miércoles, 24 de junio de 2020


¿Qué podría hacer el clero en este tiempo de pandemia?



No pretendo tener la respuesta a esta pregunta, porque quienes pueden responderla son los mismos protagonistas que conocen, de primera mano, la realidad que pastorean y que pueden ver la situación con todas las implicaciones que conlleva. Pero me atrevo a proponer algunas sugerencias más a modo de deseo que de poder hacerlas realidad en una situación tan compleja.

Antes de todo hay que reconocer cómo esta situación está afectando al mismo clero. No sólo tienen que asumir su propia realidad personal -afrontar la cuarentena, los miedos, las incertidumbres, las dificultades económicas, etc.- sino que también, junto a esto, han de responder por las obras que llevan entre manos, sean parroquias, obras sociales, educativas o administrativas. Los que son párrocos, tienen una feligresía tan variada, como es todo grupo humano, donde unos piden que se abran ya los templos, otros piden que no lo hagan; unos que atiendan pastoralmente todas sus peticiones, otros simplemente están alejados y no se acuerdan de apoyar en absoluto las necesidades de la parroquia. Otros están viviendo en carne propia lo que viven tantas personas: tienen que pagar salarios a sus empleados y, materialmente, no tienen cómo. Muchos otros han compartido lo poco que tienen con los más pobres de sus parroquias, pasando también necesidad. También están los que se han esforzado por alimentar la fe de la gente con las misas, oraciones, charlas, cursos, etc., por los medios de comunicación y no han ahorrado esfuerzos para buscar, con creatividad y dedicación, estar del lado de la gente y seguir viviendo su vocación de servicio. 

Los obispos, por su parte, llevan encima la preocupación de responder a todas las necesidades de su diócesis y de orientar el camino en esta situación que nadie imaginaba y no terminará pronto. Y todo esto en la situación concreta de cada país. En Colombia, por ejemplo, fuera de la pobreza estructural, que es evidente, y común a tantos países, existe la violencia fruto de esa pobreza, pero también del conflicto armado que aún se vive y de todas las dificultades para implementar el acuerdo de paz con los exguerrilleros de la FARC. 

¿Qué puedo, entonces, proponer que no estén ya haciendo muchos clérigos? Personalmente me gustaría que la Conferencia Episcopal no dejara de tener una voz profética frente al modelo social y económico que se vive en el país y que en esta ocasión vuelve a gritar por un cambio. Que no se contente con el discurso del gobierno nacional que solo apunta a la “reactivación de la economía” -haciendo lo mismo que se ha hecho siempre- sino que denuncie y anuncie que es el momento de pensar en otras formas de economía que no se basen en el lucro de los grandes empresarios, sino que se reparta y se comparta lo que se tiene -sea esto mucho o poco-. Que se comience a planear un sistema de salud que cobije realmente a todos y sea de primera calidad. Que no vuelvan a cortarle los servicios públicos -que se supone han reconectado por la pandemia- a ningún pobre que no pueda pagar. Estos servicios son un derecho para todos, no un favor que se hace en situaciones difíciles. Que no se queden quejándose, como muchos compatriotas, por los atentados que siguen produciendo los actores armados, sino que sigan insistiendo al gobierno nacional para que dé pasos hacia el diálogo, que cumpla con los compromisos adquiridos con los que firmaron la paz, que el gobierno no pase de largo ante las muertes de tantos líderes sociales, sino que busque como defender la vida, esa vida que le quitan en Colombia a los que luchan por los derechos humanos, por la justicia social. En otras palabras, que sean profetas de la vida digna y justa para todos. Todo esto forma parte de la dimensión social de la fe que el Papa Francisco explicitó tanto en su primera Exhortación Evangelii Gaudium.

Pero también me gustaría que todo el clero en general aprovechara este momento para seguir acompañando a los fieles invitándolos a una madurez en la fe. Este tiempo hace mirar hacia lo esencial y no a quedar presos de lo accesorio, circunstancial, cultural, o de la tradición eclesiástica. Desde la guarda del precepto dominical -que al paso que vamos volverá a ser realidad no sabemos cuándo- hasta todo lo que tiene que ver con la liturgia, los ritos, los gestos, etc. Es tiempo de que los cristianos entiendan que la vida de fe no es de cumplimiento de preceptos, ni de tener escrúpulos (por recibir la comunión en la mano, por ejemplo, algo tan sencillo y tan puesto en duda por tanto clérigo y laico), sino de amor y servicio como lo hizo Cipriano, obispo de Cartago quien, en la peste del año 250, no respondió celebrando actos de culto para invocar el favor de Dios, sino ocupándose de la ayuda de quienes sufrían las consecuencias e invitando a los cristianos a que hicieran eso mismo. 

