lunes, 27 de mayo de 2019

COMUNICAR LO QUE LLEVAMOS DENTRO

La vida cristiana supone la dimensión misionera. No solo están llamados a la misión tantos varones y mujeres que con mucho valor y generosidad dejan su tierra, su familia, sus proyectos, para ir a otros lugares a anunciar y vivir el evangelio en medio de otras gentes, sino que todo cristiano está llamado a vivir la misión en su cotidianidad, “haciéndose todo a todos para ganar a algunos” como diría San Pablo (1 Cor 9, 22).

¿Qué es ser misionero?
Ser misionero es ante todo comunicar la propia experiencia de encuentro con Jesucristo con naturalidad, con alegría, con la fuerza que surge de dentro. Es sentir la experiencia de los primeros discípulos que decían “no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20). Es ofrecer a otros lo que uno ha experimentado y le ha dado plenitud y sentido de vida. Ser misionero es sentir la urgencia de comunicar aquello que se lleva dentro. Es tener ganas de amar, de servir, de estar abiertos y disponibles. No es, en primer lugar, comunicar contenidos teóricos sino, ante todo, la alegría de haber encontrado “un tesoro” y “por la alegría que da” dejarlo todo para anunciarlo a los otros (Mt 13, 44). Pero todo esto supone vivirlo. Nadie da lo que no tiene.

La misión nace del cambio experimentado en la propia vida
El hecho de haber recibido la fe de niños y de haber crecido en un ambiente católico nos hace acostumbrarnos a esta tradición religiosa y a no indagar por las razones que nos mantienen en ella. Un buen ejemplo nos lo dan las personas que por las causas que sean, han dejado la Iglesia católica y pertenecen a otro grupo religioso. Normalmente saben darnos razones de este cambio: en ese otro grupo conocieron más la Sagrada Escritura o experimentaron la acogida y la ayuda fraterna o les respondieron interrogantes que tenían o encontraron la fuerza para dejar determinado vicio. Aunque a veces no nos convenzan las razones que nos dan o veamos algunos intereses que no son propiamente cuestiones de fe, lo que es cierto, es que nos indican la dinámica que se debería vivir en la experiencia religiosa: el encuentro con el Dios vivo desinstala, cambia, marca la vida, llama a la conversión, es decir, nos abre otros horizontes por los que no habíamos transitado. Sin esta experiencia personal nuestra fe se limita a la tradición recibida y tal vez repetimos lo aprendido pero no “comunicamos” y mucho menos “contagiamos” la alegría de seguir al Señor y de las maravillas que El hace en las personas que lo encuentran.

Urgencia de mantener la vitalidad de nuestra fe

Por eso conviene preguntarnos por la vitalidad de nuestra fe. Tenemos que saber dar razón de nuestras creencias pero especialmente desde la experiencia. La presencia del Señor tiene que notarse en nuestras vidas. Tiene que hacernos sentir “habitados” por su espíritu que nos impulsa, nos ilumina, nos acompaña, nos lanza siempre al servicio y a la entrega. La misión nace de lo que vivimos dentro y este es el camino privilegiado para una evangelización eficaz.

martes, 21 de mayo de 2019


Nuestra piedad mariana



La cultura latinoamericana se caracteriza por una piedad mariana que alimenta nuestra espiritualidad y fortalece nuestra vida. Este amor a María se cultiva de muchas formas y se expresa en las festividades dedicadas a recordar su memoria y en los santuarios donde miles de peregrinos se convocan continuamente. Por eso hablar de María es la posibilidad de entrar en uno de los misterios de la fe más cercanos y más queridos por la mayoría de creyentes. Ella es esa persona dispuesta a acoger el plan de Dios y a secundarlo sin reparos, sin limitaciones. Desde su condición sencilla, pobre, joven, muestra la capacidad humana de abrirse a la iniciativa divina y llevarla a su realización plena.

