domingo, 29 de diciembre de 2019


A propósito de “Los dos Papas”: Un nuevo año para reformar la Iglesia





Se termina el 2019 y comienza el 2020. Esto no significa que las cosas cambien mágicamente, pero el ambiente festivo que se vive, ayuda a que el tiempo tome otro sentido y se tenga la sensación de poder comenzar cosas nuevas. Muchas son las realidades que, tal vez, quisiéramos hacer mejor el próximo año a nivel personal. Siempre hay tanto para crecer, cambiar, renovar, estrenar. Ojalá lo hagamos. También a nivel social veremos cómo sigue la “indignación” vivida en tantas partes del continente en los pasados meses. Fue imposible mantener las demandas en medio de las festividades. Pero pronto todo volverá al ritmo normal y lo social seguirá gritando por un cambio. Ojalá sepamos acompañarlo, exigirlo, construirlo. 

Ahora bien, desde nuestra fe, un nuevo año comienza para seguir promoviendo y “esperando” la tan anunciada reforma eclesial promovida por el papa Francisco. Sabemos que desde el inicio de su pontificado constituyó un grupo de cardenales para que le ayudaran a la misma y que ha venido enfrentando diferentes realidades como el escándalo (y dolor) de la pederastia, la necesidad de transparencia en las finanzas del Vaticano, la reestructuración de la curia romana, etc. Además, con la expresión “sinodalidad” se ha querido promover dicha reforma, buscando hacer más efectiva la corresponsabilidad en el gobierno de la iglesia y que haya más participación de todos los estamentos eclesiales. En este punto el laicado y, particularmente, las mujeres, los/las indígenas, los/las afro, etc., tienen aún un largo camino que recorrer, tanto en el sentirse más corresponsables, pero, por parte del clero, en promover su indispensable participación en todos los procesos eclesiales. 

Ahora bien, aún casi toda la pretendida reforma está en buenas intenciones sin que se vea un cambio efectivo en la parte estructural. Y aquí es donde la película de “Los dos Papas” me sirve de referencia, no para comentarla como filme (sobre lo cual se han hecho muy buenos y precisos comentarios) sino cómo realidad eclesial que, en gran parte allí se refleja pero quedando reducida en la película, a dos personas que logran dialogar y acercarse en sus distintas posturas -lo cual causa una grata sensación en los espectadores- pero que no afronta los problemas reales y urgentes que han de solucionarse en la iglesia y no muestra de qué manera o por dónde seguir caminando.

Personalmente creo que los dos modelos eclesiales que la película presenta no son simplemente un “pluralismo” que ha de aceptarse, sino un desafío inmenso por solucionar. El deseo de una iglesia “pobre y para los pobres” con el que Francisco comenzó su pontificado no es simplemente un deseo suyo personal sino recordar la intencionalidad de Juan XXIII al convocar al Concilio Vaticano II y la recepción creativa y en fidelidad que las conferencias de Medellín y Puebla hicieron de este en suelo latinoamericano. Ese acontecimiento conciliar supuso un movimiento fuerte de conversión, un nuevo paradigma teológico y eclesial, un mirar a los orígenes y reorientar el rumbo que el paso de los siglos y las circunstancias históricas fueron desviando por tantas causas que muchas veces fue casi imposible de evitar. Pero, se cumplió, como Jesús mismo lo vivió en su encarnación histórica, que a los profetas se les persigue y se les mata. Vaticano II y, su recepción, en diferentes formas creativas, ha sido perseguido, calumniado, ahogado, desprestigiado hasta el punto de hacer que muchos creyeran, con sinceridad, que Vaticano II había exagerado y hasta se había equivocado y, por eso, era necesario volver a la “seguridad” de la doctrina prevaticana.  

Sin embargo, como el Espíritu no cesa de soplar (Jn 3,8), Francisco puso de nuevo, en primera línea, la urgencia de una conversión al evangelio, a lo verdaderamente esencial, a la realidad humana golpeada por tantas situaciones particulares. Una conversión a la misericordia, a la encarnación, a la defensa de los más pobres y excluidos de cada tiempo presente, sin dejar de lado la creación -la casa común-, hoy también avasallada y en peligro de una destrucción que nos afecta a todos.

Para mí, por tanto, la película de “Los dos Papas” no me deja con el saber alegre de dos personas que terminan compartiendo la cotidianidad de la música o del fútbol sino con la pregunta honda de cuándo daremos ese paso institucional de conversión profunda (y digo “institucional” porque a nivel “personal” la historia está llena de fidelidades y de mártires, especialmente, en nuestro continente).
¡No!, yo no aspiro al pluralismo de dos modelos eclesiales que parece pueden convivir, sino al pluralismo de diferentes realidades -culturales, religiosas, sociales, ecológicas, genéricas, etc.,- pero todas asumidas por los valores del evangelio formando esa comunidad de hermanos y hermanas donde los pastores tienen olor a oveja  y nadie pasa necesidad porque se comparte la fe y, por supuesto, los bienes. 

La película “Los dos Papas” entretiene como tantas otras películas (aunque quienes no están tan metidos en lo eclesial no entienden algunas cosas y hasta les parece pesado el excesivo diálogo) pero el compromiso cristiano va más allá del entretenimiento: no deja de vigilar como las vírgenes prudentes esperando que llegue el novio y las lámparas estén encendidas (Mt 25, 1-13). Una iglesia pobre y para los pobre no es el deseo de un Papa sino una exigencia del evangelio que la fastuosidad y el poderío de la estructura eclesial en tantas instancias no permite realizar. Pero uno nuevo año invita a un nuevo comienzo y, en el caso eclesial, a seguir empujando una verdadera reforma o conversión eclesial donde los pobres estén en el centro y la liberación que trae la buena noticia del reino se haga realidad (Lc 4, 18-19).  

lunes, 23 de diciembre de 2019


Llega el Niño del pesebre y ¿qué dice a nuestra convulsionada América latina?


Navidad es tiempo de alegría y reconciliación. Pero ¿qué tipo de reconciliación? El texto del profeta Isaías puede iluminarnos para dar una respuesta. Es un texto donde la paz y la convivencia llegan a ser posibles en situaciones extremas: “serán vecinos el lobo y el cordero y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos y un niño pequeño los conducirá” (11,6). El texto continúa hablando de la vaca y la osa, el león y los bueyes, el niño y la víbora, etc. “Nadie hará daño, nadie hará mal, en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé” (11, 9). Ahora bien, ¿cómo se logra esa convivencia de opuestos? Isaías lo ha anunciado al inicio: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé sobre quien reposará el espíritu de Yahveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh (…) No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá al hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado. Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón sus flancos” (11, 1-5).
Iluminando este tiempo de navidad con este texto podemos aplicarlo al Niño Jesús que nace. Nadie como él puede encarnar ese espíritu de sabiduría e inteligencia, fortaleza y ciencia y, sobre todo, justicia para los débiles y rectitud para con los pobres de la tierra. La comunión entre diferentes o la superación de los conflictos que supone las visiones contrarias será posible porque llega “Alguien” capaz de transformar las situaciones. Es decir, la reconciliación no es fruto del olvido del conflicto que se vive sino del discernimiento y del cambio de las causas que lo provocan.

Esto ha sido evidente en nuestra América Latina. El teólogo español, González Faus, hablando también del contexto europeo, ha dicho que el 2019 “pasará a la historia como el año del desencanto y la indignación”. Y, efectivamente, hemos visto como, en muchos países, se ha levantado el pueblo, no convocado por una bandera partidista, sino por una realidad social y política: la urgencia de la justicia social, la inaplazable transformación de los sistemas económicos injustos que “matan”, como lo ha expresado claramente el Papa Francisco (Evangelii Gaudium 53). Por su parte, el presidente del Celam, Mons. Cabrejos, afirmó que “algunos países son gobernados por líderes que no saben comprender las demandas de la población” y repasa las situaciones latinoamericanas de los últimos meses, cuestionando a los organismos del Estado por el excesivo uso de la fuerza que han utilizado para controlar la protesta, llegando a cometer auténticas violaciones a los Derechos Humanos. 

Pero, aún falta mucho para que la voz de muchos cristianos y jerarcas sea verdaderamente profética frente a la realidad que se vive. No hay un reclamo fuerte y claro a que se escuchen las demandas del pueblo. Su voz se queda, muchas veces, en invocar que cese la violencia. Por supuesto que no se puede querer la violencia y hay que invocar que cese, pero hay que ponerse del lado de la justicia, de la denuncia, de la rectitud, de los derechos humanos, de la conciencia crítica, de la comprensión más global y completa de lo que pasa en la realidad.

Navidad es tiempo de invocar la paz pero, como tantas veces se ha dicho, de una paz que “surge de la justicia” (Is 32,17). Por eso, me atrevo a afirmar, que no habrá paz en Venezuela si no se promueve el diálogo con el gobierno actual; no habrá paz en Bolivia si no se promueve el valor del pueblo indígena y las conquistas que han alcanzado; no habrá paz en Argentina y en Chile si no se condena el neoliberalismo exacerbado que ha incrementado de manera tan exagerada la pobreza; no habrá paz en Colombia si no hay voluntad política para cumplir con los Acuerdos de Paz y no se hace una reforma tributaria a favor de los pobres; y, así en cada país, con la complejidad que conlleva cada realidad particular, realidad que excede las afirmaciones que hice antes pero que las incluyen.

