Y llegamos a Navidad ¡con
la pandemia a cuestas!
Este año hemos vivido en medio de la pandemia del covid-19,
sin que lo hubiéramos esperado, ni imaginado. El mundo entero se ha visto
afectado y se ha sentido impotente para detener el avance. Con mucho empeño se
ha buscado una vacuna, pero ha sido un año para constatar la fragilidad, la
limitación, la vulnerabilidad humana. Tal vez esta circunstancia nos ayude a
entender la vulnerabilidad del Niño que nace, “en un pesebre, porque no había
lugar para ellos en el mesón” (Lc 2, 7).
Pero esa vulnerabilidad no es lo más relevante de nuestras
celebraciones de navidad. Por lo general, es un tiempo lleno de alegría,
esperanza, festejos, regalos, que expanden el corazón y animan el espíritu.
Todo esto es muy positivo y el ciclo litúrgico de adviento/navidad así lo
expresa. Sin embargo, ese ambiente festivo puede impedirnos ver el nacimiento
de Jesús como realmente fue. Su encarnación no llegó con festejos, ni fue esperada
por las élites representativas de su tiempo. El evangelio de Lucas nos aproxima
a lo que en realidad fue: Jesús nace en un lugar apartado y los que lo
reconocen son los pastores del lugar: personas insignificantes en ese contexto,
que no tienen mucho que ofrecerle, más que la sencillez de su vida (Lc 2,
8-18).
Esto marca la vida de Jesús y el lugar desde el que se sitúa
para ejercer su misión. Asume la humanidad desde los más vulnerables y así continuará
a lo largo de su vida. Incluso, cuando sus oponentes deciden asesinarlo lo
hacen con el peor castigo -la cruz- que solo se infringía a los “malditos por
Dios” (Dt 21,23; Gál 3,13).
Ahora bien, a los pastores se les anuncia la llegada del
Niño, como “una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy ha nacido, en
la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 10-11). Esa es
la paradoja de nuestra fe: desde la vulnerabilidad confesamos el poder de Dios;
desde la pobreza, reconocemos la riqueza divina: “Conocen la generosidad de
nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por ustedes se hizo pobre, a
fin de que se enriquezcan con su pobreza” (2 Cor 8, 9).
Tal vez este año lleno de incertidumbres, sufrimiento,
pobreza, carencias, nos abra los ojos a la verdadera humanidad de Jesús y
logremos entender mejor el misterio de su encarnación y la salvación que Él nos
trae. Jesús se hace ser humano con todas
las consecuencias. No es una encarnación aparente o simbólica, es real y asume
las circunstancias tal y como ellas son, buscando caminos para superarlas. En
eso consiste la predicación de Jesús. En un pueblo que excluía a muchos,
inclusive en nombre de Dios, Él viene a anunciarles que Dios no quiere esa
realidad y por eso invita a todos a sentarse en la mesa del Reino, comenzando
por los últimos, por los que menos posibilidades tienen. Precisamente Él se
hace uno de ellos para empezar “desde abajo”, haciendo efectiva la inclusión de
los más pobres y marginados.
Navidad nos introduce en esa lógica de Dios. Nos invita a
mirar el mundo desde los más pobres, todos aquellos que viven en los pesebres
de hoy porque no tienen trabajo, casa, educación, salud, alimento, en otras
palabras, los derechos fundamentales para una vida digna. Navidad nos confronta
con la injusticia del mundo que deja a tantos en la insignificancia y en las márgenes.
Navidad, desde la experiencia de la pandemia, nos hace mirar las consecuencias
de las estructuras que sostienen nuestro mundo actual en las que unos pocos gozan
de todos los beneficios y la mayoría solo puede comer las migajas que caen de
las mesas de los dueños o mejor de los que se apoderaron de los bienes de la
tierra, que en justicia deberían ser de todos.
La pandemia ha dejado en evidencia esta injusta realidad de
nuestro mundo. Demasiadas muertes porque los hospitales, por lo general, no tienen
la infraestructura para contener casos como estos ya que solo se accede a
buenos servicios si se paga grandes cantidades de dinero por una salud privada.
Demasiadas personas sin una casa digna para vivir la
cuarentena y ha contrastado, por ejemplo, las grandes mansiones desde donde algunos
artistas brindaron conciertos por internet, con aquellos barrios marginales, de
calles llenas de gente, porque en la habitación en que vive toda una familia, es
imposible estar encerrados, cuidándose del virus.
Tantas otras realidades quedaron evidentes en este año de
pandemia y esto es lo que podemos traer en esta navidad para vivirla con la
profundidad que el misterio de la encarnación supone. Si los reyes magos
trajeron incienso, oro y mirra (Mt 2, 11-12), nosotros traemos un año lleno de
dolor, muerte, enfermedad, temor, incertidumbre, pero también, lleno de
solidaridad, de fortaleza, de esperanza, de apuesta por la vida. Ahora bien:
¿qué buena noticia nos trae el Niño que nace?
Navidad alienta la esperanza de que este mundo, tal y como
ha manifestado ser en esta pandemia, tiene que cambiar para mejor. El Niño del
pesebre ha venido para quedarse entre nosotros y acogerlo es construir un
futuro que esté preparado para afrontar mejor la vulnerabilidad humana y, sobre
todo, para garantizar -desde ahora- las condiciones necesarias para cuidar la
vida en pandemia y sin ella, en tiempos difíciles y en tiempos fáciles. En
otras palabras, Navidad es la esperanza renovada de que llegarán tiempos de
pospandemia y nuestro mundo podrá ser distinto para entonces.
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