En este espacio se consignan reflexiones sobre los hechos que suceden vistos desde la fe y con el ánimo de suscitar conciencia crítica, reflexión y compromiso cristiano.
jueves, 26 de agosto de 2021
domingo, 22 de agosto de 2021
La próxima
Asamblea Eclesial: un paso en el largo y difícil camino hacia una
Iglesia sinodal
Seguimos en el camino de la “Asamblea Eclesial de América
Latina y El Caribe” que fue inaugurada en enero de este año y tendrá su
realización presencial en ciudad de México del 21 al 28 de noviembre en México
(también se participará vía virtual). Actualmente se está en la “fase de
escucha” que culminará el próximo 30 de agosto.
Por recordar algo para quienes no han seguido este evento,
la iniciativa de esta Asamblea fue del papa Francisco quien, ante la petición
de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) de celebrar la VI
Conferencia (recordemos que la V fue la de Aparecida en 2007), propuso que en
su lugar se celebrara una Asamblea Eclesial porque le parecía que podría ser más
acorde con la idea de una Iglesia sinodal -según lo que Él mismo ha dicho sobre
lo que tiene que ser la Iglesia del tercer milenio-, para que el laicado y la
vida religiosa pudiera participar en pie de igualdad con los obispos. Quienes
están implicados en esa tarea, están muy entusiasmados y esperan que, de
verdad, el espacio de escucha sea aprovechado y que muchos participen -sea a
nivel personal o grupal-, dejando sus reflexiones en la página web de la
Asamblea, donde hay espacio para ello.
Personalmente he participado de algunos encuentros,
organizados por diferentes movimientos laicales o de vida religiosa, con la
intención de tratar algunas temáticas y así realizar un aporte que recoja el
sentir de más personas. Creo que esos encuentros han sido ricos en sus
reflexiones y anima ver cómo hay confianza de que “algo” va a cambiar en la
Iglesia. Yo quiero que así sea, espero que así sea, confío que así sea.
Pero al mismo tiempo, tengo temores legítimos porque todavía
veo que los que más participan son los grupos “establecidos” en la dinámica
eclesial y sus aportes van en la línea de lo comúnmente aceptado. Aún, me
parece, que no encontramos los mecanismos adecuados para que los que no están
en la Iglesia o los que la dejaron por alguna razón, participen activamente
diciéndonos lo que ven desde su posición. Esa sería una “escucha” muy valiosa
porque entenderíamos mejor por dónde van los desafíos actuales -no desde el
horizonte religioso que vivimos- sino desde el mundo tal como él es y dónde,
sin duda, Dios habita, habla y nos interpela.
Pero también desde los que participamos activamente sería
muy interesante que nos hiciéramos preguntas hondas y desafiantes. Pero no lo
he visto demasiado ni en los encuentros que he estado, ni en los foros que se
han propuesto en la página web de la Asamblea. En estos últimos he leído
algunas intervenciones desde el horizonte de “conservar” lo que siempre fue así
y de lamentarse por el mundo “perdido y pecador” que rechaza a la Iglesia. En
los encuentros, aunque se han convocado con temas de actualidad, se percibe que
falta mucho para una conciencia crítica que promueva y pida que se haga
realidad un cambio de modelo eclesial, un fin del clericalismo, una participación
plena del laicado y, especialmente, de las mujeres, etc.
En este sentido quiero recordar lo que dice el documento de
la Comisión Teológica Internacional sobre la sinodalidad: un modelo de Iglesia
sinodal implica a los sujetos, las estructuras, los procesos y los
acontecimientos sinodales.
El que implique a los sujetos supone que revisemos a fondo
el clericalismo que marca nuestra iglesia actual y se señalen formas, actitudes,
estructuras que lo mantienen, buscando caminos que lo transformen. Y, por parte
del laicado y vida religiosa supone que nos apropiemos de la participación
plena a la que tenemos derecho. Y por plena me refiero a que tengamos “voz y
voto” en los niveles de decisión. A este nivel hay mucha confusión en las
mismas personas porque cuando se plantean estas demandas, muchos salen a “defender”
diciendo que a ellos nunca les han impedido “servir” en la Iglesia y que “de
hecho” el laicado y, especialmente las mujeres, organizan y llevan adelante la
pastoral eclesial. Y, sí, eso ocurre en la mayoría de los casos. Pero una cosa
es servir y hacer y otra cosa es pensar, planear y dirigir. Las dos cosas son
necesarias y han de ser ejecutadas -sin ninguna exclusión- por todos los
miembros del Pueblo de Dios, a los que la dignidad del bautismo, les hace “sacerdotes,
profetas y reyes”, en sentido pleno.
