la segunda comisión con el papa Francisco pero este tema ya había sido abordado antes, sin resultados positivos- y también en la resistencia de muchos cristianos, no solo clérigos sino varones y muchas mujeres, que no logran entender el sistema patriarcal en el que vivimos y se refleja en una iglesia encarnada en la historia y por eso, el documento para el discernimiento, afirma explícitamente: “falta a la mujer una mayor educación para cambiar el paradigma de sí misma y de su aporte a la sociedad y a la Iglesia”.

 

En definitiva, la Asamblea ya está a puertas de realizarse y esperemos dé frutos abundantes de renovación no solo para esta deuda pendiente con las mujeres sino para todos los otros signos sociales y eclesiales que interpelan y exigen una respuesta desde la fe. No me cabe la mejor duda de todo el esfuerzo, dedicación y compromiso que han puesto los organizadores. Pero mirando la dinámica de lo propuesto para su realización ya se ven ciertas ausencias del protagonismo laical: los saludos de bienvenida y discursos iniciales serán hechos por el clero. Las tres charlas sobre temas de reflexión están a cargo de presbíteros. La secretaria general la encabezan los clérigos. Sólo en algunos paneles y en ayudas para las síntesis y discernimiento aparecen algunos laicos/as y religiosas. Por supuesto los grupos de discusión contarán con la presencia fuerte del laicado, pero sigue la pregunta: ¿cuándo la estructura de la Iglesia y la de los eventos eclesiales comenzará a reflejar una Iglesia sinodal? Esperemos que algo se avance aquí y el Sínodo sobre la sinodalidad continue trabajando hacia ello.

 

domingo, 31 de octubre de 2021

 

Conmemoración del día de los santos y de los difuntos: una llamada para nuestra propia vida

 

Olga Consuelo Vélez

 

El mes de noviembre comienza con la solemnidad de todos los Santos. Sin embargo, muchas personas recuerdan más la conmemoración de los Difuntos que se celebra al día siguiente. México, por ejemplo, tiene muy arraigada esta tradición y la celebran familiarmente haciendo altares con fotos de los que ya fallecieron, colocando flores y otros objetos, además de compartir diversas comidas porque, de alguna manera, es una forma de volver a convivir con los seres queridos que ya murieron. En otros países, se va al cementerio, aunque, actualmente, con la cremación, esa práctica ha perdido algo de fuerza. Lo cierto es que ante la muerte de los seres que amamos, surge en muchas personas la necesidad profunda de creer que la muerte no apagó para siempre sus vidas y que preservar su memoria es una forma de prolongar su presencia. Además, se espera que ya descansen en la paz de Dios y que, cuando muramos, nos encontremos nuevamente con ellos.

Ese desear que nuestros familiares difuntos estén en la paz de Dios podría motivarnos más a vivir nuestra propia vida con mucha más responsabilidad para alcanzar esa misma paz, no solo después de muertos sino ya en este presente. Por supuesto la vida trae muchos problemas y circunstancias que se nos escapan de las manos y que conllevan dolor, preocupación, fracaso, sufrimiento. Pero también hay tantas otras realidades que sí está en nuestras manos remediar que sería muy importante que, al menos, esas circunstancias, las viviéramos mejor y pudiéramos disfrutar de la paz que ellas nos traen. Entre estas últimas podríamos señalar las relaciones con los demás, especialmente con la familia, las cuales por complejas que parezcan podrían ser mucho más gratificantes si tuviéramos menos orgullo, más tolerancia, menos prepotencia, más humildad. En otras palabras, si supiéramos reconocer que todos nos equivocamos pero que todos podemos enmendar nuestros errores y tener otra oportunidad para comenzar de nuevo. Si fuéramos capaces de ver que la muerte llegará tarde o temprano y lo que no hagamos aquí, ya no lo podremos hacer más adelante, tal vez nos esforzaríamos más por superar los desencuentros y vivir la alegría que da el llorar y el reír con los demás, el celebrar y el superar juntos las dificultades, el sentir que no somos seres para la soledad sino llamados a la riqueza del compartir.

Si hiciéramos lo anterior, no estaríamos lejos de alcanzar la santidad. Es verdad que esta palabra cada vez dice menos a las generaciones actuales y a muy pocos les atrae ser santos. Pero, entre otras cosas, no atrae la santidad, porque se cree que ser santo es tener unos dones extraordinarios o vivir unos sacrificios de tal magnitud que casi nadie puede imitarlos. Pero, en realidad, los santos y santas que hoy reconocemos, fueron personas de su época y con toda seguridad tuvieron limitaciones y equivocaciones, pero supieron apostar por hacer el bien y eso hizo insignificante lo negativo de sus vidas. El papa Francisco en la Exhortación Gaudete et exultate (2018) ha procurado rescatar la cotidianidad del ser santo, hablando de “los santos de la puerta de al lado”. En realidad, la santidad es para todos porque consiste en vivir nuestra vida de la mejor manera posible. Los santos de la puerta de al lado no son los otros sino también nosotros. Santidad es vivir con todo lo que supone nuestra humanidad y la de los demás y aprender a caminar con ello; supone retroceder y avanzar, temer y arriesgar, equivocarnos y corregirnos, en otras palabras, aceptar la limitación inherente a nuestra creaturalidad, pero desde ella seguir caminando porque no hemos sido creados para el fracaso sino para el amor y, mientras tengamos vida, es posible amar y ser amados, perdonar y ser perdonados, ser felices y hacer felices a los demás.

En fin, tal vez la relación de las dos celebraciones de estos primeros días de noviembre podría ayudarnos a entender que la santidad es vivir la humanidad y que la humanidad, vivida desde el amor, es santidad. Podría ayudarnos a entender lo que el hombre rico no comprendió: Maestro ¿qué he de hacer para ganar la vida eterna? (Mc 10, 17-23) y Jesús le respondió con los mandamientos, pero fue un poco más allá: “Ve y vende lo que tienes y dáselo a los pobres, luego ven y sígueme”. Es decir, le invitó a salir de sí y compartir su vida y sus bienes con los demás, pero según el texto, parece que él no fue capaz de hacerlo. Quien quita que esta vez nosotros comprendamos que lo que “idealizamos con nuestros seres queridos que ya no están”, lo podemos vivir con los que tenemos todavía a nuestro lado. Quien quita que en este mundo sea posible la santidad, porque nos abrimos al diálogo y al encuentro, al perdón y a la reconciliación, a la comprensión y al comenzar siempre de nuevo, aprovechando el presente que tenemos para saborear desde aquí la paz que deseamos tengan ya nuestros difuntos y que un día deseamos alcanzar cada uno de nosotros.