Llega nuevamente el Niño del pesebre, el mismo que nos trae la paz por su fidelidad al anuncio del reino, aún a costa de su propia vida. ¿Sabremos reconocerlo en nuestra realidad actual? ¿Nos sabremos situar del lado del pueblo y escuchar sus demandas? Porque los gobernantes no quieren escucharlas, pero los cristianos ¿sabremos escucharlas? Ojalá que el Niño nos ayude a hacerlo y se note en una voz profética que haga justicia a la radicalidad del evangelio.

lunes, 16 de diciembre de 2019


La Navidad no deja de lado la dificultad ni el sufrimiento


Se acerca cada vez más la navidad y todo se torna fiesta, alegría, celebración, compartir fraterno. Este clima ayuda a cambiar el horizonte y a involucrarse en este ambiente. Sin embargo, lo que cada persona vive por dentro sigue allí sin que se pueda cambiar fácilmente porque “la procesión va por dentro” -como dice un dicho popular- y puede disimularse o dejar un poco de lado para dejarse llevar por esta corriente de festividades navideñas, pero no significa que las cosas cambien mágicamente. Pero, precisamente, las condiciones en que se da el nacimiento del Niño Jesús salen al encuentro de las personas que más sufren, más necesitadas o con situaciones difíciles en la vida. 

Nacer en un pesebre -como el evangelista Lucas nos relata el nacimiento de Jesús- (Lc 2, 1-20), no es ninguna buena noticia. Fue la consecuencia de “no encontrar lugar para ellos en el mesón”, es decir pasar angustias buscando un lugar para tener el bebé y, finalmente, no encontrar más que un pesebre para resguardarse.  Quienes los visitan son los pastores, pobres entre los pobres, que no son amigos de la familia pero que están en la zona y se acercan a saludarles, tal vez por la novedad de un nacimiento en ese lugar inhóspito donde ellos se encuentran. Lógicamente el evangelista coloca en boca de los pastores la alegría por el nacimiento de aquel niño entre ellos, pero parece que nadie más lo reconoció y simplemente pasados aquellos días, María y José van a cumplir con los ritos religiosos previstos para los niños judíos. Pero no fue fácil dicho nacimiento: solos, en tierra extraña, en las condiciones más precarias. 

La manera como el evangelio de Mateo relata el nacimiento (Mt 2, 1-18) no es muy diferente en el sentido de las dificultades que rodean dicho acontecimiento. Una vez que el niño nace en Belén, se desata un tiempo de persecución e inseguridad. Aunque el evangelista relata la visita de los reyes magos -con la que pretende mostrar la repercusión universal que este nacimiento tiene- José es avisado en sueños que el rey Herodes los está buscando para matar al niño. De ahí que tienen que huir a Egipto para librarse de ese peligro. Según el relato, aunque Herodes no puede matar al Niño Jesús, podemos imaginar el horror que supuso para los demás niños que si fueron alcanzados por su espada. La muerte de los inocentes es una realidad tan cruda como los miles de inocentes que se han asesinado en tantas guerras y conflictos que no dejan de suceder en nuestro mundo.

Ahora bien, recordar estas dificultades que rondan la navidad nos hace buscar el sentido profundo de la misma y no quedarnos en la superficialidad de la algarabía y los festejos, tapando la realidad difícil que sigue existiendo en nuestras historias personales y sociales. Navidad también es tiempo de asumir el dolor, la incertidumbre, el fracaso, la enfermedad e incluso, la muerte, que se hace presente tantas veces en nuestra vida. Tal vez desde el propio sufrimiento podemos entender mejor lo que supuso el nacimiento del Salvador: nos trae la vida, pero no la reconocemos fácilmente, nos trae la paz, pero se desata la persecución, nos trae la esperanza, pero se vive en la incertidumbre. 

No hay que disimular u ocultar los dolores de la vida. Hay que afrontarlos, asumirlos, transformarlos. Y el pesebre nos dice que es posible cambiar la realidad, aunque parezca que solo existan pesebres frágiles y solitarios en nuestra vida. Cuando todo parece difícil, el anuncio de los pastores puede abrirnos caminos porque “ha nacido el Salvador del mundo que será alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Es decir, para todas las situaciones de nuestra vida hay salvación y un nuevo comienzo. Esa es la promesa del Señor que se repite en cada navidad y Él jamás deja de cumplirla. Acogerlo en nuestro pesebre personal es el punto de partida para ponernos en camino y hacer posible un futuro mejor que tarde o temprano llega, de la forma menos esperada. Navidad es entonces tiempo de alegría y esperanza, no desde la superficialidad de las luces que adornan las ciudades sino desde la profundidad del corazón que, muchas veces herido, confía en el Niño que nace trayéndonos vida y vida en abundancia (Jn 10,10).

lunes, 9 de diciembre de 2019


Renovar la esperanza en este tiempo de adviento



El tiempo de adviento nos invita a prepararnos para la navidad “esperando al que ha de venir”. Es decir, se nos piden dos actitudes: (1) esperar (2) a alguien. Lo primero nos confronta con algo muy humano como es la esperanza. Por muchas dificultades que tengamos, hay un impulso interior que nos hace esperar que las cosas cambien. A eso el filósofo Ernst Bloch le llamó el “principio esperanza” que luego será retomado por el teólogo Jürgen Moltmann, en su “Teología de la esperanza” mostrando que, por encima de todas las dificultades humanas, hay como un resorte interior que nos hace levantarnos una y otra vez y caminar hacia delante. Y desde la fe, por supuesto es Dios mismo quien nos impulsa a avanzar hacia un futuro que esperamos sea con Él y en plenitud. 

Sin embargo, a veces este dinamismo humano parece apagarse. La rutina, el conformismo, la inmediatez nos hacen perder esa capacidad de esperar que las cosas sean nuevas y mejores. Y, en la vida cristiana, esto pasa más de lo que nos imaginamos. Parece que ya es un hecho que creemos en Dios y simplemente vamos pasando de celebración en celebración sin vivir una renovación interior, sin dejarnos sorprender por el Dios que nos sale al encuentro en cada minuto de nuestra existencia. 

La invitación, por tanto, en este tiempo de adviento es a renovar la actitud de espera. Puede ayudar el preguntarnos: y, para este tiempo de adviento ¿qué espero? ¿qué anhelos tiene mi corazón? ¿qué quisiera que trajera el Dios que viene? Cada adviento podría ser un momento privilegiado que marcara nuestra vida y nos diera un nuevo horizonte para vivir el año que nuevamente comienza. Muchas esperanzas podrían acompañar nuestra vida: A nivel personal, crecer en la vida interior afinando nuestra escucha de Dios, de su palabra, de su querer sobre la humanidad. A nivel comunitario, crecer en el amor a los otros para amarlos más y mejor, comprender sus dolores y alegrías, disculpar sus errores y colaborar en todo lo que necesiten. A nivel social, sensibilizarnos mucho más por aquello que interesa más a Dios: los pobres por quienes Él se inclina, siempre y en primer lugar. Eso supone crecimiento en la dimensión social de la fe, no como algo añadido sino como inherente a nuestra vida cristiana. 

En este último aspecto es fácil sentirnos cercanos de esta realidad porque corren vientos en Latinoamericana de indignación frente a la injusticia social y eso va muy en sintonía con los profetas que anuncian al Dios que viene. Ellos siempre denuncian la suerte de los pobres como fruto de la desigualdad y convocan al derecho y la justicia que han de ejercer los gobernantes para que la situación cambie (Sal 72,2). Los profetas dejan ver con claridad que la justicia de Dios siempre se pone del lado del pobre, del débil, del necesitado, porque si Él viene es para cambiar su suerte. Ahora bien, Dios solo puede actuar a través de los seres humanos y por eso el clamor constante a que podamos entender su lógica de amor y la pongamos en práctica. Seguimiento, discipulado, vocación, no son, en primer lugar, para la santificación personal sino para hacer posible -en la historia- el actuar de Dios a través nuestro.

Este tiempo de adviento, podría ser, entonces, un tiempo de espera activa, de esperanza fecunda. Un tiempo de preparar los caminos del Niño que llega. Preparar nuestra vida para que Él pueda contar con nosotros haciéndole presente en todos nuestros actos. Preparar nuestro mundo para que se haga más claro que el Dios que viene, denuncia y anuncia la justicia para todos pero, especialmente, para los más pobres. Preparar nuestra iglesia para que se renueve por dentro y se parezca cada vez más a la iglesia de los orígenes, aquella que nació alrededor de un pesebre. Preparar, en definitiva, un adviento fecundo que celebre realmente al Niño que llega “para alegría de todo el pueblo” (Lc 2, 10)

lunes, 2 de diciembre de 2019


Una navidad con sabor de Amazonía

El tiempo de Navidad se acerca y conviene irnos preparando. Navidad es tiempo de familia, de encuentro, de fiesta. En la vida cristiana todo lo anterior expresa la celebración del nacimiento del Niño Jesús que sigue convocándonos y remitiéndonos a los orígenes sencillos de la vida cristiana, alrededor de un pesebre, con unos pastores que anuncian la Buena Noticia del Salvador: Dios mismo se ha hecho uno de nosotros y así, la vida divina, se hace posible y asequible a todo aquel que quiera recibirla.