Es necesario que los clérigos repitan a los fieles que la presencia de Jesús en el hermano y, especialmente, en el pobre, es tan real como su presencia en la Eucaristía y la comunidad no se mide por estar todos juntos en un lugar sino por el compartir los significados y valores de la vida cristiana que nos hacen uno en Cristo. Además, la mejor evangelización que podemos hacer es el amor que nos tenemos unos a otros, como lo hicieron los primeros cristianos. Podríamos preguntarnos: ¿Nos están reconociendo a los cristianos por ese amor a toda prueba? Tal vez predicar esto con más fuerza es más importante que justificar ante los fieles si es válida la eucaristía por televisión o si es urgente abrir el templo, etc. 

También es hora de un clero que no teme experimentar la pobreza y hacer real una iglesia pobre –como también lo ha señalado tanto el papa Francisco- que tal vez no pueda ofrecer grandes obras pero que vuelve a confiar en lo único importante, como dijo Pedro en los inicios de la predicación cristiana: “no tengo plata ni oro: pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesús, levántate y anda” (Hc 3,6). Estamos muy acostumbrados a una pastoral llena de recursos -muy buenos y necesarios-, pero también es importante creer que se puede evangelizar desde la pobreza, desde la precariedad, desde lo poco que se tenga. ¿No sería, así, una iglesia más parecida a lo que Jesús quería?

Todo lo que deseo es difícil vivirlo en una iglesia estructurada como lo está actualmente. Pero, acaso, ¿no es así el evangelio que anunciamos? Es lo que han sabido vivir aquellos obispos que han marcado la historia, aquellos clérigos que han roto con los moldes establecidos y se han arriesgado a vivir la radicalidad del evangelio y han hecho posible que la fe continúe, el amor se viva y la esperanza no se pierda. Ahora es nuestro tiempo, ojalá que no lo desaprovechemos con estas actitudes posibles y con tantas otras que, de hecho, ya están realizando muchos clérigos y que se pueden seguir proponiendo.

miércoles, 17 de junio de 2020


Devociones sí, pero con compromiso afectivo y efectivo



La devoción al Sagrado Corazón de Jesús se remonta, principalmente, a las revelaciones que tuvo Santa Margarita María de Alacoque en el siglo XVII, en las que Jesús le mostró su amor por la humanidad y la ingratitud de tantos hacia ese amor. La devoción se fue difundiendo por el mundo y Colombia fue consagrada al Sagrado Corazón en 1902, cuando el arzobispo de Bogotá, Bernardo Herrera, le aconsejó al presidente de la época que erigiera un templo para pedir la finalización de la guerra de “Los Mil Días” que afectaba al país desde 1899. Se construyó el templo del Voto Nacional en Bogotá y allí se renovó cada año, la consagración del país al corazón de Jesús hasta 1994 cuando se derogó ese decreto, por la libertad de cultos que estableció la constitución de 1991. Por supuesto, la festividad religiosa continúa celebrándose el segundo viernes después de la fiesta de Pentecostés.

Hablar del corazón de Jesús, es hablar de su amor inconmensurable por la humanidad. San Pablo lo expresó bien en la carta a los Gálatas como su propia experiencia personal: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20) y el evangelista Juan dice que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8), que “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y que el amor consiste en que “Dios nos amó primero”. Sólo entonces se entiende que amemos a los demás con ese mismo amor (1 Jn 4, 10-11) porque amando a los demás es como se puede mostrar que se ama a Dios ya que, si no amamos a los hermanos que vemos, no podemos amar a Dios a quien no vemos (1 Jn 4, 20). 

