domingo, 22 de agosto de 2021

 

La próxima Asamblea Eclesial: un paso en el largo y difícil camino hacia una Iglesia sinodal

 


Seguimos en el camino de la “Asamblea Eclesial de América Latina y El Caribe” que fue inaugurada en enero de este año y tendrá su realización presencial en ciudad de México del 21 al 28 de noviembre en México (también se participará vía virtual). Actualmente se está en la “fase de escucha” que culminará el próximo 30 de agosto.

Por recordar algo para quienes no han seguido este evento, la iniciativa de esta Asamblea fue del papa Francisco quien, ante la petición de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) de celebrar la VI Conferencia (recordemos que la V fue la de Aparecida en 2007), propuso que en su lugar se celebrara una Asamblea Eclesial porque le parecía que podría ser más acorde con la idea de una Iglesia sinodal -según lo que Él mismo ha dicho sobre lo que tiene que ser la Iglesia del tercer milenio-, para que el laicado y la vida religiosa pudiera participar en pie de igualdad con los obispos. Quienes están implicados en esa tarea, están muy entusiasmados y esperan que, de verdad, el espacio de escucha sea aprovechado y que muchos participen -sea a nivel personal o grupal-, dejando sus reflexiones en la página web de la Asamblea, donde hay espacio para ello.

Personalmente he participado de algunos encuentros, organizados por diferentes movimientos laicales o de vida religiosa, con la intención de tratar algunas temáticas y así realizar un aporte que recoja el sentir de más personas. Creo que esos encuentros han sido ricos en sus reflexiones y anima ver cómo hay confianza de que “algo” va a cambiar en la Iglesia. Yo quiero que así sea, espero que así sea, confío que así sea.

Pero al mismo tiempo, tengo temores legítimos porque todavía veo que los que más participan son los grupos “establecidos” en la dinámica eclesial y sus aportes van en la línea de lo comúnmente aceptado. Aún, me parece, que no encontramos los mecanismos adecuados para que los que no están en la Iglesia o los que la dejaron por alguna razón, participen activamente diciéndonos lo que ven desde su posición. Esa sería una “escucha” muy valiosa porque entenderíamos mejor por dónde van los desafíos actuales -no desde el horizonte religioso que vivimos- sino desde el mundo tal como él es y dónde, sin duda, Dios habita, habla y nos interpela.

Pero también desde los que participamos activamente sería muy interesante que nos hiciéramos preguntas hondas y desafiantes. Pero no lo he visto demasiado ni en los encuentros que he estado, ni en los foros que se han propuesto en la página web de la Asamblea. En estos últimos he leído algunas intervenciones desde el horizonte de “conservar” lo que siempre fue así y de lamentarse por el mundo “perdido y pecador” que rechaza a la Iglesia. En los encuentros, aunque se han convocado con temas de actualidad, se percibe que falta mucho para una conciencia crítica que promueva y pida que se haga realidad un cambio de modelo eclesial, un fin del clericalismo, una participación plena del laicado y, especialmente, de las mujeres, etc.

En este sentido quiero recordar lo que dice el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad: un modelo de Iglesia sinodal implica a los sujetos, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales.

El que implique a los sujetos supone que revisemos a fondo el clericalismo que marca nuestra iglesia actual y se señalen formas, actitudes, estructuras que lo mantienen, buscando caminos que lo transformen. Y, por parte del laicado y vida religiosa supone que nos apropiemos de la participación plena a la que tenemos derecho. Y por plena me refiero a que tengamos “voz y voto” en los niveles de decisión. A este nivel hay mucha confusión en las mismas personas porque cuando se plantean estas demandas, muchos salen a “defender” diciendo que a ellos nunca les han impedido “servir” en la Iglesia y que “de hecho” el laicado y, especialmente las mujeres, organizan y llevan adelante la pastoral eclesial. Y, sí, eso ocurre en la mayoría de los casos. Pero una cosa es servir y hacer y otra cosa es pensar, planear y dirigir. Las dos cosas son necesarias y han de ser ejecutadas -sin ninguna exclusión- por todos los miembros del Pueblo de Dios, a los que la dignidad del bautismo, les hace “sacerdotes, profetas y reyes”, en sentido pleno.