Guardadas las proporciones, el Sínodo de la Amazonía que se realizó en octubre podría remitirnos a una escena similar a la del pesebre. De lo que se trató fue de la evangelización de los pueblos indígenas de esa región. La Amazonía, también llamada Panamazonía, es un extenso territorio con una población estimada en 33.600.000 habitantes, de los cuales unos 2,5 millones son indígenas. Está formada por nueve países: Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Suriname, Guayana Inglesa y Guayana Francesa. Allí se concentra un tercio de las reservas forestales primarias del mundo.

No se puede negar que estos pueblos han sido olvidados, masacrados, ignorados. Si nos remitimos a la conquista de América, los conquistadores arrasaron con sus culturas y les robaron sus riquezas. Cuando los pueblos de América se liberaron, la suerte de los indígenas no cambió sustancialmente. Vino el mestizaje y los pueblos originarios quedaron bastante rezagados del acontecer nacional. La iglesia ha jugado un papel positivo en algunos aspectos -los ha defendido, luchado por sus derechos, reconocido sus valores-, pero también, como institución inmersa en la realidad social de cada tiempo, creyó que la evangelización suponía ignorar sus culturas, incluso cambiarlas por la manera de ser occidental. Hace ya décadas que se ha transformado la manera de concebir la misión en esas tierras y se ha crecido en respeto, aceptación y valoración de estos pueblos ancestrales. Pero el Sínodo de Amazonía ha sido un paso mucho más fuerte y definitivo para la valoración, reconocimiento y compromiso con los pueblos indígenas.

La iglesia los “escuchó” verdaderamente. Fueron casi dos años de preparación previa, porque el Sínodo lo inauguró oficialmente el Papa Francisco en su visita a Puerto Maldonado (Perú) en enero de 2018. Desde entonces se hizo un proceso de consulta que abarcó unas 87.000 voces que permitieron la elaboración del Instrumento de Trabajo que se estudió en el Sínodo. Fue muy importante ver en el Vaticano a los pueblos indígenas con sus tradiciones, bailes y expresiones culturales y permitir que sus símbolos fueran ofrecidos y expuestos en aquellos lugares con una cultura tan distinta. Por supuesto, no faltó el rechazó de algunas tendencias conservadoras de la Iglesia y las falsas acusaciones de panteísmo o idolatría. Pero, no es de extrañar. Al Niño del pesebre tampoco lo reconocieron fácilmente como Hijo de Dios y solo los pobres y sencillos lo acogieron desde el primer momento.

El Papa recibió el documento final del Sínodo y seguramente responderá con una Exhortación post sinodal. Pero en el discurso final insistió en que lo más importante de esta experiencia debería ser el “diagnóstico de lo que pasa en esas tierras y en esos pueblos” para poder responder adecuadamente tanto en lo que respecta a la defensa de la vida -de los pueblos y de la creación- como a una evangelización que llegue al corazón de sus culturas y no avasalle la riqueza de sus tradiciones y el “Buen vivir” (armonía consigo mismo, con la naturaleza, con los seres humanos y con el ser supremo) que tienen los indígenas.

El documento final tiene 5 capítulos. El primero, “De la escucha a la conversión integral” y los otros cuatro, abordando “los nuevos caminos” que la iglesia ha de transitar en cuatro dimensiones: conversión pastoral, conversión cultural, conversión ecológica y conversión sinodal.

El primer capítulo es una clara voz profética que le levanta contra la realidad que allí se vive: “Hay una destrucción de la Amazonia y eso significa la desaparición del territorio y de sus habitantes, especialmente los pueblos indígenas” (n.2). “La Amazonía es hoy una hermosura herida y deformada, un lugar de dolor y violencia” (n.10). Aquí también se reconoce el papel que la iglesia puede jugar ante esa dura realidad: “En el momento presente, la Iglesia tiene la oportunidad histórica de diferenciarse de las nuevas potencias colonizadoras escuchando a los pueblos amazónicos para poder ejercer con transparencia su actividad profética” (n.15). Pero la iglesia no podrá tener esa voz profética si no escucha “el clamor de la tierra y el grito de los pobres y de los pueblos” (n.17). Ese clamor hará posible la urgente “conversión integral” a una vida “simple y sobria, todo ello alimentado por una espiritualidad mística al estilo de San Francisco de Asís” (n.17).

Los otros cuatro capítulos quieren concretar esa conversión integral al evangelio en las cuatro dimensiones antes señaladas. Cada una de ellas merecería una reflexión detallada, pero señalemos aquí, algunas de sus afirmaciones fundamentales: asumir el “pecado ecológico” (n.82), crear un “rito amazónico propio” (n.119), denunciar los “atentados contra los indígenas y su tierra” (n.46), rechazar toda evangelización de “estilo colonialista” (n.55) y todo “proselitismo” (n.56) , comprometernos con la “ecología integral” como único camino posible para salvar la región (n.67), denunciar la violación de los derechos humanos y la destrucción extractiva (n. 70), descentralizar las estructuras de la iglesia para una mayor sinodalidad (n.91); formación inculturada para los futuros presbíteros (n. 108), empoderar a las personas con un sano sentido crítico (n.59), traducción de la Biblia a las lenguas indígenas (n.24); promover el diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural (n.24), reconocer la riqueza y espiritualidad de la teología india, la teología de rostro amazónico y la piedad popular (n.54). Y lo que llevó buena parte del sínodo: la petición de ordenar hombres casados -idóneos y reconocidos por la comunidad- (n.111), reconocer un ministerio para la mujer como dirigente de la comunidad (n.102) y retomar el tema del diaconado femenino (n.103).

De la pobreza de los pueblos de la Amazonía surgieron propuestas nuevas y audaces. Casi, se podría decir, que allí también se dio un pesebre que, si sabemos reconocer, “será alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10).

  



sábado, 23 de noviembre de 2019


La indignación latinoamericana también llegó a Colombia

Desde hace tres días se lleva a cabo un Paro Nacional en Colombia con una participación inmensa de personas -muchísimos jóvenes-, en la mayoría de las ciudades. El Paro comenzó el 21 de noviembre y estaba pensado solo para ese día, pero la ciudadanía fue adquiriendo más y más conciencia de la urgencia de pedir cambios decisivos porque ya no aguanta más un gobierno que va por otro camino, privilegiando sus intereses sin escuchar las demandas del pueblo. Este “Paro Nacional” ha sido antecedido por varias marchas de universitarios en los últimos jueves de este mes, exigiendo una educación de calidad. El gobierno había prometido mayor inversión en educación, pero ha pasado el tiempo y no cumple con su palabra. Tanto en esas marchas estudiantiles como en este Paro, el ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios) se ha excedido en su función. Los manifestantes han organizado las marchas al estilo de una fiesta totalmente pacífica, pero, como en toda marcha, han entrado infiltrados generando violencia y desorden. No queda muy claro de donde provienen estos infiltrados. Pero ellos han sido la excusa para ese exceso de fuerza. Y la población ha respondido con un “cacerolazo”, es decir, espontáneamente a la tarde del primer día del Paro, la gente comenzó a sacar cacerolas y ahora se convirtieron en el instrumento para hacerse oír y mostrar que no van a parar hasta conseguir que el gobierno responda a las demandas.
El día de ayer fuera de los infiltrados se logró fomentar campañas de pánico a través de las redes que, en verdad, lograron asustar a muchos y multiplicar los mensajes sobre saqueos y robos a conjuntos residenciales, sin que nada de eso fuera verdad. Por supuesto hubo vandalismo -como se acaba de decir- y los noticieros los transmitieron una y otra vez, generando esa reacción de indignación, miedo y hasta rechazo a la protesta. Pero, esto fue mínimo, comparado con la conciencia ciudadana que entendió que la protesta también tenía que ser contra esa violencia que impide la manifestación pacífica de la gente, y así vamos en el tercer día, con cacerolazos en muchos lugares de Bogotá y de otras ciudades.
¿Qué se pide en este Paro Nacional? Como ya se dijo, que el gobierno de un viraje decisivo porque sus políticas económicas solo piensan en acumular ganancia y favorecer a los más fuertes. Para el pueblo solo existe el “típico discurso” de la necesidad de “ajustes” para poder “algún día” -día que no llega- ser el país próspero que todos deseamos.
Colombia está indignada por las reformas económicas que se quieren implementar. Por la corrupción en todos los estamentos. Por una clase política que solo busca ser elegida y se blinda entre ellos mismos para no ser castigados por sus múltiples faltas. Porque el gobierno no tiene voluntad política de apoyar los Acuerdos de Paz. Porque la salud, la vivienda, los servicios públicos y todas las necesidades que son un “derecho” de todo ciudadano, se ofrecen como oferta y demanda, solo alcanzable para quien tiene muchos medios económicos. Por la muerte de los líderes sociales sin un compromiso contundente para evitarla. Con la muerte de niños y jóvenes aduciendo falsamente que son guerrilleros. Por un presidente que no gobierna por sí mismo, sino que mantiene la nefasta sombra del expresidente Uribe en su forma de gobernar. Pero, también, en esta ocasión, se indignó por el exceso de fuerza que ha querido impedir la manifestación de los ciudadanos.
La respuesta del gobierno hasta ahora ha sido lamentable. El primer día el presidente sólo dijo que se castigaría a los violentos. Ayer dijo que entablaría una “conversación nacional” con todos los sectores a partir del próximo miércoles. Hoy, a través del twitter, dijo que iniciaría esa conversación mañana mismo con los alcaldes y gobernadores electos (iniciaran su gobierno en enero) y, a partir del lunes, con los otros sectores sociales. Mientras tanto la gente sigue concentrada en muchos puntos tocando sus cacerolas, pancartas y exigiendo una y otra vez, una respuesta efectiva. Hoy no hubo vándalos -de los que ya se dijo, no queda muy claro de donde provienen, porque lo más seguro es que tienen un objetivo -deslegitimar la protesta-.
Ayer se decretó toque de queda en Bogotá y, aun así, en algunos sitios se continuó la manifestación. Hoy no hay toque de queda y sigue la “fiesta pacífica” porque el pueblo colombiano se cansó y levantó su voz. Esperemos que se vaya a la raíz de los problemas y se den respuestas verdaderas.
Y una nota final pensando en la iglesia que se queja porque los jóvenes son cada vez más escasos en los espacios eclesiales. Los jóvenes están en la protesta, quieren un país mejor y están comprometidos con hacerlo posible. Toda su creatividad, empuje, esperanza, ilusión, presencia, está ahí, por horas, sin cansarse, con una voz que expresa muy bien sus deseos cuando son entrevistados (…) ¿será capaz de salir a las periferias geográficas y existenciales donde se juega la vida digna y justa para caminar con los jóvenes y acompañar todos sus sueños? ¿será capaz de acompañar a los pueblos en su lucha por la justicia social, denunciando claramente las causas y no solo invocando la necesidad de reconciliación -que es necesaria, pero sin cambiar las causas no puede ser posible-? Que el Dios de la vida nos fortalezca para estar donde, sin duda, Él está.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