Ella es ícono de las personas creyentes porque no temió dar su “sí” desde el primer momento. Un “sí” maduro y confiado. Por una parte, es capaz de preguntar ¿cómo será todo esto? al ángel que le anuncia el nacimiento del Salvador. Por otra, da su sí total y generoso al plan de Dios sobre su vida y se dispone a respaldar con su sí, el que intentamos dar los que deseamos y nos disponemos al seguimiento del Señor.

María es también la mujer fuerte que vivió la huida a Egipto, las dificultades durante la vida pública de Jesús y, sobre todo, el momento más duro en la vida de su hijo: la crucifixión y muerte. Pero ella, como tantas madres ante el sufrimiento de sus hijos, permaneció de pie acompañándolo y mostrando con sus hechos, la fidelidad a ese sí dado desde el día de la anunciación.

Por eso, especialmente el pueblo sencillo, reconoce en María a la mujer fuerte y comprometida con la vida de todos sus hijos e hijas. Y acude a los santuarios y la invoca constantemente. La siente como madre y sabe que ella nunca abandonará a ninguno de sus hijos. Con ella se aprende a superar los sufrimientos de la vida. De su mano el camino se hace más ágil y suave. Pero sobre todo, se aprende a tener una fe sincera y dispuesta, abierta al querer de Dios sobre nuestras vidas.

Pero, al mismo tiempo, necesitamos purificar la devoción mariana porque algunas veces la docilidad se confunde con la sumisión, la obediencia se confunde con el sometimiento, el  servicio se confunde con la esclavitud. A esta imagen distorsionada contribuyen los estereotipos femeninos que se han alimentado en la sociedad patriarcal identificando a las mujeres con el sufrimiento, la renuncia, la resignación, la sumisión y, otras actitudes que han robado la dignidad de las mujeres y les han impedido una realización plena. Pero en estos tiempos donde las mujeres van creciendo en autoestima y van recuperando sus derechos, la imagen auténtica de la Virgen María va emergiendo con fuerza y comienza a transformar la devoción mariana. María es dócil pero audaz, obediente pero protagonista, se dispone al servicio pero en el horizonte de la comunidad cristiana donde hemos de ser servidores unos de otros, sin que ninguno se erija como señor o superior a los demás. Acercarnos a María, la de los evangelios, es condición indispensable para que la piedad mariana vivida en nuestro Continente, continúe alimentando nuestra espiritualidad en el horizonte de la libertad, responsabilidad y compromiso cristiano. 

martes, 14 de mayo de 2019


Revitalizar la iglesia doméstica


Mucho se habla de la urgencia de revitalizar la iglesia doméstica, es decir, la familia, para despertar la vivencia de fe de los niños y niñas que constituyen el futuro de la Iglesia. Pero este trabajo no se puede hacer ajeno a la imagen de iglesia que de hecho vivimos y buscamos construir. Así se lo preguntaba una joven teóloga que terminando su doctorado en teología y acabando de tener una hija, sentía la responsabilidad de pensar por qué bautizar a su hija, por qué introducirla en esta familia de fe. La pregunta podría resultar simple y sin problemas para aquellas personas que viven una fe tradicional que se conforma con repetir los sacramentos que se han realizado toda la vida. Pero no para una persona que no sólo busca vivir su fe sino que se pregunta por ella en su tarea teológica y que entiende la profundidad de la piedad popular pero también las dificultades que viven las personas con formación crítica a la hora de confrontar su fe con algunas incoherencias, incomprensiones e intolerancias de algunos sectores eclesiales.

