jueves, 30 de septiembre de 2021

 

Sinodalidad: tiempo de escuchar al Espíritu

 

Olga Consuelo Vélez

 

Nos preparamos para la apertura del Sínodo de los Obispos sobre el tema: “Por una Iglesia sinodal: comunión, misión, participación”. El 9-10 de octubre, el Papa Francisco, lo inaugurará en Roma y el 17, cada obispo lo hará en su respectiva diócesis. La novedad de este Sínodo -porque los sínodos se están realizando desde 1967- es que empieza con la ‘fase de escucha’ y se cierra con la ‘asamblea de los obispos’ en 2023. Es decir, forma parte del sínodo ‘la fase de escucha’ que el papa espera se realice en todas las diócesis y de ahí surjan los insumos para el discernimiento de los obispos en la tercera fase en 2023. La segunda fase será la elaboración de dos Instrumentum laboris (uno con los aportes diocesanos y otro con los aportes continentales). Es, por tanto, un largo camino, en el que ojalá no perdamos el rumbo.

Pero hoy quiero referirme a una actitud primera y fundamental: “escuchar al Espíritu”. De hecho, entre las preguntas que propone el Documento preparatorio (que se publicó el pasado 7 de septiembre), se formula la siguiente: ¿qué pasos nos invita a dar el Espíritu para crecer en nuestro caminar juntos? Para responderla hay que escuchar al Espíritu. Pero, ¿quiénes han de preguntar y quiénes han de escuchar? Todo el Pueblo de Dios, es decir, el laicado, la vida consagrada y el clero.

Un peligro grande que se puede correr es que parezca que quien tiene que hacer este ejercicio es el laicado porque el clero, al tener que organizar los espacios de participación y de recogida de respuestas, va a estar tan involucrado en ese trabajo, que puede que se sienta el gestor de tal esfuerzo, pero no se detenga a preguntarse, a escuchar y a aportar sus respuestas. Por eso quiero insistir, en que un verdadero proceso sinodal, implica que todo el pueblo de Dios se disponga a reflexionar y deje que el Espíritu suscite las preguntas y respuestas pertinentes para este momento.

De hecho, la oración que se propone para acompañar el Sínodo dice lo siguiente: “Estamos ante ti, Espíritu Santo, reunidos en tu nombre. Tú que eres nuestro verdadero consejero: ven a nosotros, apóyanos, entra en nuestros corazones. Enséñanos el camino, muéstranos como alcanzar la meta (…) concédenos el don del discernimiento (…) Esto te lo pedimos a ti que obras en todo tiempo y lugar, en comunión con el Padre y el Hijo por los siglos de los siglos. Amén”.

Se recomienda que este proceso se haga en ambiente de oración y se propongan celebraciones significativas para que acompañen esta actitud de apertura al Espíritu de Dios. Todo un gran desafío porque esto no es tan común, por ejemplo, en la vida parroquial, a la que los fieles acuden a la celebración eucarística, casi siempre celebrada de la misma manera, pero donde no hay demasiado diálogo -por no decir nada- entre los participantes y menos entre estos y el celebrante. Esto ya es una primera respuesta a otra de las preguntas formuladas en el documento preparatorio: ¿cómo se realiza hoy este caminar juntos en la propia iglesia particular? Por supuesto, siempre hay excepciones, porque hay parroquias con mucha más cercanía entre sus miembros y espacios eclesiales en los que hay experiencias comunitarias muy valiosas.

Pero volvamos al objetivo de esta reflexión. Todo el Pueblo de Dios ha de ponerse en actitud de escucha del Espíritu. Si en verdad le escuchamos, no dudo de que nos desinstalaría demasiado porque hay tanta costumbre de decir: “esta es la voluntad de Dios”, “así lo señala el Derecho Canónico” “así es la norma establecida por la Congregación para la Liturgia”, “así lo he hecho siempre y no voy a cambiarlo”, por decir algunas expresiones que escuchamos más de una vez, que el Espíritu tal vez nos diría todo lo contrario de lo que hemos mantenido tan estable durante tanto tiempo porque si es el Espíritu de Jesús, es espíritu de novedad, de cambio, de riesgo, de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).

