lunes, 23 de noviembre de 2020

 

A propósito del 25 de noviembre: Un “pueblo de hermanas” que erradique tanta violencia

 

El 25 de noviembre es el “Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la mujer”. Desde 1981 comenzó esta iniciativa en conmemoración del asesinato de las hermanas Mirabal en República Dominicana. En 1999 la Asamblea General de las Naciones Unidas lo asume, definiendo la violencia contra la mujer como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la liberad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada”. En otras palabras, hay un reconocimiento de la violencia que a lo largo de la historia se ha ejercido contra las mujeres, por el hecho de ser mujer. Esto no es una retórica, un invento, un intento de hacerse las víctimas, un desenfoque de la feminidad y tantas otras cosas que argumentan los que no quieren reconocer la difícil, dura y verdadera situación, padecida por tantas mujeres de todo el mundo, de todas las condiciones socioeconómicas y culturales, de todas las religiones, etnias y color de piel. Es una triste historia que en muchos casos viven “abuela-madre-hija-nieta”, sin lograr romper esa cadena de violencia. Eso es doloroso, alarmante y urgente.

¿Por qué no logramos eliminar tanta violencia? ¿por qué se le quita importancia? ¿por qué algunas mujeres son las que menos apoyan estas conmemoraciones y relativizan esta realidad?

En la última encíclica del papa Francisco (n. 157-158) encontré una categoría que podría iluminar una posible respuesta. El papa, refiriéndose a la política, critica los populismos y los liberalismos, pero dice que eso no debe llevar a eliminar la categoría “pueblo” y esto porque “ser pueblo” es tener “una identidad común”, “un proyecto común”, “un sueño colectivo”.  Sin esta pertenencia a un pueblo es muy difícil proyectar algo grande a largo plazo que se convierta en un sueño colectivo. Y sin este sueño colectivo la gente no se empeña en transformaciones concretas para hacerlo realidad.

Sin usar esa categoría de pueblo, el feminismo hace mucho ha denunciado que el patriarcado se sostiene fácilmente porque lleva en sí la división entre las mujeres. Por eso, la mejor arma contra el patriarcado es la sororidad, es decir, la hermandad entre las mujeres. Esto es verdad. A las mujeres nos han enseñado a tener miedo de las otras mujeres. Ellas son nuestras antagonistas. Nos pueden quitar al “príncipe azul” porque el objetivo de sus vidas es conquistar a los varones, son las que destruyen los matrimonios, las que crean chismes, envidias, competencias. Ellas siembran cizaña a nuestro alrededor, son muy complicadas y por eso es mejor tener amigos varones. Por supuesto, en la práctica esto coexiste con una amistad entre las mujeres, pero es tan fuerte el imaginario patriarcal con que nos han configurado, que muchas mujeres, hasta el día de hoy, por ilustradas o liberadas que sean y por muchas amigas que tengan, piensan así de las otras mujeres.

No sé si se puede usar la categoría pueblo también para esta realidad de las mujeres, pero me parece que sirve para lo que ha denunciado el feminismo y su propuesta de vivir la sororidad. Tener identidad y pertenencia a un pueblo es lo que nos hace sentir dolor por las víctimas de tanta violencia patriarcal y nos llama a trabajar por superarlo. Mientras no sintamos que la violencia de las mujeres le ocurre a “una de las nuestras”, no salimos de nuestro confort para hacer algo por las demás.

Pero como ya dijimos, el patriarcado se ha encargado de quitarnos esta identidad de colectivo femenino y por eso hay muchas mujeres que no sienten a las demás como “una de las nuestras”. Por el contrario, se afanan en dejar claro que ellas “no son feministas”. Añaden que no necesitan de esas luchas ya que nunca han sufrido ninguna discriminación. Se sienten incluidas en el lenguaje masculino y no tienen ningún reparo en expresarse de esa manera, aunque se refieran a grupos de mujeres o a profesiones ejercidas por ellas. Consideran que las mujeres que hablan de la defensa de sus derechos, en realidad, están atacando a los varones y ellas ven la necesidad de defenderlos. Traen a la luz historias que han oído o que tal vez conocen en las que las mujeres han agredido a los varones y por eso no quieren ser identificadas con las luchas feministas, lo consideran un gran desprestigio.

Parece que es necesario repetir, una y otra vez, que la urgencia de eliminar la violencia contra las mujeres no es una lucha contra los varones sino contra la sociedad patriarcal que ha colonizado tanto nuestras mentes que nos hace incapaces de ver una estructura machista que permea las sociedades y las iglesias a nivel de mentalidad, actitudes, prácticas, estructuras. No es que las mujeres sean buenas y los varones malos. Es que la estructura patriarcal pone a las mujeres en desventaja y todo lo que tenga que ver con ellas es desvalorizado y ridiculizado. Es que ninguna mujer está libre de ser violada -si se llegara a presentar una ocasión para ello- y ninguna mujer esta libre de ser puesta en “sospecha” en su capacidad intelectual o en su madurez afectiva y psicológica. Y cuando alguna mujer brilla, se alaba como una cosa extraordinaria: esa mujer “si” es inteligente, “si” es equilibrada, etc.

Eliminar la violencia -todo tipo de violencia- contra la mujer es urgente. La pandemia ha dejado ver, una vez más, esa violencia doméstica que no cesa. Por eso, sin una identidad colectiva que nos identifique con todas las mujeres de la tierra, es difícil que nos unamos para que esto no ocurra más. Eso sí, da mucha esperanza ver a tantas jóvenes comprometidas con esta causa, con sus cantos, marchas, protestas, slogans y estilos de vida que rompen lo que parece invencible. Trabajar por la identidad colectiva como pueblo de hermanas, tal vez nos ayude a acelerar el cambio y a que llegue el día de que la violencia contra la mujer -por el hecho de ser mujer- sea un triste recuerdo del pasado, pero algo impensable para el presente.

 

 

 

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