lunes, 26 de octubre de 2020

 

Que no nos acostumbremos a las cifras de muertos por la pandemia

 

Si contamos el tiempo que va desde el primer brote de covid-19 en la ciudad de Wuhan hasta ahora es mucho, pero, al mismo tiempo poco, si pensamos en lo que falta hasta que validen las vacunas, se produzcan y se distribuyan. Con lo cual, lo que parecía algo extraordinario, se está volviendo habitual y eso lo notamos en nuestro diario vivir. Aunque se está dando un segundo brote en muchos lugares, algunas personas se oponen a las medidas de restricción y están en las calles como si no pasara nada. Incluso algunos dudan de que el virus sea verdad o simplemente están en esa actitud de negación porque como no les ha afectado directamente, prefieren pensar que el virus no existe. Por eso podemos preguntarnos: ¿a qué nos tenemos que acostumbrar y a qué no en este tiempo de pandemia? Cada persona podrá aportar diferentes respuestas. Aquí propongo algunas que me parecen importantes.

Ojalá no nos acostumbremos a las cifras de contagiados y menos a la de muertos por este virus. Una sola vida -como afirmamos tantas veces desde la fe- tiene un valor incalculable y no es irrelevante que alguien se muera por este virus. Pero algunos, no dan importancia a estos muertos porque aducen que la mayoría de contagiados se recuperan y son muchos más los que mueren por otras causas. Creo que, aunque a diario mueren muchos seres humanos por diferentes enfermedades y también por accidentes, por violencia, etc., si no hubiera surgido este virus y si pusiéramos todos los medios posibles para evitar su propagación, morirían muchos menos y eso no podemos olvidarlo. Defender la vida también está en juego en esta situación. Por tanto, no hemos de acostumbrarnos a las cifras de muertos por día, sino que, por el contrario, hemos de seguir buscando cómo hacer para que no haya ni un muerto más.

Ojalá tampoco nos acostumbremos a seguir viviendo como si no pasara nada y se nos olvide fácilmente todo aquello que la pandemia evidenció. Un cambio climático que agota los recursos del planeta, debido a la depredación irracional que hacemos de la naturaleza. Una injusticia estructural que tiene sumida a las personas al rebusque diario y que literalmente casi se han muerto de hambre porque ante una cuarentena no tienen absolutamente nada para salvar la vida. Sistemas de salud sin capacidad para afrontar una realidad así y un Estado que se contenta con dar pequeñas ayudas a las inmensas mayorías pobres, pero no duda en favorecer a los grandes empresarios, justificando sus posturas con eso de la “reactivación económica”. Tal vez no ha sido lo mismo en todos los países, pero en muchos, el modelo económico es semejante y ni la pandemia, ni la encíclica del papa Francisco “Fratelli Tutti” -tan comentada por estos días, entre otras cosas por la denuncia de la injusticia estructural que entraña el neoliberalismo- parecen mover en lo más mínimo este sistema económico, generador de tanta pobreza.

Por otra, si conviene acostumbrarnos a las cosas “buenas” -suena paradójico decirlo- que ha traído la pandemia. Entre ellas, la solidaridad que se ha vivido con fuerza a muchos niveles porque ante las situaciones límite sale lo mejor de nosotros mismos. También la capacidad de estar más en familia, creando lazos afectivos más hondos y un compartir más asiduo -sin desconocer que también se disparó la violencia doméstica y esto ha sido muy doloroso-.

En lo que respecta a las redes y plataformas digitales -a veces tan demonizadas- nos mostraron la capacidad que tienen para mantenernos conectados y lo que todo esto supone para superar la soledad, los miedos, etc., e incluso para socializar la participación en eventos y espectáculos que se ofrecieron gratuitamente y que de otra manera hubiera sido imposible participar. Sin olvidar, por supuesto, a tantas personas quienes al no contar con esa conectividad perdieron oportunidades, especialmente los estudiantes. Una realidad más que muestra la inequidad social que no puede dejarnos indiferentes.

La vida de fe no ha sido ajena a las consecuencias de la pandemia. Ha cuestionado la manera cómo Dios se hace presente en nuestra vida, la realidad sacramental de la que participamos y la capacidad de afrontar una situación así sin perder la esperanza. Ojalá haya sido un tiempo de purificar la fe mágica, la fe ritualista, la fe escrupulosa, la fe intimista. En realidad, nada de eso es auténtica fe, pero lamentablemente, ha quedado evidente en las posturas de algunos creyentes. Pero quienes han tenido esa mirada amplia, han vivido con fuerza la presencia del Señor en la necesidad de los hermanos, han vuelto a lo esencial del ser iglesia -no el templo construido con piedras sino el templo vivo que es la comunidad cristiana-, han recuperado la vivencia sacramental fundada en el compromiso con los demás y con la situación presente, haciendo de la celebración litúrgica un punto de llegada y no una condición sin la que parece no se puede vivir la fe.

