lunes, 31 de octubre de 2022

 

En camino a la Etapa Continental del proceso sinodal

Olga Consuelo Vélez


 Con fecha 24 de octubre se publicó el Documento de la Etapa Continental (DEC) del proceso sinodal. Con este documento que consta de 109 numerales y 4 partes (La experiencia del proceso sinodal, A la escucha de las Escrituras, Hacia una Iglesia sinodal misionera y Próximos pasos) se da comienzo a la segunda fase que tendrá dos momentos: elaboración de documentos continentales hasta el 31 de marzo de 2023 y elaboración del Instrumentum laboris hasta junio de 2023. Este documento de trabajo se llevaría a la primera asamblea sinodal en octubre 2023. El título del DEC “Ensancha el espacio de tu tienda” (Is 54, 2) marca una intencionalidad fundamental: la Iglesia necesita convertirse en un espacio capaz de vivir la comunión, la participación y la misión a la que está llamada (n.10). También necesita ser una Iglesia menos de mantenimiento y conservación y más una Iglesia misionera (n. 99)

Lo primero que salta a la vista es la premura del tiempo. ¿Cómo movilizar una reflexión sinodal continental en cinco meses cuando ha sido tan difícil lograr involucrar al pueblo de Dios en todo un año de trabajo local? El DEC trata de facilitar el proceso recordando el método de conversación espiritual usado en la primera fase: (1) que cada participante tome la palabra (2) la resonancia de la escucha a los demás y (3) el discernimiento (n. 109). También el DEC señala las tres preguntas que, una vez trabajadas en las Iglesias locales, se han de considerar en los encuentros continentales: (1) ¿Qué resuena más fuertemente de las experiencias y realidades concretas de la Iglesia en el continente? (2) ¿Qué tensiones o divergencias sustanciales surgen desde la perspectiva del continente y que han de abordarse en las próximas fases del proceso? (3) ¿Cuáles son las prioridades, los temas recurrentes y las llamadas a la acción que han de ser discutidas? (n.106)

Desde el inicio se advierte que este documento no es un documento conclusivo, ni un documento del magisterio, ni un informe de una encuesta sociológica, ni ofrece las indicaciones para el camino a seguir. Pretende ser un documento fruto de haber escuchado la voz del Espíritu por parte del Pueblo de Dios, permitiendo que surja su sensus fidei y está orientado al servicio de la misión de la Iglesia (n. 8). Retoma algunas citas textuales de las síntesis de algunas conferencias episcopales, otras veces dice que alguna petición fue reiterada por muchas conferencias y otras que fue una petición más aislada.

Veamos algunos de los logros y desafíos que el documento señala. Entre los logros reconoce que la primera fase de escucha alimentó el deseo de una Iglesia cada vez más sinodal (n. 3), despertó en los fieles laicos, la idea y el deseo de implicarse en la vida de la Iglesia (n. 15), fortaleció el sentimiento de pertenencia y la toma de conciencia, a nivel práctico, de que la Iglesia no son sólo los sacerdotes y los obispos (n. 16). Además, se valoró el método de la conversación espiritual que permitió mirar la vida de la Iglesia y llamar por su nombre tanto a las luces como a las sombras (n. 17). Una idea teológica fundamental que, se repite varias veces, es la afirmación de la dignidad común de todos los bautizados, auténtico pilar de la Iglesia sinodal y fundamento teológico de esa unidad (n. 9; 22), reconociendo que aún falta desarrollar más esta teología bautismal (n. 66).

Los frutos de la fase de escucha, el documento los expresó mediante cinco tensiones creativas: (1) La escucha, (2) El impulso hacia la misión, (3) La misión ha de asumirse con la participación y corresponsabilidad de todos los bautizados, (4) La construcción de estructuras e instituciones que hagan posible la vivencia de la comunión, la participación y la misión, (5) La liturgia, especialmente la liturgia eucarística en la que de hecho se vive la comunión, la participación y la misión (n. 11).

Entre las dificultades que se anotan está la resistencia que mostraron algunos sectores de la jerarquía y del laicado, el escepticismo frente a la posibilidad de que la iglesia cambie (n.18.19), el escándalo por los abusos cometidos por parte del clero (n. 20) y los conflictos armados y políticos de diferentes países que hacen muy difícil la vida de sus gentes, incluida la de los cristianos (n. 21)