Después de un largo proceso de discernimiento y con el compromiso de seguir trabajando por una vivencia eclesial más parecida a la iglesia que Jesús quería, la respuesta que esta teóloga se dio a sí misma, fue positiva. Ella desea que su hija pueda vivir la experiencia eclesial no como un lugar de culto y ritualismo sino como una comunidad de acogida, celebración y comunión de vida. Y que el culto sea expresión de la vida y comprometa con ella. Además ella desea que su hija aprenda en la iglesia el amor a los más pobres, su servicio total y desinteresado hacia todos ellos. En otras palabras, quiere que pueda encontrarse con Dios pero no sólo en la oración sino en el compromiso con las necesidades de cada tiempo presente. Desea que su hija conozca a un Dios Padre-Madre que le haga mirar a todos con respeto, con igual valoración, sin ningún tipo de discriminación, ni exclusión. Espera también que su hija no sienta ningún tipo de discriminación por ser mujer. Y este aspecto aún le parece difícil porque aunque existe una nueva conciencia sobre la mujer en la sociedad y en la iglesia, tantos siglos de subordinación y exclusión no se superan rápidamente. No basta con cambiar algunas actitudes. Se exige un trabajo constante y decidido por transformar la mentalidad machista que nos ha formado. También quiere que en la iglesia no se busque el poder sino que se distinga por el servicio a todos y sin condiciones ya que espera que su hija encuentre en la comunidad cristiana una formación que contrarreste la competencia y el lucro que modela la sociedad actual, donde triunfan los más fuertes y poderosos. En otras palabras, que en la Iglesia sea el Espíritu el que la guíe y la dirija. Finalmente quiere que su hija pueda conocer a Jesús en la comunidad eclesial y el encuentro con él sea el que le comunique vida a la doctrina y sentido a las exigencias de la vida cristiana. 

Esta teóloga espera mucho de la vida eclesial que quiere ofrecer a su hija y sabe que será muy difícil hacerlo realidad en algunos ambientes eclesiales. Pero ella confía en que el Espíritu abra caminos de renovación en nuestra iglesia. Pero lo que en realidad más desea es que muchas mamás y papás hoy también se pregunten si vale la pena comunicar a sus hijos e hijas, la fe que viven y que esa pregunta los confronte con su propia experiencia eclesial. La iglesia doméstica no se vive por el mero hecho de invocar la urgencia de revitalizarla. Surge de la toma de conciencia del papel que juega en la vida de la familia y en lo que se transmite a los hijos. Nadie da lo que no posee. Nadie comunica lo que no vive. Por eso esta pregunta puede llevar a que unos decidan no bautizar a sus hijos. Pero puede hacer que otros revitalicen su propia fe y constituyan verdaderas iglesia domésticas. Y la renovación de nuestra comunidad cristiana vendrá de la autenticidad personal y de la profundidad con que respondamos por las razones de nuestra fe.

lunes, 6 de mayo de 2019


Por una Iglesia que incluya a las mujeres

El mes de mayo se presta para hablar de las mujeres porque, al menos en Colombia, se celebra el día de la madre y, además, es un mes mariano –aunque esta práctica, lamentablemente, ha decaído bastante. Todo lo que se diga sobre las mujeres ayuda a vivir una maternidad más plena. Y, tal vez, también ayuda a recrear la devoción mariana que a veces ha contribuido a la sumisión de la mujer más que a su liberación, por las imágenes distorsionadas que hemos tendido de María pero que hoy se van renovando profundamente.

En todos los aspectos de la vida social las mujeres aún necesitan ganar mucho más reconocimiento. Todavía hay desconfianza frente a trabajos que ellas ejercen en áreas en que antes solo estaban los varones y, como ya se ha denunciado, los salarios no siempre son los mismos. A ellas, muchas veces, les pagan menos por la misma tarea. Si hablamos de la violencia contra las mujeres, es un tema demasiado serio y no deja de sorprender por todas las sutilezas que conlleva. No solo está claro que durante siglos la mujer ha sido objeto de violencia física por parte del esposo o compañero –y aún sigue siéndolo- sino que también hay muchas otras formas de humillación, sumisión y opresión que ellas siguen sufriendo, bien por aportar menos económicamente al hogar (aunque ya sabemos que hacen todas las labores de la casa) o simplemente porque hay muchos comentarios o actitudes que colocan a la mujer en estado de desventaja frente al varón. Y en las calles y ámbitos laborales, últimamente ha crecido la conciencia sobre los abusos y acosos que sufren las mujeres porque simplemente el varón tiene el mando y sabe que puede ejercer ese tipo de violencia sobre ellas. No faltarán algunos/as que al leer esto dirán que los varones también son maltratados por sus esposas. Sin duda existen casos y no podemos desconocerlos, pero hay que tener cuidado de que eso no sea una trampa para quitarle valor a lo que de hecho ha existido en muchísimas más proporciones y que ha afectado y sigue afectando a muchísimas mujeres.

