lunes, 28 de diciembre de 2020

 

Pensando en un balance de este 2020

Estamos próximos a celebrar el fin de año. Para muchos un año que solo nos ha traído dolor y sufrimiento. Ojalá se acabe ya y se vislumbren tiempos mejores. Para otros un año de muchos aprendizajes, cambios y situaciones desconcertantes. Para todos, un año para tocar la fragilidad de la vida humana, su vulnerabilidad y la necesidad que tenemos de afrontar todas las dificultades que vienen. Y como en todo año que termina, un balance no viene mal, aunque, esta vez, marcado por esta situación del Covid-19 tan imprevista.

A nivel de movilidad, cuantas cosas se detuvieron. Fueron muchos los viajes y eventos cancelados, poco a poco se pasaron a versión virtual -con las diferencias que conllevan- pero se sintió el detener el ritmo de vida acelerado que llevaban tantas personas. También se puede vivir de manera más sosegada y, seguro, eso nos hacía mucha falta.

A nivel de trabajo y estudio, la modalidad virtual se ocupó de transformarlos para bien y para mal. La creatividad no se hizo esperar y fue mucha la entrega de las personas para aprovechar estos recursos y proponer muchas iniciativas que permitieron avanzar en estos aspectos. Pero también, con el paso del tiempo, se ha visto el cansancio y no todos los estudiantes pudieron aprovechar de la misma manera. El rendimiento escolar no pudo ser el mismo en todos los jóvenes y para el próximo año, sé de jóvenes que no continuarán sus estudios universitarios porque consideran que se paga demasiado dinero para una educación que, si continúa virtual, no ofrece lo mismo. Y, esto para los que han podido tener estos medios. Pero grandes mayorías de personas no cuentan con la tecnología necesaria y es imposible, a pesar de tantos esfuerzos, que con un solo celular puedan estudiar cinco hijos, sin contar lo que los padres tenían que hacer con el mismo recurso.

A nivel de medio ambiente, al inicio de la cuarentena mucha gente notó la diferencia de un aire más puro, con menos contaminación. Pero la reactivación de la economía ha hecho que rápidamente esto se olvide porque es más fuerte la urgencia del día a día que la capacidad de pensar a largo plazo y moverse decididamente al cuidado de la casa común. La inmediatez de la vida lleva a la incapacidad de contemplar, de cuidar, de preservar.

A nivel familiar, muchas familias están compartiendo más y la casa se convirtió en lugar de encuentro y crecimiento. Pero muchas otras se enfrentaron a lo que arrastraban de años atrás y las separaciones no se han hecho esperar. Además de toda la violencia doméstica que se conoce se ha vivido en este tiempo. Por supuesto aquí hablamos de los que cuentan con una casa adecuada. Muchos no tienen una vivienda digna y para ellos la cuarenta ha sido simplemente insostenible. El problema no es entre cuidarse o no hacerlo sino en constatar que la diferencia de condiciones socioeconómicas, condicionan la vida en todos los sentidos.

A nivel de relaciones interpersonales, ya se extrañan demasiado y se percibe lo que tal vez en la vida normal no siempre se valora: el encuentro, el abrazo, el beso, la compañía, la sonrisa, la mirada, la palabra. Pero también ha quedado en evidencia la calidad de relaciones que se viven, las personas con las que en verdad se siente falta de estar y a las que les hacemos falta. Algunos han constatado que la red de amigos es más una red de conocidos circunstanciales que unos verdaderos lazos entrañables que permanecen firmes en tiempos de cercanía o de distancia.

A nivel religioso, aunque muchas personas han acudido a la oración y han sentido la falta de ir al templo, también se pueden ver algunas consecuencias en la poca formación en la fe que se ve en ciertos contextos. Ese laicado adulto con el que soñamos para hacer de la iglesia un pueblo de Dios donde todos y todas participan con sus diferentes carismas y ministerios, no logra mostrar su empoderamiento. Muchos han quedado dependientes de lo que el clero programe por los medios digitales y esperando la reapertura de los templos. Esta circunstancia es ocasión para pensar qué experiencia de fe, qué sentido de iglesia, qué compromiso social y, sobre todo, qué sentido de los sacramentos se vive. El balance, tiene aspectos positivos, pero también convendría pensarlo más a fondo para que la iglesia, gracias a esta circunstancia, tome el pulso de su ser y quehacer y haga cambios. Las propuestas que Francisco ha hecho a la iglesia para su reforma deberían tomarse en peso y ponerse en práctica porque la pandemia ha revelado que en verdad hace falta una iglesia más comprometida con lo social que con el culto, una iglesia más pobre y misericordiosa, una iglesia más sinodal, una iglesia menos afincada en sus seguridades y más dispuesta a vivir “en salida”, “sin miedo a herirse o accidentarse” (Evangelii Gaudium 49).