Pero esta devoción, como tantas otras prácticas de la vida cristiana, se queda, a veces, en un sentimentalismo religioso que no va más allá de pedir favores a Dios por las necesidades personales o incluso de que libre al mundo de tantos pecados que lo agobian, pero sin poner rostro, contexto, realidad, a esas peticiones. Coloquialmente se dice que Colombia es “el país del Sagrado Corazón”, pero en este país se han vivido más de cincuenta años de conflicto armado y cuando se ha logrado firmar la paz, grupos de la sociedad civil -incluidos muchos cristianos- no apoyan tales procesos. Así sucedió en 1985, cuando se firmaron los acuerdos de cese al fuego, tregua y búsqueda de la paz con el Estado Mayor de las FARC, creando el partido político de la Unión Patriótica para la reincorporación a la vida civil de los guerrilleros. Tuvo muchos simpatizantes y fue ascendiendo en la política. Pero pronto se dio lo que se conoció como el genocidio contra ese partido, asesinando a más 5000 personas vinculadas de alguna manera a esa propuesta política. Ese genocidio fue llevado a cabo por las fuerzas de derecha, sostenidas por paramilitares, narcotráfico e incluso agentes del estado. En 2012 se tipificó este delito como genocidio y en 2016 el Gobierno Nacional reconoció en un acto público su responsabilidad en semejante atrocidad. 

En 2016 se logró nuevamente firmar un Acuerdo de Paz con la FARC, pero desde el inicio, tal proceso no ha hecho sino tener resistencias por parte de esa porción de la sociedad que pretende terminar los conflictos con la fuerza de las armas, negando cualquier reincorporación, reparación y reconocimiento de las acciones de todos los participantes en el conflicto -incluido el Estado-. Y, lamentablemente, parece que la historia se repite, encarnándose en el asesinato de muchos líderes sociales y defensores de derechos humanos. En lo que llevamos del 2020 hay más de 100 asesinatos y sigue recrudeciéndose la violencia, especialmente, en las zonas donde es urgente construir la paz y posibilitar un nuevo comienzo.

Junto a esta violencia -que ni la situación de pandemia ha logrado detener-, está toda la pobreza estructural y las políticas sociales y económicas que privilegian los intereses de los más ricos -grandes empresarios, bancos, etc., dejando, para los más pobres, lo mínimo que pueda garantizarse sin pensar a fondo en cambios que garanticen en este presente y en el futuro una salud cubierta y una dignidad de vida. A eso hay que añadirle todos los que sacan provecho de la situación, sobrecostos en los contratos, recortes salariales y, en fin, muchas acciones que se justifican con el salvar la economía, pero sin revisar a fondo cuál economía y para quiénes esa economía.

Pero ¿qué tiene que ver esto con la devoción tan arraigada en Colombia del Sagrado Corazón? Como dije antes, el reconocimiento de este Dios amor debe expresarse en el compromiso efectivo y afectivo con la sociedad en la que vivimos. Y con una piedad y expresiones litúrgicas que no olviden la realidad, sino que la pongan en el centro de toda oración e invocación a Dios. Pero esto no pasa siempre. Incluso aquellos que más dicen afirmar esta piedad religiosa, a veces, son los que tienen menos conciencia crítica frente a la historia colombiana y la juzgan como la pelea de buenos y malos, donde los militantes de izquierda y los líderes sociales son los malos y, simplemente, hay que eliminarlos. Piden por la paz de Colombia, pero no reflexionan sobre las causas, el cómo empezaron estos conflictos, cómo se han manejado, qué cambios hay que dar para hacer posible el futuro, etc. En fin, las devociones son buenas y muestran la sensibilidad del pueblo creyente ante la irrupción de Dios en la vida concreta, pero hace falta un cultivo, una catequesis, una actualización para que ellas movilicen a amar al estilo de Dios mismo y no que se conviertan en expresiones sin compromiso social que, con razón, alejan a muchos de la fe.

martes, 9 de junio de 2020


Distanciamiento social y amor cristiano



Poco a poco las ciudades se van abriendo a la vida productiva y vamos retornando a una “relativa” normalidad. Pero una de las consignas para este nuevo momento es el “distanciamiento social”. Este es uno de los remedios “efectivos” para evitar el contagio. Justamente, parece lo contrario de lo que la vida cristiana proclama en tantos pasajes bíblicos como, por ejemplo, el del Buen Samaritano: “Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y al verle tuvo compasión y acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él” (Lc 10, 33-34). También muchos de los milagros conllevan ese contacto físico entre Jesús y el enfermo. Al ciego de nacimiento Jesús lo cura untándole barro en los ojos (Jn 9, 6), a un leproso lo cura extendiendo su mano, tocándolo y diciéndole “queda limpio” (Mc 1, 41); a la suegra de Pedro la toma de la mano y ella se levanta (Mc 1, 31) y así podríamos recordar algunos otros milagros e, incluso, lo contrario, como es el caso de la mujer hemorroísa que toca el manto de Jesús porque creía que con solo tocar su vestido quedaría curada. Jesús siente que alguien ha tocado su vestido y pregunta quién lo ha hecho. La mujer le contó la verdad y Él alaba su fe y la cura de su enfermedad (Mc 5, 25-34). 