 

domingo, 24 de octubre de 2021

 

La vida vivida como vocación

 

Olga Consuelo Vélez

 

La experiencia cristiana es, ante todo, una vocación, una llamada. No somos nosotros los que buscamos a Dios, sino que es Él, quien sale a nuestro encuentro. Es la experiencia que la Sagrada Escritura nos testimonia en figuras como Abraham, Moisés, Judit, Esther, Rut, María, los discípulos y discípulas y tantas otras personas que vivieron en carne propia el encuentro con Dios y no pudieron seguir siendo los mismos, sino que se sintieron convocados a anunciar y hacer posible el reino de Dios en el aquí y ahora. “En esa inmensa nube de testigos”, como lo relata bellamente la Epístola a los Hebreos (11, 2-12,4), vamos añadiendo nuestros nombres y, aunque reconociendo la precariedad de nuestro propio testimonio, nos esforzamos por entrar en esa dinámica para seguir construyendo un mundo desde la fe, la esperanza y el amor.

 

La respuesta a esa llamada del Señor se teje a lo largo de toda la vida, se consolida en la fidelidad del día a día y nos hace decir con el apóstol Pablo "No creo haber conseguido ya la meta, ni me considero perfecto, sino que prosigo mi carrera hasta alcanzar a Cristo Jesús, quien ya me dio alcance" (Flp 3,12). Supone un encuentro personal: "¿me amas?, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21, 15-17). Y en esa historia de amistad, en esa vida compartida la persona se transforma desde dentro. La vocación se convierte así, no en algo accidental, sino en constitutiva de todo el ser y quehacer, abriéndose al horizonte de una misión que nos reclama: "apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17).

 

Esta llamada que se experimenta como irresistible es lo que diferencia la fe cristiana de cualquier otra opción que se hace en la vida. Supone la decisión personal, pero es más que eso: Es el don del amor que nos hizo “arder el corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras” (Lc 24,31). Esta experiencia nos pone en marcha como a los peregrinos de Emaús que vuelven a Jerusalén cuando reconocen al Resucitado (Lc 24,33) y nos hace anunciar a otros “lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20).

 

La vida vivida como vocación se constituye en sentido de vida. Surge en la persona la disposición interior a la realización de una misión que abarca todo su ser y se confirma con las aptitudes que se poseen. Moviliza de tal modo las energías personales que absolutamente todo lo que la persona realiza se convierte en realización de esa vocación. En este sentido el jesuita Pedro Arrupe, compuso un poema titulado “Enamórate” que dice mucho de lo que supone este horizonte vocacional: “(…) Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando huella en todo. Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón, y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud (…)”. Otro santo, Pedro Poveda, fundador de la asociación laical Institución Teresiana, desde el horizonte educativo que propuso como vocación para sus miembros, decía: "Denme una vocación y les devolveré una escuela, un método, una pedagogía".

 

La profesión vivida en este horizonte más amplio, se convierte en una verdadera vocación. Esto nos sitúa en la misma dinámica de los primeros cristianos "que no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres (...) sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras (...) y adaptándose en comida, vestido y demás géneros de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de vida superior y admirable y por confesión de todos, sorprendente" (Carta a Diogneto V, 1-4). Aquí alguna sensibilidad puede rechazar la frase un tenor de vida superior. Es comprensible. La limitación del lenguaje y los usos de la época siempre son susceptibles de modificarse. Pero entendamos bien: la vocación imprime a nuestra vida un talante interior que es el aporte fundamental que podemos ofrecer a nuestros contemporáneos. Sin embargo, lo que es ineludible y tenemos que ofrecer es una vida que se vive como vocación y que le imprime la presencia del Espíritu en todo lo que hacemos. Nuestra profesión es el horizonte en que probamos nuestro amor a Dios y nuestro compromiso fraterno, pero si la profesión no está informada por el Espíritu, pierde su esencia, su razón de ser, su fecundidad.

 

En definitiva, quien vive su vida como vocación ensancha el espacio de su tienda y experimenta la fecundidad del Reino. Sabe que todo lo que hace tiene una dimensión trascendente. Su ser y quehacer se convierten en la acción de Dios mismo en nuestra historia. De hecho, Dios no tiene otra manera de hacerse presente entre nosotros. De ahí la radicalidad de la llamada a colaborar con el Reino: "quién pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9, 62). Efectivamente, la experiencia cristiana es la vida entera que se apasiona por hacer presente a Dios mismo en esta historia y en ello compromete todo lo que se es. Cuando se ha vivido la vida en este horizonte, la terminación de un empleo formal no significa el fin de un quehacer, sino un cambio en la realización de ese mismo quehacer que, ha sido, el que cada persona ha encontrado para desplegar lo mejor de sí misma. Por eso, en la vida cristiana, no existe la figura de la jubilación laboral, sino el gozo de hacer aquello que se sabe hacer, cada vez con más gratitud, más generosidad, más pasión, más desprendimiento.

 

Y una nota final: en tiempos en que se dice que “hay escasez de vocaciones”, entender la propia vida como vocación ayuda a matizar esa afirmación porque es verdad que hay escasez de vocaciones a la vida religiosa y presbiterial, pero eso no tiene que ir de la mano de falta de vocaciones a la vida cristiana. Tal vez este momento está diciendo que esos estilos de vida están urgidos de una renovación de fondo para que puedan ser atrayentes para la juventud de hoy y, posiblemente, tienen que entenderse desde el sentido más profundo que tiene esa vocación específica: pequeños grupos, como lo fueron las pequeñas comunidades cristianas, que desde su estilo de vida interpelan, alientan y dan testimonio del seguimiento de Jesús.

 

 

jueves, 14 de octubre de 2021

 

Santa Teresa de Jesús: inquieta, andariega, desobediente y mucho más….

 

Olga Consuelo Vélez

 

El 15 de octubre se celebra la fiesta de Santa Teresa de Jesús. Su vida y su obra mantienen actualidad porque ella fue una mujer que supo vivir en “su tiempo” y “adelantada a este”. Vivió en su tiempo y afrontó las circunstancias que su momento le deparaban, con naturalidad, confianza, intrepidez. Pero también vivió adelantada a su tiempo porque rompió moldes y estereotipos de su época, ganándose así enemigos y contradictores. Muchas cosas podríamos decir de ella para mostrar la actualidad de su legado. Recordemos algunas para recordarla en su fiesta.