¿La esperanza de los pobres nunca se frustrará?

El próximo 17 de noviembre se celebrará la III Jornada Mundial de los pobres que el Papa Francisco estableció hace tres años para el domingo anterior a la fiesta de Cristo Rey. El Papa publicó su mensaje sobre esta jornada en el mes de junio y, a partir de esta invitación, algunos episcopados han elaborado subsidios para preparar la Jornada.  Solo leí uno de estos subsidios, pero responde tan poco -desde mi punto de vista- a lo que el Papa pretende con esta jornada, que he colocado el título de esta reflexión con signo de interrogación, porque si es por este documento, los pobres si se verán frustrados. Los talleres de ese subsidio no denuncian la injusticia, no se ponen del lado de los pobres para cambiar su situación. Son como un tranquilizador de conciencia invitando a reconocer que los pobres tienen riquezas que no da el dinero o que no importa ser pobre porque Dios se hace presente en la pobreza. Sin duda, los pobres tienen una riqueza que bien podemos envidiar, pero eso no es lo más importante a recordar en una Jornada de los pobres. Las palabras de Francisco indican, muy claramente, qué debemos conmemorar el próximo domingo.

Comienza su mensaje reafirmando la situación de los pobres: injusticia, sufrimiento y precariedad de su vida. Y el salmista señala muy bien las causas: “la arrogancia de quienes los oprimen” (Sal 10, 1-10). Ante eso Dios no se queda indiferente y por eso se puede afirmar que la esperanza de los pobres no se frustrará. Pero la situación que describe el salmista es la que seguimos viviendo hoy: “La crisis económica no ha impedido a muchos grupos de personas un enriquecimiento que con frecuencia aparece aún más anómalo si vemos en las calles de nuestras ciudades el ingente número de pobres que carecen de lo necesario y que en ocasiones son además maltratados y explotados” (n.1)[1].

El Papa continúa mostrando las numerosas formas de esclavitudes a que son sometidos los pobres. (Fijémonos que el Papa habla con claridad “a que son sometidos”, es decir, unos seres humanos provocan la injusticia y someten a otros): las familias que se ven obligadas a abandonar su tierra para subsistir, los huérfanos que han perdido a sus padres o han sido violentamente separados de ellos, jóvenes a los que se les impide acceso al trabajo, los millones de inmigrantes, las numerosas personas marginadas y sin hogar que deambulan en nuestras ciudades (…) y continua describiendo toda la violencia y arbitrariedad que se ejerce sobre tantos pobres. Y, nuevamente invoca al salmista que denuncia la actitud de los ricos: “están al acecho del pobre para robarle, arrastrándolo a sus redes” (Sal 10,9). (n.2).

Solo describiendo la realidad de esta situación de opresión que viven los pobres, es que se puede hablar de los valores que ellos tienen. Su situación nos muestra “la confianza que ellos tienen en el Señor” (Sal 10,11). Los que no tienen nada y son sometidos por otros, muestran lo que es en realidad la confianza en Dios y su esperanza inquebrantable (n.3).

El Dios bíblico es el que escucha, interviene, protege, defiende, redime, salva … a los pobres. Dios no es indiferente o silencioso, por el contrario, acude siempre en su ayuda, denunciando la injusticia y buscando caminos de liberación. Los profetas describen “el día del Señor” que destruirá las barreras construidas entre los países y sustituirá la arrogancia de unos pocos por la solidaridad de muchos. El Papa no habla con lenguaje cifrado. Habla de lo que pasa hoy en nuestro mundo. Los muros que se construyen y las injusticias que se cometen. Y sabemos muy bien quienes son los protagonistas (n.4).

Una vez más, Francisco insiste (porque sabe de la tendencia a “espiritualizar” la pobreza) que los pobres son los que no tienen los medios para vivir, son los oprimidos, indigentes, todos estos con los que Jesús se identifica (Mt 25, 14ss). No reconocerlos es “falsificar el evangelio”. Las bienaventuranzas (Lc 6,20) son claras al afirmar que el reino pertenece a los pobres porque el Dios de Jesús viene a liberarlos, en primera instancia, a ellos, porque son los que no tienen quien los defienda. Pero ese anuncio de Jesús depende de nuestra fidelidad a la misión que nos encomendó: “Él ha inaugurado (el Reino), pero nos ha confiado a nosotros, sus discípulos, la tarea de llevarlo adelante, asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres. Es necesario, sobre todo en una época como la nuestra, reavivar la esperanza y restaurar la confianza. Es un programa que la comunidad cristiana no puede subestimar. De esto depende que sea creíble nuestro anuncio y el testimonio de los cristianos” (n.5).

Los compromisos que se deberían desprender de esta jornada “no consisten solo en iniciativas de asistencia” aunque estas son encomiables y necesarias (n.7), supone darles un acompañamiento permanente (n.8), porque los pobres no son solo estadísticas sino personas a las que hay que ir a encontrar, descubriendo en ellos el rostro de Cristo (n.9). Es urgente “no olvidar el grito de los pobres” (Sal 9, 13) Por eso, “la condición que se pone a los discípulos del Señor Jesús, para ser evangelizadores coherentes, es sembrar signos tangibles de esperanza” (n.10).

En tiempos tan convulsionados en nuestra América Latina, ponerse del lado de los pobres es una opción que no puede negociarse. Pero, lamentablemente, no solo se escriben subsidios bastante superficiales, sino que no parece haber una defensa clara y profética de los más pobres. Un hecho, para mí, bastante sorprendente es que en la situación boliviana se invoca la Biblia para restaurar el orden ¿neoliberal? y se rechazan las creencias indígenas. Me parece recordar que Bolivia es un estado pluricultural y que se celebró un sínodo Panamazónico donde no solo se habló de la creación sino del respeto y valoración de los pueblos ancestrales y sus cosmovisiones. Es bastante incoherente que no se levante la voz para hacer respetar el pluralismo cultural y religioso y denunciar que la Biblia no puede ser utilizada de la manera como se ha hecho. Pero algo queda claro: una cosa es hablar de los pobres y teorizar sobre ellos y otra cosa es amarlos en el aquí y ahora de cada realidad concreta.








[1] Señalaremos entre paréntesis el numeral donde dice esto en el mensaje del Papa Francisco, mensaje que puede verse en:  http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/poveri/documents/papa-francesco_20190613_messaggio-iii-giornatamondiale-poveri-2019.html

jueves, 31 de octubre de 2019


Los santos de la puerta de al lado

Comenzamos el mes de noviembre con la fiesta de todos los santos. Pero, ¿es posible hablar de santidad en este siglo XXI? ¿A alguien le interesa ser santo hoy? En algunos sectores el lenguaje de la santidad sigue utilizándose y algunas personas se preocupan por ser santas. Pero no es la conversación más cotidiana, ni el interés de la mayoría. Eso sí, a la gente del S.XXI le interesa la felicidad, la busca y no deja de tener planes y proyectos, aunque abunden las dificultades. ¿Será que esta búsqueda de felicidad tiene algo que ver con la santidad o es totalmente ajena a ella?

Todo depende de cómo concibamos la santidad. Si santo es separarse de este mundo y buscar una perfección personal, lo más seguro es que no interesa a muchos. Pero si nos apropiamos de la llamada a la santidad que hizo el Vaticano II “para todos” (y no sólo para la vida consagrada o para el ministerio ordenado), la propuesta puede ir muy de la mano de quien busca la felicidad y el sentido de su vida.

