Los santos de la
puerta de al lado
Comenzamos el mes de noviembre con la fiesta de todos los
santos. Pero, ¿es posible hablar de santidad en este siglo XXI? ¿A alguien le
interesa ser santo hoy? En algunos sectores el lenguaje de la santidad sigue
utilizándose y algunas personas se preocupan por ser santas. Pero no es la
conversación más cotidiana, ni el interés de la mayoría. Eso sí, a la gente del
S.XXI le interesa la felicidad, la busca y no deja de tener planes y proyectos,
aunque abunden las dificultades. ¿Será que esta búsqueda de felicidad tiene
algo que ver con la santidad o es totalmente ajena a ella?
Todo depende de cómo concibamos la santidad. Si santo es
separarse de este mundo y buscar una perfección personal, lo más seguro es que
no interesa a muchos. Pero si nos apropiamos de la llamada a la santidad que
hizo el Vaticano II “para todos” (y no sólo para la vida consagrada o para el
ministerio ordenado), la propuesta puede ir muy de la mano de quien busca la
felicidad y el sentido de su vida.
El Papa Francisco en su Exhortación Gaudete et Exultate
(2016) retoma el tema y, sobre todo, lo centra en lo más importante: la
perfección en el amor. Como en la mayoría de sus escritos, vuelve a enfatizar
en la importancia del “pueblo de Dios”, porque somos llamados a la santidad
como pueblo, en comunidad. Por razones históricas la experiencia comunitaria de
los orígenes se fue privatizando y hasta el día de hoy muchas personas cultivan
ese tipo de espiritualidad y, lo que es preocupante, algunos de los nuevos
movimientos laicales también van por esa línea, añadiendo además un rigorismo
moral exagerado. No es ese el horizonte de Vaticano II.
Pero bien, el Papa habla de “los santos de la puerta de al
lado” que son los varones y mujeres del pueblo de Dios: “los padres que crían
con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el
pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo (…)
son aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de
Dios” (n.7). También el Papa dice que la santidad excede los límites de la
iglesia católica porque el Espíritu suscita signos de su presencia, que ayudan
a los mismos discípulos de Cristo” (n. 9).
Señala dos peligros para la santidad valiéndose de dos
herejías antiguas: el gnosticismo y el pelagianismo. La santidad no es una
doctrina que se aprende (gnosticismo) pero tampoco es una perfección humana que
se consigue a fuerza de voluntad (pelagianismo). La santidad es don de Dios que
se acoge y ella da fruto en nuestra vida.
La santidad es la “perfección en el amor”, y el Papa
profundiza esta afirmación refiriéndose a dos textos imprescindibles de la vida
cristiana. Las bienaventuranzas (Mt 5) que son el plan de vida del creyente y
el juicio final (Mt 25), en el que la única condición para poder entrar al
reino del Padre es reconocer al Señor en el hambriento, en el sediento, etc.
“porque todo lo que hiciste con uno de estos más pequeños, a mí me lo hiciste”.
Es otra manera de explicar lo que Juan, en su primera carta dice claramente:
“quien no ama al prójimo a quien ve, no puede amar a quien no ve” (4, 20).
En la exhortación el Papa hace una larga explicación de cada
una de las Bienaventuranzas porque, en verdad, daría mucha riqueza a la vida
cristiana, centrarse más en ellas y no solamente en los 10 mandamientos, como
normalmente se acostumbra.
La santidad es “ser pobres de espíritu” -según el evangelio
de Mateo- que significa alcanzar la libertad interior, pero también vivir una
existencia austera y despojada -como dice Lucas- al referirse a “Felices los
pobres” (Lc 6,20)
La santidad es “ser manso, para poseer la tierra” a
diferencia del orgullo que se cultiva en la sociedad. Los discípulos de Cristo
están llamados a la mansedumbre -fruto del espíritu-, propio de quien deposita
toda su confianza en Dios.
La santidad es “saber llorar con los demás”, compartir el
sufrimiento ajeno y afrontar las situaciones dolorosas. No dejarse llevar por
la indiferencia sino solidarizarse con el sufrimiento del mundo para
transformarlo.
La santidad es “tener hambre y sed de justicia”, porque
estas necesidades básicas han de ser cubiertas para todo ser humano y es un
clamor que los profetas ya hacían desde antiguo: “Buscad la justicia, socorred
al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda” (Is 1,17).
La santidad es “ser misericordiosos” (Lc 6,36-38) mucho más
diciente que el “ser perfectos” del evangelista Mateo (5, 48) porque nos remite
a ese servicio incondicional hacia los demás como Dios mismo lo hace con cada
uno de nosotros.
La santidad es tener “un corazón limpio para poder ver a
Dios” que significa tener un corazón sencillo, sin doblez, auténtico,
transparente.
La santidad es “trabajar por la paz” que supone el no
excluir a nadie. Más aún, se nos llama a ser artesanos de la paz porque esta no
se da fácilmente, no significa ausencia de conflicto, sino construcción
continua de la búsqueda de consenso, de armonía, de posibilidad de vida para
todos.
La santidad es “ser perseguidos a causa de la justicia”
porque el reino de Dios reclama una sociedad justa y en paz y esto no se puede
hacer sin una gran dosis de entrega personal para contrarrestar todos los
obstáculos a la justicia que nacen de los intereses personales y los egoísmos
grupales que, una y otra vez, retrasan la plenitud del reino.
En definitiva, cada una de las bienaventuranzas merece una
reflexión detenida que permite entender la profundidad de la propuesta del
reino. Pero, como lo propone el Papa, en definitiva “el gran protocolo por el
que seremos juzgados” (Mt 25) es el de la misericordia que tuvimos con los
demás viendo en ellos al mismo Cristo que sufre y reclama nuestro amor.
Los “santos de la puerta de al lado” son todos los varones y
mujeres que día a día construyen la vida social y ponen todo de su parte para
sembrar el bien, el perdón, la justicia y la paz. A esta santidad estamos todos
llamados. No decaigamos en el deseo de formar también parte de estos “santos de
la puerta de al lado”.
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