En fin, toda experiencia afecta, pero algunos se acostumbran y no crecen ni a nivel personal, ni social. Afortunadamente, algunos resisten y buscan los cambios necesarios. Esperemos ser de estos últimos, no acostumbrándonos a lo malo que evidencian las situaciones límite y acogiendo lo bueno que aún la situación más dolorosa trae. Solo en este mantenernos alertas podemos seguir construyendo un futuro mejor para todos y esa es la tarea que tenemos entre manos. Que en todo el tiempo que aún queda para librarnos del virus, no nos acostumbremos a lo que no debe ser así sino que sigamos empeñados en transformarlo.

lunes, 19 de octubre de 2020

 

Ni la pandemia detiene el grito de los pobres: a propósito de la Minga indígena 

La pandemia cambió las prioridades y muchas realidades quedaron detenidas porque solo había una urgencia: “preservar la vida”. Pero es imposible detener el grito de los pobres porque las situaciones son insostenibles. Entre los pobres están los indígenas que a lo largo y ancho del continente han sido relegados a las periferias y su voz se intenta ahogar una y otra vez.

Pero su identidad como pueblos originarios crece cada día y por eso el 12 de octubre ya no se conmemora el mal llamado “descubrimiento de América”, sino el “Día de la resistencia”. Este año, la Organización Nacional Indígena de Colombia celebró los 40 años de su primer encuentro como pueblos indígenas en el que acordaron los principios de “Unidad, Territorio, Cultura y Autonomía” como rectores de su ser y quehacer. Han logrado el reconocimiento de varios derechos políticos, sociales, económicos y territoriales, pero en la práctica “no se les garantizan todos, efectivamente”. Esto nos hace pensar en la afirmación que hace el papa Francisco en la Encíclica Fratelli Tutti: “Muchas veces se percibe que, de hecho, los derechos humanos no son iguales para todos (…) nos lleva a peguntarnos si verdaderamente la igual dignidad de todos los seres humanos, proclamada solemnemente hace 70 años, es reconocida, respetada, protegida y promovida en todas las circunstancias” (No. 22).

De ahí que la “Minga Indígena por la defensa de la vida, del territorio y la paz” que actualmente está en Bogotá pidiendo hablar con el presidente de la República -el cual no quiere establecer tal diálogo- reclama lo que la pandemia ha hecho más evidente: “el modelo económico y de desarrollo que se vive, está llevando a la humanidad a una grave crisis planetaria. Y, en Colombia, esa crisis está cobrando la vida de miles de líderes, lideresas, dirigentes y jóvenes que levantan la voz en defensa de los derechos y también, la vida de miles de hermanos y hermanos indígenas por el contagio del virus, un virus que en el sentir de nuestros Mayores y Sabedores, tiene el espíritu de la época que vivimos y que se refleja en el Gobierno de Iván Duque, un gobierno que sin vergüenza, gobierna con y para unos pocos, para las empresas extractivistas y el capital financiero, triplicando la deuda extrema y empobreciendo cada vez más al país” (Declaración política – Defender el Derecho a la Protesta Social con plenas garantías para la Minga Social y comunitaria del Suroccidente).

Y continua esta Declaración Política diciendo “que en la medida que la crisis social y económica se hizo más tangible y afectó de manera desproporcionada a los más pobres mientras le servía a los ricos y poderosos para seguir aumentando sus privilegios, los pueblos y ciudadanos empezaron a retomar los procesos de lucha con la conciencia que necesitamos mantenerlos y fortalecerlos, con mayor ahínco, en medio del régimen que tenemos. La lucha es de largo aliento”.

Estas reivindicaciones se unirán el próximo 21 de octubre con el Paro Nacional convocado por las centrales obreras del país con el lema: “Por la vida, la democracia y negociación del pliego de peticiones”. A este Paro se unirán organizaciones sociales y campesinas que reclaman mejores condiciones laborales, derecho a la salud y, sobre todo, respeto a la vida.

