Devociones sí,
pero con compromiso afectivo y efectivo
La devoción al Sagrado Corazón de Jesús se remonta,
principalmente, a las revelaciones que tuvo Santa Margarita María de Alacoque
en el siglo XVII, en las que Jesús le mostró su amor por la humanidad y la
ingratitud de tantos hacia ese amor. La devoción se fue difundiendo por el
mundo y Colombia fue consagrada al Sagrado Corazón en 1902, cuando el arzobispo
de Bogotá, Bernardo Herrera, le aconsejó al presidente de la época que erigiera
un templo para pedir la finalización de la guerra de “Los Mil Días” que
afectaba al país desde 1899. Se construyó el templo del Voto Nacional en Bogotá
y allí se renovó cada año, la consagración del país al corazón de Jesús hasta 1994
cuando se derogó ese decreto, por la libertad de cultos que estableció la
constitución de 1991. Por supuesto, la festividad religiosa continúa celebrándose
el segundo viernes después de la fiesta de Pentecostés.
Hablar del corazón de Jesús, es hablar de su amor
inconmensurable por la humanidad. San Pablo lo expresó bien en la carta a los
Gálatas como su propia experiencia personal: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2,
20) y el evangelista Juan dice que “Dios es amor” (1 Jn 4, 8), que “nadie tiene
mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) y que el amor
consiste en que “Dios nos amó primero”. Sólo entonces se entiende que amemos a
los demás con ese mismo amor (1 Jn 4, 10-11) porque amando a los demás es como se
puede mostrar que se ama a Dios ya que, si no amamos a los hermanos que vemos,
no podemos amar a Dios a quien no vemos (1 Jn 4, 20).
Pero esta devoción, como tantas otras prácticas de la vida
cristiana, se queda, a veces, en un sentimentalismo religioso que no va más
allá de pedir favores a Dios por las necesidades personales o incluso de que
libre al mundo de tantos pecados que lo agobian, pero sin poner rostro,
contexto, realidad, a esas peticiones. Coloquialmente se dice que Colombia es “el
país del Sagrado Corazón”, pero en este país se han vivido más de cincuenta
años de conflicto armado y cuando se ha logrado firmar la paz, grupos de la
sociedad civil -incluidos muchos cristianos- no apoyan tales procesos. Así
sucedió en 1985, cuando se firmaron los acuerdos de cese al fuego, tregua y
búsqueda de la paz con el Estado Mayor de las FARC, creando el partido político
de la Unión Patriótica para la reincorporación a la vida civil de los
guerrilleros. Tuvo muchos simpatizantes y fue ascendiendo en la política. Pero
pronto se dio lo que se conoció como el genocidio contra ese partido,
asesinando a más 5000 personas vinculadas de alguna manera a esa propuesta
política. Ese genocidio fue llevado a cabo por las fuerzas de derecha,
sostenidas por paramilitares, narcotráfico e incluso agentes del estado. En
2012 se tipificó este delito como genocidio y en 2016 el Gobierno Nacional
reconoció en un acto público su responsabilidad en semejante atrocidad.
En 2016 se logró nuevamente firmar un Acuerdo de Paz con la
FARC, pero desde el inicio, tal proceso no ha hecho sino tener resistencias por
parte de esa porción de la sociedad que pretende terminar los conflictos con la
fuerza de las armas, negando cualquier reincorporación, reparación y
reconocimiento de las acciones de todos los participantes en el conflicto
-incluido el Estado-. Y, lamentablemente, parece que la historia se repite,
encarnándose en el asesinato de muchos líderes sociales y defensores de
derechos humanos. En lo que llevamos del 2020 hay más de 100 asesinatos y sigue
recrudeciéndose la violencia, especialmente, en las zonas donde es urgente
construir la paz y posibilitar un nuevo comienzo.
Junto a esta violencia -que ni la situación de pandemia ha
logrado detener-, está toda la pobreza estructural y las políticas sociales y
económicas que privilegian los intereses de los más ricos -grandes empresarios,
bancos, etc., dejando, para los más pobres, lo mínimo que pueda garantizarse
sin pensar a fondo en cambios que garanticen en este presente y en el futuro una
salud cubierta y una dignidad de vida. A eso hay que añadirle todos los que
sacan provecho de la situación, sobrecostos en los contratos, recortes
salariales y, en fin, muchas acciones que se justifican con el salvar la
economía, pero sin revisar a fondo cuál economía y para quiénes esa economía.
Pero ¿qué tiene que ver esto con la devoción tan arraigada
en Colombia del Sagrado Corazón? Como dije antes, el reconocimiento de este
Dios amor debe expresarse en el compromiso efectivo y afectivo con la sociedad
en la que vivimos. Y con una piedad y expresiones litúrgicas que no olviden la
realidad, sino que la pongan en el centro de toda oración e invocación a Dios.
Pero esto no pasa siempre. Incluso aquellos que más dicen afirmar esta piedad
religiosa, a veces, son los que tienen menos conciencia crítica frente a la
historia colombiana y la juzgan como la pelea de buenos y malos, donde los militantes
de izquierda y los líderes sociales son los malos y, simplemente, hay que
eliminarlos. Piden por la paz de Colombia, pero no reflexionan sobre las
causas, el cómo empezaron estos conflictos, cómo se han manejado, qué cambios
hay que dar para hacer posible el futuro, etc. En fin, las devociones son
buenas y muestran la sensibilidad del pueblo creyente ante la irrupción de Dios
en la vida concreta, pero hace falta un cultivo, una catequesis, una actualización
para que ellas movilicen a amar al estilo de Dios mismo y no que se conviertan
en expresiones sin compromiso social que, con razón, alejan a muchos de la fe.
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