El Papa Francisco en su Exhortación Gaudete et Exultate (2016) retoma el tema y, sobre todo, lo centra en lo más importante: la perfección en el amor. Como en la mayoría de sus escritos, vuelve a enfatizar en la importancia del “pueblo de Dios”, porque somos llamados a la santidad como pueblo, en comunidad. Por razones históricas la experiencia comunitaria de los orígenes se fue privatizando y hasta el día de hoy muchas personas cultivan ese tipo de espiritualidad y, lo que es preocupante, algunos de los nuevos movimientos laicales también van por esa línea, añadiendo además un rigorismo moral exagerado. No es ese el horizonte de Vaticano II.

Pero bien, el Papa habla de “los santos de la puerta de al lado” que son los varones y mujeres del pueblo de Dios: “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo (…) son aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios” (n.7). También el Papa dice que la santidad excede los límites de la iglesia católica porque el Espíritu suscita signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo” (n. 9).

Señala dos peligros para la santidad valiéndose de dos herejías antiguas: el gnosticismo y el pelagianismo. La santidad no es una doctrina que se aprende (gnosticismo) pero tampoco es una perfección humana que se consigue a fuerza de voluntad (pelagianismo). La santidad es don de Dios que se acoge y ella da fruto en nuestra vida.

La santidad es la “perfección en el amor”, y el Papa profundiza esta afirmación refiriéndose a dos textos imprescindibles de la vida cristiana. Las bienaventuranzas (Mt 5) que son el plan de vida del creyente y el juicio final (Mt 25), en el que la única condición para poder entrar al reino del Padre es reconocer al Señor en el hambriento, en el sediento, etc. “porque todo lo que hiciste con uno de estos más pequeños, a mí me lo hiciste”. Es otra manera de explicar lo que Juan, en su primera carta dice claramente: “quien no ama al prójimo a quien ve, no puede amar a quien no ve” (4, 20).

En la exhortación el Papa hace una larga explicación de cada una de las Bienaventuranzas porque, en verdad, daría mucha riqueza a la vida cristiana, centrarse más en ellas y no solamente en los 10 mandamientos, como normalmente se acostumbra.

La santidad es “ser pobres de espíritu” -según el evangelio de Mateo- que significa alcanzar la libertad interior, pero también vivir una existencia austera y despojada -como dice Lucas- al referirse a “Felices los pobres” (Lc 6,20)

La santidad es “ser manso, para poseer la tierra” a diferencia del orgullo que se cultiva en la sociedad. Los discípulos de Cristo están llamados a la mansedumbre -fruto del espíritu-, propio de quien deposita toda su confianza en Dios.

La santidad es “saber llorar con los demás”, compartir el sufrimiento ajeno y afrontar las situaciones dolorosas. No dejarse llevar por la indiferencia sino solidarizarse con el sufrimiento del mundo para transformarlo.

La santidad es “tener hambre y sed de justicia”, porque estas necesidades básicas han de ser cubiertas para todo ser humano y es un clamor que los profetas ya hacían desde antiguo: “Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda” (Is 1,17).

La santidad es “ser misericordiosos” (Lc 6,36-38) mucho más diciente que el “ser perfectos” del evangelista Mateo (5, 48) porque nos remite a ese servicio incondicional hacia los demás como Dios mismo lo hace con cada uno de nosotros.

La santidad es tener “un corazón limpio para poder ver a Dios” que significa tener un corazón sencillo, sin doblez, auténtico, transparente.

La santidad es “trabajar por la paz” que supone el no excluir a nadie. Más aún, se nos llama a ser artesanos de la paz porque esta no se da fácilmente, no significa ausencia de conflicto, sino construcción continua de la búsqueda de consenso, de armonía, de posibilidad de vida para todos.

La santidad es “ser perseguidos a causa de la justicia” porque el reino de Dios reclama una sociedad justa y en paz y esto no se puede hacer sin una gran dosis de entrega personal para contrarrestar todos los obstáculos a la justicia que nacen de los intereses personales y los egoísmos grupales que, una y otra vez, retrasan la plenitud del reino.

En definitiva, cada una de las bienaventuranzas merece una reflexión detenida que permite entender la profundidad de la propuesta del reino. Pero, como lo propone el Papa, en definitiva “el gran protocolo por el que seremos juzgados” (Mt 25) es el de la misericordia que tuvimos con los demás viendo en ellos al mismo Cristo que sufre y reclama nuestro amor.

Los “santos de la puerta de al lado” son todos los varones y mujeres que día a día construyen la vida social y ponen todo de su parte para sembrar el bien, el perdón, la justicia y la paz. A esta santidad estamos todos llamados. No decaigamos en el deseo de formar también parte de estos “santos de la puerta de al lado”.








sábado, 26 de octubre de 2019


Nuevos ministerios para la iglesia amazónica: sacerdotes casados y mujeres diáconos



Después de 21 días de estar reunidos en Roma, se presentó el Documento final del Sínodo Panamazónico, documento que es punto de llegada de un proceso que se inauguró con la visita del Papa Francisco a Puerto Maldonado en 2018, seguido de múltiples consultas y eventos, todos ellos encaminados a generar el proceso sinodal. Al mismo tiempo, este documento final es punto de partida para hacer efectivo lo allí consignado, comenzando así lo más importante del Sínodo; hacer posible el proceso de conversión integral que se desdobla en cuatro dimensiones -conversión pastoral, cultural, ecológica y sinodal. Es un camino ambicioso, pero es un camino rico en humanidad, en evangelio, en fidelidad a los pobres, en apertura a los signos de los tiempos, en audacia para proponer nuevos caminos eclesiales.

Los primeros beneficiados fueron los participantes de dicho evento. Estuvieron durante 21 días empeñados en llevar adelante las propuestas surgidas del proceso previo de escucha, buscando abrir esos caminos “nuevos” tan urgentes para la evangelización actual. Las noticias nos hicieron saber que no faltaron las voces conservadoras y descalificadoras del sínodo. Pero también nos mostraron el protagonismo de las mujeres -especialmente las religiosas comprometidas con la evangelización en la Amazonía-, de los/as indígenas y del Papa Francisco. Y el documento final permite ver que, en verdad, permanecieron las demandas del proceso sinodal y ahora han quedado en manos del Papa para que las haga realidad. ¡Dios le ayude a hacerlo! y que no lo retrasen las fuerzas contestarias que, siendo pocas, siembran dudas y miedos en muchos.

Tal vez, las demandas más insistentes y a la vez más audaces -frente a esta iglesia que se resiste al cambio- eran las de ampliar los ministerios, entre ellos el de ordenar sacerdotes casados y el del diaconado para las mujeres. Algunas voces afirmaron que el sínodo no debería centrarse en estos aspectos y otras siguen insistiendo en que las peticiones que hacen las mujeres de una participación más plena en la iglesia, sería “ceder” a los movimientos sociales que trabajan por la igualdad de la mujer. Más bien se podría decir que no atender a estas demandas es no entender el principio de “encarnación” que nos remite a leer los signos de los tiempos porque es en esta historia, con sus luces y desafíos, donde Dios se revela y donde podemos responderle. Por supuesto que el Sínodo es mucho más que lo “ministerial” pero esto no es insignificante sino que, precisamente, toca la estructura eclesial, la cual de no “convertirse” corre el peligro de fracasar estruendosamente y perder todos sentido en su ser y quehacer en el mundo.