Fue una mujer a la que le importaba lo que pasaba y sentía la necesidad de implicarse en ello para dar alguna respuesta. Así lo expresa: “Está ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios, quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que, por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia”. O, como también lo expresó: “Veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”. Por supuesto esta expresión refleja la comprensión sobre las mujeres de aquella época -y de aún hoy en ciertos sectores-. Pero para ella, aquellas que tildan de “débiles”, en realidad tienen “ánimos virtuosos y fuertes”.

Su mayor legado fue la experiencia de oración que supo vivir y enseñar, especialmente, a sus monjas. En tiempos donde no estaba permitida la oración mental para las mujeres, ella no duda en instar a sus hermanas que emprendan el camino de oración y que ante las críticas que puedan recibir de parte de los clérigos por tener la osadía de seguir ese camino, no les hagan caso porque, según ella, esas críticas –“son opiniones del vulgo”-; y también les recomienda que cuando les digan que dejen la oración, apelen a la regla que “manda a orar sin cesar”.

Dos cosas son centrales para ella en la oración: (1) la importancia del amor y (2) la humanidad de Cristo. Lo primero es muy significativo porque no es la oración por la oración, no la propone como una técnica, un ascetismo -como a veces se enseña hoy- porque lo que interesa es el amor: “no está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho, y así lo que más os despertare a amar, eso haced”. Lo segundo es definitivo: la humanidad de Cristo es el medio para la más subida contemplación, aunque sus contemporáneos lo negaban: “Y veo yo claro (…) para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita (…) He visto claro que por esta puerta hemos de entrar (…) Así que vuestra merced, señor (el P. García de Toledo) no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación, por aquí va seguro (…) y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y lo vemos con flaquezas y trabajos y es compañía”. Busca orientaciones sobre su propio proceso de oración, pero lo hace con personas “letradas” -porque sabe lo fácil que es caer en cualquier tipo de explicaciones falsas- pero, al mismo tiempo, para ella la oración es fuente de sabiduría porque “la verdad de Dios se nos entrega en la oración, en el trato amistoso con Él”. Por eso puede contradecir a quienes le dicen que no tiene razón.

Algo sorprendente son las fundaciones que hace. No hay dificultad humana que se lo impida porque su confianza es absoluta en Dios y sabe que, si ella pone todo de su parte, Dios no dejará la obra inconclusa. Sabemos que no solo funda conventos de mujeres sino también de varones. Y parece que no le tema a nada. Es capaz de enfrentarlo todo y no cesa de buscar soluciones a las dificultades que se le presentan. Actúa con astucia para conseguir lo que persigue y sabe ocultar sus intenciones para no ser reprobada por los superiores hasta que se realiza la obra: “Y así me determiné de hablar al gobernador, y me fui a una iglesia que está junto con su casa y le envié a suplicar que tuviese por bien de hablarme. Había ya más de dos meses que se andaba en procurarlo y cada día era peor. Como me vi con él, le dije que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de nuestro Señor. Estas y otras hartas cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor; de manera le movió el corazón, que antes de que me quitase de con él, me dio la licencia.”

Gracias a sus escritos podemos hoy seguir profundizando en su legado. Una y otra vez se estudian, se meditan, se oran, se reflexionan sus obras y siempre se saca mucho provecho de ellas. En sus escritos también muestra su osadía y su estar adelantada a su tiempo. Más de una obra fue cuestionada y retirada, pero la fuerza de su experiencia permitió que se recuperaran y podamos seguir aprendiendo hoy de su inmensa hondura espiritual.

Pero lo que más me encanta de Teresa es lo que un nuncio del Papa, afirmó de ella: "...femina inquieta, andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de la clausura, contra el orden del Concilio Tridentino y Prelados: enseñando como maestra, contra lo que San Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen”. Precisamente esas palabras muestran todo lo que ella fue en su tiempo, saliéndose de los moldes establecidos porque en realidad amaba a la Iglesia y no se resignaba a que en ella no se viviera la radicalidad del evangelio.

Personas como Teresa son las que necesitamos en este tiempo en que el Papa Francisco ha convocado al sínodo sobre sinodalidad: un tiempo para escucharnos, encontrarnos y discernir sobre los desafíos que vivimos. Pero esto solo dará buen fruto si en estos diálogos afrontamos lo que en verdad va mal en la iglesia y con la creatividad y audacia evangélica proponemos nuevos caminos que rompan moldes y se arriesguen a estrenar horizontes distintos e inéditos.

 

 

 

jueves, 30 de septiembre de 2021

 

Sinodalidad: tiempo de escuchar al Espíritu

 

Olga Consuelo Vélez

 

Nos preparamos para la apertura del Sínodo de los Obispos sobre el tema: “Por una Iglesia sinodal: comunión, misión, participación”. El 9-10 de octubre, el Papa Francisco, lo inaugurará en Roma y el 17, cada obispo lo hará en su respectiva diócesis. La novedad de este Sínodo -porque los sínodos se están realizando desde 1967- es que empieza con la ‘fase de escucha’ y se cierra con la ‘asamblea de los obispos’ en 2023. Es decir, forma parte del sínodo ‘la fase de escucha’ que el papa espera se realice en todas las diócesis y de ahí surjan los insumos para el discernimiento de los obispos en la tercera fase en 2023. La segunda fase será la elaboración de dos Instrumentum laboris (uno con los aportes diocesanos y otro con los aportes continentales). Es, por tanto, un largo camino, en el que ojalá no perdamos el rumbo.

Pero hoy quiero referirme a una actitud primera y fundamental: “escuchar al Espíritu”. De hecho, entre las preguntas que propone el Documento preparatorio (que se publicó el pasado 7 de septiembre), se formula la siguiente: ¿qué pasos nos invita a dar el Espíritu para crecer en nuestro caminar juntos? Para responderla hay que escuchar al Espíritu. Pero, ¿quiénes han de preguntar y quiénes han de escuchar? Todo el Pueblo de Dios, es decir, el laicado, la vida consagrada y el clero.

Un peligro grande que se puede correr es que parezca que quien tiene que hacer este ejercicio es el laicado porque el clero, al tener que organizar los espacios de participación y de recogida de respuestas, va a estar tan involucrado en ese trabajo, que puede que se sienta el gestor de tal esfuerzo, pero no se detenga a preguntarse, a escuchar y a aportar sus respuestas. Por eso quiero insistir, en que un verdadero proceso sinodal, implica que todo el pueblo de Dios se disponga a reflexionar y deje que el Espíritu suscite las preguntas y respuestas pertinentes para este momento.

