Con María más libres y fuertes
Para el pueblo latinoamericano la figura de María es muy importante y
significativa. Esto se muestra en las asiduas peregrinaciones a los santuarios
marianos, en las fiestas religiosas que la recuerdan, en los grupos apostólicos
reunidos en torno a su figura y, especialmente, en la confianza y cercanía con
la que la gente acude para pedirle por sus necesidades, para confiarle sus
preocupaciones y para agradecerle todos sus favores. Pero esta piedad popular y
este amor filial seguirán siendo un instrumento invaluable de evangelización y
de revitalización de nuestras comunidades cristianas siempre y cuando la figura
de María sea significativa para las sensibilidades y expectativas actuales.
Una figura de María alejada de las preocupaciones del mundo o que no contribuya
a fortalecer la nueva situación de la mujer en la sociedad y en la iglesia, no
puede generar un compromiso misionero en el pueblo cristiano. Aunque aquí caben
algunas reflexiones. Últimamente han surgido grupos que ponen en el centro a
María y se dedican a “cautivar” a más personas para que se integren al grupo.
Pero si se revisa su doctrina y su manera de acercarse a la gente, es fácil
detectar que la doctrina tiene más de pre-vaticano que de Vaticano II y su
misión es más proselitismo e “invasión de conciencias” -creando culpas y
miedos- que el anuncio gozoso de la buena noticia, propia del evangelio del
reino.
En el Documento conclusivo de la V Conferencia del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe celebrada en el Santuario Mariano de Aparecida
(Brasil) en 2007, se presentó la imagen de María que “emerge del evangelio”
como mujer “libre y fuerte”, como la discípula más perfecta del Señor, “interlocutora
del Padre en el proyecto de encarnación del Hijo de Dios”, “primer miembro de
la comunidad de creyentes” (266), “la gran misionera” (269), “quien crea
comunión y educa en un estilo de vida compartida y solidaria, en fraternidad,
en atención y acogida al otro, especialmente al pobre o necesitado” (272) y
“capaz de comprometerse con su realidad y de tener una voz profética ante ella
–tal y como lo expresa en el canto del Magnificat-
(451).
Todas estas afirmaciones no son para recordarlas simplemente. Conviene
que revisemos nuestras prácticas marianas a la luz del dinamismo que ellas
manifiestan. María no nos invita a la pasividad como a veces ciertas imágenes
la evocan. O a permanecer en silencio con abnegada resignación. O creando miedo
porque el mundo es pecador y debemos rezar muchos rosarios para redimirnos. Por
el contrario, el rezo del rosario o cualquier peregrinación y advocación en su
nombre, deben dejar en las personas que realizan esas prácticas la valentía y
el coraje de quien se siente llamada a anunciar la buena nueva del Reino. Ser
como María “discípula y seguidora” del Señor; “líder” en medio de la comunidad
cristiana; con verdadera libertad y profetismo, empujando la iglesia hacia un
modelo de iglesia más fraterno, incluyente y comprometido con la realidad en
respuesta a los desafíos de cada tiempo presente.
Ojalá que fiestas como la que se aproxima -la asunción de María, el 15
de Agosto- ponga en contacto a cada cristiano con esa figura de María que
invita al impulso misionero. Que como ella sientan la fuerza para anunciar el
evangelio y permanezcan de pie en medio de las dificultades. Pero sobretodo que
con fortaleza y amor sean profetas de un modelo eclesial más acorde con el
querer de Jesús, menos poderoso y más servicial, menos excluyente y más
acogedor de todos/as, menos poseedor de la verdad y más buscador de ella con
otros y otras que también desean un mundo más justo y fraterno. Al estilo del
actuar de María en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) que denuncien las necesidades
y malestares que hoy se perciben en la iglesia e inviten a mirar a Jesús para
hacer lo que “El nos dice” en lugar de lo que creemos saber y hemos practicado
por siglos. El Reino es novedad y María supo abrirse siempre a ella. Y
precisamente por todo eso, el pueblo reconoció su “asunción al cielo”, es
decir, la plenitud de una vida que merecía desde ya la plenitud de la vida definitiva
con Dios.
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