A propósito de la
fiesta de la Asunción: llamados a la plenitud de la vida
Consuelo Vélez
La fiesta de la Asunción que
conmemoramos cada 15 de agosto, nos habla de la plenitud de vida que, desde los
orígenes, los cristianos creyeron, alcanzó María, la madre de Jesús. Por eso
este dogma, proclamado por Pío XII en 1950, responde a la fe del pueblo y no a
una verdad abstracta proclamada por alguna autoridad. Pero este dogma tiene un
doble sentido. En primer lugar, reconocer en María la primera creyente que
participa plenamente de la vida de Dios. En segundo lugar, la posibilidad que
todos los demás seres humanos tienen de vivir esa misma plenitud. Y a esto
último queremos referirnos.
La vida cristiana no es para unos
pocos elegidos que dicen sentir un llamado de Dios. Históricamente los textos
bíblicos en que Jesús invita a los discípulos a seguirle, se reservaron para la
vida consagrada y, precisamente por eso, cuando a alguien le preguntan si tiene
vocación, contesta rápidamente que no es religioso/a o sacerdote. Con esa misma
interpretación se fue reservando para los consagrados un “estado de perfección”
-así se expresaba en los documentos eclesiales- que no podía alcanzar el
laicado. Esto se reforzó con el modelo de Iglesia que dividía al pueblo de Dios
en clero y laicado en el que el primero decidía, enseñaba y estaba más cerca de
Dios y el segundo obedecía, aprendía y sabía que no tenía la suficiente
perfección para llegar directamente al cielo. Podría pensarse que esta
descripción es algo exagerada. Tal vez sí, pero no está lejos de la realidad,
todavía hoy.
Sin embargo, con Vaticano II se
renovó la manera de entender la vida cristiana, de ahí que ya no se usa más la
expresión “estado de perfección” y se explicitó mejor el valor del sacramento
del bautismo que hace participes del sacerdocio, profetismo y reinado del mismo
Cristo a aquellos que lo reciben. Desde aquí podemos afirmar que la vocación
cristiana es para todo bautizado/a, y es todo el pueblo de Dios el que está
llamado a la santidad, a la vida de plenitud definitiva con Dios. Lo que impide
que lo consigamos, no es el estilo de vida escogido: matrimonio, vida
consagrada, vida clerical, no casado, etc., sino la libertad humana que, en
cualquier estado, puede darle la espalda al llamado de Dios y optar por una
vida distinta a los valores del reino. La V Conferencia del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe (2007) enfatizó en el discipulado misionero, como
vocación fundamental de toda persona que se encuentra con Jesucristo. Jesús
llamó en su tiempo y sigue llamando ahora a todo aquel que descubre el tesoro
escondido en el campo (el reino de Dios anunciado por Jesús) y se dispone a
vivir en ese horizonte (deja todo lo que no responde al reino) (Mt 13, 44). Esto
no desvaloriza la vida clerical o religiosa, sino que valoriza la vida laical
porque en la Iglesia es el entero pueblo de Dios el que es llamado y convocado
por Dios a ser su pueblo, sin otra distinción, dignidad o perfección que la de
ser sus hijos e hijas, hermanos y hermanas, discípulas y discípulos de nuestro
Señor Jesucristo.
Este dogma mariano, entonces, cobra
mucho más sentido cuando lo celebramos no mirando tanto hacia la vida singular
de María sino cuando ella nos inspira a mirar nuestra vida y a decidirnos por
el seguimiento de Jesús. Seguirlo significa asumir los valores del reino: la
justicia, la paz, la solidaridad, la alegría, el cuidado de la creación, la
atención a los signos de los tiempos, la defensa de la vida, la opción
preferencial por los más pobres de cada momento histórico. Si recordamos el
pasaje en el que llegan la madre y los hermanos de Jesús a buscarlo y le avisan
a Jesús que ellos están ahí, Jesús responde: ¿quién es mi madre y mis hermanos?
Y él mismo responde: Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Es
decir, María no llegó a la plenitud de su vida por dotes extraordinarios, sino
por su escucha de la palabra y su puesta en práctica (Lc 8, 19-21). A eso mismo
estamos llamados todos los creyentes y podemos alcanzarlo, precisamente porque
María, una de las nuestras, pudo conseguirlo.
Ojalá recordar esta celebración
mariana nos ayude a renovar nuestra vida cristiana y a querer alcanzar la
plenitud que Dios mismo nos ofrece. La santidad no es cuestión de rezos,
inciensos, conventos, liturgias, novenas, y muchas otras expresiones de nuestra
fe. Por supuesto esas mediaciones nos ayudan a disponer el corazón y a celebrar
el encuentro festivo con el Señor. Pero lo decisivo para la santidad es, como
decía el profeta Miqueas al pueblo de Israel: “Te declaro lo que Dios quiere de
ti, solamente hacer justicia y amar con misericordia” (6, 8). El seguimiento se
realiza en la vida cotidiana, en las opciones que realizamos en cada momento,
en el amor que ponemos en todo lo que hacemos, en la construcción de un mundo
mejor, un país mejor, una sociedad mejor, familias mejores y ministerios
eclesiales, entre ellos, el ministerio ordenado, la vida consagrada, etc., importantes,
no por mayor dignidad o mayor cercanía a Dios, sino por el testimonio de
servicio incondicional que están llamados a vivir y con el que enriquecen la
vida de toda la comunidad eclesial.
Valga esta reflexión para pensar
que la escasez de vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, no significa
falta de vocaciones a la vida cristiana. Es cuestión de secundar por donde el
Espíritu hoy sigue llamando y responder a sus iniciativas. En tiempos de una
iglesia sinodal, la fuerza hemos de ponerla en el pueblo de Dios que convocado
por el mismo Espíritu puede ser luz para las gentes (Cf. Is 9, 2). Tenemos a María
de nuestro lado y con ella y como ella podemos alcanzar todos, como pueblo
sinodal, esa vida de Dios en plenitud, caminando juntos sin privilegios ni
dignidades distintas a la de la vivencia del amor que es “lo único que
permanece” (1 Cor 13, 8).
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