De hecho, la oración que se propone para acompañar el Sínodo dice lo siguiente: “Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre. Tú que eres nuestro verdadero consejero: ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones. Enséñanos el camino, muéstranos como alcanzar la meta (…) concédenos el don del discernimiento (…) Esto te lo pedimos a ti que obras en todo tiempo y lugar, en comunión con el Padre y el Hijo por los siglos de los siglos. Amén”.

Se recomienda que este proceso se haga en ambiente de oración y se propongan celebraciones significativas para que acompañen esta actitud de apertura al Espíritu de Dios. Todo un gran desafío porque esto no es tan común, por ejemplo, en la vida parroquial, a la que los fieles acuden a la celebración eucarística, casi siempre celebrada de la misma manera, pero donde no hay demasiado diálogo -por no decir nada- entre los participantes y menos entre estos y el celebrante. Esto ya es una primera respuesta a otra de las preguntas formuladas en el documento preparatorio: ¿cómo se realiza hoy este caminar juntos en la propia iglesia particular? Por supuesto, siempre hay excepciones, porque hay parroquias con mucha más cercanía entre sus miembros y espacios eclesiales en los que hay experiencias comunitarias muy valiosas.

Pero volvamos al objetivo de esta reflexión. Todo el Pueblo de Dios ha de ponerse en actitud de escucha del Espíritu. Si en verdad le escuchamos, no dudo de que nos desinstalaría demasiado porque hay tanta costumbre de decir: “esta es la voluntad de Dios”, “así lo señala el Derecho Canónico” “así es la norma establecida por la Congregación para la Liturgia”, “así lo he hecho siempre y no voy a cambiarlo”, por decir algunas expresiones que escuchamos más de una vez, que el Espíritu tal vez nos diría todo lo contrario de lo que hemos mantenido tan estable durante tanto tiempo porque si es el Espíritu de Jesús, es espíritu de novedad, de cambio, de riesgo, de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).

Algunos dirán que no hay que exagerar diciendo que el Espíritu ‘haría nuevas todas las cosas’. Pero es que la situación eclesial no es la mejor que pudiéramos tener. Los jóvenes son los grandes ausentes. ¿Por qué? Muchas razones, pero digamos alguna: esta estructura, esta espiritualidad, esta manera de vivir la fe no les entusiasma. Todavía las mujeres llenan las iglesias, pero no las jóvenes, ¿Por qué? Parece que la manera cómo ellas están viviendo hoy su ser mujeres no parece tener eco en la Iglesia. Además, encuentran que es una de las instituciones que todavía sigue teniendo muchas puertas cerradas para ellas. Y muchas otras realidades que el mismo papa Francisco ha denunciado a lo largo de su pontificado, como el clericalismo, que ha desvirtuado el ministerio de servicio al que está llamado el clero y sigue retrasando la ‘hora de los laicos’ que haría posible una iglesia más parecida a la de los orígenes.

En fin, escuchar al Espíritu, ha de ser la actitud fundamental para comenzar este Sínodo. Por supuesto el Espíritu hablara a través nuestro -no esperamos una voz mágica que aparezca de repente- con nuestras preguntas, nuestros deseos, nuestras mociones interiores, nuestras búsquedas. Formular preguntas nos conducirá a buscar respuestas y, posiblemente estas, comiencen a hacer real una Iglesia sinodal, como siempre ha debido serlo.

viernes, 24 de septiembre de 2021

 

¿Es la biblia Palabra de Dios?

 

Olga Consuelo Vélez

 

Planteo esta pregunta de si la Biblia es “Palabra de Dios” porque últimamente he escuchado algunas afirmaciones que parecen relativizarla, también porque mucha gente no cae en cuenta de lo que significaría esto si lo creyéramos a fondo y, finalmente, porque otras personas buscan “palabras de sabiduría” en muchos otros escritos fuera de la tradición cristiana y, sin duda, les ayudan mucho para su vida.

Vayamos por partes. En el primer caso, hay mucha gente que relativiza la palabra de Dios porque está cansada de que se haya invocado tantas veces para mantener doctrinas o leyes que más que ayudar a las personas, les ponen cargas pesadas sobre sus hombros. Ante esto hay que reconocer que la interpretación adecuada del texto bíblico es una conquista “relativamente” reciente y por eso durante muchos siglos se leyó la Biblia de manera literal y se la invocó para afirmar que Dios dice esto o aquello. Por supuesto la ingenuidad o ignorancia sobre esa lectura literal es evidente. Por ejemplo, se toma al pie de la letra que Jesús calmó la tempestad (Mt 8, 26) pero no se toma al pie de la letra el que “si tu ojo es ocasión de pecado, arráncatelo” (Mt 5, 29).

Ya es una afirmación aceptada por la Iglesia que la Biblia fue escrita mucho después de que suceden los acontecimientos que allí se narran y no con la intención de relatarnos detalles precisos de lo que allí pasó sino de testimoniar la presencia de Dios a favor de su pueblo en esos acontecimientos que se cuentan allí. Lo hacen con los géneros literarios de su tiempo y desde las categorías y esquemas de su contexto. Por eso es imprescindible utilizar los métodos exegéticos y hermenéuticos adecuados para entender el texto. Ahora bien, aunque esa tarea es propia de los/as biblistas, no significa que no se enseñe a todo el pueblo de Dios que para acercarse a dicho texto hay que hacerse por lo menos dos preguntas básicas: ¿qué quiso decir el autor bíblico con ese texto en su contexto? ¿Qué dice ese texto bíblico hoy para nosotros? Sin olvidar que las circunstancias son distintas y que la biblia no es un recetario para aplicar literalmente sino un horizonte de sentido para interpretar nuestro presente.

Es decir, lo que es “Palabra de Dios” no es la literalidad del texto sino el testimonio de fe que los autores/as sagrados nos han dejado en el texto bíblico -una maravillosa mediación humana para mantener en el espacio y tiempo dicho testimonio-. Por lo tanto, tienen razón aquellos que ya están cansados de escuchar predicaciones bíblicas fundamentalistas o literales que no se entienden para el hoy. Por eso es urgente una formación bíblica adecuada que muestre que aquello es una deformación y que, bien interpretada, es palabra de Dios en la medida que usando mediaciones humanas nos da testimonio de cómo descubrir la presencia de Dios en nuestra historia.

