lunes, 26 de agosto de 2019


Y siguen doliendo los escándalos de la Iglesia

No son tiempos fáciles para la iglesia por muchos motivos. El primero, el mundo ha cambiado y esto exige cambios eclesiales que no son fáciles de asumir porque pesa más la tradición de lo que “siempre ha sido así” que la creatividad y apertura para “caminar al ritmo de los tiempos”. El segundo, la credibilidad de la jerarquía eclesiástica que se ha visto minada por los innumerables abusos cometidos por el clero, especialmente todo lo relacionado con la pederastia, pero también los escándalos por la doble moral que algunos viven y por la vida de lujos y despilfarros que desdicen totalmente del evangelio de Jesús. En ese contexto, ayer en un canal de la televisión colombiana mostraron lo que escribió el francés Frederic Martel, en su libro: “Sodoma. Poder y escándalo en el Vaticano” sobre -tal vez el cardenal más influyente que ha tenido la iglesia colombiana-, el Cardenal Alfonso López Trujillo (1935-2008). Por supuesto es una denuncia sobre la doble moral del cardenal y lo absurdo de haberse posicionado como un defensor de los principios morales, mientras su vida transcurría por otros senderos totalmente contrarios.

Personalmente, no he leído el libro. Tampoco tengo ninguna prueba de lo que dicen del Cardenal. No dudo que haya exageración y falsedad. Pero lo que me preocupa es que mientras pasaba el programa me llamaron por teléfono varias personas mayores mostrando su sorpresa y dolor frente a lo que allí se relataba. En verdad, hay personas que quedan afectadas cuando conocen ese tipo de noticias y su fe se siente golpeada porque, aunque saben que es en Dios en quien han de creer, no logran asumir que sus representantes tengan tantos pecados y de tal magnitud.

El Cardenal López Trujillo fue nombrado cardenal en 1983. Ejerció varios cargos: Secretario General del Celam (1972-1984), Arzobispo de Medellín (1979-1991) y Presidente del pontificio consejo para la familia (1990-2008). Aunque mientras ejerció esos cargos gozó de prestigio y muchas personas le guardaron (y tal vez todavía le guardan) mucho respeto y admiración, muchos otros tienen la imagen del cardenal que persiguió ferozmente a la teología de la liberación y a las comunidades eclesiales de base y que sus planteamientos morales rayaban en el rigorismo más extremo, haciendo declaraciones que incluso contradecían los más mínimos principios de confrontación científica. Además, vivió -lamentablemente como tantos otros jerarcas- una vida de lujos y de honores que no pasan desapercibidos para el pueblo de Dios y que tarde o temprano cuestionan profundamente, preguntándose si así han de vivir los que dicen explícitamente que siguen a Jesús y que llevan los rumbos de la iglesia.

Lo único que pude decirle, a las personas que me llamaron, es que eran tiempos difíciles para la Iglesia porque efectivamente estaban saliendo a la luz muchos escándalos, ocultos por décadas. Que no se podía creer todo lo que se decía porque también existe el sensacionalismo y el deseo de desprestigiar más allá, muchas veces de lo que es verdad. Pero que si había que rezar mucho para que todo esto sirviera de verdadera purificación de la iglesia y la jerarquía se convirtiera, de una vez por todas, de esa autoridad que ejercen, no centrada en el servicio -como tendría que ser- sino en el poder y el honor que los hace sentirse más que el resto de la gente, por encima del pueblo, sin tener la más mínima actitud de escucha y respeto por la comunidad que pretenden presidir. Hay mucha urgencia de una jerarquía sencilla, austera, humilde, pobre. En otras palabras, como tantas veces les ha dicho el Papa Francisco, un clero que deja de creerse “príncipe” y quiere ser “pastor con olor a oveja”. Y, en cuestiones de moral, un clero capaz de acompañar los desafíos actuales con fidelidad y apertura a la voz del Espíritu que siempre abre caminos de vida y liberación.

lunes, 19 de agosto de 2019


La incondicionalidad del amor

“¿Puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque se encontrara alguna que lo olvidase, ¡Yo nunca me olvidaría de ti! (Isaías 49,15).

Con estas palabras Dios pone a la madre como ejemplo de la incondicionalidad del amor. Y este amor es verdad. Son innumerables las madres que dan todo por sus hijos, que se entregan y se sacrifican a diario por ellos. Pero también es posible -y de hecho sucede- que algunas los abandonan y les causan mal. En este texto bíblico, Dios apuesta por un amor maternal de excelentes cualidades y como si quisiera garantizar que es posible vivirlo, El se pone como ejemplo de esa realización. Además, nos llama a vivirlo. No basta que reconozcamos que Dios es “Padre y Madre” o que agradezcamos el amor de nuestras madres sino que debemos comprometernos en la vivencia de un amor con esa misma calidad, poniendo los medios necesarios para ello.