Algunos dirán que no hay que exagerar diciendo que el Espíritu ‘haría nuevas todas las cosas’. Pero es que la situación eclesial no es la mejor que pudiéramos tener. Los jóvenes son los grandes ausentes. ¿Por qué? Muchas razones, pero digamos alguna: esta estructura, esta espiritualidad, esta manera de vivir la fe no les entusiasma. Todavía las mujeres llenan las iglesias, pero no las jóvenes, ¿Por qué? Parece que la manera cómo ellas están viviendo hoy su ser mujeres no parece tener eco en la Iglesia. Además, encuentran que es una de las instituciones que todavía sigue teniendo muchas puertas cerradas para ellas. Y muchas otras realidades que el mismo papa Francisco ha denunciado a lo largo de su pontificado, como el clericalismo, que ha desvirtuado el ministerio de servicio al que está llamado el clero y sigue retrasando la ‘hora de los laicos’ que haría posible una iglesia más parecida a la de los orígenes.

En fin, escuchar al Espíritu, ha de ser la actitud fundamental para comenzar este Sínodo. Por supuesto el Espíritu hablara a través nuestro -no esperamos una voz mágica que aparezca de repente- con nuestras preguntas, nuestros deseos, nuestras mociones interiores, nuestras búsquedas. Formular preguntas nos conducirá a buscar respuestas y, posiblemente estas, comiencen a hacer real una Iglesia sinodal, como siempre ha debido serlo.

viernes, 24 de septiembre de 2021

 

¿Es la biblia Palabra de Dios?

 

Olga Consuelo Vélez

 

Planteo esta pregunta de si la Biblia es “Palabra de Dios” porque últimamente he escuchado algunas afirmaciones que parecen relativizarla, también porque mucha gente no cae en cuenta de lo que significaría esto si lo creyéramos a fondo y, finalmente, porque otras personas buscan “palabras de sabiduría” en muchos otros escritos fuera de la tradición cristiana y, sin duda, les ayudan mucho para su vida.

Vayamos por partes. En el primer caso, hay mucha gente que relativiza la palabra de Dios porque está cansada de que se haya invocado tantas veces para mantener doctrinas o leyes que más que ayudar a las personas, les ponen cargas pesadas sobre sus hombros. Ante esto hay que reconocer que la interpretación adecuada del texto bíblico es una conquista “relativamente” reciente y por eso durante muchos siglos se leyó la Biblia de manera literal y se la invocó para afirmar que Dios dice esto o aquello. Por supuesto la ingenuidad o ignorancia sobre esa lectura literal es evidente. Por ejemplo, se toma al pie de la letra que Jesús calmó la tempestad (Mt 8, 26) pero no se toma al pie de la letra el que “si tu ojo es ocasión de pecado, arráncatelo” (Mt 5, 29).

Ya es una afirmación aceptada por la Iglesia que la Biblia fue escrita mucho después de que suceden los acontecimientos que allí se narran y no con la intención de relatarnos detalles precisos de lo que allí pasó sino de testimoniar la presencia de Dios a favor de su pueblo en esos acontecimientos que se cuentan allí. Lo hacen con los géneros literarios de su tiempo y desde las categorías y esquemas de su contexto. Por eso es imprescindible utilizar los métodos exegéticos y hermenéuticos adecuados para entender el texto. Ahora bien, aunque esa tarea es propia de los/as biblistas, no significa que no se enseñe a todo el pueblo de Dios que para acercarse a dicho texto hay que hacerse por lo menos dos preguntas básicas: ¿qué quiso decir el autor bíblico con ese texto en su contexto? ¿Qué dice ese texto bíblico hoy para nosotros? Sin olvidar que las circunstancias son distintas y que la biblia no es un recetario para aplicar literalmente sino un horizonte de sentido para interpretar nuestro presente.

