Santidad en
tiempos de coronavirus
Comenzamos noviembre con la solemnidad de “Todos los Santos”
y en seguida la conmemoración de “Todos los Difuntos”. En realidad, el 2020 lo podemos considerar un
año de muchos difuntos. No porque antes no hubiera, tampoco porque no se muera
mucha gente por otras enfermedades, pero sí porque la pandemia nos ha confrontado
de manera más directa con la muerte. Normalmente vivimos de espaldas a ella, pero
la pandemia nos está recordando cada día su existencia real y cómo la muerte puede
llegar a los que amamos y, por supuesto, también a cada uno de nosotros.
La suerte que tenemos desde la experiencia de fe es la creencia
en una vida más allá de la muerte -que no conocemos como será- pero confiamos
en la promesa de Dios. Además, esperamos estar con los seres queridos y
afirmamos que esa “otra vida” es lugar de plenitud, de descanso, de paz.
Esa fe, esa esperanza, ese amor nos permite hablar de los santos
y santas, personas que viviendo en la tierra como vivimos todos, supieron
hacerlo de una manera distinta. Para ellos y ellas el amor fue la razón de ser
de su existencia. En este sentido, la Exhortación Apostólica Gaudete
et Exsultate (“Alégrense y regocíjense” Mt 5,12) del Papa Francisco,
publicada en 2018, nos ayuda a no quedarnos en aquellos santos y santas
reconocidas por la Iglesia sino también en los “de la puerta de al lado”. Es
decir, la exhortación nos recuerda que la santidad no es para seres especiales
o de otra época sino para vivirla en nuestro presente y esto porque “el
Espíritu Santo derrama santidad por todas partes”. Además, enfatiza que la
santidad no se refiere a la perfección individual porque Dios nos salva como
pueblo. En ese sentido, los “santos y santas de la puerta de al lado” son
personas que han sabido vivir sin apartarse del mundo -durante siglos se creyó que
había más santidad entre más se rechazara el mundo-, sino metidos en el corazón
de este buscando hacer de él, el mejor mundo posible.
La propuesta para vivir esa santidad se
podría resumir en el texto de las bienaventuranzas que van mucho más allá de
los mandamientos y que son el programa del reino de Dios anunciado por Jesús. Los
mandamientos son normas éticas (a excepción del primero) que se han de vivir en
cualquier sociedad -sea confesional o no- para lograr convivir con los demás. Las
bienaventuranzas, por su parte, nos dicen lo que nos puede hacer felices, centrándose
en la capacidad de salir de sí para trabajar por los demás y por el mundo en
que vivimos. No llaman a un intimismo, subjetivismo o espiritualismo, sino a un
amor puesto en acto en la misericordia para con los demás, el trabajo por la justicia,
por la paz, por el mundo de hermanos y hermanas que nuestro Dios Padre/Madre
ideó desde el principio de la creación.
Sin embargo, la condición humana no deja
de estar llena de egoísmos, intereses propios, miradas miopes y tantas otras
realidades que impiden ver lo sencillo que sería vivir con los valores del
reino y por eso surge la persecución y la muerte -como le sucedió a Jesús-
contra aquellos que se atreven a vivir y proclamar que el amor es lo único y
definitivo. La última bienaventuranza dice que hemos de alegrarnos cuando nos
persigan y digan toda clase de mal contra nosotros porque nuestra vida está
interpelando, desinstalando e invitando a vivir según el querer de Dios.
La santidad por tanto no parece ser para aquellos
que viven en la “paz del cementerio” -como se dice popularmente- o que se
glorían de no tomar partido por nada, o de no querer meterse en ningún asunto
para no ganar mala fama o temer perder prestigio y, por que no, posibilidades
de ascender en puestos de responsabilidad que tantas veces se confían a los que
son lacayos del poder establecido y no fieles a los valores del reino.
La santidad no es una actitud pasiva sino
activa y muchos santos nos estimulan para vivir así. Otros nos estimulan menos
pero tal vez no porque su vida no haya sido llena de entrega generosa sino
porque confundimos la santidad con milagros extraordinarios o con unas vidas
que no tienen nada que ver con la realidad que todos los demás mortales vivimos.
Un ejemplo reciente que nos puede confundir con la manera de vivir la santidad
es el joven beato Carlo Acutis, que nos da testimonio de su dedicación a los
más necesitados y su sensibilidad y amor a la eucaristía. Pero algunos sectores
religiosos se quedan más en otros aspectos que, en verdad, no son así, como lo
cuentan. Dicen que su cuerpo cuando fue exhumado estaba incorruptible. La
verdad es que ya tenía la corruptibilidad propia de cualquier difunto, pero sus
órganos estaban bastante íntegros y conectados entre sí -como sucede también con
muchos otros cadáveres- y, con el propósito de preservar su cuerpo, fue
sometido al proceso de embalsamiento y su rostro fue reconstruido utilizando
una máscara de silicona que recreó su apariencia para la exposición de sus
restos a la veneración de los fieles. Quedarnos en estas cosas externas y que,
además, no son fieles a la realidad, no dejan que los santos y santas sean
modelos para nuestra vida y nos impiden vivir la encarnación de nuestra fe, en
el compromiso con el mundo en que vivimos.
Este 2020 está siendo un año de muchos
difuntos como ya lo dijimos. Pero también puede ser un año en donde la santidad
se haga más visible y cotidiana. Si el joven Carlo Acutis (1991-2006) vivió la caridad
sin dejar de ser un joven común y corriente, pegado a las tecnologías de la
información y la comunicación, propias de este tiempo en el que vivió, nosotros
hemos de alegrarnos por tantos que van por la senda de la santidad en esa
solidaridad efectiva y afectiva en tiempos de coronavirus y estamos invitados a
también buscar esa puerta de al lado, viviendo los valores del reino en el aquí
y el ahora de nuestro presente.
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