Amar no es tarea fácil, ni siquiera para una mamá. Hay muchos equívocos al respecto. A veces el deseo de ser madre encierra cierto egoísmo: “quiero tener un hijo para que sea mi compañía, la razón de mi vida”. Otras veces las madres consienten tanto a sus hijos que les impiden crecer, ser fuertes, salir de sí mismos, comprometerse con lo que hacen. No permiten que su hijo se esfuerce por nada y les solucionan fácilmente todos los problemas. En algunas ocasiones, el amor maternal es “ciego” impidiéndole reconocer los aspectos negativos del hijo y disculpándole todo. Así, sin negar las buenas intenciones de las madres, van creciendo hijos incapaces de amar, centrados en sí mismos, que el día de mañana ni siquiera saben amar a sus padres.

Esto sucede porque aunque el amor brota espontáneamente –y mucho más por la criatura que se da a luz-, una vez que surge, debe cuidarse, trabajarse, orientarse, purificarse, hacerlo crecer. Nadie nace sabiendo cómo amar. Es una tarea de toda la vida porque siempre se puede amar más y mejor.

¿Cómo se aprende a amar? ¿Cómo liberarse del egoísmo y ponerse al servicio de los demás? ¿Cómo orientar, reforzar y crecer en un amor incondicional capaz de hacer de la vida un don de amor para el mundo? No existen recetas ni fórmulas mágicas. Sólo se pueden dar pistas  e intuiciones que posiblemente pueden ayudarnos.

Se precisa un conocimiento propio. De nosotros brota espontáneamente el amor que hemos recibido. Reconocer vacíos, carencias, dolores, puede ayudarnos a entender nuestros egoísmos e intereses propios. Pero no basta trabajar las causas. Los seres humanos tenemos el gran don de ser mucho más de lo que recibimos. La capacidad de superación física que se ve cuando se tienen limitaciones de ese tipo, es también fuerte en el mundo interior de afectos y sentimientos profundos. Los seres humanos podemos crecer en el amor ¡y en qué medida! Muchas personas nos dan testimonio de ello. Ahora bien, es necesario optar una y otra vez por el servicio, el desprendimiento, la ayuda fraterna, la disponibilidad, la colaboración. Supone esforzarnos por purificar nuestras intenciones, desprendernos una y otra vez de todo lo que queremos poseer –bienes, circunstancias, honores, personas- y que nos mantiene encerrados en nosotros mismos. Implica estar convencidos de que “ser amor” es la mejor realización que podemos alcanzar.

Un amor así ya es real en tantas personas que conocemos -especialmente en las madres- pero no olvidemos que este amor maternal incondicional es una llamada para todas y todos. Dios nos los ofrece sin medida y confía en que cada uno seamos sacramento de este mismo amor para el mundo.


viernes, 9 de agosto de 2019


Con María más libres y fuertes



Para el pueblo latinoamericano la figura de María es muy importante y significativa. Esto se muestra en las asiduas peregrinaciones a los santuarios marianos, en las fiestas religiosas que la recuerdan, en los grupos apostólicos reunidos en torno a su figura y, especialmente, en la confianza y cercanía con la que la gente acude para pedirle por sus necesidades, para confiarle sus preocupaciones y para agradecerle todos sus favores. Pero esta piedad popular y este amor filial seguirán siendo un instrumento invaluable de evangelización y de revitalización de nuestras comunidades cristianas siempre y cuando la figura de María sea significativa para las sensibilidades y expectativas actuales. 


Una figura de María alejada de las preocupaciones del mundo o que no contribuya a fortalecer la nueva situación de la mujer en la sociedad y en la iglesia, no puede generar un compromiso misionero en el pueblo cristiano. Aunque aquí caben algunas reflexiones. Últimamente han surgido grupos que ponen en el centro a María y se dedican a “cautivar” a más personas para que se integren al grupo. Pero si se revisa su doctrina y su manera de acercarse a la gente, es fácil detectar que la doctrina tiene más de pre-vaticano que de Vaticano II y su misión es más proselitismo e “invasión de conciencias” -creando culpas y miedos- que el anuncio gozoso de la buena noticia, propia del evangelio del reino.


En el Documento conclusivo de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe celebrada en el Santuario Mariano de Aparecida (Brasil) en 2007, se presentó la imagen de María que “emerge del evangelio” como mujer “libre y fuerte”, como la discípula más perfecta del Señor, “interlocutora del Padre en el proyecto de encarnación del Hijo de Dios”, “primer miembro de la comunidad de creyentes” (266), “la gran misionera” (269), “quien crea comunión y educa en un estilo de vida compartida y solidaria, en fraternidad, en atención y acogida al otro, especialmente al pobre o necesitado” (272) y “capaz de comprometerse con su realidad y de tener una voz profética ante ella –tal y como lo expresa en el canto del Magnificat- (451).


Todas estas afirmaciones no son para recordarlas simplemente. Conviene que revisemos nuestras prácticas marianas a la luz del dinamismo que ellas manifiestan. María no nos invita a la pasividad como a veces ciertas imágenes la evocan. O a permanecer en silencio con abnegada resignación. O creando miedo porque el mundo es pecador y debemos rezar muchos rosarios para redimirnos. Por el contrario, el rezo del rosario o cualquier peregrinación y advocación en su nombre, deben dejar en las personas que realizan esas prácticas la valentía y el coraje de quien se siente llamada a anunciar la buena nueva del Reino. Ser como María “discípula y seguidora” del Señor; “líder” en medio de la comunidad cristiana; con verdadera libertad y profetismo, empujando la iglesia hacia un modelo de iglesia más fraterno, incluyente y comprometido con la realidad en respuesta a los desafíos de cada tiempo presente.