Es decir, lo que es “Palabra de Dios” no es la literalidad del texto sino el testimonio de fe que los autores/as sagrados nos han dejado en el texto bíblico -una maravillosa mediación humana para mantener en el espacio y tiempo dicho testimonio-. Por lo tanto, tienen razón aquellos que ya están cansados de escuchar predicaciones bíblicas fundamentalistas o literales que no se entienden para el hoy. Por eso es urgente una formación bíblica adecuada que muestre que aquello es una deformación y que, bien interpretada, es palabra de Dios en la medida que usando mediaciones humanas nos da testimonio de cómo descubrir la presencia de Dios en nuestra historia.

En el segundo caso, también es entendible que una tradición tan antigua se vaya desgastando y, más si no se actualiza. Con lo cual, en cada Eucaristía escuchamos al finalizar las lecturas que el lector dice: “Palabra de Dios” y el pueblo responde: “Te alabamos Señor” o “Gloria a Ti, Señor” en el caso del Evangelio. Pero se ha vuelto tan rutinario o se motiva tan poco esa lectura o se explica tan mal esa palabra que la gente no permanece atenta o no llega a “saborear” lo que eso significaría si lo creyéramos a fondo. No estamos escuchando una palabra cualquiera sino una que nos hace posible que sepamos cómo han entendido a Dios los que nos precedieron y cómo podemos entenderlo nosotros hoy. Eso sí, con la humildad suficiente de saber que lo que entendemos sobre Dios siempre es mucho menos de lo que Él es y que como está mediado por nuestra comprensión, podemos matizarla y señalar nuevos aspectos, en la medida que seguimos meditando sobre ella. En este último sentido, si creyéramos que la Biblia es Palabra de Dios, la tarea teológica se referiría mucho más a ella, no solo invocándola para “justificar” alguna idea que decimos, sino para dejarnos sorprender y enriquecer con lo que ella nos dice -ya que es una palabra viva, no muerta-. Pero, como ya lo he dicho otras veces, muchas publicaciones teológicas y muchos eventos académicos, adolecen de la perspectiva bíblica a la hora de presentar sus reflexiones.

Finalmente, nuestro mundo ya esta mucho más configurado con la pluralidad de expresiones culturales y religiosas. De ahí que la cercanía con otras maneras de ver la vida, de darle sentido, de enriquecer las comprensiones ya es una práctica adquirida. Y, resulta una experiencia muy rica -como variada y polifacética es la vida humana-, reconocer que toda la verdad o la manera de ver las cosas, no la tenemos desde la tradición cristiana y que hay muchos libros de sabiduría que nos ayudan y enriquecen. Pero dos observaciones sobre esto. La primera, para los que somos cristianos ojalá que no perdamos la riqueza que nuestra propia tradición nos regala y siga siendo fuente de sentido para nuestra vida. La segunda, saber que con cualquier otro libro de sabiduría hay que tener el mismo cuidado interpretativo que señalé para la Biblia. A veces, veo tanta ingenuidad en los que nutren su vida con otras tradiciones que creen que todo lo que leen es verdad absoluta. Eso también puede revelar una ignorancia o ingenuidad total, admitiendo a veces planteamientos que rayan con lo absurdo. Como toda mediación humana, cualquier horizonte de sentido que se proponga, puede tener errores, manipulaciones, intencionalidades que nos siempre son positivas. Ojalá que el discernimiento sea siempre la actitud para acercarnos a todo libro de sabiduría, pero, a los que nos ha constituido la tradición cristiana, sería muy importante, no olvidar la profundidad de lo que creemos: en una mediación humana -bien interpretada- Dios nos habla como un amigo y su palabra es viva y eficaz, capaz de penetrar el alma y el espíritu y discernir los pensamientos y las intenciones del corazón (Cf. Hb 4,12).