El capítulo quinto del documento final es el que trata de los “nuevos caminos para la ministerialidad eclesial”. Recojamos aquí algunas de las propuestas más significativas:
“Reconocemos la necesidad de fortalecer y ampliar los espacios para la participación del laicado, ya sea en la consulta como en la toma de decisiones en la vida y en la misión de la Iglesia” (n.94).
“Para la iglesia amazónica es urgente que se promuevan y se confieran ministerios para hombres y mujeres de forma equitativa (…) Es la iglesia de hombres y mujeres bautizados que debemos consolidar promoviendo la ministerialidad y, sobre todo, la conciencia de la dignidad bautismal” (n.95).
“Además, el Obispo puede confiar, por un mandato de tiempo determinado, ante la ausencia de sacerdotes en las comunidades, el ejercicio de la cura pastoral de la misma a una persona no investida del carácter sacerdotal, que sea miembro de la comunidad” (n. 96).
“La iglesia en la Amazonía quiere ‘ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la iglesia’. No reduzcamos el compromiso de las mujeres en la iglesia, sino que promovamos su participación activa en la comunidad eclesial. Si la iglesia pierde a las mujeres en su total y real dimensión, la iglesia se expone a la esterilidad” (n.99).
“Se pide que la voz de las mujeres sea oída, que ellas sean consultadas y participen en las tomas de decisiones y, de este modo, puedan contribuir con su sensibilidad para la sinodalidad eclesial (…) Es necesario que ella asuma con mayor fuerza su liderazgo en el seno de la iglesia y que ésta lo reconozca y promueva reforzando su participación en los consejos pastorales de parroquias y diócesis, o incluso en instancias de gobierno” (n. 101).
“Reconocemos la ministerialidad que Jesús reservó para las mujeres. Es necesario fomentar la formación de mujeres en estudios de teología bíblica, teología sistemática, derecho canónico, valorando su presencia en organizaciones y liderazgo dentro y fuera del entorno eclesial (…) Pedimos revisar el Motu Propio de San Pablo VI, Ministeria quedam, para que también mujeres adecuadamente formadas y preparadas puedan recibir los ministerios del Lectorado y el Acolitado, entre otros a ser desarrollados. En los nuevos contextos de evangelización y pastoral en la Amazonía, donde la mayoría de las comunidades católicas son lideradas por mujeres, pedimos sea creado el ministerio instituido de “la mujer dirigente de la comunidad” y reconocer esto, dentro del servicio de las cambiantes exigencias de la evangelización y de la atención a las comunidades” (n.102).
“En las múltiples consultas realizadas en el espacio amazónico, se reconoció y se recalcó el papel fundamental de las mujeres religiosas y laicas en la Iglesia de la Amazonía y sus comunidades, dados los múltiples servicios que ellas brindan. En un alto número de dichas consultas, se solicitó el diaconado permanente para la mujer. Por esta razón el tema estuvo también muy presente en el Sínodo” (n. 103).
“Para la Iglesia Amazónica es urgente la promoción, formación y apoyo a los diáconos permanentes, por la importancia de este ministerio en la comunidad” (n. 104).
“Considerando que la legítima diversidad no daña la comunión y la unidad de la Iglesia, sino que la manifiesta y sirve (LG 13; OE 6) lo que da testimonio de la pluralidad de ritos y disciplinas existentes, proponemos establecer criterios y disposiciones de parte de la autoridad competente, en el marco de la Lumen Gentium 26, de ordenar sacerdotes a hombres idóneos y reconocidos de la comunidad, que tengan un diaconado permanente fecundo y reciban una formación adecuada para el presbiterado, pudiendo tener familia legítimamente constituida y estable, para sostener la vida de la comunidad cristiana mediante la predicación de la Palabra y la celebración de los Sacramentos en las zonas más remotas de la región amazónica. A este respecto, algunos se pronunciaron por un abordaje universal del tema” (n.111).
Estas propuestas si logran ponerse en marcha, podrán cambiar el rostro de la iglesia, no solo en la Amazonía, sino en la iglesia universal. Y esto es urgente porque la “reforma” de la iglesia que el Papa Francisco está impulsando ha de pasar por una “conversión estructural” que permita devolverle a la iglesia la audacia, fidelidad y parresia que tuvo en sus orígenes.
Todos los otros capítulos del documento merecen una lectura atenta y una apertura grande para acogerlos. Adelantemos aquí algunas de las propuestas: asumir el “pecado ecológico” (n.82), crear un “rito amazónico propio” (n.119), denunciar los “atentados contra los indígenas y su tierra” (n.46), rechazar toda evangelización de “estilo colonialista” (n.55) y todo “proselitismo” (n.56) , comprometernos con la “ecología integral” como único camino posible para salvar la región (n.67), denunciar la violación de los derechos humanos y la destrucción extractiva (n. 70), descentralizar las estructuras de la iglesia para una mayor sinodalidad (n.91); formación inculturada para los futuros presbíteros (n. 108), empoderar a las personas con un sano sentido crítico (n.59), traducción de la Biblia a las lenguas indígenas (n.24); promover el diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural (n.24), reconocer la riqueza y espiritualidad de la teología india, la teología de rostro amazónico y la piedad popular (n.54).
Los participantes en el sínodo ya hicieron su tarea. Ahora a todos nos queda el compromiso de la recepción creativa. Que el Espíritu nos fortalezca y hagamos realidad todo lo que de nosotros depende.




martes, 15 de octubre de 2019

¿No será posible diseñar otro modelo económico?

El ejemplo de los indígenas del Ecuador ha sido muy impresionante. Algunos dirán que la protesta solo trae violencia y que así no se hacen las cosas. Sin embargo, creo que, hasta el día de hoy, muy pocas cosas se han conseguido “por las buenas”. Casi siempre se necesita mucha decisión y coraje, mucha resistencia y persistencia para conseguir aquello que es justo. Los indígenas ecuatorianos consiguieron derogar el decreto de quitar el subsidio a la gasolina. Veremos si el diálogo que seguirán teniendo con el presidente, consigue una alternativa viable que, en verdad, promueva la justicia y no aumente la pobreza.

Pero Ecuador es solo un caso de los muchos que existen, al menos en América Latina. Argentina lleva cuatro años de implementación de medidas económicas neoliberales, de préstamos millonarios por parte del FMI, de favorecimiento a los grandes capitales y el resultado de todo esto ha sido el aumento de la pobreza en un porcentaje exagerado: 35,4% según un informe de la Universidad Católica de Argentina. Las próximas elecciones parece que mostrarán el rechazo a este modelo, pero no faltan sectores de la sociedad que siguen empeñados en continuarlo, con aquello de que es la única manera de hacer crecer la economía.

Colombia no se queda atrás. El ministro de hacienda no hace sino proponer una y otra vez medidas de ese mismo corte neoliberal. Vende la idea de que bajando impuestos a los ricos se crearan más puestos de trabajo, se atraerán las inversiones extranjeras, etc., y, lo que es peor, muchos compran esa idea y la apoyan, la mayoría de las veces bajos los slogans “mentirosos” de que no hacerlo es dejar entrar al populismo, al chavismo, al comunismo, etc.

Ahora bien, lo que desconcierta más, es que entre los que apoyan tales medidas hay buen número de cristianos, de comunidades religiosas, de sacerdotes, de obispos. El caso que sucedió hace poco de una “supuesta monja” que vino a defender al expresidente Uribe el día que lo llamaron a indagatoria, no está muy lejos de la realidad de muchas personas de fe que fueron (y siguen siendo) bien uribistas, bien guerreristas (no apoyaron para nada los esfuerzos por la paz), bien capitalistas porque reniegan de cualquier beneficio social que se les de a los pobres, considerando que todos son unos perezosos, atenidos, vagos, etc.

Ante esto y tantas otras situaciones que podríamos describir, sería bueno meditar a fondo las palabras del Papa Francisco en la Evangelii Gaudium: “Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata (…). Hoy todo entra en el juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida (…). En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del “derrame” que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la liberad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (53-54).

Qué tal si los cristianos nos convenciéramos de esto y proclamáramos “a tiempo y a destiempo” que en la vida no todo es economía y menos obtener “más y más” ganancia. Que la vida sobria y austera permite la solidaridad y podría superar la pobreza. Que tal que nos arriesgáramos a “evangelizar” con la propuesta del reino, donde a nadie se le excluye, sino que se estrecha la mesa para que todos quepan. Mucho podríamos hacer los cristianos si descolonizáramos nuestra mente del sistema neoliberal y nos empeñáramos en diseñar otro modelo económico posible que favorezca en verdad la vida y no nos haga cómplices de una “economía que mata” por mucho que no la vendan como la única opción posible que nos queda. Grande tarea tenemos entre manos. ¿Seremos capaces de responder desde el evangelio a estos desafíos presentes? Que el ejemplo de los indígenas ecuatorianos -que no sé si lo hacen por la fe, pero seguro lo hacen por la propia humanidad, por su conciencia de pueblo, por sus legítimos derechos- nos interpele y nos saque de una vez por todas de esa “globalización de la indiferencia”.





sábado, 5 de octubre de 2019


Por una Iglesia y una espiritualidad profética y ecológica

Del 6 al 27 de octubre del presente año se llevará a cabo el Sinodo Panamazónico convocado por el Papa Francisco en 2017 con el objetivo de “encontrar nuevos caminos para la evangelización de aquella porción del Pueblo de Dios, sobre todo de los indígenas, muchas veces olvidados y sin una perspectiva de un futuro sereno, también por la causa de la crisis de la foresta amazónica, pulmón de fundamental importancia para nuestro planeta”.

La Amazonía está formada por nueve países: Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Suriname, Guayana Inglesa y Guayana Francesa. Allí se concentra un tercio de las reservas forestales primarias del mundo. Habitan unos 34 millones de habitantes, de los cuales más de tres millones son indígenas, pertenecientes a más de 390 grupos étnicos.

La preparación al Sínodo la inauguró oficialmente el Papa en su viaje a Puerto Maldonado (Perú) en 2018, donde mostró su preocupación por los indígenas: “Probablemente los pueblos originarios amazónicos, nunca estuvieron tan amenazados como ahora. La Amazonía es una tierra disputada desde varios frentes”. Posteriormente se elaboró el Documento preparatorio y se escucharon alrededor de 87.000 voces distintas, unas 22.000 en consulta directa y 65.000 en procesos preparatorios hacia la consulta. Participaron comunidades, parroquias, vicariatos y diócesis. Hubo 260 eventos: asambleas territoriales, foros temáticos y ruedas de conversación. El 90% de los obispos amazónicos participó en el proceso. Todo esto lo recogió la REPAM (Red Eclesial Panamazónica), organismo eclesial creado para establecer una pastoral de conjunto con prioridades diferenciadas, buscando un modelo de desarrollo que privilegie a los pobres y sirva al bien común. Este insumo contribuyó a la elaboración del Documento de Trabajo (Instrumentum laboris). Este documento fue publicado el pasado 17 de junio y será el punto de partida del Sínodo.

¿Qué tiene que ver este Sínodo con nuestra fe y espiritualidad? Puede parecer una realidad distante y que prácticamente no nos afecta. Pero no es así. El Sínodo nos hace una fuerte interpelación que deberíamos acoger y dejarnos transformar por ella.