Los desafíos que se plantearon fueron muchos por lo que no es fácil resumirlos, más cuando se expresaron de diversas maneras a lo largo del documento. Destaquemos algunos: la dificultad de escuchar profundamente y aceptar ser transformado por esa escucha. Constatar los obstáculos estructurales que lo impiden como, por ejemplo, las estructuras jerárquicas que favorecen las tendencias autocráticas (n. 33). La ausencia de los jóvenes en el proceso sinodal y su ausencia, cada vez mayor, en la vida de la Iglesia (n.35). La falta de estructuras y formas adecuadas para acompañar a las personas con discapacidad (n. 36). La defensa de la vida frágil y amenazada en todas sus etapas (n. 37). La falta de una respuesta adecuada a los divorciados vueltos a casar, a los padres y madres solteros, a los que viven un matrimonio polígamo, a las personas LGTBQ y a los que han dejado el ministerio ordenado para casarse (n. 39). Muchos en la Iglesia se sienten excluidos: los pobres de las periferias, los ancianos solos, los pueblos indígenas, los emigrantes, los niños de la calle, los alcohólicos y drogadictos, los que han caído en manos de la delincuencia, las personas que ejercen la prostitución como única manera de sobrevivencia, las víctimas de trata de personas, los supervivientes de abusos, los presos y muchos otros por razones de raza, etnia, género, cultura y sexualidad (n. 40). Sobre algunos temas como el aborto, la anticoncepción, la ordenación de mujeres, los sacerdotes casados, el celibato, el divorcio, las segundas nupcias, la homosexualidad y las personas LGBTQIA+ se pide una respuesta por parte de la Iglesia (n. 51). La liturgia que ocupa un lugar central en la vida cristiana ha de manifestar la dimensión sinodal fomentando una participación más activa de todos los miembros y favoreciendo las diferencias (n. 91.93) pero queda una preocupación por la añoranza del rito prevaticano (n. 38-92): no hay duda que la “involución eclesial” vivida en los anteriores pontificados ha dejado hondas secuelas de retroceso que en el documento se expresan como falta de inclusión de esa perspectiva. Es un serio interrogante.

También el DEC se refiere a una Iglesia que se deje interpelar por los retos del mundo actual y responda a ellos con transformaciones concretas (n. 42.43. 44). Que escuche el grito de los pobres y el clamor de los pobres que, en este momento, ya no son opcionales (n. 45). Que participe en la construcción de la paz y la reconciliación, el debate público y el compromiso con la justicia, como parte de su misión (n. 46). Que sea promotora del diálogo ecuménico e interreligioso porque no hay sinodalidad completa si no hay diálogo entre los cristianos (n. 22. 47.48.49) y también del diálogo intercultural capaz de apreciar las diferencias culturales para entenderlas como un factor de crecimiento. En este aspecto ocupan un lugar central los pueblos indígenas a quienes habría que pedirles perdón por haber sido cómplices de su opresión, pero también asumiendo la responsabilidad de articular sus creencias con las enseñanzas de la Iglesia en un proceso de discernimiento y acción creativa (n. 53.54.55.56). Una iglesia que deje de construirse en torno al ministerio ordenado y se convierta en una Iglesia toda ella ministerial (n. 67).

Otros aspectos de los que se ha hablado bastante, son la necesidad de liberar a la Iglesia del clericalismo (n. 58), predicar homilías centradas en la Palabra de Dios y con un lenguaje que el Pueblo de Dios entienda (n. 93.95), renovar las estructuras eclesiales para que sean sinodales -y para esto es indispensable revisar el Derecho Canónico y una formación en la sinodalidad- (n. 72-82-83), cultivar la espiritualidad de la sinodalidad (n. 84), ser una institución transparente en todos sus procesos y contar con personas competentes profesionalmente para el desarrollo de algunas funciones económicas y de gobierno (n.79).

Pero tal vez el punto que sigue mostrando su irreversibilidad es la urgencia de “repensar la participación de las mujeres”: hay una creciente conciencia sobre la participación plena de las mujeres en la vida de la Iglesia porque ellas son las que más viven la pertenencia eclesial y, sin embargo, son los varones los que toman las decisiones. También se denuncia que en el lenguaje de la Iglesia el sexismo está muy extendido, las mujeres son excluidas de funciones importantes en la vida de la Iglesia, no reciben un salario justo por las tareas que realizan y las religiosas suelen ser consideradas mano de obra barata (n. 60-63). Casi todas las síntesis plantean la cuestión de la participación plena e igualitaria de las mujeres, pero no todas responden de la misma manera y piden el discernimiento sobre cuestiones específicas: el papel activo de las mujeres en las estructuras de gobierno de los organismos eclesiásticos, la posibilidad de que las mujeres prediquen en los ambientes parroquiales y el diaconado femenino. Sobre la ordenación de las mujeres algunas síntesis la reclaman y otras la consideran una cuestión cerrada (n. 64).