 

jueves, 16 de septiembre de 2021

 

Celebrar el mes de la Biblia reconociendo el papel de las mujeres en su traducción y divulgación

 

Olga Consuelo Vélez

 

Septiembre se conoce como el mes de la Biblia. En el ámbito católico, por la figura de Jerónimo que murió el 30 de septiembre y fue quien tradujo la Biblia del griego y el hebreo al latín. Esa traducción se conoce como la Vulgata, habiendo sido este el texto bíblico oficial de la Iglesia católica hasta 1979. En el ámbito protestante, de habla hispana, se recuerda la aparición impresa que hizo Casiodoro de Reina en 1569, conocida como la Biblia del Oso, porque en la tapa aparecía un oso comiendo miel desde un panal. Esta versión fue revisada posteriormente por Cipriano de Valera, dando origen a la famosa versión “Reina Valera”, que ha sido la Biblia más usada por los evangélicos de lengua castellana.

Más allá de que la Biblia se celebre este mes, siempre es importante recordar que la Sagrada Escritura nos transmite la revelación divina, no a modo de una doctrina fija y literal, sino como bien lo explica la Constitución Dogmática Dei Verbum, mediante los géneros literarios y las condiciones particulares de los escritores sagrados, es decir, siendo ellos verdaderos autores, utilizando sus propios recursos, eso sí, contando con la inspiración divina que nos permite reconocer dichos escritos como Palabra de Dios. El número 12 de la Dei Verbum se refiere a la necesidad de investigar qué quisieron expresar los autores sagrados y para esto es imprescindible conocer bien los géneros literarios y el contexto desde el que escribieron, para interpretar los textos en consonancia con el sentido general de toda la Sagrada Escritura de manera que se pueda entender lo que Dios nos sigue diciendo hoy a través de su palabra. Es muy importante tomarse en serio esta responsabilidad para no hacerle decir al texto bíblico lo que no dice y menos para justificar nuestras posturas, trayendo un texto bíblico como ‘prueba’ de lo que decimos, cuando muchas veces el texto significa todo lo contrario.

Tomarnos en serio esta responsabilidad todavía resulta difícil. Aunque Vaticano II afirmó que la “Sagrada Escritura debe ser el alma de la Teología” (Decreto Optatam Totius, 16), en muchas de las publicaciones teológicas que abordan distintos temas, no es tan frecuente encontrar el aporte desde la Sagrada Escritura a dicho tema. Por supuesto, la mayoría de los artículos, tratando la temática desde la perspectiva sistemática, hacen referencia de alguna manera a la Sagrada Escritura, pero esto no es lo mismo que indagar con la profundidad suficiente y los métodos exegéticos adecuados, la temática que se va a presentar. Algunas veces he recomendado a los organizadores de las obras colectivas que pidan a más biblistas esa colaboración, pero no veo que sea algo que se incorpore suficientemente.

Pero más preocupante todavía es que la Biblia no llega a formar parte de la espiritualidad cristiana católica, como una medicación imprescindible y un texto que el pueblo de Dios reconozca como fuente de vida, o de “alimento dulce” -haciendo referencia al oso comiendo miel de la Biblia protestante-, como podría ser. Falta más formación bíblica para todo el pueblo de Dios, incluidos los presbíteros que en sus homilías a veces se percibe que le hacen decir al texto lo que no dice o que los usan como ‘excusa’ para pasar a otro tema -casi siempre del ámbito moral- en lo que los predicadores gastan mucho tiempo exhortando a los fieles para que no caigan en esos pecados de los que la Biblia generalmente no habla. El papa Francisco en la Exhortación Evangelii Gaudium (n. 146-147) insiste en que la homilía debe “prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación (…) Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto al que utilizamos ahora (…) Si el predicador no realiza este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden: su discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás”.