Muchas otras cosas se podrían señalar en un balance de este año y cada cual puede añadir lo que ha vivido personalmente. Pero lo que interesa es tomar conciencia de la propia realidad para vislumbrar un nuevo año mejor. La pandemia pasará algún día (aunque en nuestro mundo estructuralmente injusto, ya los países más ricos están vacunando a sus ciudadanos y otros ni tienen esperanza de que tal vacuna llegue a ellos) pero lo vivido en este tiempo no puede dejarnos indiferentes. Por el contrario, es tiempo de crecer en humanidad y en corresponsabilidad. Es tiempo de hacer verdad en nuestra vida, lo que nos trajo el Mesías esperado, el Niño Jesús que acabamos de celebrar en navidad: “Reposará sobre Él, el espíritu de Yahveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra (…) justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus flancos (…) nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahveh (Is 11, 1-9). El 2021 traerá sus propios problemas, pero el “Dios con nosotros” (Mt 1,23) está sosteniendo nuestras vidas y, si le acogemos, dará sus frutos en cada uno y en la historia que vivimos.

lunes, 14 de diciembre de 2020


Y llegamos a Navidad ¡con la pandemia a cuestas!

 

Este año hemos vivido en medio de la pandemia del covid-19, sin que lo hubiéramos esperado, ni imaginado. El mundo entero se ha visto afectado y se ha sentido impotente para detener el avance. Con mucho empeño se ha buscado una vacuna, pero ha sido un año para constatar la fragilidad, la limitación, la vulnerabilidad humana. Tal vez esta circunstancia nos ayude a entender la vulnerabilidad del Niño que nace, “en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc 2, 7).

Pero esa vulnerabilidad no es lo más relevante de nuestras celebraciones de navidad. Por lo general, es un tiempo lleno de alegría, esperanza, festejos, regalos, que expanden el corazón y animan el espíritu. Todo esto es muy positivo y el ciclo litúrgico de adviento/navidad así lo expresa. Sin embargo, ese ambiente festivo puede impedirnos ver el nacimiento de Jesús como realmente fue. Su encarnación no llegó con festejos, ni fue esperada por las élites representativas de su tiempo. El evangelio de Lucas nos aproxima a lo que en realidad fue: Jesús nace en un lugar apartado y los que lo reconocen son los pastores del lugar: personas insignificantes en ese contexto, que no tienen mucho que ofrecerle, más que la sencillez de su vida (Lc 2, 8-18).

Esto marca la vida de Jesús y el lugar desde el que se sitúa para ejercer su misión. Asume la humanidad desde los más vulnerables y así continuará a lo largo de su vida. Incluso, cuando sus oponentes deciden asesinarlo lo hacen con el peor castigo -la cruz- que solo se infringía a los “malditos por Dios” (Dt 21,23; Gál 3,13).

Ahora bien, a los pastores se les anuncia la llegada del Niño, como “una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 10-11). Esa es la paradoja de nuestra fe: desde la vulnerabilidad confesamos el poder de Dios; desde la pobreza, reconocemos la riqueza divina: “Conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por ustedes se hizo pobre, a fin de que se enriquezcan con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

Tal vez este año lleno de incertidumbres, sufrimiento, pobreza, carencias, nos abra los ojos a la verdadera humanidad de Jesús y logremos entender mejor el misterio de su encarnación y la salvación que Él nos trae.  Jesús se hace ser humano con todas las consecuencias. No es una encarnación aparente o simbólica, es real y asume las circunstancias tal y como ellas son, buscando caminos para superarlas. En eso consiste la predicación de Jesús. En un pueblo que excluía a muchos, inclusive en nombre de Dios, Él viene a anunciarles que Dios no quiere esa realidad y por eso invita a todos a sentarse en la mesa del Reino, comenzando por los últimos, por los que menos posibilidades tienen. Precisamente Él se hace uno de ellos para empezar “desde abajo”, haciendo efectiva la inclusión de los más pobres y marginados.

Navidad nos introduce en esa lógica de Dios. Nos invita a mirar el mundo desde los más pobres, todos aquellos que viven en los pesebres de hoy porque no tienen trabajo, casa, educación, salud, alimento, en otras palabras, los derechos fundamentales para una vida digna. Navidad nos confronta con la injusticia del mundo que deja a tantos en la insignificancia y en las márgenes. Navidad, desde la experiencia de la pandemia, nos hace mirar las consecuencias de las estructuras que sostienen nuestro mundo actual en las que unos pocos gozan de todos los beneficios y la mayoría solo puede comer las migajas que caen de las mesas de los dueños o mejor de los que se apoderaron de los bienes de la tierra, que en justicia deberían ser de todos.