Sobre las estructuras eclesiales se necesita repensar a
fondo este modelo eclesial centrado en el clero, en la parroquia, en el obispo,
en el papa, etc. Ya es hora de proponer modelos más circulares, donde hasta
externamente se vea que en la iglesia “no hay diferencia entre quien es judío y
griego, esclavo y libre, varón y mujer” (Gál 3, 28).
Sobre los procesos sinodales, es muy valioso este proceso de
escucha que la Asamblea Eclesial está propiciando. Pero la difusión para que
más gente participe, no ha sido suficiente y queda ver cómo se recogen los
aportes y qué papel jugarán en la realización de la Asamblea. En el Sínodo de
la Amazonía hubo también una participación valiosa pero no sé si se “escuchó”
en verdad el sentir del pueblo de Dios, al menos en lo que respecta a las
mujeres. La Exhortación “Querida Amazonía” fue muy contraria en este último punto,
a lo pedido insistentemente.
Finalmente, los acontecimientos sinodales serán los que
muestren si, en verdad, se comienza a proceder de manera diferente en la Iglesia
para hacerla verdaderamente sinodal. Me parece que la Asamblea Eclesial, siendo
un espacio valioso, no tiene la categoría de una Conferencia o de un Sínodo.
¿Tendrá repercusión dicha Asamblea? Y ¿cuándo se propondrá un “acontecimiento
sinodal” que de verdad incluya al laicado en su seno para testimoniar que la Iglesia
apuesta por un modelo de Iglesia sinodal? Es lo que hay que seguir pidiendo,
empujando, proponiendo. Tal vez algún día, el Espíritu, que nos sigue
inquietando a muchos de los que amamos a la Iglesia y a otros que, habiéndola
dejado, tienen razón en las críticas que hacen, sea escuchado con todas las
consecuencias y no nos contentemos con pequeños pasos que, siendo necesarios,
no son suficientes para la renovación eclesial que con tanta urgencia este
tiempo exige, si no queremos que el éxodo de tantas personas siga creciendo.
martes, 10 de agosto de 2021
María, plenitud de
mujer
(A propósito de la fiesta de la Asunción)
Una vez más, recordaremos, el próximo 15 de agosto, la
fiesta de la Asunción de la Virgen María. Este no es un dato bíblico, pero si
un dogma proclamado por petición del pueblo de Dios que reconoció en María una ‘plenitud
de vida’ que alguien como ella, sin duda, alcanzó.
Ahora bien, cada momento histórico interpreta la plenitud de
vida según sus percepciones, imaginarios, situaciones, comprensiones
alcanzadas. De ahí que la figura de María que todavía más cala en el imaginario
de muchas personas es la de aquella mujer obediente a la voluntad de Dios,
disponible para cumplir su querer, solicita con las necesidades de todos, madre
amorosa que no niega a ninguno de sus hijos sus peticiones. También se reconoce
en ella la mujer fuerte que estuvo al pie de la cruz acompañando a su Hijo en
el momento más difícil y doloroso de su vida, sin perder la fe y la fidelidad
prometida a Dios. Su plenitud de vida se ha reconocido, por tanto, en el
horizonte asignado a las mujeres en la sociedad y en la iglesia: fieles,
serviciales, humildes, capaces de entregarlo todo sin pedir nada a cambio.
La pregunta que surge hoy es si este modelo de mujer le dice
algo a las jóvenes de hoy e, incluso a tantas mujeres adultas que han tomado
conciencia de que la vida plena no significa solamente ‘entrega, renuncia y
sacrificio por amor a los demás’, sino que ha de suponer también dignidad
personal, lo cual implica, derechos y protagonismo, palabra y autoridad,
descanso y fiesta, posibilidad de romper todas las barreras que por razón de su
sexo se le han impuesto -a nivel civil, social, político, educativo, laboral,
familiar, económico, eclesial, etc.-.