Finalmente, conviene recordar el papel de las mujeres en el trabajo de traducción de la Sagrada Escritura. Según testimonios escritos de San Jerónimo, fue un grupo de mujeres -Paula, Eustoquia, Blesila, Fabiola y, especialmente Marcela, entre otras, las que no solo lo sostuvieron económicamente para realizar su trabajo, sino que fueron las que, con su insistencia, interés y dedicación al estudio del texto bíblico, le ayudaron a mantener la constancia en su trabajo y llegar a los logros que la historia le reconoce. El mismo Jerónimo agradece la insistencia de estas mujeres y dice que muchos le critican por enseñarle a las mujeres -a las que se les considera el sexo débil- y no a los varones, pero él mismo cuenta, que los varones no le preguntaban nada y en cambio ellas estaban ahí, haciéndole preguntas con gran rigor intelectual y pertinencia sobre los temas bíblicos. Más aún, alaba la inteligencia de estas mujeres y la rapidez con que alguna de ellas aprendió el hebreo -ya sabían griego y latín-, reconociendo que había aprendido mucho más rápido que él y con mucha más fluidez y excelente pronunciación.

En una de sus cartas llama a Marcela “supervisora de sus trabajos”, es decir, ella no solo controlaba el rigor intelectual de Jerónimo sino también organizaba su trabajo. Fue tanta la ayuda que ellas le prestaron que muchas de sus obras las dedica a estas mujeres. Pero aún más. Cuando Jerónimo perdió buena parte de su visión, fueron estas mujeres las que le ayudaron en su tarea, con lo cual no sería de extrañar que algunos de los escritos de Jerónimo sean de autoría de estas mujeres o por lo menos le hayan dado muchos de los insumos que luego este redacta en sus obras. Ellas también se encargaron de la edición y divulgación de sus escritos, a pesar de las resistencias que encontraron en los inicios.

En definitiva, celebrar la Sagrada Escritura es comprometernos con el estudio serio sobre ella y el propósito de hacerla alimento sólido de nuestra espiritualidad pero también -para actuar en justicia-, reconocer el papel de las mujeres en tantas realidades en las que han sido protagonistas y se les ha invisibilizado y, en este caso, si se honra la memoria de San Jerónimo, con más razón deberíamos honrar la memoria de estas mujeres, sin las cuales no hubiera sido posible dicha traducción que fue tan importante para la Iglesia católica durante tanto tiempo.

 

 

 

 

 

 

domingo, 5 de septiembre de 2021

 

Por un laicado decididamente sinodal

  

Un modelo de Iglesia sinodal es lo que se espera para este tercer milenio, según las palabras del papa Francisco. Ya Vaticano II inició este proceso de transformación al definir la Iglesia como Pueblo de Dios en el que Jerarquía, laicado y vida religiosa son miembros plenos de la Iglesia por la dignidad que da el bautismo haciendo a todos, participes del sacerdocio, profetismo y realeza del mismo Jesucristo. A lo largo de estos más de cincuenta años -después de realizado el Concilio- no se ha podido consolidar tal modelo e, incluso se ha desvirtuado, con el clericalismo que tanto ha denunciado Francisco y que no parece fácil desmontarlo. Pero el papa sigue insistiendo, utilizando ahora este término -sinodalidad- que significa “caminar juntos”.

La sinodalidad no es un mero sentimiento de estar todos reunidos. Como lo explicó la Comisión Teológica Internacional en su documento sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia” (2018) esta afecta a los sujetos, las estructuras, los procesos y los acontecimientos sinodales. Y aquí viene la dificultad de hacerlo realidad porque cambiarnos a nosotros mismos -los sujetos- supone demasiado desprendimiento y apertura; modificar -las estructuras- implica transformaciones reales que dan mucho miedo porque supone salir de esa zona de confort que ofrece una estructura ya consolidada y no digamos la dificultad que trae proponer -procesos y acontecimientos sinodales- que se realicen de manera diferente a lo que estábamos acostumbrados.