En el segundo caso, también es entendible que una tradición tan antigua se vaya desgastando y, más si no se actualiza. Con lo cual, en cada Eucaristía escuchamos al finalizar las lecturas que el lector dice: “Palabra de Dios” y el pueblo responde: “Te alabamos Señor” o “Gloria a Ti, Señor” en el caso del Evangelio. Pero se ha vuelto tan rutinario o se motiva tan poco esa lectura o se explica tan mal esa palabra que la gente no permanece atenta o no llega a “saborear” lo que eso significaría si lo creyéramos a fondo. No estamos escuchando una palabra cualquiera sino una que nos hace posible que sepamos cómo han entendido a Dios los que nos precedieron y cómo podemos entenderlo nosotros hoy. Eso sí, con la humildad suficiente de saber que lo que entendemos sobre Dios siempre es mucho menos de lo que Él es y que como está mediado por nuestra comprensión, podemos matizarla y señalar nuevos aspectos, en la medida que seguimos meditando sobre ella. En este último sentido, si creyéramos que la Biblia es Palabra de Dios, la tarea teológica se referiría mucho más a ella, no solo invocándola para “justificar” alguna idea que decimos, sino para dejarnos sorprender y enriquecer con lo que ella nos dice -ya que es una palabra viva, no muerta-. Pero, como ya lo he dicho otras veces, muchas publicaciones teológicas y muchos eventos académicos, adolecen de la perspectiva bíblica a la hora de presentar sus reflexiones.

Finalmente, nuestro mundo ya esta mucho más configurado con la pluralidad de expresiones culturales y religiosas. De ahí que la cercanía con otras maneras de ver la vida, de darle sentido, de enriquecer las comprensiones ya es una práctica adquirida. Y, resulta una experiencia muy rica -como variada y polifacética es la vida humana-, reconocer que toda la verdad o la manera de ver las cosas, no la tenemos desde la tradición cristiana y que hay muchos libros de sabiduría que nos ayudan y enriquecen. Pero dos observaciones sobre esto. La primera, para los que somos cristianos ojalá que no perdamos la riqueza que nuestra propia tradición nos regala y siga siendo fuente de sentido para nuestra vida. La segunda, saber que con cualquier otro libro de sabiduría hay que tener el mismo cuidado interpretativo que señalé para la Biblia. A veces, veo tanta ingenuidad en los que nutren su vida con otras tradiciones que creen que todo lo que leen es verdad absoluta. Eso también puede revelar una ignorancia o ingenuidad total, admitiendo a veces planteamientos que rayan con lo absurdo. Como toda mediación humana, cualquier horizonte de sentido que se proponga, puede tener errores, manipulaciones, intencionalidades que nos siempre son positivas. Ojalá que el discernimiento sea siempre la actitud para acercarnos a todo libro de sabiduría, pero, a los que nos ha constituido la tradición cristiana, sería muy importante, no olvidar la profundidad de lo que creemos: en una mediación humana -bien interpretada- Dios nos habla como un amigo y su palabra es viva y eficaz, capaz de penetrar el alma y el espíritu y discernir los pensamientos y las intenciones del corazón (Cf. Hb 4,12).

 

jueves, 16 de septiembre de 2021

 

Celebrar el mes de la Biblia reconociendo el papel de las mujeres en su traducción y divulgación

 

Olga Consuelo Vélez

 

Septiembre se conoce como el mes de la Biblia. En el ámbito católico, por la figura de Jerónimo que murió el 30 de septiembre y fue quien tradujo la Biblia del griego y el hebreo al latín. Esa traducción se conoce como la Vulgata, habiendo sido este el texto bíblico oficial de la Iglesia católica hasta 1979. En el ámbito protestante, de habla hispana, se recuerda la aparición impresa que hizo Casiodoro de Reina en 1569, conocida como la Biblia del Oso, porque en la tapa aparecía un oso comiendo miel desde un panal. Esta versión fue revisada posteriormente por Cipriano de Valera, dando origen a la famosa versión “Reina Valera”, que ha sido la Biblia más usada por los evangélicos de lengua castellana.

Más allá de que la Biblia se celebre este mes, siempre es importante recordar que la Sagrada Escritura nos transmite la revelación divina, no a modo de una doctrina fija y literal, sino como bien lo explica la Constitución Dogmática Dei Verbum, mediante los géneros literarios y las condiciones particulares de los escritores sagrados, es decir, siendo ellos verdaderos autores, utilizando sus propios recursos, eso sí, contando con la inspiración divina que nos permite reconocer dichos escritos como Palabra de Dios. El número 12 de la Dei Verbum se refiere a la necesidad de investigar qué quisieron expresar los autores sagrados y para esto es imprescindible conocer bien los géneros literarios y el contexto desde el que escribieron, para interpretar los textos en consonancia con el sentido general de toda la Sagrada Escritura de manera que se pueda entender lo que Dios nos sigue diciendo hoy a través de su palabra. Es muy importante tomarse en serio esta responsabilidad para no hacerle decir al texto bíblico lo que no dice y menos para justificar nuestras posturas, trayendo un texto bíblico como ‘prueba’ de lo que decimos, cuando muchas veces el texto significa todo lo contrario.

Tomarnos en serio esta responsabilidad todavía resulta difícil. Aunque Vaticano II afirmó que la “Sagrada Escritura debe ser el alma de la Teología” (Decreto Optatam Totius, 16), en muchas de las publicaciones teológicas que abordan distintos temas, no es tan frecuente encontrar el aporte desde la Sagrada Escritura a dicho tema. Por supuesto, la mayoría de los artículos, tratando la temática desde la perspectiva sistemática, hacen referencia de alguna manera a la Sagrada Escritura, pero esto no es lo mismo que indagar con la profundidad suficiente y los métodos exegéticos adecuados, la temática que se va a presentar. Algunas veces he recomendado a los organizadores de las obras colectivas que pidan a más biblistas esa colaboración, pero no veo que sea algo que se incorpore suficientemente.

Pero más preocupante todavía es que la Biblia no llega a formar parte de la espiritualidad cristiana católica, como una medicación imprescindible y un texto que el pueblo de Dios reconozca como fuente de vida, o de “alimento dulce” -haciendo referencia al oso comiendo miel de la Biblia protestante-, como podría ser. Falta más formación bíblica para todo el pueblo de Dios, incluidos los presbíteros que en sus homilías a veces se percibe que le hacen decir al texto lo que no dice o que los usan como ‘excusa’ para pasar a otro tema -casi siempre del ámbito moral- en lo que los predicadores gastan mucho tiempo exhortando a los fieles para que no caigan en esos pecados de los que la Biblia generalmente no habla. El papa Francisco en la Exhortación Evangelii Gaudium (n. 146-147) insiste en que la homilía debe “prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación (…) Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto al que utilizamos ahora (…) Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden: su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás”.

