miércoles, 21 de septiembre de 2022

 

Ante la muerte: la fe en el Dios de la vida


 

Nuestro Dios es el Dios de la vida y la promete para todos sus hijos e hijas: “He venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10). Pero esta afirmación se pone a prueba cuando llegan los momentos límite en la vida: sea una enfermedad, una catástrofe, un fracaso y, sobre todo, cuando se trata de la muerte. Esta última es la más definitiva y radical: no hay vuelta atrás, no se puede esperar que de alguna manera esa muerte se revierta; en verdad, la existencia de una persona llega a su final. Entonces, ¿dónde queda la promesa que Jesús hizo a los suyos y en la que nos seguimos apoyando todos los que hoy creemos en él?

Precisamente, en ese momento límite, es cuando la fe que profesamos puede mostrar toda su razonabilidad. Allí, cuando todo parece que se termina -o termina efectivamente- la experiencia de fe nos permite mantener la esperanza, no solamente como una actitud profundamente humana, sino como una verdadera experiencia del Espíritu de Jesús que, después de haber sido asesinado por los poderosos de su tiempo, no desaparece de la historia humana sino que sigue movilizando a sus seguidores para continuar apostando por la vida, haciendo posible que la vida en abundancia que Jesús había prometido, alcance a muchos, de generación en generación.

Esto no significa que no se sienta el dolor humano. De hecho, el mismo Jesús lo vive al final de su vida cuando invocando las palabras del salmo 22, expresa los sentimientos que lo embargan: “Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado” (Mt 27,46) y, al menos los evangelios de Mateo y de Marcos, no muestran que ese dolor fuera suavizado, sino que “dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mt 27, 50; Mc 15,37). Otros evangelistas como Lucas, de alguna manera, presentan menos desgarrador ese momento, poniendo en boca de Jesús las palabras del salmo 31: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu y, dicho esto, expiró” (Lc 23, 46). Por su parte el evangelio de Juan, relata así ese último momento: “Todo está cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19, 30).

El dolor humano es diferente dependiendo de la situación de la persona que muere. Si se trata de una persona anciana, es más fácil entender que esa vida que se iba apagando de alguna manera, lo hace definitivamente. Más duro cuando se trata de una persona que, en la plenitud de la vida, muere y todo su proyecto queda truncado. Y no digamos cuando se trata de la niñez que, prácticamente, estaba comenzando a estrenar la vida y parecía tener todas las oportunidades por delante. También se hace muy dolorosa la muerte cuando es una muerte injusta, fruto de la maldad de otros seres humanos. Pero en todos los casos, la fe cristiana es capaz de sostener la esperanza porque esta implica asumir la limitación humana, la creaturalidad que nos constituye e inclusive el mal fruto de la libertad humana, pero también, la confianza en que sí el espíritu de Jesús continúa animando la vida de los creyentes, de alguna manera, ese mismo espíritu sigue animando la vida de todos los que ya no están en esta historia. Confiamos, como lo dice Pablo en la primera carta a los Corintios que “si solamente para esta vida tenemos, puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todas las personas! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos, como primicias de los que durmieron” (15, 19-20). Esta es nuestra fe y ella es la que nos sostiene en los momentos limite.

Ahora bien, esa fe no se improvisa. Esa fe se alimenta, se cuida, se práctica. Es la fe que da sentido a la cotidianidad sabiendo que todo lo que se hace es para intentar hacer presente el reino de Dios en el aquí y el ahora. Es la que da sentido a todos los momentos de la vida, aceptando los fracasos, agradeciendo los éxitos, experimentando que todo se recibe gratuitamente, de ahí que se intente compartirlo con generosidad: “Den gratis, lo que recibieron gratis” (Mt 10, 8). Es la fe que nos levanta en todas las caídas y nos fortalece en todas las dificultades. Es la fe que se renueva con cada circunstancia que sorprende, confronta, desinstala y abre nuevos caminos. Es la fe que apoyada en la “gran nube de testigos, nos permite sacudirnos de todo lastre que nos asedia y nos fortalece ante la prueba, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hc 12, 1-2).