En primer lugar, el cuidado de la “casa común” nos implica a todos y tiene que ver con nuestra fe. El libro del Génesis comienza afirmando a Dios como creador de cielo y tierra y de todo lo que hay en ella, incluido el ser humano. Ese mundo fue puesto en nuestras manos para preservarlo y garantizar la vida en todos los sentidos. En otras palabras, la preocupación ecológica no sólo es un problema mundial y un desafío actual, sino que también es un compromiso inherente a la fe si creemos en el Dios bíblico. De ahí la Encíclica de Francisco, “Laudato si” (2015), en la que nos llama a la “conversión ecológica”, una conversión integral por la defensa de la vida en todo sentido pero, especialmente, la vida de la creación, tan amenazada por la explotación irracional que solo busca el lucro y la mayor ganancia y que afecta, en primer lugar, a los más pobres de la tierra.

En segundo lugar, tanto la Encíclica Laudato Si como el Sínodo Panamazónico, nos están hablando de una fe “profética” y “ecológica”. El Instrumentum laboris es un ejemplo muy claro de una fe que se toma en serio la realidad, se compromete con los problemas actuales y busca transformarlos pero, no de cualquier manera, sino levantando la voz y “denunciando” todo aquello que no está de acuerdo con el plan de Dios y necesita una conversión urgente. 

El Instrumentum laboris está estructurado en tres partes: (1) La voz de la Amazonía (2) Ecología integral: clamor de la tierra y de los pobres (3) Iglesia profética en la Amazonía: desafíos y esperanzas-. Comienza haciendo un llamado a los obispos para que “escuchen” a los pueblos amazónicos: “Pidamos ante todo al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama” y continua describiendo muy bien las amenazas que afectan la Amazonía: la destrucción extractivista, la urgencia de protección de los pueblos indígenas en aislamiento voluntario, la migración, la urbanización, la corrupción, la falta de salud, de educación, de respeto a sus culturas, etc. Y con la misma voz profética de la Biblia que levanta la voz ante la opresión del pueblo en Egipto (Ex 3, 7-8) (n.23), el instrumentum laboris denuncia “la connivencia o permisividad de los gobiernos locales, nacionales y las autoridades tradicionales (los mismos indígenas)” para permitir la explotación de la creación solo buscando intereses económicos sin detenerse a pensar en las nefastas consecuencias para la creación y los pueblos (n.14). Más aún, hace un fuerte llamado a las instituciones eclesiales a que no caigan en el juego de recibir donaciones que parece van a mejorar la situación, cuando en verdad, los que las ofrecen están buscando solo intereses económicos (n. 83).

El instrumentum laboris “sugiere” lo que la Iglesia podría hacer para responder a todas estas amenazas. Lógicamente la iglesia no pretende solucionar un problema que es de toda la sociedad y que, además, excede sus pretensiones que son propiamente evangelizadoras, pero el documento si muestra “nuevos caminos para la Iglesia y para la ecología integral” -título del sínodo- al proponer la “escucha” a esos pueblos, el “diálogo” con los pueblos amazónicos considerándolos verdaderos interlocutores y la puesta en práctica de la inculturación e interculturalidad (ser capaces de dejarse enseñar también por la sabiduría indígena y el “buen vivir” que estos pueblos poseen) a nivel de doctrina, liturgia, pastoral, ecología, conversión.

Los medios de comunicación se han centrado en la posibilidad de ordenar varones casados de entre los mismos indígenas para responder a la falta de ministros para celebrar la eucaristía en los lugares más apartados. Pero esto no es lo más importante de este Sínodo. Lo importante es todo lo que dijimos antes. “Escuchar, dialogar y transformar” permitirán una iglesia con rostro amazónico, abriendo así la posibilidad a una iglesia con distintos rostros; una iglesia en salida -como tanto ha repetido Francisco- en salida de sus propias seguridades y puntos de vista para estrenar nuevos caminos de evangelización; una iglesia profética que se compromete con la realidad actual y no teme ser criticada por ello -se sabe de la incomodidad de algunos gobiernos y empresas extractivistas por estas denuncias de la iglesia-; y una iglesia comprometida con los más pobres de la tierra, en este caso, los indígenas que en el pasado fueron colonizados con el beneplácito, muchas veces, de la misma iglesia, y que aún hoy nos son tenidos en cuenta como verdaderos sujetos eclesiales.

Ojalá el sínodo sea un kairós de novedad, profecía y compromiso. Y que todos en la iglesia acojamos esos horizontes para que lo que en Amazonía se pueda hacer realidad, se haga también en todos los otros rostros de la iglesia que necesitan pasos audaces para mostrar efectivamente que nuestra fe no es un intimismo autoreferencial sino una fe profética y ecológica, defensora de la vida en su sentido pleno: la creación y los más pobres de la tierra.


martes, 1 de octubre de 2019


La misión, esencialmente, no es dar sino darse

Hace dos meses dieron una noticia sobre una religiosa que llevaba más de 50 años en la India sirviendo como misionera, médica y profesora y en lugar de renovarle la residencia para permanecer allí, le llegó la orden de abandonar el país en 10 días. Por supuesto, las autoridades migratorias no adujeron las razones para esa decisión, pero se sobreentiende que deben ser políticas del país para evitar que crezca el número de cristianos y fomentar que el hinduismo sea practicado mayoritariamente. Lógicamente esta no es la única noticia de este tipo. Ha sido una constante en diferentes lugares, además, de la violencia que algunos cristianos han sufrido en aquellos países a manos de grupos fundamentalistas. Todas estas situaciones suscitan nuevamente algunas preguntas a la misión ad gentes. ¿Tiene sentido ir a otros países mayoritariamente no cristianos? En el contexto actual de pluralismo religioso, ¿para qué anunciar el evangelio de Jesucristo? ¿no bastaría con que cada uno practique la religión en la que ha nacido y no pretenda anunciar a otros la fe cristiana? ¿tiene sentido considerar los países no cristianos como países de misión? ¿sigue vigente el mandato misionero de Jesucristo?

No es fácil contestar estas preguntas por las complejas realidades actuales (no porque el mandato misionero de Jesús no tenga sentido). Ahora bien, ya muchas comunidades dedicadas a la misión ad gentes están haciendo valiosas reflexiones que nos darían muchas luces sobre estos interrogantes. Aquí, por tanto, solo pretendemos hacer algunos comentarios con el ánimo de alimentar la reflexión, sin pretender dar respuestas definitivas.

La dimensión misionera de la vida cristiana es inseparable de esta. “Dar gratis lo que se ha recibido gratis” (Mt 10,8) o “no poder dejar de hablar de lo que se ha visto y oído” (Hc 4,20) es la experiencia existencial de aquellos que se han encontrado con Jesucristo, no por sus propios méritos sino por la iniciativa divina que salió a su encuentro. Por tanto, la misión tiene sentido y lo tendrá siempre, porque no es una iniciativa propia, ni un mensaje para enseñar sino una experiencia de vida para compartir. Pero, la manera de entender la misión y de vivirla, ha de irse replanteando continuamente para responder a los desafíos de cada momento. Además, no se puede dar una única respuesta sino tantas como los lugares nos lo exijan porque las situaciones son muy distintas y a todo ello hemos de responder. Inclusive hoy se tiene más conciencia de que los países de misión no son solo aquellos donde no hay mayoría cristiana, sino que incluso, en los países llamados cristianos, ha aumentado tanto el secularismo que bien vale un nuevo anuncio del kerygma (primer anuncio) porque ya muchos no conocen los mínimos fundamentos de la fe cristiana.

Pero ¿por qué hacerlo? ¿cómo hacerlo? ¿para qué hacerlo? Para responder nos puede iluminar el misterio de la encarnación: nuestro Dios se hizo ser humano en Jesús de Nazaret y, por eso, todo lo humano es presencia divina. Más aun, solo en lo humano podemos encontrar y amar a Dios. De ahí que el desplazamiento geográfico a otros lugares tiene plena vigencia porque en todas partes están los hijos e hijas de Dios a quien hemos de amar y servir. Ahora bien, eso lo puede hacer cualquiera, sin tener que recurrir a una confesión religiosa para realizarlo. De hecho, muchas personas lo hacen por motivos puramente humanitarios y con total generosidad. ¿Qué es entonces lo específico de la fe cristiana? Creo que la respuesta es al mismo tiempo “nada” y “todo”. Es decir, todo aquello que construya humanidad y todos aquellos que se deciden a hacerlo, están construyendo reino de Dios (usando la terminología cristiana) y eso es lo que a Dios le agrada: “¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo. Compartirás tu pan con el hambriento, los pobres sin techo entrarán a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano” (Is 58, 6-7).

Cuando todo lo anterior se hace desde el horizonte de la misión tiene la especificidad de que se quiere testimoniar la manera como Jesús nos enseñó quién es Dios. El Dios revelado por Jesús es el Padre-Madre que ama al ser humano sin límite, ni medida (L 6, 38) y lo ama no porque sea bueno y lleno de virtudes, sino simplemente porque es hijo e hija suya. De ahí que su distintivo es la entrega no de cosas sino de sí mismo. Así lo vivió Jesús: “El Padre me ama porque yo mismo doy mi vida y la volveré a tomar. Nadie me la quita, sino que yo mismo la voy a entregar. En mis manos está el entregarla…” (Jn 10, 17-18). Es decir, la misión que vale la pena impulsar ha de estar atravesada por la entrega de sí mismo, por el darse a todos, con un amor como lo describe Pablo en la primera carta a los corintios: “paciente, servicial, sin envidia, sin apariencia, sin buscar su propio interés (…)” (1 Cor 13, 4ss).

