Que no nos
acostumbremos a las cifras de muertos por la pandemia
Si contamos el tiempo que va desde el primer brote de
covid-19 en la ciudad de Wuhan hasta ahora es mucho, pero, al mismo tiempo poco,
si pensamos en lo que falta hasta que validen las vacunas, se produzcan y se
distribuyan. Con lo cual, lo que parecía algo extraordinario, se está volviendo
habitual y eso lo notamos en nuestro diario vivir. Aunque se está dando un
segundo brote en muchos lugares, algunas personas se oponen a las medidas de
restricción y están en las calles como si no pasara nada. Incluso algunos dudan
de que el virus sea verdad o simplemente están en esa actitud de negación porque
como no les ha afectado directamente, prefieren pensar que el virus no existe. Por
eso podemos preguntarnos: ¿a qué nos tenemos que acostumbrar y a qué no en este
tiempo de pandemia? Cada persona podrá aportar diferentes respuestas. Aquí
propongo algunas que me parecen importantes.
Ojalá no nos acostumbremos a las cifras de contagiados y
menos a la de muertos por este virus. Una sola vida -como afirmamos tantas
veces desde la fe- tiene un valor incalculable y no es irrelevante que alguien se
muera por este virus. Pero algunos, no dan importancia a estos muertos porque
aducen que la mayoría de contagiados se recuperan y son muchos más los que
mueren por otras causas. Creo que, aunque a diario mueren muchos seres humanos
por diferentes enfermedades y también por accidentes, por violencia, etc., si
no hubiera surgido este virus y si pusiéramos todos los medios posibles para
evitar su propagación, morirían muchos menos y eso no podemos olvidarlo.
Defender la vida también está en juego en esta situación. Por tanto, no hemos
de acostumbrarnos a las cifras de muertos por día, sino que, por el contrario, hemos
de seguir buscando cómo hacer para que no haya ni un muerto más.
Ojalá tampoco nos acostumbremos a seguir viviendo como si no
pasara nada y se nos olvide fácilmente todo aquello que la pandemia evidenció.
Un cambio climático que agota los recursos del planeta, debido a la depredación
irracional que hacemos de la naturaleza. Una injusticia estructural que tiene
sumida a las personas al rebusque diario y que literalmente casi se han muerto de
hambre porque ante una cuarentena no tienen absolutamente nada para salvar la
vida. Sistemas de salud sin capacidad para afrontar una realidad así y un
Estado que se contenta con dar pequeñas ayudas a las inmensas mayorías pobres,
pero no duda en favorecer a los grandes empresarios, justificando sus posturas con
eso de la “reactivación económica”. Tal vez no ha sido lo mismo en todos los países,
pero en muchos, el modelo económico es semejante y ni la pandemia, ni la
encíclica del papa Francisco “Fratelli Tutti” -tan comentada por estos días,
entre otras cosas por la denuncia de la injusticia estructural que entraña el
neoliberalismo- parecen mover en lo más mínimo este sistema económico,
generador de tanta pobreza.
Por otra, si conviene acostumbrarnos a las cosas “buenas”
-suena paradójico decirlo- que ha traído la pandemia. Entre ellas, la
solidaridad que se ha vivido con fuerza a muchos niveles porque ante las
situaciones límite sale lo mejor de nosotros mismos. También la capacidad de
estar más en familia, creando lazos afectivos más hondos y un compartir más
asiduo -sin desconocer que también se disparó la violencia doméstica y esto ha
sido muy doloroso-.
En lo que respecta a las redes y plataformas digitales -a
veces tan demonizadas- nos mostraron la capacidad que tienen para mantenernos
conectados y lo que todo esto supone para superar la soledad, los miedos, etc.,
e incluso para socializar la participación en eventos y espectáculos que se
ofrecieron gratuitamente y que de otra manera hubiera sido imposible
participar. Sin olvidar, por supuesto, a tantas personas quienes al no contar
con esa conectividad perdieron oportunidades, especialmente los estudiantes. Una
realidad más que muestra la inequidad social que no puede dejarnos indiferentes.
La vida de fe no ha sido ajena a las consecuencias de la
pandemia. Ha cuestionado la manera cómo Dios se hace presente en nuestra vida,
la realidad sacramental de la que participamos y la capacidad de afrontar una
situación así sin perder la esperanza. Ojalá haya sido un tiempo de purificar
la fe mágica, la fe ritualista, la fe escrupulosa, la fe intimista. En
realidad, nada de eso es auténtica fe, pero lamentablemente, ha quedado
evidente en las posturas de algunos creyentes. Pero quienes han tenido esa
mirada amplia, han vivido con fuerza la presencia del Señor en la necesidad de
los hermanos, han vuelto a lo esencial del ser iglesia -no el templo construido
con piedras sino el templo vivo que es la comunidad cristiana-, han recuperado
la vivencia sacramental fundada en el compromiso con los demás y con la
situación presente, haciendo de la celebración litúrgica un punto de llegada y
no una condición sin la que parece no se puede vivir la fe.
En fin, toda experiencia afecta, pero algunos se acostumbran
y no crecen ni a nivel personal, ni social. Afortunadamente, algunos resisten y
buscan los cambios necesarios. Esperemos ser de estos últimos, no
acostumbrándonos a lo malo que evidencian las situaciones límite y acogiendo lo
bueno que aún la situación más dolorosa trae. Solo en este mantenernos alertas podemos
seguir construyendo un futuro mejor para todos y esa es la tarea que tenemos
entre manos. Que en todo el tiempo que aún queda para librarnos del virus, no nos
acostumbremos a lo que no debe ser así sino que sigamos empeñados en transformarlo.
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