Cada vez que se muere alguien y, con más razón un ser querido, nos confrontamos con el propio sentido de vida y con la razón de ser de este mundo. También con la calidad de nuestras relaciones con los demás, con la riqueza de cada persona, con los valores que constituyen la propia vida. Y, en medio del dolor que produce la ausencia de la persona que muere, es una gracia divina poder hacer propias las palabras de Pablo en la Carta a los Romanos. “Pues estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro” (8, 38-39). Sí, definitivamente, cuando se tiene fe, se vive la experiencia de que nada nos aparta del amor del Señor y en ese amor, nuestros seres difuntos permanecen en nuestra memoria y sentimos la fuerza para vivir con más intensidad como ellos, con toda certeza, esperan que lo hagamos.

martes, 13 de septiembre de 2022

 

¿En qué va el Sínodo sobre la sinodalidad? Aportes desde Colombia

Olga Consuelo Vélez


 

En octubre del año pasado se inició el sínodo sobre la sinodalidad y estamos a mitad de camino. Se han hecho las consultas en cada país y se ha pasado a la fase continental donde se recogerán los aportes de todos los países y se elaborará un documento síntesis que será enviado de nuevo a las iglesias particulares. Después seguirá el proceso hasta la culminación del sínodo en octubre de 2023, con la reunión presencial de los obispos en Roma.

La Conferencia Episcopal Colombiana publicó en la página web, el pasado 29 de agosto, el Documento Síntesis, acompañado de cuatro anexos, en los que se recogen las consultas al episcopado, a los obispos eméritos, a los indígenas y a los jóvenes y niños. Estos documentos pueden ser consultados para profundizarlos y seguir acompañando este camino sinodal. Personalmente me pareció un buen logro, el haber hecho una síntesis clara, organizada y bien estructurada, después de haber recibido 78 documentos de las diferentes jurisdicciones. La síntesis solo tiene 10 páginas: una introducción y la respuesta a las dos preguntas que se propusieron para el proceso sinodal.  

En la introducción se explica la convocatoria con los equipos diocesanos, los cuales consultaron a personas que participan activamente en la Iglesia, a los que lo hacen esporádicamente y a los que no pertenecen a la Iglesia. Aunque se realizaron esas consultas también se reconoce que “hubo resistencias por parte de un grupo de sacerdotes que no aceptaron el llamado porque se sienten profundamente incómodos al ser confrontados en sus acciones personales y evangelizadores y de varios laicos que mostraron apatía por ciertos temas”. No me extraña esta constatación porque sé que en muchos lugares no se realizó ninguna consulta y muchas personas aún no han oído hablar del sínodo.

La primera pregunta sobre el cómo se realiza el “caminar juntos” en la Iglesia particular se respondió con base en 10 núcleos temáticos (compañeros de viaje, escuchar, tomar la palabra, celebrar, corresponsables en la misión, dialogar en la Iglesia y en la sociedad, con las otras confesiones cristianas, autoridad y participación, discernir y decidir y formarse en la sinodalidad). Las respuestas giraron en torno a los aspectos positivos de la Iglesia a nivel de participación social y vivencia eclesial pero también se señalaron algunas sombras como el miedo a expresarse frente a los pastores o las resistencias para incorporar a los laicos en los ministerios, entre otros aspectos. Finalmente se cuestionaba cierto estilo de formación en los seminarios que lleva a los jóvenes a una vida acomodada, encerrados en su mundo, sin compromiso con las periferias.

De la segunda pregunta sobre qué pasos invita el Espíritu Santo a dar a la Iglesia colombiana para crecer en nuestro “caminar juntos”, se desprenden los 18 desafíos que la Iglesia plantea de esta fase sinodal. Entre estos desafíos se señalan aspectos eclesiales que son bastante evidentes como la urgente transformación del clericalismo y la autosuficiencia, la necesidad de fortalecer la participación y corresponsabilidad del laicado, especialmente de las mujeres e implementar entornos protectores y seguros para los niños, adolescentes y adultos vulnerables. También, se anotan como desafíos, el formar mejor a los ministros ordenados -especialmente en la preparación de la homilía-; renovar las estructuras parroquiales y orientar los movimientos apostólicos a integrarse en los planes pastorales; privilegiar la evangelización a los niños, adolescentes y jóvenes e incluir pastoralmente a la población LGTBIQ+, la diversidad religiosa, las poblaciones indígenas y afrodescendientes; afrontar la escasez vocacional y la crisis de las familias; inculturación de la liturgia trabajando para que lo sacramental no este asimilado a los intereses económicos de los pastores; incentivar enfoques sociales y culturales en la evangelización, retomando la voz profética para denunciar las injusticias en el entorno del capitalismo deshumanizador, el narcotráfico y la corrupción, evitando tanto asistencialismo; además de la responsabilidad con el cuidado de la casa común. Se consignaron también, aclarando que fueron voces minoritarias, algunas peticiones como la posibilidad de que los sacerdotes que han dejado de ejercer el ministerio puedan vincularse a los procesos evangelizadores; que hombres casados puedan acceder al ministerio, reflexionar sobre el celibato no obligatorio, la ordenación de mujeres y fusión de congregaciones religiosas que ya no cuentan con demasiados miembros.