Sobre las estructuras eclesiales se necesita repensar a fondo este modelo eclesial centrado en el clero, en la parroquia, en el obispo, en el papa, etc. Ya es hora de proponer modelos más circulares, donde hasta externamente se vea que en la iglesia “no hay diferencia entre quien es judío y griego, esclavo y libre, varón y mujer” (Gál 3, 28).

Sobre los procesos sinodales, es muy valioso este proceso de escucha que la Asamblea Eclesial está propiciando. Pero la difusión para que más gente participe, no ha sido suficiente y queda ver cómo se recogen los aportes y qué papel jugarán en la realización de la Asamblea. En el Sínodo de la Amazonía hubo también una participación valiosa pero no sé si se “escuchó” en verdad el sentir del pueblo de Dios, al menos en lo que respecta a las mujeres. La Exhortación “Querida Amazonía” fue muy contraria en este último punto, a lo pedido insistentemente.

Finalmente, los acontecimientos sinodales serán los que muestren si, en verdad, se comienza a proceder de manera diferente en la Iglesia para hacerla verdaderamente sinodal. Me parece que la Asamblea Eclesial, siendo un espacio valioso, no tiene la categoría de una Conferencia o de un Sínodo. ¿Tendrá repercusión dicha Asamblea? Y ¿cuándo se propondrá un “acontecimiento sinodal” que de verdad incluya al laicado en su seno para testimoniar que la Iglesia apuesta por un modelo de Iglesia sinodal? Es lo que hay que seguir pidiendo, empujando, proponiendo. Tal vez algún día, el Espíritu, que nos sigue inquietando a muchos de los que amamos a la Iglesia y a otros que, habiéndola dejado, tienen razón en las críticas que hacen, sea escuchado con todas las consecuencias y no nos contentemos con pequeños pasos que, siendo necesarios, no son suficientes para la renovación eclesial que con tanta urgencia este tiempo exige, si no queremos que el éxodo de tantas personas siga creciendo.

 

martes, 10 de agosto de 2021

 

María, plenitud de mujer

(A propósito de la fiesta de la Asunción)

 

Una vez más, recordaremos, el próximo 15 de agosto, la fiesta de la Asunción de la Virgen María. Este no es un dato bíblico, pero si un dogma proclamado por petición del pueblo de Dios que reconoció en María una ‘plenitud de vida’ que alguien como ella, sin duda, alcanzó.

Ahora bien, cada momento histórico interpreta la plenitud de vida según sus percepciones, imaginarios, situaciones, comprensiones alcanzadas. De ahí que la figura de María que todavía más cala en el imaginario de muchas personas es la de aquella mujer obediente a la voluntad de Dios, disponible para cumplir su querer, solicita con las necesidades de todos, madre amorosa que no niega a ninguno de sus hijos sus peticiones. También se reconoce en ella la mujer fuerte que estuvo al pie de la cruz acompañando a su Hijo en el momento más difícil y doloroso de su vida, sin perder la fe y la fidelidad prometida a Dios. Su plenitud de vida se ha reconocido, por tanto, en el horizonte asignado a las mujeres en la sociedad y en la iglesia: fieles, serviciales, humildes, capaces de entregarlo todo sin pedir nada a cambio.

La pregunta que surge hoy es si este modelo de mujer le dice algo a las jóvenes de hoy e, incluso a tantas mujeres adultas que han tomado conciencia de que la vida plena no significa solamente ‘entrega, renuncia y sacrificio por amor a los demás’, sino que ha de suponer también dignidad personal, lo cual implica, derechos y protagonismo, palabra y autoridad, descanso y fiesta, posibilidad de romper todas las barreras que por razón de su sexo se le han impuesto -a nivel civil, social, político, educativo, laboral, familiar, económico, eclesial, etc.-.