Surge entonces esa otra figura de María profundamente
bíblica, aquella que según Lucas canta el Magnificat -texto profético y revelador
de cómo actúa Dios: “derribando a los poderosos de sus tronos y ensalzando a
los humildes, colmando de bienes a los hambrientos y despidiendo vacíos a los
ricos” (Lc 2, 52-53) y que acoge el plan de Dios no con la sumisión de quién se
doblega ante el que es más grande que ella, sino que dialoga para entender la
propuesta –“¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?” (Lc 2, 34). También
la María que, según el evangelio de Juan, acepta con un protagonismo activo acompañar
la misión de su Hijo –“Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5) y en el momento de
la cruz, cuando “Jesús entrega su espíritu” (Jn 19,30), recibe a otro hijo
-Juan- concretando así la familia de los hijos e hijas de Dios (Jn 19, 26) que
supera los lazos de sangre e inaugurando la naciente Iglesia que Lucas, en
Hechos de los Apóstoles, expresará ya constituida con la venida del Espíritu
Santo (Hch 1, 12-14).
No es que acomodemos a María a nuestros intereses personales
o a las modas de cada momento. Es que el Dios que se revela en la historia
sigue actuando en cada presente y nos permite interpretar de nuevas maneras la
Palabra de Dios que dicha en un momento histórico -con sus géneros literarios,
costumbres, códigos, visiones de su época-, es capaz de seguir hablando para
todos los momentos haciendo posible que no pierda su vigencia y siga iluminando
el caminar de los varones y mujeres de este presente.
Precisamente la hermenéutica feminista, ha permitido releer
los textos desde la realidad de las mujeres y subrayar lo que en otro contexto
quedó invisibilizado; entender los alcances y límites de todo texto bíblico y
distinguir la revelación de las categorías socioculturales de un momento
determinado. Por eso puede y debe proponer nuevos sentidos que iluminen este
presente y transformen todo aquello que no corresponde a la intencionalidad del
querer de Dios.
Desde aquí es posible afirmar que la vida plena que la
Iglesia reconoció en la Virgen María y expresó como ‘asunta en cuerpo y alma al
cielo’, hoy invita a seguir trabajando por esa vida plena para todas las
mujeres de todas las edades, de todas las culturas, de todas las religiones.
Celebrar la asunción de la Virgen María supone comprometernos a hacer posible
ya -aquí y ahora- la erradicación de toda violencia contra las mujeres y el
reconocimiento pleno de sus derechos, sin ninguna exclusión en razón de su
sexo.
Es verdad que en muchos lugares ya existe una legislación
que ha superado las muchas barreras que tuvieron las mujeres durante siglos.
Que sigue creciendo la conciencia de la urgencia de transformar la sociedad
patriarcal y machista por una sociedad igualitaria e incluyente en el que las
mujeres no ocupen un segundo lugar. Que hay más educación, más posibilidades,
más equidad para las mujeres. Pero también es verdad que hay muchos frenos,
temores y prejuicios frente a esta nueva manera de ser mujeres y, no pocas
veces, liderados por las iglesias. Por eso repensar nuestras fiestas religiosas
y, especialmente, recuperar la ‘vida plena’ que María nos señala, no es una
estrategia feminista sino una exigencia ética y evangélica de liberar a la
Virgen de los estereotipos patriarcales, para encontrarla como abanderada de
esa igualdad fundamental que la comunidad que surgió en torno a Jesús proclamó
como querer de Dios y que Pablo expresó en la conocida cita de su carta a los
Gálatas: “ya no hay judío, ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque
todos son uno en Cristo Jesús” (3,28). En otras palabras, celebrar la Asunción
de María es seguir creyendo que si en ella fue posible esa vida plena, también
debe serlo para todas las mujeres, aquí y ahora, sin ninguna excepción.
lunes, 2 de agosto de 2021
Libertades individuales y bien común
La tensión entre las libertades individuales y el bien común
siempre existirá refiriéndose a muchas situaciones de cada día. Con el
coronavirus de nuevo esa tensión ha salido a la luz y no es fácil ponerse de
acuerdo. Desde Francia y otros países que se precian de la defensa de las
libertades individuales hasta los países que ni siquiera tienen todavía acceso
a las vacunas, hay muchos que piensan que no les deben imponer nada porque
sería violentar sus libertades, como muchos otros que defienden la necesidad de
que haya regulaciones y se decreten las medidas necesarias para garantizar la
marcha de la sociedad. Y así seguiremos en ese debate y tal vez nunca logremos
estar de acuerdo.