Cada uno de estos desafíos amerita una reflexión detallada, profunda, comprometida. Sin embargo, desde una primera apreciación personal, creo que esta síntesis adolece de un planteamiento más de fondo: ¿Qué cambios “estructurales” necesita la Iglesia colombiana para que responda a lo que dice el Espíritu en esta realidad? Mientras no se piense en cambios de fondo, las cosas seguirán como hasta ahora, buscando mejorar algunos aspectos -lo cual es muy positivo- pero situados en el mismo horizonte, convencidos de que todo marcha bastante bien. Los cambios estructurales surgen cuando se toma en serio, como dijo la V Conferencia de Aparecida, que no estamos en una época de cambios sino en un cambio de época (n. 44). Si fuéramos capaces de situarnos en la nueva realidad que vivimos, tal vez se pondría menos énfasis en recuperar formas “tradicionalistas” de vivir la fe o en privilegiar “solamente” los temas de moral o en temerle tanto a la supuesta “ideología de género” o en seguir centrando la fe en lo “ritual” o en hablar tanto del “demonio” o de los “exorcismos” y, muchas otras realidades que dejan ver que la Iglesia (no solo la colombiana sino la de muchas realidades) no ha asumido Vaticano II con todas las consecuencias que este concilio supuso, ni lo que han señalado las Conferencias Episcopales Latinoamericanas y Caribeñas, ni toda la renovación bíblica y teológica que hoy tenemos pero, sobre todo, la evidente realidad de que la Iglesia no parece leer los “signos de los tiempos” y, por eso, sus respuestas llegan tarde y, mientras tanto, grandes poblaciones se alejan más y más de ella. Como lo dijo el papa Francisco, del sínodo de la sinodalidad no se espera un documento, pero sí que el proceso vivido nos remueva los cimientos de la iglesia clerical y se comience a construir una iglesia donde se “camine juntos”. ¿Lograremos algo de esto en nuestra Iglesia colombiana? ¿en la iglesia universal? Esperemos que sí, aunque hasta el momento, no pareciera que se caminara decididamente hacia eso.

 

lunes, 5 de septiembre de 2022

 

La Sagrada Escritura como fuente de vida y fecundidad cristiana

 

Olga Consuelo Vélez

 

Septiembre se conoce como el mes de la Biblia, especialmente porque el día 30 se celebra la fiesta de San Jerónimo, quien fue el que tradujo la Biblia del hebreo, del arameo y del griego al latín, en el siglo IV, -versión que se conoce como la Vulgata (edición para el vulgo, para el pueblo)- posibilitando así que muchas más personas pudieran tener acceso a ella. Al recordar este hecho la pregunta que nos surge es sí, en realidad, la Biblia ha llegado “al pueblo”, si es parte de la espiritualidad cristiana y si constituye la referencia primera y fundamental de nuestra Iglesia.

En una mirada rápida y, talvez, superficial, se respondería afirmativamente porque en la eucaristía ocupa un lugar central e incluso, en muchas celebraciones, se hace una entronización de este libro sagrado con mucha solemnidad. Además, muchos creyentes la tienen en su casa y muestran un respeto real hacia ella.

Pero si profundizamos un poco más, nos damos cuenta que todavía falta mucho para que la Sagrada Escritura sea un “alimento” central en la vida cristiana. Todavía no se ha logrado -como tal vez lo han logrado más las iglesias cristianas no católicas- que el creyente lea la biblia, la medite, se deje interpelar por esa palabra, encuentre en ella la fuerza y orientación para su vida.