Un capítulo aparte es la realidad de las mujeres en la Iglesia. Su incorporación real en los espacios de decisión sigue siendo un desafío por resolver. Ya no se entienden las justificaciones en razón del sexo para excluirla de muchos espacios. Precisamente el pasado 8 marzo, con ocasión del Día internacional de la mujer, la Asociación de teólogas españolas (Se puede consultar su página en: https://www.asociaciondeteologas.org/) le propuso a las mujeres que le dijeran algo a la Iglesia en ese día. Veamos aquí dos aportaciones, entre muchas otras, que pueden consultarse en la página antes citada: “Desde hace tiempo hay una grieta en la Iglesia. Cada vez se va haciendo más grande. Ya no puede detener las infiltraciones. La humedad avanza decidida. Hay riesgo de derrumbe. Contad con nosotras, podemos repararla. Aún estáis a tempo. La esperanza persiste” (Nuria Calduch-Benages). “La cuestión de la mujer sigue siendo el “signo de los tiempos” más candente. Reconocer la dignidad de cada mujer y dejarla tomar su lugar en las comunidades cristianas, es decisivo para la existencia y la influencia de la Iglesia católica en la sociedad actual. Ha llegado el día de la mujer y el momento de darles a las mujeres el acceso a todos los ámbitos y responsabilidades abiertos en la Iglesia para los varones” (Angela Redddemann). Estas dos mujeres son creyentes, teólogas, religiosas, es decir, sin ningún ánimo de ir contra la iglesia sino, por el contrario, de empujarla a que sea cada vez más fiel a la Iglesia de los orígenes, donde varones y mujeres, por el bautismo, eran realmente iguales y ejercían tareas compartidas.

Para el 8 de marzo también escribí algunas líneas que transcribo a continuación: “Esta fecha empuja a seguir con un compromiso decidido por el reconocimiento real de la dignidad, valor e imprescindible participación de las mujeres en las instancias eclesiales. Es verdad que en la sociedad hay avances, aunque falta mucho. Pero en el catolicismo falta demasiado. El feminismo (o los feminismos porque son movimientos diversos con luchas diversas) nos ha permitido reclamar los derechos que por nuestra dignidad humana nos pertenecen y denunciar todos los atropellos, subordinaciones y no reconocimientos de los que hemos sido víctimas a lo largo de la historia. Cada día crece más la conciencia de las violencias que se ejercen contra nosotras por el hecho de ser mujeres y de los silencios que hemos mantenido porque ni nosotras mismas teníamos suficiente conciencia de lo grave que son todas esas actitudes machistas sobre nosotras. A la jerarquía se le junta el machismo y el clericalismo. Nuestra voz no es tomada en cuenta. Se ha utilizado nuestra “feminidad” (palabra que también exige muchas matizaciones pero aquí no hay espacio para ello) para sostener las iglesias y ejercer todos los servicios necesarios. Pero, aún hoy se duda, se evita, se niega nuestra participación en los espacios de decisión y en los puestos de liderazgo. Muchas veces tenemos la tentación de callar porque constatamos que muchos no quieren escuchar y comenzamos a perder su aprecio. Pero, ¡Dios nos libre de la tentación de callar! Que esta conmemoración nos empuje a seguir levantando la voz y a no decaer hasta que el sueño de Dios de una iglesia inclusiva sea realidad”. 

Revisemos seriamente si valoramos, sostenemos y pedimos una participación efectiva de las mujeres en todos los ámbitos sociales y eclesiales. Esto no es capricho, es designio divino que “nos creó varón y mujer, a imagen y semejanza suya” (Gn 1,27) y una experiencia de las primeras comunidades cristianas donde no había exclusiones en razón de ninguna realidad -tampoco en razón del sexo- porque “ya no hay diferencia entre judío, ni griego; ni esclavo, ni libre; ni varón, ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).