La Conferencia Episcopal Colombiana sacó un comunicado el pasado 18 de octubre haciendo un llamado a las autoridades gubernamentales, las instituciones públicas y privadas y en general a todo el pueblo colombiano, a favorecer el diálogo social -como lo pide el papa Francisco en la Fratelli Tutti (No. 211), a evitar que se desvíen los legítimos propósitos de la minga, reconociendo los rostros indígenas y afrocolombianos a quienes no se les ha tratado con dignidad e igualdad de condiciones. Además, la iglesia colombiana en ese comunicado, se compromete “en la tarea de crear conciencia social acerca de la realidad de los pueblos indígenas y sus innumerables valores, impulsando el reconocimiento pleno de sus derechos individuales y colectivos y los acompañemos especialmente en el fortalecimiento de sus identidades y organizaciones propias, la defensa de sus territorios, el acceso a la educación intercultural y el ejercicio de sus derechos ciudadanos”. Termina el comunicado reafirmando “la necesidad de crear entre los colombianos una verdadera cultura del encuentro fraterno que nos permita abrirnos a los hermanos, descubrir la riqueza de la diversidad, sanar heridas, tender puentes y abrir caminos para la convivencia y en la justicia y en el bien común”.

Por supuesto que la descalificación de todo este movimiento viene de muchas partes comenzando por el gobierno nacional. Se apela a decir que ya tienen mucho territorio -como si no fueran los dueños del mismo pero a los que se los arrebataron desde hace tantos siglos-, o que su defensa del agua y del territorio no aporta a la economía o que están infiltrados por intereses “populistas” o simplemente desde ese “racismo” introyectado que tenemos se desprecia todo lo que es indígena o afro porque no son “civilizados” como falsamente nos han hecho creer desde esa mirada occidental, blanca, hegemónica, etc.

Mucho se ha “alabado” la encíclica del papa Francisco. La iglesia colombiana, en este caso, ha hecho un pronunciamiento verdaderamente importante, evangélico y en comunión con lo dicho en la encíclica. Ojalá que tantos creyentes no dejen pasar la ocasión de mirar a los pobres y escuchar sus gritos para como el buen samaritano, curen sus heridas y no dejen de acompañarlos hasta que sus derechos sean efectivamente reconocidos.

domingo, 11 de octubre de 2020

 

Fratelli Tutti: una propuesta para pensar el mundo desde los pobres


Después de leer esta encíclica social del papa Francisco, algo extensa (8 capítulos y 287 numerales), me ha surgido abordarla a partir del título que le he dado, título que me lleva a pensar que tal vez muchos creyentes repetirán la actitud del sacerdote y del levita -de la parábola del buen samaritano- (texto que ocupa el segundo capítulo de la encíclica) y pocos tendrán la misma actitud del buen samaritano con los heridos, asaltados, vulnerados, explotados, marginados de nuestro mundo actual: “sentir compasión, vendar las heridas, echar en ellas aceite y vino, montar al herido en su propia cabalgadura y llevarlo a una posada para cuidarlo. Después, pagarle al posadero para que lo siga cuidando, asegurándole que, si gasta más dinero, él lo pagará a su regreso” (Lc 10, 25-37). Efectivamente, ser buen samaritano es asumir “una vida con sabor a evangelio” (n.1)[1] y esto sigue siendo un ideal loable pero un fracaso práctico. Si tantos cristianos que somos, viviéramos el evangelio, ni nuestro mundo tendría tanta injusticia, ni la dignidad humana de millones de seres humanos sería pisoteada, continuamente, de tantas formas.

La encíclica comienza presentando la realidad que vivimos, definiéndola como: “Las sombras de un mundo cerrado”. El papa señala los “sueños rotos” de una Europa unida y una integración latinoamericana (n. 10) y la negatividad que suponen los nacionalismos crecientes (n.11). También, la prevalencia de la economía y las finanzas como modelo cultural único, en el que los intereses individuales llevan la primacía por encima de la dimensión comunitaria (n.12), la colonización cultural que priva a los pueblos de su historia, de su identidad (n.14), la polarización que no permite el diálogo (n.15) ni el trabajo por la casa común (n. 17). Algo muy acuciante es el “descarte mundial” con políticas que buscan el crecimiento económico, pero no el desarrollo humano integral (n.18-21).