Finalmente, conviene recordar el papel de las mujeres en el trabajo de traducción de la Sagrada Escritura. Según testimonios escritos de San Jerónimo, fue un grupo de mujeres -Paula, Eustoquia, Blesila, Fabiola y, especialmente Marcela, entre otras, las que no solo lo sostuvieron económicamente para realizar su trabajo, sino que fueron las que, con su insistencia, interés y dedicación al estudio del texto bíblico, le ayudaron a mantener la constancia en su trabajo y llegar a los logros que la historia le reconoce. El mismo Jerónimo agradece la insistencia de estas mujeres y dice que muchos le critican por enseñarle a las mujeres -a las que se les considera el sexo débil- y no a los varones, pero él mismo cuenta, que los varones no le preguntaban nada y en cambio ellas estaban ahí, haciéndole preguntas con gran rigor intelectual y pertinencia sobre los temas bíblicos. Más aún, alaba la inteligencia de estas mujeres y la rapidez con que alguna de ellas aprendió el hebreo -ya sabían griego y latín-, reconociendo que había aprendido mucho más rápido que él y con mucha más fluidez y excelente pronunciación.

En una de sus cartas llama a Marcela “supervisora de sus trabajos”, es decir, ella no solo controlaba el rigor intelectual de Jerónimo sino también organizaba su trabajo. Fue tanta la ayuda que ellas le prestaron que muchas de sus obras las dedica a estas mujeres. Pero aún más. Cuando Jerónimo perdió buena parte de su visión, fueron estas mujeres las que le ayudaron en su tarea, con lo cual no sería de extrañar que algunos de los escritos de Jerónimo sean de autoría de estas mujeres o por lo menos le hayan dado muchos de los insumos que luego este redacta en sus obras. Ellas también se encargaron de la edición y divulgación de sus escritos, a pesar de las resistencias que encontraron en los inicios.

En definitiva, celebrar la Sagrada Escritura es comprometernos con el estudio serio sobre ella y el propósito de hacerla alimento sólido de nuestra espiritualidad pero también -para actuar en justicia-, reconocer el papel de las mujeres en tantas realidades en las que han sido protagonistas y se les ha invisibilizado y, en este caso, si se honra la memoria de San Jerónimo, con más razón deberíamos honrar la memoria de estas mujeres, sin las cuales no hubiera sido posible dicha traducción que fue tan importante para la Iglesia católica durante tanto tiempo.

 

 

 

 

 

 

domingo, 5 de septiembre de 2021

 

Por un laicado decididamente sinodal

  

Un modelo de Iglesia sinodal es lo que se espera para este tercer milenio, según las palabras del papa Francisco. Ya Vaticano II inició este proceso de transformación al definir la Iglesia como Pueblo de Dios en el que Jerarquía, laicado y vida religiosa son miembros plenos de la Iglesia por la dignidad que da el bautismo haciendo a todos, participes del sacerdocio, profetismo y realeza del mismo Jesucristo. A lo largo de estos más de cincuenta años -después de realizado el Concilio- no se ha podido consolidar tal modelo e, incluso se ha desvirtuado, con el clericalismo que tanto ha denunciado Francisco y que no parece fácil desmontarlo. Pero el papa sigue insistiendo, utilizando ahora este término -sinodalidad- que significa “caminar juntos”.

La sinodalidad no es un mero sentimiento de estar todos reunidos. Como lo explicó la Comisión Teológica Internacional en su documento sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia” (2018) esta afecta a los sujetos, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales. Y aquí viene la dificultad de hacerlo realidad porque cambiarnos a nosotros mismos -los sujetos- supone demasiado desprendimiento y apertura; modificar -las estructuras- implica transformaciones reales que dan mucho miedo porque supone salir de esa zona de confort que ofrece una estructura ya consolidada y no digamos la dificultad que trae proponer -procesos y acontecimientos sinodales- que se realicen de manera diferente a lo que estábamos acostumbrados.

Superar la barrera de desigualdad que históricamente ha vivido la jerarquía y el laicado y que ha llevado a que no todos participen en los niveles de decisión eclesial, será una tarea muy ardua y difícil. Pero lo que más llama la atención o parece casi inconcebible es que en grupos de iglesia formados solo por laicado también se presente tanta resistencia a dar participación plena a todos los miembros que conforman aquellos grupos. Conozco algunas asociaciones de fieles laicos que, en sus orígenes, se constituyeron con diversos tipos de grupos: uno de ellos que centraliza las instancias de decisión y los otros que, compartiendo la misión, no participan en los niveles de gobierno. A lo largo de las últimas décadas se ha visto que un laicado activo -como se ha buscado vivir en el postconcilio- implicaba niveles de mayor participación de todos los miembros de cualquier grupo eclesial. Por eso, algunas de estas asociaciones han hecho procesos para dar mayor participación en los niveles de misión y de gobierno. Pero ante esa propuesta, se han levantado algunas voces invocando el carisma fundacional donde pareciera que el fundador o fundadora habría dispuesto esa jerarquía entre grupos como algo constitutivo y, por tanto, hacer cualquier cambio, sería atentar contra dicho carisma. Algunos procesos que llevaban un buen tiempo de reflexión y de puesta en práctica de un modelo mucho más sinodal se han parado por esas voces que no están dispuestas a cambiar.

Valga este ejemplo para recordar que un carisma nace en el seno de la iglesia y tiene su vigencia en la medida que siga siendo significativo para los modelos eclesiales que los signos de los tiempos van configurando. Además, es importante saber que la tradición eclesial tiene tres funciones: (1) Función constructiva: es la forma fundacional en la que se sustenta y desarrolla un carisma. (2) Función de conservación: corresponde a la fidelidad de los seguidores para mantener la sustancia vital del carisma recibido (3) Función innovadora: que se refiere a la capacidad de apropiarse del carisma fundacional y, manteniendo la fidelidad, recrearlo en los nuevos contextos, de manera que responda verdaderamente a los desafíos de cada tiempo presente. Un carisma que no asume los modelos eclesiales que el espíritu va suscitando, no puede mantener su vitalidad y significado y es sensato preguntarse si tiene sentido seguir manteniéndolo.

Muchas personas que apelan a la fidelidad carismática para no dejar que haya cambios, parecen olvidar, negar o no conocer la tercera función de toda tradición eclesial y, sobre todo, da la impresión de que divorcian el carisma del modelo de Iglesia que la actualidad reclama. Si es urgente que clero y laicado, caminen juntos, con más razón, es indispensable que todos los miembros de una asociación laical, por ejemplo, tengan voz y voto para dar testimonio de una iglesia capaz de bajar para que todos crezcan, de desprenderse para vivir el poder como servicio y no como honor, de mirar a la iglesia de los orígenes donde el ideal de “la mesa común” hizo posible vivir una fraternidad/sororidad, signo del Reino.