Surge entonces esa otra figura de María profundamente bíblica, aquella que según Lucas canta el Magnificat -texto profético y revelador de cómo actúa Dios: “derribando a los poderosos de sus tronos y ensalzando a los humildes, colmando de bienes a los hambrientos y despidiendo vacíos a los ricos” (Lc 2, 52-53) y que acoge el plan de Dios no con la sumisión de quién se doblega ante el que es más grande que ella, sino que dialoga para entender la propuesta –“¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?” (Lc 2, 34). También la María que, según el evangelio de Juan, acepta con un protagonismo activo acompañar la misión de su Hijo –“Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5) y en el momento de la cruz, cuando “Jesús entrega su espíritu” (Jn 19,30), recibe a otro hijo -Juan- concretando así la familia de los hijos e hijas de Dios (Jn 19, 26) que supera los lazos de sangre e inaugurando la naciente Iglesia que Lucas, en Hechos de los Apóstoles, expresará ya constituida con la venida del Espíritu Santo (Hch 1, 12-14).

No es que acomodemos a María a nuestros intereses personales o a las modas de cada momento. Es que el Dios que se revela en la historia sigue actuando en cada presente y nos permite interpretar de nuevas maneras la Palabra de Dios que dicha en un momento histórico -con sus géneros literarios, costumbres, códigos, visiones de su época-, es capaz de seguir hablando para todos los momentos haciendo posible que no pierda su vigencia y siga iluminando el caminar de los varones y mujeres de este presente.

Precisamente la hermenéutica feminista, ha permitido releer los textos desde la realidad de las mujeres y subrayar lo que en otro contexto quedó invisibilizado; entender los alcances y límites de todo texto bíblico y distinguir la revelación de las categorías socioculturales de un momento determinado. Por eso puede y debe proponer nuevos sentidos que iluminen este presente y transformen todo aquello que no corresponde a la intencionalidad del querer de Dios.

Desde aquí es posible afirmar que la vida plena que la Iglesia reconoció en la Virgen María y expresó como ‘asunta en cuerpo y alma al cielo’, hoy invita a seguir trabajando por esa vida plena para todas las mujeres de todas las edades, de todas las culturas, de todas las religiones. Celebrar la asunción de la Virgen María supone comprometernos a hacer posible ya -aquí y ahora- la erradicación de toda violencia contra las mujeres y el reconocimiento pleno de sus derechos, sin ninguna exclusión en razón de su sexo.

Es verdad que en muchos lugares ya existe una legislación que ha superado las muchas barreras que tuvieron las mujeres durante siglos. Que sigue creciendo la conciencia de la urgencia de transformar la sociedad patriarcal y machista por una sociedad igualitaria e incluyente en el que las mujeres no ocupen un segundo lugar. Que hay más educación, más posibilidades, más equidad para las mujeres. Pero también es verdad que hay muchos frenos, temores y prejuicios frente a esta nueva manera de ser mujeres y, no pocas veces, liderados por las iglesias. Por eso repensar nuestras fiestas religiosas y, especialmente, recuperar la ‘vida plena’ que María nos señala, no es una estrategia feminista sino una exigencia ética y evangélica de liberar a la Virgen de los estereotipos patriarcales, para encontrarla como abanderada de esa igualdad fundamental que la comunidad que surgió en torno a Jesús proclamó como querer de Dios y que Pablo expresó en la conocida cita de su carta a los Gálatas: “ya no hay judío, ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús” (3,28). En otras palabras, celebrar la Asunción de María es seguir creyendo que si en ella fue posible esa vida plena, también debe serlo para todas las mujeres, aquí y ahora, sin ninguna excepción.

lunes, 2 de agosto de 2021

 Libertades individuales y bien común

 


La tensión entre las libertades individuales y el bien común siempre existirá refiriéndose a muchas situaciones de cada día. Con el coronavirus de nuevo esa tensión ha salido a la luz y no es fácil ponerse de acuerdo. Desde Francia y otros países que se precian de la defensa de las libertades individuales hasta los países que ni siquiera tienen todavía acceso a las vacunas, hay muchos que piensan que no les deben imponer nada porque sería violentar sus libertades, como muchos otros que defienden la necesidad de que haya regulaciones y se decreten las medidas necesarias para garantizar la marcha de la sociedad. Y así seguiremos en ese debate y tal vez nunca logremos estar de acuerdo.