La pandemia ha dejado en evidencia esta injusta realidad de nuestro mundo. Demasiadas muertes porque los hospitales, por lo general, no tienen la infraestructura para contener casos como estos ya que solo se accede a buenos servicios si se paga grandes cantidades de dinero por una salud privada.

Demasiadas personas sin una casa digna para vivir la cuarentena y ha contrastado, por ejemplo, las grandes mansiones desde donde algunos artistas brindaron conciertos por internet, con aquellos barrios marginales, de calles llenas de gente, porque en la habitación en que vive toda una familia, es imposible estar encerrados, cuidándose del virus.

Tantas otras realidades quedaron evidentes en este año de pandemia y esto es lo que podemos traer en esta navidad para vivirla con la profundidad que el misterio de la encarnación supone. Si los reyes magos trajeron incienso, oro y mirra (Mt 2, 11-12), nosotros traemos un año lleno de dolor, muerte, enfermedad, temor, incertidumbre, pero también, lleno de solidaridad, de fortaleza, de esperanza, de apuesta por la vida. Ahora bien: ¿qué buena noticia nos trae el Niño que nace?

Navidad alienta la esperanza de que este mundo, tal y como ha manifestado ser en esta pandemia, tiene que cambiar para mejor. El Niño del pesebre ha venido para quedarse entre nosotros y acogerlo es construir un futuro que esté preparado para afrontar mejor la vulnerabilidad humana y, sobre todo, para garantizar -desde ahora- las condiciones necesarias para cuidar la vida en pandemia y sin ella, en tiempos difíciles y en tiempos fáciles. En otras palabras, Navidad es la esperanza renovada de que llegarán tiempos de pospandemia y nuestro mundo podrá ser distinto para entonces.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Escandalizarse ¿de qué?


En la iglesia católica se realizan diferentes propuestas pastorales con el ánimo de atraer a los fieles, alimentar su fe y despertar su espiritualidad. Entre muchas de esas experiencias, hace poco se propuso, en la arquidiócesis de Bogotá, un “Madrugón a la oración” (desconozco si se ha hecho más veces) invitando a personas del clero, la vida religiosa y el laicado a que animaran ese espacio con una reflexión sobre las bienaventuranzas. También contó con un grupo musical y otras intervenciones que propiciaron un ambiente de oración y recogimiento.

Esta iniciativa, con seguridad, gustó a los participantes y, en estos tiempos de pandemia, estas propuestas han sido muy valiosas. Ahora bien, una de las reflexiones fue ofrecida por un sacerdote que hace algunos años entró por el camino de la “meditación” inspirada en prácticas orientales, como el yoga, el control de la respiración, la alimentación sana, etc. (no puedo entrar en detalles porque no conozco a fondo los fundamentos de dicha meditación) pero, a grandes rasgos, van por esa línea. Además. Él ofreció la meditación sentado sobre una piedra, en posición de loto, vestido con un traje artesanal blanco y con un lindísimo paisaje de fondo. Algunos o muchos -según se relató en un reportaje que se hizo sobre este hecho- quedaron “escandalizados” por ver a un sacerdote sin su tradicional clériman y ofreciendo ese tipo de meditación. Le tildaron de “nueva era”, de que “por ahí entra el demonio”, de ser señal de la decadencia eclesial, etc. El texto en el que leí el comentario sobre las opiniones frente a este estilo de meditación decía que los grupos conservadores se habían quedado escandalizados y no entendían estas expresiones que rompen con los moldes establecidos.

Personalmente no es esto lo que me escandaliza. Hay muchos caminos para hacer oración y casi siempre esta viene acompañada de los espacios de silencio, de la meditación, del recogimiento, de la interioridad. Las técnicas orientales se han ido introduciendo en nuestra realidad occidental y, entendidas como técnicas que ayudan a la salud, al recogimiento, a la concentración, son válidas y no tienen nada de satánico o algo parecido. Pero algo que es muy importante recordar, es que los caminos que me ayudan a mí no necesariamente han de ser asumidos por todos. No hay un solo camino de espiritualidad porque no todas las psicologías humanas son iguales y a unas personas les ayuda más unas técnicas que otras. Ese querer erigirnos como dueños de una verdad y buscar imponerla a todos, es lo que sí es nefasto y no ayuda a la experiencia cristiana. Tan válido es el camino de San Ignacio de Loyola con su propuesta de Ejercicios espirituales como el de Santa Teresa de Jesús con su definición de oración: “tratar de amistad, muchas veces a solas, con quien sabemos nos ama”. Y todo el cultivo del dominio de sí, de una alimentación saludable, de la elasticidad corporal, del danzar o cantar, del contemplar, de hacer ritos y expresiones que manifiesten nuestros sentimientos religiosos, es loable, necesario y forma parte de nuestra realidad humana “encarnada”. Por lo tanto, repito una vez más, lo escandaloso no es proponer diferentes maneras de orar y expresarlas.