Ojalá que fiestas como la que se aproxima -la asunción de María, el 15 de Agosto- ponga en contacto a cada cristiano con esa figura de María que invita al impulso misionero. Que como ella sientan la fuerza para anunciar el evangelio y permanezcan de pie en medio de las dificultades. Pero sobretodo que con fortaleza y amor sean profetas de un modelo eclesial más acorde con el querer de Jesús, menos poderoso y más servicial, menos excluyente y más acogedor de todos/as, menos poseedor de la verdad y más buscador de ella con otros y otras que también desean un mundo más justo y fraterno. Al estilo del actuar de María en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) que denuncien las necesidades y malestares que hoy se perciben en la iglesia e inviten a mirar a Jesús para hacer lo que “El nos dice” en lugar de lo que creemos saber y hemos practicado por siglos. El Reino es novedad y María supo abrirse siempre a ella. Y precisamente por todo eso, el pueblo reconoció su “asunción al cielo”, es decir, la plenitud de una vida que merecía desde ya la plenitud de la vida definitiva con Dios.  

jueves, 1 de agosto de 2019


Formación Bíblica y experiencia de fe


Cada vez se es más consciente en la vida cristiana de la importancia de la Palabra de Dios para alimentar la fe y de la formación bíblica para mantener la vigencia de esa Palabra para la humanidad.

La Biblia no es un libro tan fácil de entender como parece a primera vista. Para un lector crítico hay contradicciones y realidades desfasadas para el momento actual. Para un creyente ingenuo a veces la Biblia le lleva a fundamentar creencias equivocadas. Y al lector común le puede suceder que aunque encuentre palabras válidas y atractivas para su vida, por falta de un mejor conocimiento, la Biblia no llega a ser tan significativa como otros “libros de sabiduría” –expresión utilizada para referirse a tantos libros que promueven el conocimiento propio, la positividad, recuperación de la autoestima, el liderazgo y la asertividad-.

La Sagrada Escritura nos comunica el designio de Dios sobre la humanidad a través de la historia de Israel interpretada desde la fe –Antiguo Testamento- y la percepción de las primeras comunidades cristianas de esa misma historia salvífica acontecida en Jesucristo –Nuevo Testamento-. Pero se escribe en géneros literarios, figuras y símbolos que hemos de comprender bien porque están condicionados por esa cultura particular con sus costumbres y tradiciones, visión de mundo y de ser humano. Por ser escrita así, la Biblia merece un estudio serio y profundo para comprender su lenguaje y su contexto pero sobre todo para poder discernir cuál es ese designio divino sobre la humanidad, en su sentido más profundo, libre de formas culturales y rico en sentido y orientación de vida.

Quien comienza a entender cómo se fue formando la Biblia y cómo la historia fue condicionando la comprensión de Dios y del mundo, se llena de razones para entender su propia historia y la forma cómo Dios va actuando en ella. A modo de ejemplo, los cuatro evangelios nos relatan 4 experiencias distintas de las primeras comunidades cristianas, donde se ve con claridad el énfasis vivido por cada grupo, la finalidad que persiguen dependiendo de los destinatarios y la manera cómo desde su contexto fueron entendiendo a Jesucristo. Esa pluralidad manifestada en la Sagrada Escritura nos posibilita entender la unidad de fe –imprescindible- pero la diversidad de vivencia y énfasis de cada momento particular, abriéndonos a la comunión con los otros, a la aceptación de la pluralidad y a la mutua acogida de diferentes perspectivas.

Y qué decir de la riqueza que se va descubriendo en el texto bíblico en la medida que se interpreta desde lo que hoy se llama hermenéutica de la mujer, indígena, afro –refiriéndose a los sujetos- o de liberación, ecológica, ecuménica e interreligiosa –refiriéndose a las realidades-.

Todos los domingos se proclama la Palabra de Dios en la Eucaristía. La homilía no es el espacio para brindar la formación bíblica pero no debería excluirlo si se quiere decir una palabra con sentido para los hombres y mujeres de hoy. Y ya que el pueblo cristiano no tiene incorporada la necesidad de dedicar espacios para ese tipo de formación, sería importante aportar en la homilía algunos elementos iluminadores para comprender el texto sagrado, de manera que el Pueblo de Dios se vaya sintiendo más capacitado para acercarse a éste, más protagonista de su vida cristiana, con un bagaje suficiente para dar razón de su fe, contrastada cada semana con la Palabra divina. Estamos en mora de cristianos/as que dejen de sorprenderse por cualquier comentario sobre la Biblia que no responde a lo siempre sabido y, por el contrario, tengan una formación adecuada para entender ese alimento “sólido” -la Palabra de Dios- capaz de transformar la mente y el corazón de todos los que se acercan a ella.