Pero me quiero referir a las experiencias religiosas y, concretamente al cristianismo, en el que la propuesta central es la fraternidad/sororidad, el bien común, la defensa del más desfavorecido, el compartir de bienes, etc., para cuestionar si, en verdad, nuestra fe se pone en primer plano para funcionar en la sociedad, si nuestro testimonio es claro y creíble, si lo que predicamos lo aplicamos.

Independiente de que el Estado regule o no, la coherencia entre lo que creemos y vivimos podría ser mucho más evidente en nuestra sociedad. Si el coronavirus es tan contagioso ¿cómo es posible que dudemos en tomar todas las medidas necesarias -y hasta exagerando- para evitar que los demás sean contagiados? Si la muerte ha golpeado tan real y de manera indiscriminada a tantos, ¿cómo no evitar a toda costa que las personas mueran y que se colasen los servicios de salud pública? Sinceramente a mi me parece tan obvio que, desde la fe, lo que nos interese sea el bien común, que no logro entender por qué tantas personas de fe, no se disponen con diligencia y generosidad a pensar en los otros/as antes que en sí mismos.

Ya la Conferencia Episcopal Latinoamericana y Caribeña celebrada en Puebla (1979) la Iglesia se preguntaba cómo era posible que, en un continente creyente, fuera tan inmensa la brecha entre ricos y pobres, tan inmensa la injusticia estructural. Y han pasado más de cuarenta años y la pregunta sigue vigente porque quienes luchan por erradicar la injusticia estructural y buscan caminos de transformación social, muchas veces son las personas menos creyentes, mientras que tantas otras que se precian de ser cristianas, engrosan cada vez más las tendencias neoliberales y las visiones de extrema derecha, fundamentadas en el beneficio propio, en las libertades individuales, en la mayor ganancia, en el progreso de los más fuertes.

La vida cristiana podría sacudirse de su ceguera evangélica y lanzarse a vivir lo más propio de ella: la acogida del reino de Dios que se inauguró con Jesús, en la comunidad de hermanos y hermanas que testimonian la fraternidad/sororidad de los hijos e hijas de Dios. Esto implicaría que fuéramos los primeros en apostar por el bien común en todos los casos, en todas las circunstancias, en todos los momentos. Por supuesto el bien común limita nuestra libertad individual, impide que tengamos más beneficios propios, deja en segundo lugar los intereses particulares para que el bien de los demás se ponga en primer plano. Esto es lo que Francisco expresó muy bien en la Encíclica Fratelli Tutti (n. 120), refiriéndose a la propiedad privada: “(…) Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. En esta línea recuerdo que la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada. El principio del uso común de los bienes creados para todos es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social, es un derecho natural, originario y prioritario. Todos los demás derechos sobre los bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de la propiedad privada y cualquier otro, no deben estorbar, antes, al contrario, facilitar su realización (…). El derecho a la propiedad privada sólo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados, y eso tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.

Y más sencillo aún, el mandamiento del amor: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” (Mc 12, 28-31) es a la vez, tan claro y tan determinante, que solo con tenerlo presente podría ser suficiente para que los cristianos antepongamos el propio interés, frente al bien común. Hablar de comunidad no es un slogan, una moda o una característica abstracta. Es vivir con otros/as en la vida real, con lo que ella nos trae cada día y que en este tiempo pasa por el control del coronavirus, la distribución de los bienes de la tierra, el cuidado de la cosa común, y tantos otros desafíos actuales que reclaman mucha calidad humana, mucha honestidad y verdaderos principios éticos. Y si los que nos decimos creyentes no vamos de primeras mostrando que creemos en el Padre/Madre de todos y por eso anteponemos los propios intereses en favor del bien común ¿de qué fe estamos hablando?