También la psicología afirma que un abrazo cura mucho más que una medicina (sin quitarle valor a los medicamentos sino por el significado afectivo que esto implica) y, bien sabemos, que algo que ha costado mucho en la cuarentena, ha sido la soledad, la falta de relación con los demás, esa imposibilidad de sentir, tocar, palpar, mirar a los ojos, pronunciar palabras de manera cercana y directa. Los medios de comunicación han ayudado a mantener las relaciones, pero no suplen la distancia física, ni logran transmitir todo el afecto y cariño que se logra en el contacto directo.
Y, entonces ¿qué hacer para combinar esa necesidad indiscutible del distanciamiento social con esa necesidad -también indiscutible- de afecto real, palpable, sentido, experimentado? ¿Puede la fe darnos algún horizonte que ayude a esta situación actual?

Sin duda, el amor cristiano se expresa en ese tocar y acercarnos a los demás -como los textos que recordamos antes- pero no podemos olvidar que ese tocar de Jesús suponía cambiar la situación de enfermedad, discriminación y exclusión que sufrían los destinatarios de sus milagros. San Pablo en el himno a la caridad de la primera carta a los Corintios no ofrece esos ejemplos gráficos del tocar pero va a lo profundo del amor que se hace efectivo en las relaciones con los otros: “el amor es paciente, es servicial, no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe, es decoroso, no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad, todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no termina nunca” (13, 4-8). 

Mucho me temo que volveremos a la normalidad y habrá de nuevo abrazos y encuentros, pero la injusticia de nuestro mundo que, ha quedado tan evidente, no se habrá modificado. Es decir, nuestro amor se habrá quedado más en gestos que en obras. Porque el amor que se hace obra ha de pensar en otra economía posible que distribuya en verdad las riquezas, comenzando por los más necesitados; el amor que se hace obra ha de pensar en una organización social que privilegie los sistemas de salud y que garantice los servicios públicos para todos; el amor que se hace obra ha de promover un mundo sin racismo -ni la pandemia impidió que se levantará de nuevo el grito de los negros por tantos siglos de discriminación-; un mundo sin violencia contra las mujeres y sin exclusión de lugares de decisión; un mundo donde los indígenas sean reconocidos con sus culturas y sabidurías ancestrales; un mundo donde la orientación sexual no sea motivo de rechazo e incomprensión. En otras palabras, el amor que se hace obra no enfrenta la economía con la vida, sino que pone la economía al servicio de la vida, así ahora, los economistas y políticos nos convenzan de que la pobreza actual se dio por parar la economía y no digan nada de las consecuencias del sistema neoliberal y competitivo imperante, que en estos momentos difíciles ha sacado a la luz la injusticia y pobreza de las mayorías, fruto de este modelo económico. 

Deseamos que se acabe el distanciamiento social, pero ojalá sea para un acercamiento a los demás desde el amor que no se queda en una afectividad sensorial, sino que se compromete con la construcción del bien común y se dispone al servicio incondicional para hacerlo posible.

miércoles, 3 de junio de 2020


Que no abran las iglesias hasta que aprendamos algo de esta pandemia



 La participación en el culto eucarístico se ha visto alterado por la pandemia que vivimos. Las iglesias tuvieron que cerrarse y, de pronto, la gente acostumbrada, al menos, a la misa dominical, se quedó sin saber a dónde acudir. Proliferaron, entonces, las misas por televisión e internet y las homilías por whatsaap y otras redes sociales lo cual ayudó a muchas personas a mantener sus ritmos de celebración litúrgica. Ya se comienzan a reabrir las iglesias, pero hay que mantener las distancias y todas las prevenciones posibles porque el contagio sigue vivo y también ocurre en los lugares sagrados. 