Pero si tengo dos realidades que no me escandalizan, pero si me preocupan. La primera, consiste en hacerle decir a los místicos/as cristianos lo que ellos no dicen. Por dar un ejemplo, el libro de “Las moradas” de Santa Teresa no tienen nada que ver con un proceso de grados o escalones a conseguir, a semejanza del dominio que se adquiere con algunas técnicas de meditación.

La segunda -que me preocupa mucho más- es que la Palabra de Dios que se comenta en estos espacios de oración o en las predicaciones y catequesis, la desvinculemos de su contexto original, de lo que realmente quisieron decir los evangelios -con la pluralidad de interpretación que también cada uno le da- y le hagamos decir lo que no dice. En concreto, el texto de las bienaventuranzas presenta el “programa del reino de Dios anunciado por Jesús” y según conocemos, ese programa interpeló profundamente el contexto religioso de su tiempo, a tal punto que Él se ganó la muerte y lo crucificaron con el significado que esto conllevaba para ese tiempo, como un “maldito de Dios”. De ahí la hondura de la experiencia de la resurrección: esta constituye el sí de Dios a la praxis de Jesús, es la confirmación de que un amor inclusivo, libre, misericordioso, profético como él que vivió y propuso a sus seguidores, es el que Dios quiere para hacer presente el reino de Dios en nuestra historia.

Por supuesto que en el “Madrugón de oración” se dijeron muchas cosas que van en la línea de lo que acabo de decir, pero tanto en ese evento como en muchos otros, se dicen muchas cosas que no tienen nada que ver con la palabra de Dios que se invoca y se cae fácilmente en una oración intimista, moralista, de búsqueda de un bienestar personal, algo dulzona, muy alejada de una mística encarnada en la realidad, comprometida con su transformación. Por supuesto que este tipo de oración le gusta a mucha gente porque ante tantas problemáticas que se viven y la necesidad que todo ser humano experimenta de apoyo, compañía, sostén, hacen que la gente se sienta bien y confortada. Sin embargo, hay que estar más atentos para no “domesticar” la Palabra de Dios, no acomodarla a lo más fácil. Por poner un ejemplo, la paz del reino que anuncian las bienaventuranzas -si no las sacamos de su contexto- no se refieren al bienestar personal -aunque esto sea muy válido y necesario para todo ser humano- sino que tiene una connotación social y religiosa que interpela, incomoda, compromete.

En fin, el cristianismo pasó de ser, un movimiento marginal a convertirse en la religión oficial del imperio. Eso nos ha dado la idea de que ella “es” la religión para todo el mundo y que su hegemonía hay que defenderla por todos los medios.  Pero la experiencia reciente nos muestra que el pluralismo religioso es cada vez más evidente, además de que un buen grupo de católicos abandona la iglesia, especialmente, los más jóvenes. Por supuesto nos gustaría que no fuera así pero la manera de mantenerlos no puede ser “rebajando”, “domesticando” “endulzando” el mensaje de Jesús sino manteniendo la vitalidad profética y el “sabor a evangelio” -como dice el papa Francisco en su última encíclica Fratelli Tutti- porque lo que hará posible la presencia del reino, no será la cantidad de fieles, ni los ritos que se celebren, ni las técnicas de meditación, sino la vivencia de los valores del reino que como el trigo de la parábola, irán transformando, efectivamente, la cizaña (Mt 13, 24-30).


martes, 1 de diciembre de 2020

Vivir la esperanza del adviento en tiempos de pandemia

 

Comenzamos el año litúrgico con el inicio de adviento. Serán cuatro semanas de preparación para la navidad, en un horizonte de alegría (a diferencia de cuaresma que también es tiempo de preparación, pero en un sentido más de conversión), porque esperamos el complimiento de una Buena Noticia: el Dios de los cielos se hace uno de los nuestros, asume nuestra condición humana y desde entonces no hay que buscarlo en las alturas, ni afuera de la historia sino en ella y en los seres humanos con los que se identifica definitivamente. En términos bíblicos: “lo que hiciste a uno de estos pequeños a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40) o “nadie puede amar a Dios a quien no ve sino ama al hermano a quien ve” (1 Jn 4, 20).