En definitiva, toda la Iglesia ha de ponerse en camino para hacer posible un modelo de Iglesia sinodal. Como ya dije, está siendo muy difícil que la jerarquía dé un paso decisivo en ese sentido -ni siquiera el mismo papa Francisco ha logrado llevar a cabo la tan esperada reforma de la Curia-. Pero, ¿no podría el laicado empujar ese cambio? El Dicasterio para los laicos, la vida y la familia que coordina las asociaciones de fieles laicos decretó hace poco que “Todos los miembros “pleno iure” (pleno derecho) tendrán voz activa, directa o indirectamente en la constitución de las instancias que eligen al órgano central de gobierno a nivel internacional”. Ojalá que algunas asociaciones de fieles donde ese pleno derecho de todos sus miembros de participar en instancias de decisión y de gobierno no es una realidad, no se queden pensando y en el peor de los casos -argumentando desde el carisma fundacional- para resistirse a hacer visible una Iglesia sinodal que, en definitiva, si los fundadores o fundadoras hoy vivieran, seguramente no dudarían en acoger esta voz del Espíritu que clama al cielo por un cambio para que la Iglesia salga de su anquilosamiento y se disponga a ser signo creíble de un “caminar juntos” de hecho y de derecho.

 

domingo, 22 de agosto de 2021

 

La próxima Asamblea Eclesial: un paso en el largo y difícil camino hacia una Iglesia sinodal

 


Seguimos en el camino de la “Asamblea Eclesial de América Latina y El Caribe” que fue inaugurada en enero de este año y tendrá su realización presencial en ciudad de México del 21 al 28 de noviembre en México (también se participará vía virtual). Actualmente se está en la “fase de escucha” que culminará el próximo 30 de agosto.

Por recordar algo para quienes no han seguido este evento, la iniciativa de esta Asamblea fue del papa Francisco quien, ante la petición de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) de celebrar la VI Conferencia (recordemos que la V fue la de Aparecida en 2007), propuso que en su lugar se celebrara una Asamblea Eclesial porque le parecía que podría ser más acorde con la idea de una Iglesia sinodal -según lo que Él mismo ha dicho sobre lo que tiene que ser la Iglesia del tercer milenio-, para que el laicado y la vida religiosa pudiera participar en pie de igualdad con los obispos. Quienes están implicados en esa tarea, están muy entusiasmados y esperan que, de verdad, el espacio de escucha sea aprovechado y que muchos participen -sea a nivel personal o grupal-, dejando sus reflexiones en la página web de la Asamblea, donde hay espacio para ello.

Personalmente he participado de algunos encuentros, organizados por diferentes movimientos laicales o de vida religiosa, con la intención de tratar algunas temáticas y así realizar un aporte que recoja el sentir de más personas. Creo que esos encuentros han sido ricos en sus reflexiones y anima ver cómo hay confianza de que “algo” va a cambiar en la Iglesia. Yo quiero que así sea, espero que así sea, confío que así sea.

Pero al mismo tiempo, tengo temores legítimos porque todavía veo que los que más participan son los grupos “establecidos” en la dinámica eclesial y sus aportes van en la línea de lo comúnmente aceptado. Aún, me parece, que no encontramos los mecanismos adecuados para que los que no están en la Iglesia o los que la dejaron por alguna razón, participen activamente diciéndonos lo que ven desde su posición. Esa sería una “escucha” muy valiosa porque entenderíamos mejor por dónde van los desafíos actuales -no desde el horizonte religioso que vivimos- sino desde el mundo tal como él es y dónde, sin duda, Dios habita, habla y nos interpela.

Pero también desde los que participamos activamente sería muy interesante que nos hiciéramos preguntas hondas y desafiantes. Pero no lo he visto demasiado ni en los encuentros que he estado, ni en los foros que se han propuesto en la página web de la Asamblea. En estos últimos he leído algunas intervenciones desde el horizonte de “conservar” lo que siempre fue así y de lamentarse por el mundo “perdido y pecador” que rechaza a la Iglesia. En los encuentros, aunque se han convocado con temas de actualidad, se percibe que falta mucho para una conciencia crítica que promueva y pida que se haga realidad un cambio de modelo eclesial, un fin del clericalismo, una participación plena del laicado y, especialmente, de las mujeres, etc.

En este sentido quiero recordar lo que dice el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad: un modelo de Iglesia sinodal implica a los sujetos, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales.

El que implique a los sujetos supone que revisemos a fondo el clericalismo que marca nuestra iglesia actual y se señalen formas, actitudes, estructuras que lo mantienen, buscando caminos que lo transformen. Y, por parte del laicado y vida religiosa supone que nos apropiemos de la participación plena a la que tenemos derecho. Y por plena me refiero a que tengamos “voz y voto” en los niveles de decisión. A este nivel hay mucha confusión en las mismas personas porque cuando se plantean estas demandas, muchos salen a “defender” diciendo que a ellos nunca les han impedido “servir” en la Iglesia y que “de hecho” el laicado y, especialmente las mujeres, organizan y llevan adelante la pastoral eclesial. Y, sí, eso ocurre en la mayoría de los casos. Pero una cosa es servir y hacer y otra cosa es pensar, planear y dirigir. Las dos cosas son necesarias y han de ser ejecutadas -sin ninguna exclusión- por todos los miembros del Pueblo de Dios, a los que la dignidad del bautismo, les hace “sacerdotes, profetas y reyes”, en sentido pleno.

Sobre las estructuras eclesiales se necesita repensar a fondo este modelo eclesial centrado en el clero, en la parroquia, en el obispo, en el papa, etc. Ya es hora de proponer modelos más circulares, donde hasta externamente se vea que en la iglesia “no hay diferencia entre quien es judío y griego, esclavo y libre, varón y mujer” (Gál 3, 28).

Sobre los procesos sinodales, es muy valioso este proceso de escucha que la Asamblea Eclesial está propiciando. Pero la difusión para que más gente participe, no ha sido suficiente y queda ver cómo se recogen los aportes y qué papel jugarán en la realización de la Asamblea. En el Sínodo de la Amazonía hubo también una participación valiosa pero no sé si se “escuchó” en verdad el sentir del pueblo de Dios, al menos en lo que respecta a las mujeres. La Exhortación “Querida Amazonía” fue muy contraria en este último punto, a lo pedido insistentemente.