Un pensamiento transversal a toda la encíclica es el no respeto a la dignidad humana que tiene toda persona -sin importar su sexo, condición socioeconómica, etnia, religión, ideología política, y mejor aún, su bondad o su maldad -por eso afirma un “no” rotundo a la pena de muerte-, porque “ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal” (n.263-270). Por esa falta de respeto a la dignidad humana, “los derechos humanos” no son iguales para todos (n. 22), las mujeres siguen siendo excluidas, maltratadas y sometidas a muchas clases de violencia (n.23), se viven diversas formas de esclavitudes (n. 24), guerras y persecuciones por motivos raciales o religiosos (n.25), obsesión por el propio bienestar, avances en tecnología, pero no en la inclusión (n.31). La economía procura reducir costos humanos, asegurando que el mercado es la solución -teoría que nunca ha mostrado su eficacia (n.33). Fenómenos como las migraciones exigen la respuesta global por parte de todos los países de “acoger, proteger, promover e integrar” (n.129). Y los medios de comunicación, con todas las bondades que encierran, tienen el peligro de crear movimientos de odio, de agresividad (n.43-44) o de enmascarar la verdad, creyendo que esta depende de la cantidad de información y no de la fidelidad a los hechos (n. 208). Frente a este mundo de sombras, Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien y la esperanza es una actitud fundamental arraigada en lo profundo del ser humano que no deja de creer en un futuro mejor (n.54-55).

Por todo lo anterior, el papa propone la amistad social y la fraternidad universal pero no como simples actitudes personales -las cuales son necesarias e indispensables- sino como actitudes políticas y estructurales para transformar nuestro mundo. El derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente no puede ser negado en ningún país (n.107). “Mientras nuestro sistema económico y social produzca una sola víctima y haya una sola persona descartada, no habrá una fiesta de fraternidad universal” (n.110). La solidaridad es servicio y cuidado a los más débiles (n.115). Es pensar en términos de comunidad, afirmando la prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. Es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra, de vivienda, de negación de derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del imperio del dinero. Pero todo esto no se hace mágicamente. Se necesita la organización social y, concretamente, los movimientos populares (n.116) para exigir tierra, techo y trabajo para todos, verdadero camino hacia la paz (n.127)

Ante tantas demandas actuales, Francisco recuerda la función social de la propiedad: La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto e intocable el derecho a la propiedad privada. Este es un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes. En las sociedades actuales, este orden es invertido frecuentemente (n.118-120). El derecho de algunos a la libertad de empresa o de mercado no puede estar por encima del derecho de los pueblos, ni de la dignidad de los pobres, ni del respeto al medio ambiente. La apropiación de algo solo debe ser para administrarlo pensando en el bien de todos (n.122).

La amistad social solo es posible desde una política puesta al servicio del bien común (n.154). En este sentido es muy importante entender la propuesta del papa porque, en momentos políticos tan convulsionados como los que vivimos en América Latina, se puede tergiversar fácilmente su pensamiento. Denuncia las “formas populistas” y las “formas liberales” que utilizan demagógicamente al pueblo (n.155) pero defiende la legitimidad de la noción de pueblo y denuncia los intentos de eliminar esta palabra del lenguaje. La democracia es el gobierno del pueblo, es la capacidad de tener un sueño colectivo. Por eso si los términos “pueblo” y “popular” no se incluyen, se estaría renunciando a un aspecto fundamental de la realidad social (n.157), Ser parte de un pueblo es formar parte de una identidad común (n.158). La política ha de promover el bien del pueblo, logrando un verdadero desarrollo económico (n.161-162).

Las visiones liberales rechazan la categoría pueblo porque tienen una visión individualista y acusan de populistas a los que defienden los derechos de los más débiles (n.163). Estas visiones liberales, impregnadas de neoliberalismo, pretenden que el mercado resuelva todo. La pandemia ha evidenciado la falacia de la libertad del mercado y la dictadura de las finanzas (n.168). Muchas visiones economicistas no dejan lugar a los movimientos populares, ni consideran que la política debe incorporar a los pobres como sujetos, sin embargo, sin ellos, “la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por su dignidad, por la construcción de su destino” (n.169). En definitiva, no puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad universal y hacia la paz social sin una buena política y esta no es una política “para” los pobres sino “con” los pobres (n.176).

Por eso, rehabilitar la política es una de las formas más preciosas de la caridad porque busca el bien común (n.180). La caridad es más que un sentimiento subjetivo, es un compromiso con la verdad y con la construcción de proyectos y procesos de desarrollo humano de alcance universal. (n.184). La caridad, corazón del espíritu de la política, es siempre un amor preferencial por los últimos que implica mucho más que obras asistenciales. Es sobre todo abrir los cauces de participación social a los pobres para vivir el principio de la subsidiariedad que es inseparable del de la solidaridad (n.187).