Hay varias causas que podrían explicar este poco acercamiento de los creyentes a la Biblia. Nombremos algunas a manera de propuesta de reflexión, sin tener la total certeza de que esas sean las razones más claras que lo expliquen.

Comencemos fijándonos en la liturgia. El único que proclama el evangelio y lo explica es el ministro ordenado. El resto del pueblo de Dios escucha -cuando no se distrae lo cual es fácil en situaciones de solo escucha- y no tiene ninguna posibilidad de establecer un diálogo frente a lo que escuchó y mucho menos de compartir lo que ese texto le dice. En otras palabras, nuestras liturgias siguen manifestando que el clero es el que enseña y el laicado es el que aprende. Así lo determina la liturgia actual y no será este comentario el que la cambie. Pero conviene pensarlo para propiciar, algún día, cambios que son necesarios porque en la medida que tomemos conciencia de lo que vivimos, podremos empujar para que las cosas cambien.

Si nos fijamos en las prácticas de oración que la iglesia fomenta mayoritariamente, estas consisten en realizar novenas, rosarios, procesiones, adoraciones al santísimo, etc. Todas estas prácticas son valiosas y ayudan a sostener la fe de las personas. Pero en estas prácticas no está muy incorporada la Sagrada Escritura. Parece que da tranquilidad el saber que se cumplió con los pasos que se proponen para rezar una novena, por ejemplo, y esto es suficiente. Lo anterior no quiere decir que, algunas personas no oren con el texto bíblico, pero no es una oración que se fomente con la intensidad con la que se insiste en las otras prácticas. La meditación de la Sagrada Escritura es más propia de la vida religiosa o de alguna porción del laicado que comparte la espiritualidad de una congregación religiosa, pero no para el conjunto del pueblo de Dios que acude a la parroquia y a las celebraciones litúrgicas.

Otra realidad que también acompaña a la Iglesia católica es que a veces se le ha dado más importancia al magisterio que a la Sagrada Escritura. Muchas veces las predicaciones se centran en la doctrina -reforzándola con lo dicho por el magisterio- más que en el anuncio de la Buena Noticia que trae la Palabra de Dios. De hecho, el papa Francisco insistió en la Exhortación Evangelii Gaudium (2013) que “el texto bíblico debe ser el fundamento de la predicación” (n. 146). Bien sabemos que muchas homilías son más “moralistas y adoctrinadoras” (n. 142), que un diálogo entre Dios y su pueblo. Vaticano II afirmó que la Biblia “es el alma de la teología” (Optatam Totius n. 16) y, sin embargo, algunos programas teológicos, tienen más asignaturas sobre dogma y magisterio que sobre Biblia.

Como podemos ver, es difícil el camino que hemos de recorrer para que la Sagrada Escritura pueda ser esa palabra rica, capaz de alimentar, sostener, animar la vida creyente; pero precisamente esa es la tarea que podemos seguir impulsando al conmemorar el mes de la Biblia. El texto del profeta Isaías (55, 10-11) nos ayuda a pensar en la manera como la palabra de Dios actúa en la vida cristiana: “como desciende la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié”.

Ahora bien, no olvidemos que la biblia hay que interpretarla adecuadamente para no hacerle decir lo que no dice. En eso tanto católicos como cristianos no católicos tienen mucho que aprender. Abunda el “fundamentalismo” en la lectura bíblica. La Palabra de Dios ha de interpretarse y por eso es necesario hacer mínimo dos preguntas: ¿qué quiso decir el texto bíblico en el contexto en el que se escribió? y ¿qué quiere decirnos hoy para nuestro contexto? No podemos olvidar los géneros literarios en los que fue escrita la biblia, las condiciones socio culturales del tiempo en el que se escribió que no corresponden a las nuestras y, de ahí, la necesidad de una interpretación adecuada.

Busquemos, entonces, fortalecer nuestra vida cristiana con el contacto asiduo, directo, constante con la Palabra de Dios. Deseemos aprender a interpretarla. Pongamos los medios para ello. Esto redundará en frutos de vida y vida en abundancia (Jn 10.10) porque la palabra de Dios interpela, renueva, consuela, anima, desinstala, impulsa, en otras palabras, mantiene la vitalidad de nuestro amor a Dios y al prójimo, razón de ser de nuestra vida cristiana.