Finalmente, los acontecimientos sinodales serán los que muestren si, en verdad, se comienza a proceder de manera diferente en la Iglesia para hacerla verdaderamente sinodal. Me parece que la Asamblea Eclesial, siendo un espacio valioso, no tiene la categoría de una Conferencia o de un Sínodo. ¿Tendrá repercusión dicha Asamblea? Y ¿cuándo se propondrá un “acontecimiento sinodal” que de verdad incluya al laicado en su seno para testimoniar que la Iglesia apuesta por un modelo de Iglesia sinodal? Es lo que hay que seguir pidiendo, empujando, proponiendo. Tal vez algún día, el Espíritu, que nos sigue inquietando a muchos de los que amamos a la Iglesia y a otros que, habiéndola dejado, tienen razón en las críticas que hacen, sea escuchado con todas las consecuencias y no nos contentemos con pequeños pasos que, siendo necesarios, no son suficientes para la renovación eclesial que con tanta urgencia este tiempo exige, si no queremos que el éxodo de tantas personas siga creciendo.

 

martes, 10 de agosto de 2021

 

María, plenitud de mujer

(A propósito de la fiesta de la Asunción)

 

Una vez más, recordaremos, el próximo 15 de agosto, la fiesta de la Asunción de la Virgen María. Este no es un dato bíblico, pero si un dogma proclamado por petición del pueblo de Dios que reconoció en María una ‘plenitud de vida’ que alguien como ella, sin duda, alcanzó.

Ahora bien, cada momento histórico interpreta la plenitud de vida según sus percepciones, imaginarios, situaciones, comprensiones alcanzadas. De ahí que la figura de María que todavía más cala en el imaginario de muchas personas es la de aquella mujer obediente a la voluntad de Dios, disponible para cumplir su querer, solicita con las necesidades de todos, madre amorosa que no niega a ninguno de sus hijos sus peticiones. También se reconoce en ella la mujer fuerte que estuvo al pie de la cruz acompañando a su Hijo en el momento más difícil y doloroso de su vida, sin perder la fe y la fidelidad prometida a Dios. Su plenitud de vida se ha reconocido, por tanto, en el horizonte asignado a las mujeres en la sociedad y en la iglesia: fieles, serviciales, humildes, capaces de entregarlo todo sin pedir nada a cambio.

La pregunta que surge hoy es si este modelo de mujer le dice algo a las jóvenes de hoy e, incluso a tantas mujeres adultas que han tomado conciencia de que la vida plena no significa solamente ‘entrega, renuncia y sacrificio por amor a los demás’, sino que ha de suponer también dignidad personal, lo cual implica, derechos y protagonismo, palabra y autoridad, descanso y fiesta, posibilidad de romper todas las barreras que por razón de su sexo se le han impuesto -a nivel civil, social, político, educativo, laboral, familiar, económico, eclesial, etc.-.

Surge entonces esa otra figura de María profundamente bíblica, aquella que según Lucas canta el Magnificat -texto profético y revelador de cómo actúa Dios: “derribando a los poderosos de sus tronos y ensalzando a los humildes, colmando de bienes a los hambrientos y despidiendo vacíos a los ricos” (Lc 2, 52-53) y que acoge el plan de Dios no con la sumisión de quién se doblega ante el que es más grande que ella, sino que dialoga para entender la propuesta –“¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?” (Lc 2, 34). También la María que, según el evangelio de Juan, acepta con un protagonismo activo acompañar la misión de su Hijo –“Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5) y en el momento de la cruz, cuando “Jesús entrega su espíritu” (Jn 19,30), recibe a otro hijo -Juan- concretando así la familia de los hijos e hijas de Dios (Jn 19, 26) que supera los lazos de sangre e inaugurando la naciente Iglesia que Lucas, en Hechos de los Apóstoles, expresará ya constituida con la venida del Espíritu Santo (Hch 1, 12-14).

No es que acomodemos a María a nuestros intereses personales o a las modas de cada momento. Es que el Dios que se revela en la historia sigue actuando en cada presente y nos permite interpretar de nuevas maneras la Palabra de Dios que dicha en un momento histórico -con sus géneros literarios, costumbres, códigos, visiones de su época-, es capaz de seguir hablando para todos los momentos haciendo posible que no pierda su vigencia y siga iluminando el caminar de los varones y mujeres de este presente.

Precisamente la hermenéutica feminista, ha permitido releer los textos desde la realidad de las mujeres y subrayar lo que en otro contexto quedó invisibilizado; entender los alcances y límites de todo texto bíblico y distinguir la revelación de las categorías socioculturales de un momento determinado. Por eso puede y debe proponer nuevos sentidos que iluminen este presente y transformen todo aquello que no corresponde a la intencionalidad del querer de Dios.

Desde aquí es posible afirmar que la vida plena que la Iglesia reconoció en la Virgen María y expresó como ‘asunta en cuerpo y alma al cielo’, hoy invita a seguir trabajando por esa vida plena para todas las mujeres de todas las edades, de todas las culturas, de todas las religiones. Celebrar la asunción de la Virgen María supone comprometernos a hacer posible ya -aquí y ahora- la erradicación de toda violencia contra las mujeres y el reconocimiento pleno de sus derechos, sin ninguna exclusión en razón de su sexo.

Es verdad que en muchos lugares ya existe una legislación que ha superado las muchas barreras que tuvieron las mujeres durante siglos. Que sigue creciendo la conciencia de la urgencia de transformar la sociedad patriarcal y machista por una sociedad igualitaria e incluyente en el que las mujeres no ocupen un segundo lugar. Que hay más educación, más posibilidades, más equidad para las mujeres. Pero también es verdad que hay muchos frenos, temores y prejuicios frente a esta nueva manera de ser mujeres y, no pocas veces, liderados por las iglesias. Por eso repensar nuestras fiestas religiosas y, especialmente, recuperar la ‘vida plena’ que María nos señala, no es una estrategia feminista sino una exigencia ética y evangélica de liberar a la Virgen de los estereotipos patriarcales, para encontrarla como abanderada de esa igualdad fundamental que la comunidad que surgió en torno a Jesús proclamó como querer de Dios y que Pablo expresó en la conocida cita de su carta a los Gálatas: “ya no hay judío, ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús” (3,28). En otras palabras, celebrar la Asunción de María es seguir creyendo que si en ella fue posible esa vida plena, también debe serlo para todas las mujeres, aquí y ahora, sin ninguna excepción.