Superar la barrera de desigualdad que históricamente ha vivido la jerarquía y el laicado y que ha llevado a que no todos participen en los niveles de decisión eclesial, será una tarea muy ardua y difícil. Pero lo que más llama la atención o parece casi inconcebible es que en grupos de iglesia formados solo por laicado también se presente tanta resistencia a dar participación plena a todos los miembros que conforman aquellos grupos. Conozco algunas asociaciones de fieles laicos que, en sus orígenes, se constituyeron con diversos tipos de grupos: uno de ellos que centraliza las instancias de decisión y los otros que, compartiendo la misión, no participan en los niveles de gobierno. A lo largo de las últimas décadas se ha visto que un laicado activo -como se ha buscado vivir en el postconcilio- implicaba niveles de mayor participación de todos los miembros de cualquier grupo eclesial. Por eso, algunas de estas asociaciones han hecho procesos para dar mayor participación en los niveles de misión y de gobierno. Pero ante esa propuesta, se han levantado algunas voces invocando el carisma fundacional donde pareciera que el fundador o fundadora habría dispuesto esa jerarquía entre grupos como algo constitutivo y, por tanto, hacer cualquier cambio, sería atentar contra dicho carisma. Algunos procesos que llevaban un buen tiempo de reflexión y de puesta en práctica de un modelo mucho más sinodal se han parado por esas voces que no están dispuestas a cambiar.

Valga este ejemplo para recordar que un carisma nace en el seno de la iglesia y tiene su vigencia en la medida que siga siendo significativo para los modelos eclesiales que los signos de los tiempos van configurando. Además, es importante saber que la tradición eclesial tiene tres funciones: (1) Función constructiva: es la forma fundacional en la que se sustenta y desarrolla un carisma. (2) Función de conservación: corresponde a la fidelidad de los seguidores para mantener la sustancia vital del carisma recibido (3) Función innovadora: que se refiere a la capacidad de apropiarse del carisma fundacional y, manteniendo la fidelidad, recrearlo en los nuevos contextos, de manera que responda verdaderamente a los desafíos de cada tiempo presente. Un carisma que no asume los modelos eclesiales que el espíritu va suscitando, no puede mantener su vitalidad y significado y es sensato preguntarse si tiene sentido seguir manteniéndolo.

Muchas personas que apelan a la fidelidad carismática para no dejar que haya cambios, parecen olvidar, negar o no conocer la tercera función de toda tradición eclesial y, sobre todo, da la impresión de que divorcian el carisma del modelo de Iglesia que la actualidad reclama. Si es urgente que clero y laicado, caminen juntos, con más razón, es indispensable que todos los miembros de una asociación laical, por ejemplo, tengan voz y voto para dar testimonio de una iglesia capaz de bajar para que todos crezcan, de desprenderse para vivir el poder como servicio y no como honor, de mirar a la iglesia de los orígenes donde el ideal de “la mesa común” hizo posible vivir una fraternidad/sororidad, signo del Reino.

En definitiva, toda la Iglesia ha de ponerse en camino para hacer posible un modelo de Iglesia sinodal. Como ya dije, está siendo muy difícil que la jerarquía dé un paso decisivo en ese sentido -ni siquiera el mismo papa Francisco ha logrado llevar a cabo la tan esperada reforma de la Curia-. Pero, ¿no podría el laicado empujar ese cambio? El Dicasterio para los laicos, la vida y la familia que coordina las asociaciones de fieles laicos decretó hace poco que “Todos los miembros “pleno iure” (pleno derecho) tendrán voz activa, directa o indirectamente en la constitución de las instancias que eligen al órgano central de gobierno a nivel internacional”. Ojalá que algunas asociaciones de fieles donde ese pleno derecho de todos sus miembros de participar en instancias de decisión y de gobierno no es una realidad, no se queden pensando y en el peor de los casos -argumentando desde el carisma fundacional- para resistirse a hacer visible una Iglesia sinodal que, en definitiva, si los fundadores o fundadoras hoy vivieran, seguramente no dudarían en acoger esta voz del Espíritu que clama al cielo por un cambio para que la Iglesia salga de su anquilosamiento y se disponga a ser signo creíble de un “caminar juntos” de hecho y de derecho.