Esto último es interesante reflexionarlo porque algunos han considerado que cerrar los templos y tardar en abrirlos ha sido una “estrategia” de los gobiernos ateos para ir en contra de la religión u otras intenciones similares. Me parece que esto es desproporcionado. Revela una falta de comprensión de lo que efectivamente pasa con el virus -se contagia muy fácilmente y cualquier reunión de personas se presta mucho más para ello- y tener apreciaciones de ese estilo se fundamenta en una mentalidad sacral que cree que, por ser una actividad religiosa, se está libre de las limitaciones y vulnerabilidades humanas. Es decir, no se llega a asumir que nuestro Dios se ha encarnado en esta historia y por eso no nos libra “mágicamente” de ninguna situación, sino que nos ha dado la inteligencia y la solidaridad necesarias para que desde los medios humanos superemos o aceptemos -según sea el caso- la realidad como ella es. Lamentablemente hasta gente del clero ha favorecido esa mentalidad porque han cuestionado el que no se dejen reabrir los templos invocando que los están comparando con discotecas o bares y que, es muy distinto lo que los fieles hacen en el templo a lo que se hace en otros lugares. Es decir, parecen creer que el virus se contagia si estás haciendo actividades “mundanas” pero no contagia si estás en actividades religiosas. 

Justamente porque en la iglesia se defiende la vida -desde el nacimiento hasta la muerte- como se dice en tantos espacios religiosos, ha de defenderse también en tiempos de pandemia y eso implicaría, si en verdad fuéramos coherentes con esto, que no haya prisas para abrir los templos, sino que justo, las personas de iglesia sean pioneras en cuidar la vida y evitar todo aquello que la pueda poner en peligro.

Ahora bien, poder tener esa libertad de los espacios físicos, supone una madurez religiosa y una comprensión auténtica de los sacramentos. Dios está en todas partes y eso lo afirmamos en la más elemental doctrina del catecismo. ¿Por qué no vivimos eso con la radicalidad que implica? La gran maestra de oración, Santa Teresa de Jesús, decía que “Dios se encuentra entre los pucheros” (entre las ollas). Pero nos empeñamos en hacer dos espacios en nuestra vida: lo corriente de cada día y lo religioso cuando vamos al templo. Esa dicotomía nos permite ser injustos e insolidarios en el día a día y luego parecer bien piadosos cuando acudimos al templo. La vida cristiana es una sola: la vida entera. Y lo maravilloso del cristianismo es caminar con el Señor todo el tiempo, en todo lo que hacemos, verle en todas las personas con las que nos encontramos, “amar a Dios en el hermano a quien vemos” para que sea creíble que “amamos al Dios a quien no vemos” (1 Jn 4, 20).

Por otra parte, los sacramentos son celebraciones de la comunidad, del pueblo de Dios reunido en su nombre. Pero, lamentablemente, los sacramentos se han convertido, muchas veces, en una relación individualista entre “Dios y la persona” y por eso se participa de la Eucaristía pero no se sabe quien está al lado, se va en la fila para la comunión pero al recibir la eucaristía solo se pide por las necesidades personales y no se vive la dimensión comunitaria que este y todos los sacramentos implican. Los sacramentos se han convertido en algo tan “sagrado” que se alejan de la vida. Por eso hemos oído comprensiones tan reduccionistas como la de que recibir la comunión en la mano es “mancillar” la sagrada eucaristía. Se entiende todo esto porque no se conoce la historia de los sacramentos ni cómo se han ido introduciendo modificaciones para responder a situaciones concretas. Los sacramentos se han alejado de la vida y se han adornado con una aureola de distante, sagrado, intocable, del que se desprende una gracia misteriosa que solo los “puros” reciben cuando los celebran. Parece que se olvida que la gracia de Dios abarca el universo entero y que el Espíritu “sopla donde quiere” (Jn 3,8). 

Los templos se abrirán tarde o temprano. De hecho, ya se van abriendo. Por supuesto, ir a ellos será una alegría. Recibir la comunión sacramental será una bendición. Pero ojalá que al volver hallamos madurado en nuestra fe y nuestro templo sea el universo entero y los sacramentos verdaderas experiencias de comunión con los demás y no de un intimismo estéril que nada tiene que ver con el Reino de Dios anunciado por Jesús.

Esta pandemia tiene que enseñarnos muchas cosas, pero ojalá nos haga más profundos, más espirituales, más comunitarios, más celebrativos, pero no de los templos, el culto o los ritos, sino de la vida, el servicio, la mística de “ojos abiertos” que ve en todo y en todos al Señor. Solo entonces, volver al templo, tendrá sentido y razón de ser.