La propuesta del diálogo y la amistad social supone un reconocimiento del otro, de sus posibles verdades, una escucha sincera y una búsqueda conjunta del bien común, sin pretender salvar solamente el punto de vista propio. Supone abrirse a la verdad y aceptar principios fundamentales -como el de la dignidad humana- para poder construir consensos. Estos no implican relativismo sino la aceptación de valores fundamentales que pueden unir a ateos y a creyentes (n.198-214). En este mismo sentido, el diálogo favorece la cultura del encuentro que supone tender puentes y derribar muros. El sujeto de esta cultura del encuentro es el pueblo porque el diálogo que busca la paz social no puede callar las reivindicaciones sociales. Por el contrario, debe llevar a incluir a todos y garantizar los derechos para todos. Cuando un sector pretender disfrutar de todo como si los pobres no existieran, provoca tarde o temprano la violencia. Un pacto social realista e inclusivo debe ser también un pacto cultural (n.215-221).

La construcción de la paz supone la verdad histórica -el pueblo tiene derecho a saber lo que pasó-, y va de la mano de la justicia y la misericordia (n. 225-227). La amistad social implica acercamiento a los grupos sociales distanciados, pero también el reencuentro con los más empobrecidos y vulnerables (n.233). Quienes pretenden pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de desarrollo humano integral no permiten generar la paz. Si hay que volver a empezar siempre será desde los últimos (n.235).

La superación de los conflictos implica el perdón y la reconciliación. Pero el perdón no es aceptar el mal que otros infringen ni dejar de luchar por los derechos vulnerados (n.241). Es no dejarse atrapar por la venganza y cultivar las virtudes que favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz (n.243). Es necesario vencer la tentación de caer en la lógica de la guerra con excusas supuestamente humanitarias. No hay guerra justa, ¡nunca más la guerra! (n.258)

La fraternidad universal no puede vivirse sin el aporte que tienen todas las religiones (n.271) y sin el testimonio de la unidad (n.280). Además, las religiones han de conversar y actuar juntas por el bien común y la promoción de los más pobres (n.282). La paz está inscrita en el corazón de todas las religiones (n. 284) y ninguna religión ha de promover la intolerancia, la guerra, ni los sentimientos de odio (n.285).

La encíclica termina haciendo referencia a Carlos de Foucauld, quien realizó su entrega a Dios, identificándose con los últimos, abandonados en lo profundo del desierto africano. Su deseo era sentir a cualquier ser humano como un hermano y pedía a un amigo suyo que rogara para que Él fuera realmente el hermano de todos. Quería ser el hermano universal. Y sólo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos (n.287).

Y retomo lo que dije al inicio. Este mensaje del pobre, del dejarlo todo para seguir a Jesús “es muy duro” y pocos entran por la “puerta estrecha” -como le pasó al joven rico del evangelio- (Mt 19, 16-30). Construir un mundo desde los últimos no es la lógica imperante. No es el ideal de muchos cristianos. No es el punto de vista de muchos que dicen creer en Dios y en la fraternidad universal. Por eso ante esta encíclica muchos enfatizan la alegría de la fraternidad, lo bonito de la amistad social, lo importante de recuperar la ternura y la amabilidad, la urgencia de no caer en populismos, lo bueno de entablar el diálogo ecuménico y muchos otros aspectos válidos e importantes pero que no constituyen el corazón de la encíclica, ni del evangelio. Pero la invitación de Jesús al banquete del reino (Mt 22, 1-14) sigue vigente y tal vez algunos decidan entrar y poco a poco la mesa se llene de comensales dispuestos a empezar por los últimos y hacer posible un mundo de hermanos y hermanas donde nadie sea el mayor sino todos servidores de los demás.

Lástima que el papa Francisco que habla con audacia y claridad en los temas aquí expuestos, no escuchó la voz de las mujeres que explícitamente le pidieron usar el lenguaje inclusivo para que la encíclica respondiera más al cambio de mentalidad y estructural que urge en la sociedad y en la iglesia para una inclusión real de ellas en estas instancias y que en su horizonte no parezcan entrar otras realidades actuales como la diversidad sexual, totalmente invisibilizada en este documento y sin la cual no se podrá construir nunca una fraternidad y sororidad universales.  

 



[1] Los números entre paréntesis corresponden al numeral de la encíclica