Actualmente se podría decir de los misioneros lo mismo que le decían a Pablo: “Mientras tanto, nosotros proclamamos un Mesías crucificado. Para los judíos ¡qué escándalo más grande! Y para los griegos ¡qué locura! Él, sin embargo, es Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios para aquellos que Dios ha llamado” (1,23-24). La misión ad gentes puede resultar escándalo para unos y locura para otros pero es la sabiduría divina que nos invita a “darnos” a todos y en todo tiempo, sin temor a las dificultades e incomprensiones que conlleva la realidad humana que Dios nos ha confiado.




martes, 24 de septiembre de 2019


La fe es la única salida a lo que humanamente parece imposible


Varias veces he tratado el tema del perdón y de la necesidad de aceptar los límites humanos. Hoy vuelvo a referirme a ello porque parece que la vida está tejida de esa experiencia y son muchos los casos que a diario se palpan sobre esto. Continuamente asistimos a encuentros y desencuentros entre las personas. Lo triste es que no todos tienen final feliz y parece que no hay poder humano para cambiarlo. Es el caso de una señora que estaba enferma y le pidió a una amiga que la acompañara al médico. La amiga le dijo que sí pero, por esos fallos humanos que pueden ocurrir, cuando llegó el momento, se olvido completamente del compromiso adquirido y a la señora le toco irse sola. Lógicamente, se sintió muy defraudada de su amiga y su reacción fue de enfado y de no querer saber más de ella. Cuando la amiga se dio cuenta de lo ocurrido, llamó a la señora y le pidió mil disculpas, sentía realmente mucho dolor de haber fallado en ese momento y, con toda sinceridad, reconociendo su error, le explicó que había sido una falla involuntaria y que lo sentía mucho. Pero no hubo manera de cambiar la actitud de la señora. La amiga continuó insistiéndole de diferentes maneras, le pidió a personas cercanas a la señora que le ayudarán a hacerle entender que no había sido mala voluntad. Pero no hubo poder humano. Por ese detalle, una amistad de muchos años, llegó a su fin. 

Es normal que cuando uno está implicado en el hecho, o sea, cuando es el protagonista, tenga sentimientos de rabia, rencor, no aceptación frente a la persona que le ha fallado. Sin embargo, cuando uno se pone como espectador y puede juzgar las dos partes, uno se pregunta: ¿cómo es posible que no se pueda perdonar al otro? ¿por qué romper la amistad vivida por un solo error? ¿por qué perder la posibilidad de seguir compartiendo la vida, por una equivocación? ¿por qué es tan difícil perdonar y poner por encima del sentimiento herido, la amistad vivida? Cuando uno medita todo esto entiende la parábola del señor al que un rey le perdonó una deuda inmensa porque no tenía con que pagarle. Pero cuando un amigo suyo -que le debía mucho menos de lo que él le debía al rey- le pidió que le perdonara la deuda porque tampoco tenía con que pagarle, él no fue capaz de hacerlo. Por el contrario, lo mando a la cárcel para hacerle pagar con creces lo que le debía (Cf. Mt 18, 23-35). 

Tal vez esta parábola nos habla de que realmente hay situaciones en las que no hay poder humano que las hagan cambiar. A veces, el corazón no se abre al perdón aunque se le den muchas razones. Es como si la parábola nos quisiera hacer entender que falta la “gracia divina” para ser capaces de dar ese paso. Ni siquiera es suficiente haber recibido “bien” en nuestra vida para hacérselo a los otros (aunque esto muchas veces sí es suficiente y da su fruto). Hace falta descubrir que ese bien recibido es don, que no lo merecemos y que es pura “gracia”. Sólo así nos disponemos a dar a los otros lo que “gratis” y por puro “amor” hemos recibido. ¿Cómo podemos tener esta experiencia? 

La fe es ese toque de Dios que nos hace descubrir todo lo que hemos recibido, el inmenso bien que nos rodea, la bondad que acompaña nuestra vida, todo el bien que nos hacen los otros. La fe también nos hace reconocer que no lo merecíamos, que es don y por eso podemos y debemos transformarnos en ese mismo don para el mundo. La fe es esa nueva luz que nos permite ver todo con una profundidad nunca antes imaginada. Que nos hace sensibles al amor de Dios derramado en nuestros corazones a través de todo lo bueno que recibimos y que nos hace capaces de hacer con los otros lo que han hecho con nosotros. Por eso es tan urgente pedirle a Dios, una y otra vez, el don de la fe para hacer de nuestra vida amor para el mundo. Para que, con nuestra capacidad de perdonar, de aceptar, de acoger al otro, rompamos la larga cadena de desencuentros que acompaña la vida humana y en los que, algunas veces, no existe poder humano para cambiarlos. En estos casos sólo la fe ofrece una salida y la posibilidad de un final feliz.

domingo, 15 de septiembre de 2019


SE NECESITAN MÁS OBRAS QUE PALABRAS

“Hermanos, ¿qué provecho saca uno cuando dice que tiene fe, pero no la demuestra con su manera de actuar? ¿Acaso lo puede salvar su fe? Si a un hermano o a una hermana le falta ropa y el pan de cada día y uno de ustedes les dice: ‘que les vaya bien; que no sientan frío ni hambre’ sin darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve? Así pasa con la fe si no se demuestra por la manera de actuar: está completamente muerta (…) Ya lo ven: son las obras las que hacen justo al hombre y no sólo la fe” (Stgo 2, 14-18.24)

La tensión fe y obras, presente desde los inicios del cristianismo, constituye un desafío para los creyentes. Se corre el peligro de vivir una fe intimista, limitada al ámbito de la persona con Dios, en un verticalismo que no da como fruto el compromiso fraterno. Fue mérito de la teología latinoamericana volver a explicitar y enfatizar lo que ya el Espíritu desde el inicio del cristianismo venía manifestando en la multitud de carismas y servicios presentes en la Iglesia.

La fe en Dios no se demuestra, no se comprueba, no se examina como un objeto de laboratorio. Pero la fe se muestra, se valida, se hace eficaz en el compromiso solidario con los otros.

El Documento de Puebla describió con claridad quiénes son esos “otros”, o como preguntaba el Maestro de la Ley en el evangelio “¿quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Los destinatarios predilectos de este compromiso solidario son los más pobres, los excluidos, los marginados de cada momento histórico con rostros muy concretos: niños golpeados por la pobreza, jóvenes desorientados, indígenas y afro-americanos, campesinos, obreros, sub-empleados y desempleados, marginados y hacinados urbanos y ancianos (Puebla 32-39), rostros que aumentaron en el Documento de Santo Domingo al tomar en cuanta las políticas de corte neoliberal que profundizan la brecha entre ricos y pobres al desregular indiscriminadamente el mercado, la legislación laboral y reducir los gastos sociales que protegían a las familias de los trabajadores (Cf. 179). Hoy en día, la situación no ha cambiado sino que por el contrario continúan aumentando los rostros de los excluidos por el sistema socio económico imperante y en razón del género, la raza, la religión, la nacionalidad, etc.

En este horizonte son muchas las preguntas que pueden interpelar nuestra vida cristiana: ¿Qué transmiten nuestras obras? ¿De qué dan testimonio? ¿Es un testimonio elocuente? ¿Responde eficazmente a los desafíos de este tiempo presente? Al estilo de los primeros cristianos las obras son las que hablan sin palabras, convencen sin polémicas, atraen sin coacción. De los primeros cristianos, según Tertuliano, se decía “mirad como se aman” y ese testimonio fue el que permitió la expansión del cristianismo en un contexto tan difícil y contrario a la vivencia cristiana.

Muchos no conocen a Dios. Otros no creen en él. Talvez sólo en las obras -fruto del compromiso cristiano- podrán encontrar esas “huellas” de Dios que les permitiría su reconocimiento explícito.

“El árbol se conoce por sus frutos” (Mt 7, 15-19). Son ellos los que dejan ver lo que realmente sostiene, anima, orienta y dirige toda obra. Un árbol malo no puede dar frutos buenos. Pero un árbol bueno produce frutos al estilo de la semilla que cae en tierra buena y fructifica plenamente (Cf. Mt 13, 8). Este fruto nos remite a la “elocuencia incomparable” con que deben hablar nuestras obras. Es una elocuencia que no se confunde con el prestigio ni el poder. Es la elocuencia que surge de la vida animada por el Espíritu y que hace preguntar por el motivo, la causa, la razón de una vida puesta al servicio de los demás y, en nuestra sociedad, de los más necesitados, de los preferidos de Dios que en cada momento histórico tienen rostros concretos que debemos privilegiar.

Basta de muchas palabras. Basta de justificaciones. Basta de razones y propósitos. La insistencia en las obras nos sitúa en el corazón de la eficacia de la evangelización que llevamos entre manos: las obras son las que hablan, las que nos permiten transparentar lo que somos, las que podrán decir a los contemporáneos que un actuar así vale la pena.