La otra pandemia
de nuestro tiempo: la violencia contra las mujeres
Olga Consuelo Vélez
El próximo 25 de noviembre
conmemoramos nuevamente el “Día Internacional de la Eliminación de la violencia
contra la mujer”. Lo ideal sería que ya no hubiera que conmemorarlo, ni fuera
necesario seguir insistiendo en la necesidad de erradicar dicha violencia, sino
que se pudiera afirmar que ya ninguna mujer sufre en razón de su sexo. Pero
mientras llega ese día, sólo queda seguir insistiendo en develar tal violencia
que, tantas veces, es solapada, disimulada, justificada y supone todo un
esfuerzo evidenciarla y mostrar que no se puede tolerar de ninguna manera. La sociedad
patriarcal en la que vivimos la ha introyectado tanto en la conciencia de
varones y mujeres, jóvenes y adultos que, por mucho que se muestren las
evidencias, más de uno las niega sistemáticamente.
El origen de esta conmemoración
se remonta a las hermanas Mirabal -Patria, Minerva y María Teresa- dominicanas
que lucharon contra la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y, como a tantos
que luchan, las asesinaron vilmente, pretendiendo hacer pasar su muerte como un
accidente. Pero, en realidad, fueron secuestradas y asesinadas por los agentes
del Servicio de Inteligencia militar dominicano el 25 de noviembre de 1960. Pero
fue el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe de 1981, el que
propuso que el asesinato de las hermanas Mirabal fuera recordado como día
contra la violencia hacia las mujeres. Más adelante, en 1993, la ONU aprobó la
Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer reiterando su
derecho a la igualdad, la seguridad y la dignidad y en el año 2000, declaró
oficialmente esta fecha como Día Internacional de la eliminación de la
violencia contra la mujer.
Independiente de conmemoraciones,
lo cierto es que la violencia contra las mujeres sigue, como lo constatan,
entre otros, los informes de la ONU. Según este organismo, un 35% de las
mujeres de todo el mundo han sufrido violencia física o sexual en algún momento
de sus vidas y 137 mujeres son asesinadas cada día por miembros de la propia
familia. Las mujeres y niñas representan el 72% de las víctimas globales de
trata de seres humanos y las adolescentes tienen el mayor riesgo de
experimentar relaciones sexuales forzadas. Con la pandemia la violencia contra
las mujeres aumentó considerablemente pero solo un 40%, ha denunciado las
agresiones que esta situación ha supuesto para ellas.
Las cifras nos alertan y reflejan
algo del panorama mundial. Pero cada persona puede detenerse a mirar a su
alrededor y darse cuenta cómo se vive esa violencia contra la mujer. Personalmente
veo que muchas jovencitas están comenzando a crecer con otra forma de
percibirse -exigiendo sus derechos- y eso da esperanza de que llegará el día
para el cambio. Pero muchas otras repiten la historia de sus progenitoras:
madres a temprana edad y viviendo la interminable cadena de violencias que se
desprenden de las relaciones que se establecen en nuestras sociedades
patriarcales, donde la mujer carga con la peor parte y depende en muchos
sentidos del varón.
Pero, lo que más me sorprende, es
la cantidad de mujeres que rondan los treinta-cuarenta años, con estudios y carreras
profesionales exitosas que establecen relaciones con parejas violentas, pero no
los denuncian, sino que lo disimulan y, las que llegan a separarse, guardan esa
historia como un secreto y aducen que no dicen nada para no dañar la carrera
profesional de la expareja o para evitar represalias.
También hay muchas mujeres
profesionales que dicen no sentirse ofendidas, maltratadas, invisibilizadas,
violentadas, ni con gestos, palabras, actitudes, estructuras o acciones
concretas. Señalan que las mujeres pueden obtener lo que quieran y no deben
existir cuotas de género porque eso es darles alguna ventaja que no deben
aceptar. Seguro han vivido situaciones privilegiadas, pero también puede ser
que prefieren no enfrentar esta realidad porque algo tendrían que reconocer
sobre sí mismas y cuando la verdad es dolorosa, se evita fácilmente. No parece
que se hubieran enterado de que la sociedad patriarcal a todos nos condiciona
y, de alguna manera, todas hemos sufrido por ella.
Y, conozco también muchas otras
que no sufren violencia física sino psicológica: constantemente sus parejas las
critican, les exigen incluso económicamente para sostener el hogar y, aunque a
simple vista parecen tan liberadas y tranquilas, solo con observar un poco, se
percibe esa doble carga de la mujer en el hogar y esa violencia patriarcal
expresada de tantas y variadas formas. Por supuesto, las realidades que he señalado
no se cumplen en todas las mujeres y, muchas tienen una conciencia feminista
muy honda y están abriendo caminos de liberación y nuevas perspectivas para las
mujeres.
Pero la reflexión que quiero
hacer es sobre todo desde el punto de vista creyente. Todavía no hay muchas
voces que se levanten en nombre de la fe denunciando toda la violencia ejercida
sobre las mujeres. No hay una autocrítica sobre la espiritualidad que se vive,
permitiendo tanta violencia sin que se exija un cambio. Es importante
incorporar esta realidad como un compromiso cristiano ineludible en aras de
coherencia con la dignidad inviolable de todo ser humano, en este caso, de las
mujeres. Y no solo levantar la voz frente a las violencias que se viven en la
sociedad sino también las de dentro de la Iglesia porque mantener esquemas
asimétricos entre varones y mujeres en su seno, es también violencia ejercida
contra ellas, contrario al plan divino de salvación que no admite ninguna
diferencia en razón del sexo: “(…) ya hay diferencia entre varón y mujer porque
todos son uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).
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