¿Qué podría hacer
el clero en este tiempo de pandemia?
No pretendo tener la respuesta a esta pregunta, porque quienes
pueden responderla son los mismos protagonistas que conocen, de primera mano,
la realidad que pastorean y que pueden ver la situación con todas las
implicaciones que conlleva. Pero me atrevo a proponer algunas sugerencias más a
modo de deseo que de poder hacerlas realidad en una situación tan compleja.
Antes de todo hay que reconocer cómo esta situación está
afectando al mismo clero. No sólo tienen que asumir su propia realidad personal
-afrontar la cuarentena, los miedos, las incertidumbres, las dificultades
económicas, etc.- sino que también, junto a esto, han de responder por las
obras que llevan entre manos, sean parroquias, obras sociales, educativas o
administrativas. Los que son párrocos, tienen una feligresía tan variada, como
es todo grupo humano, donde unos piden que se abran ya los templos, otros piden
que no lo hagan; unos que atiendan pastoralmente todas sus peticiones, otros
simplemente están alejados y no se acuerdan de apoyar en absoluto las
necesidades de la parroquia. Otros están viviendo en carne propia lo que viven
tantas personas: tienen que pagar salarios a sus empleados y, materialmente, no
tienen cómo. Muchos otros han compartido lo poco que tienen con los más pobres
de sus parroquias, pasando también necesidad. También están los que se han
esforzado por alimentar la fe de la gente con las misas, oraciones, charlas,
cursos, etc., por los medios de comunicación y no han ahorrado esfuerzos para
buscar, con creatividad y dedicación, estar del lado de la gente y seguir
viviendo su vocación de servicio.
Los obispos, por su parte, llevan encima la preocupación de
responder a todas las necesidades de su diócesis y de orientar el camino en
esta situación que nadie imaginaba y no terminará pronto. Y todo esto en la
situación concreta de cada país. En Colombia, por ejemplo, fuera de la pobreza estructural,
que es evidente, y común a tantos países, existe la violencia fruto de esa
pobreza, pero también del conflicto armado que aún se vive y de todas las
dificultades para implementar el acuerdo de paz con los exguerrilleros de la
FARC.
¿Qué puedo, entonces, proponer que no estén ya haciendo
muchos clérigos? Personalmente me gustaría que la Conferencia Episcopal no
dejara de tener una voz profética frente al modelo social y económico que se
vive en el país y que en esta ocasión vuelve a gritar por un cambio. Que no se
contente con el discurso del gobierno nacional que solo apunta a la
“reactivación de la economía” -haciendo lo mismo que se ha hecho siempre- sino
que denuncie y anuncie que es el momento de pensar en otras formas de economía
que no se basen en el lucro de los grandes empresarios, sino que se reparta y
se comparta lo que se tiene -sea esto mucho o poco-. Que se comience a planear
un sistema de salud que cobije realmente a todos y sea de primera calidad. Que
no vuelvan a cortarle los servicios públicos -que se supone han reconectado por
la pandemia- a ningún pobre que no pueda pagar. Estos servicios son un derecho
para todos, no un favor que se hace en situaciones difíciles. Que no se queden
quejándose, como muchos compatriotas, por los atentados que siguen produciendo
los actores armados, sino que sigan insistiendo al gobierno nacional para que dé
pasos hacia el diálogo, que cumpla con los compromisos adquiridos con los que
firmaron la paz, que el gobierno no pase de largo ante las muertes de tantos
líderes sociales, sino que busque como defender la vida, esa vida que le quitan
en Colombia a los que luchan por los derechos humanos, por la justicia social.
En otras palabras, que sean profetas de la vida digna y justa para todos. Todo
esto forma parte de la dimensión social de la fe que el Papa Francisco explicitó
tanto en su primera Exhortación Evangelii Gaudium.
Pero también me gustaría que todo el clero en general
aprovechara este momento para seguir acompañando a los fieles invitándolos a
una madurez en la fe. Este tiempo hace mirar hacia lo esencial y no a quedar
presos de lo accesorio, circunstancial, cultural, o de la tradición
eclesiástica. Desde la guarda del precepto dominical -que al paso que vamos
volverá a ser realidad no sabemos cuándo- hasta todo lo que tiene que ver con
la liturgia, los ritos, los gestos, etc. Es tiempo de que los cristianos
entiendan que la vida de fe no es de cumplimiento de preceptos, ni de tener
escrúpulos (por recibir la comunión en la mano, por ejemplo, algo tan sencillo
y tan puesto en duda por tanto clérigo y laico), sino de amor y servicio como
lo hizo Cipriano, obispo de Cartago quien, en la peste del año 250, no
respondió celebrando actos de culto para invocar el favor de Dios, sino
ocupándose de la ayuda de quienes sufrían las consecuencias e invitando a los
cristianos a que hicieran eso mismo.
Es necesario que los clérigos repitan a los fieles que la
presencia de Jesús en el hermano y, especialmente, en el pobre, es tan real
como su presencia en la Eucaristía y la comunidad no se mide por estar todos
juntos en un lugar sino por el compartir los significados y valores de la vida
cristiana que nos hacen uno en Cristo. Además, la mejor evangelización que
podemos hacer es el amor que nos tenemos unos a otros, como lo hicieron los
primeros cristianos. Podríamos preguntarnos: ¿Nos están reconociendo a los
cristianos por ese amor a toda prueba? Tal vez predicar esto con más fuerza es
más importante que justificar ante los fieles si es válida la eucaristía por
televisión o si es urgente abrir el templo, etc.
También es hora de un clero que no teme experimentar la
pobreza y hacer real una iglesia pobre –como también lo ha señalado tanto el
papa Francisco- que tal vez no pueda ofrecer grandes obras pero que vuelve a
confiar en lo único importante, como dijo Pedro en los inicios de la
predicación cristiana: “no tengo plata ni oro: pero lo que tengo te doy: en
nombre de Jesús, levántate y anda” (Hc 3,6). Estamos muy acostumbrados a una
pastoral llena de recursos -muy buenos y necesarios-, pero también es
importante creer que se puede evangelizar desde la pobreza, desde la
precariedad, desde lo poco que se tenga. ¿No sería, así, una iglesia más
parecida a lo que Jesús quería?
Todo lo que deseo es difícil vivirlo en una iglesia
estructurada como lo está actualmente. Pero, acaso, ¿no es así el evangelio que
anunciamos? Es lo que han sabido vivir aquellos obispos que han marcado la
historia, aquellos clérigos que han roto con los moldes establecidos y se han
arriesgado a vivir la radicalidad del evangelio y han hecho posible que la fe continúe,
el amor se viva y la esperanza no se pierda. Ahora es nuestro tiempo, ojalá que
no lo desaprovechemos con estas actitudes posibles y con tantas otras que, de
hecho, ya están realizando muchos clérigos y que se pueden seguir proponiendo.
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