Pero me quiero referir a las experiencias religiosas y,
concretamente al cristianismo, en el que la propuesta central es la
fraternidad/sororidad, el bien común, la defensa del más desfavorecido, el
compartir de bienes, etc., para cuestionar si, en verdad, nuestra fe se pone en
primer plano para funcionar en la sociedad, si nuestro testimonio es claro y
creíble, si lo que predicamos lo aplicamos.
Independiente de que el Estado regule o no, la coherencia
entre lo que creemos y vivimos podría ser mucho más evidente en nuestra sociedad.
Si el coronavirus es tan contagioso ¿cómo es posible que dudemos en tomar todas
las medidas necesarias -y hasta exagerando- para evitar que los demás sean
contagiados? Si la muerte ha golpeado tan real y de manera indiscriminada a
tantos, ¿cómo no evitar a toda costa que las personas mueran y que se colasen
los servicios de salud pública? Sinceramente a mi me parece tan obvio que,
desde la fe, lo que nos interese sea el bien común, que no logro entender por
qué tantas personas de fe, no se disponen con diligencia y generosidad a pensar
en los otros/as antes que en sí mismos.
Ya la Conferencia Episcopal Latinoamericana y Caribeña
celebrada en Puebla (1979) la Iglesia se preguntaba cómo era posible que, en un
continente creyente, fuera tan inmensa la brecha entre ricos y pobres, tan
inmensa la injusticia estructural. Y han pasado más de cuarenta años y la
pregunta sigue vigente porque quienes luchan por erradicar la injusticia
estructural y buscan caminos de transformación social, muchas veces son las
personas menos creyentes, mientras que tantas otras que se precian de ser
cristianas, engrosan cada vez más las tendencias neoliberales y las visiones de
extrema derecha, fundamentadas en el beneficio propio, en las libertades
individuales, en la mayor ganancia, en el progreso de los más fuertes.
La vida cristiana podría sacudirse de su ceguera evangélica
y lanzarse a vivir lo más propio de ella: la acogida del reino de Dios que se
inauguró con Jesús, en la comunidad de hermanos y hermanas que testimonian la
fraternidad/sororidad de los hijos e hijas de Dios. Esto implicaría que
fuéramos los primeros en apostar por el bien común en todos los casos, en todas
las circunstancias, en todos los momentos. Por supuesto el bien común limita
nuestra libertad individual, impide que tengamos más beneficios propios, deja
en segundo lugar los intereses particulares para que el bien de los demás se
ponga en primer plano. Esto es lo que Francisco expresó muy bien en la
Encíclica Fratelli Tutti (n. 120), refiriéndose a la propiedad privada: “(…) Dios
ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus
habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. En esta línea
recuerdo que la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable
el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier
forma de propiedad privada. El principio del uso común de los bienes creados
para todos es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social, es un
derecho natural, originario y prioritario. Todos los demás derechos sobre los
bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de
la propiedad privada y cualquier otro, no deben estorbar, antes, al contrario,
facilitar su realización (…). El derecho a la propiedad privada sólo puede ser
considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del
destino universal de los bienes creados, y eso tiene consecuencias muy
concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede
con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y
originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.
Y más sencillo aún, el mandamiento del amor: “Amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” (Mc 12, 28-31) es a la vez,
tan claro y tan determinante, que solo con tenerlo presente podría ser
suficiente para que los cristianos antepongamos el propio interés, frente al
bien común. Hablar de comunidad no es un slogan, una moda o una característica
abstracta. Es vivir con otros/as en la vida real, con lo que ella nos trae cada
día y que en este tiempo pasa por el control del coronavirus, la distribución
de los bienes de la tierra, el cuidado de la cosa común, y tantos otros
desafíos actuales que reclaman mucha calidad humana, mucha honestidad y verdaderos
principios éticos. Y si los que nos decimos creyentes no vamos de primeras mostrando
que creemos en el Padre/Madre de todos y por eso anteponemos los propios
intereses en favor del bien común ¿de qué fe estamos hablando?