La Sagrada Escritura como fuente de vida y fecundidad cristiana
Olga Consuelo Vélez
Septiembre se conoce como el mes de la Biblia, especialmente
porque el día 30 se celebra la fiesta de San Jerónimo, quien fue el que tradujo
la Biblia del hebreo, del arameo y del griego al latín, en el siglo IV,
-versión que se conoce como la Vulgata (edición para el vulgo, para el pueblo)-
posibilitando así que muchas más personas pudieran tener acceso a ella. Al
recordar este hecho la pregunta que nos surge es sí, en realidad, la Biblia ha
llegado “al pueblo”, si es parte de la espiritualidad cristiana y si constituye
la referencia primera y fundamental de nuestra Iglesia.
En una mirada rápida y, talvez, superficial, se respondería
afirmativamente porque en la eucaristía ocupa un lugar central e incluso, en
muchas celebraciones, se hace una entronización de este libro sagrado con mucha
solemnidad. Además, muchos creyentes la tienen en su casa y muestran un respeto
real hacia ella.
Pero si profundizamos un poco más, nos damos cuenta que
todavía falta mucho para que la Sagrada Escritura sea un “alimento” central en
la vida cristiana. Todavía no se ha logrado -como tal vez lo han logrado más
las iglesias cristianas no católicas- que el creyente lea la biblia, la medite,
se deje interpelar por esa palabra, encuentre en ella la fuerza y orientación
para su vida.
Hay varias causas que podrían explicar este poco
acercamiento de los creyentes a la Biblia. Nombremos algunas a manera de
propuesta de reflexión, sin tener la total certeza de que esas sean las razones
más claras que lo expliquen.
Comencemos fijándonos en la liturgia. El único que proclama
el evangelio y lo explica es el ministro ordenado. El resto del pueblo de Dios
escucha -cuando no se distrae lo cual es fácil en situaciones de solo escucha-
y no tiene ninguna posibilidad de establecer un diálogo frente a lo que escuchó
y mucho menos de compartir lo que ese texto le dice. En otras palabras,
nuestras liturgias siguen manifestando que el clero es el que enseña y el
laicado es el que aprende. Así lo determina la liturgia actual y no será este
comentario el que la cambie. Pero conviene pensarlo para propiciar, algún día,
cambios que son necesarios porque en la medida que tomemos conciencia de lo que
vivimos, podremos empujar para que las cosas cambien.
Si nos fijamos en las prácticas de oración que la iglesia
fomenta mayoritariamente, estas consisten en realizar novenas, rosarios,
procesiones, adoraciones al santísimo, etc. Todas estas prácticas son valiosas
y ayudan a sostener la fe de las personas. Pero en estas prácticas no está muy
incorporada la Sagrada Escritura. Parece que da tranquilidad el saber que se
cumplió con los pasos que se proponen para rezar una novena, por ejemplo, y
esto es suficiente. Lo anterior no quiere decir que, algunas personas no oren
con el texto bíblico, pero no es una oración que se fomente con la intensidad
con la que se insiste en las otras prácticas. La meditación de la Sagrada
Escritura es más propia de la vida religiosa o de alguna porción del laicado
que comparte la espiritualidad de una congregación religiosa, pero no para el
conjunto del pueblo de Dios que acude a la parroquia y a las celebraciones
litúrgicas.
Otra realidad que también acompaña a la Iglesia católica es
que a veces se le ha dado más importancia al magisterio que a la Sagrada
Escritura. Muchas veces las predicaciones se centran en la doctrina
-reforzándola con lo dicho por el magisterio- más que en el anuncio de la Buena
Noticia que trae la Palabra de Dios. De hecho, el papa Francisco insistió en la
Exhortación Evangelii Gaudium (2013)
que “el texto bíblico debe ser el fundamento de la predicación” (n. 146). Bien
sabemos que muchas homilías son más “moralistas y adoctrinadoras” (n. 142), que
un diálogo entre Dios y su pueblo. Vaticano II afirmó que la Biblia “es el alma
de la teología” (Optatam Totius n. 16) y, sin embargo, algunos programas
teológicos, tienen más asignaturas sobre dogma y magisterio que sobre Biblia.
Como podemos ver, es difícil el camino que hemos de recorrer
para que la Sagrada Escritura pueda ser esa palabra rica, capaz de alimentar,
sostener, animar la vida creyente; pero precisamente esa es la tarea que
podemos seguir impulsando al conmemorar el mes de la Biblia. El texto del
profeta Isaías (55, 10-11) nos ayuda a pensar en la manera como la palabra de
Dios actúa en la vida cristiana: “como desciende la lluvia y la nieve de los
cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen
germinar para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi
palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío sin que haya
realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié”.
Ahora bien, no olvidemos que la biblia hay que interpretarla
adecuadamente para no hacerle decir lo que no dice. En eso tanto católicos como
cristianos no católicos tienen mucho que aprender. Abunda el “fundamentalismo”
en la lectura bíblica. La Palabra de Dios ha de interpretarse y por eso es
necesario hacer mínimo dos preguntas: ¿qué quiso decir el texto bíblico en el
contexto en el que se escribió? y ¿qué quiere decirnos hoy para nuestro
contexto? No podemos olvidar los géneros literarios en los que fue escrita la
biblia, las condiciones socio culturales del tiempo en el que se escribió que
no corresponden a las nuestras y, de ahí, la necesidad de una interpretación
adecuada.
Busquemos, entonces, fortalecer nuestra vida cristiana con
el contacto asiduo, directo, constante con la Palabra de Dios. Deseemos
aprender a interpretarla. Pongamos los medios para ello. Esto redundará en
frutos de vida y vida en abundancia (Jn 10.10) porque la palabra de Dios
interpela, renueva, consuela, anima, desinstala, impulsa, en otras palabras,
mantiene la vitalidad de nuestro amor a Dios y al prójimo, razón de ser de
nuestra vida cristiana.
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