En el primer domingo de adviento que acaba de pasar, el evangelista Marcos nos invitó a estar vigilantes porque “no sabemos cuándo vendrá el dueño de la casa” (13, 33-37). Esto es lo que nos ha sucedido con la pandemia. No sabíamos, ni imaginábamos que algo así pudiera cambiar nuestro estilo de vida, afectando nuestros planes y proyectos. Por supuesto hemos seguido adelante -con más o menos dificultad-, y esta experiencia nos está ayudando a entender nuestra limitación y vulnerabilidad y la necesidad de estar preparados para afrontar experiencias de este tipo. Ha sido necesario volver a las fuentes de nuestra fe: el Dios vivo, sosteniéndonos en todo momento, no encerrado en templos o liturgias, sino convocándonos siempre a la vida y a superar toda situación.

El segundo domingo de adviento nos presentará la figura de Juan el Bautista (Mc 1, 1-8) anunciando la diferencia entre su bautismo de agua y el que trae Jesús en el Espíritu. Nos convoca a salir de una religiosidad individualista para acoger la vida del Espíritu que siempre impulsa a la liberación de todas las esclavitudes y nos constituye en hijos e hijas de Dios. Podríamos conectarlo con el inicio de la misión de Jesús que Lucas (4, 18-19) describe como acción del espíritu quien lo envía a dar la buena noticia a los pobres de que sus situaciones de dolor van a transformarse. Con la pandemia a cuestas, este bautismo en el espíritu nos invita a cambiar tantas situaciones de pobreza que han hecho tan difícil el cuidado mínimo contra el coronavirus, por falta de agua, de vivienda, de trabajo, de recursos para “cuidar y cuidarse”.

El tercer domingo de adviento nos presentará de nuevo la figura de Juan el Bautista, pero esta vez lo hace el evangelista Juan (1, 6-8. 19-28), aclarando que Él no es el Mesías sino el que allana los caminos para su llegada. Hay que descubrir a este Jesús que viene y la lógica del reino que anuncia. Romperá con los moldes de lo establecido por la ley judía y propondrá otra manera de ser hijo e hija de Dios, basada en la misericordia y el servicio y no en el cumplimiento de la ley y el culto. Buena semana para pensar en todo lo que la pandemia trajo para nuestra vivencia de fe. Esta no se pude basar en ir al templo, ni en la celebración de los sacramentos ni en el cumplimiento del precepto dominical o en cualquier otra de las prácticas tan bien establecidas que teníamos. Nos ha hecho ver que antes que el culto es la vida y antes que el templo es la iglesia viva que somos cada uno de nosotros. Podrán delimitarse los aforos en los templos, con normas de bioseguridad y ayudarán, pero se hace necesario agrandar las fronteras de nuestra experiencia de fe para sentir que “no dejamos de asistir al templo” -por lo dicho antes- sino que podemos estrenar otras formas de ser iglesia que, tal vez, han llegado para quedarse.

El cuarto y último domingo de adviento Lucas (1, 26-38) nos presentará a María como protagonista del acontecimiento que esperamos. El diálogo que sostiene con el ángel es uno de los aspectos más significativos del texto. Esperar al Mesías y acogerlo supone la libre aceptación, pero, sobre todo, la pregunta reflexiva que indaga por cómo será aquello o cómo será posible dadas las circunstancias, es decir, la actitud madura de un seguimiento de Jesús que la hace a ella, no solo madre de Jesús sino la primera discípula y modelo para varones y mujeres en la iglesia.

Una lectura más atenta de cada uno de estos textos bíblicos nos dará muchas más luces para vivir este tiempo de adviento. Pero es importante que articulemos la fe con lo que estamos viviendo. Esperamos tiempos de pospandemia que nos hayan transformado a cada uno y hayan hecho mejor nuestro mundo. Sería una lástima y, sobre todo, una inconciencia, no haber crecido como personas, como sociedad y como iglesia en este tiempo difícil que nos ha tocado vivir y volver a lo de antes, sin ninguna diferencia. A semejanza de María sería bueno preguntarnos muchas veces ¿cómo podemos vivir con más conciencia para afrontar tantas cosas nuevas que pueden llegarnos? ¿Cómo sacar lo mejor de cada uno para responder a los desafíos presentes? ¿cómo estar dispuestos a aceptar las incertidumbres del camino desde una fe viva y activa? Que este adviento -tiempo de esperanza- nos llene de optimismo y fortaleza para asumir lo que va llegando y responder de la mejor forma posible.