Todo lo que hemos presentado del DEC no es desconocido. De todos esos temas hemos hablado, cuestionado, reflexionado. Muchas veces hemos dicho que no entendemos por qué cuesta tanto trabajo dar pasos para dar respuestas efectivas. No sé si es suficiente hablar de que hay resistencia al proceso sinodal. Hay resistencias a escuchar los signos de los tiempos, a través de los cuales habla el Espíritu. Esperemos que esta fase continental lleve a los participantes a ¡Escuchar! y a buscar respuestas efectivas. De no hacerlo, una vez más la Iglesia va a quedar muy rezagada y, simplemente, el Pueblo de Dios, no esperará más respuestas, sino que vivirá su fe -como ya lo están haciendo muchos- de manera sincera, pero sin pertenencia eclesial. Y, muy posiblemente el Espíritu va a estar de ese lado porque el “ensanchar la tienda” también puede darse en otros contextos si, en los lugares donde debería estar, no logran transformarse para que entre ese “aire fresco” que tanta falta hace.

domingo, 23 de octubre de 2022

 

¿Una iglesia en conversión sinodal?

Olga Consuelo Vélez

24 de octubre de 2022

 

El pasado 16 de octubre el papa Francisco anunció que el Sínodo de la sinodalidad se prolongará hasta el año 2024. El objetivo es tener más tiempo de discernimiento para vivir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia. Para los que estamos atentos a estas noticias eclesiales y los que están directamente implicados en la celebración de este acontecimiento, este anuncio moviliza a seguir pensando cómo aprovechar esa decisión. Pero realmente, ¿el pueblo de Dios está implicado en este proceso? Pasado un año de “algunas” (porque no fueron masivas ni acogiendo a la mayoría del pueblo de Dios) reuniones en las iglesias locales ¿ha habido algún cambio fuera de introducir la palabra sinodalidad en algunos círculos reducidos? Me temo que hay mucha distancia entre el ideal y la realidad.

Desde mi punto de vista, pensar en una iglesia sinodal supone partir de reconocer que nuestra iglesia no ha sido sinodal y por eso necesita una conversión. Debería haber sido siempre así porque desde los orígenes las primeras comunidades cristianas se reunían en torno a la fe que compartían -expresada en la enseñanza de los apóstoles-, la fracción del pan, las oraciones y el compartir de bienes para que nadie pasara necesidad entre ellos (Hc 2, 42-47). Poco a poco esas comunidades igualitarias e inclusivas fueron estructurándose para una mejor organización, a partir de la diversidad de carismas y ministerios que tenían los miembros de la comunidad. Pero el paso del tiempo fue llevando al anquilosamiento de esas estructuras -que siempre deberían ser ágiles porque han de estar al servicio de la misión- y, sobre todo a buscar equipararse a la organización de la sociedad civil, llegando a la iglesia que teníamos antes de Vaticano II: una iglesia estructurada en dos clases de miembros -clero y laicado- donde los primeros han tenido la primacía y los segundos solo el protagonismo que los primeros le conceden.

Con Vaticano II cuyo inicio, hace 60 años, celebramos el pasado 11 de octubre, se buscó “convertir” ese modelo piramidal por el modelo Pueblo de Dios que, en otras palabras, es un modelo sinodal. Pero pasados esos 60 años aún vemos que no acabamos de realizar ese cambio y seguimos en la tensión -que no llega a ser

conversión- entre una iglesia que sabemos debería ser mucho más comunión y participación y una iglesia que no renuncia a su estructura de siglos porque sabe que se pierden demasiados privilegios -por parte del clero- y supone mucha más responsabilidad por parte del laicado.

En muchas de las experiencias de escucha y diálogo que se vivieron en esta primera fase sinodal en las iglesias locales se oró, se celebró y se estudio sobre la sinodalidad. Pero, ¿se hicieron algunos cambios? Escuché de más de una realidad decir que allí ya se vivía la sinodalidad porque tal laico participaba de tal espacio o que tal actividad la llevaban los laicos o que el presbítero escuchaba a sus feligreses. No escuché que se hubiera empezado un proceso de conversión sinodal, a fondo, que cambiara el rostro de la iglesia para responder a eso que el papa Francisco ha llamado “deseo de Dios para la Iglesia del tercer milenio”. También se invoca que el papa ha nombrado a más laicos en los órganos eclesiales, pero ¿esto es suficiente para que nuestra Iglesia sea sinodal? Personalmente creo que no.

Por todo esto creo que esta prolongación del Sínodo de la sinodalidad por un año más, tal vez sería la ocasión de volver a plantearnos cómo podría ser esta iglesia del tercer milenio que se aproxime más a la iglesia de los orígenes. Una iglesia que hoy convoque y atraiga a otros. Que se le note en consonancia con los “signos de los tiempos” (Gaudium et Spes n.4), respondiendo a ellos. Que no se quede en darle “un barniz superficial” a la iglesia, usando la palabra sínodo, nombrando a algún laico en un puesto eclesial, por ejemplo, sino que reconozca, de una vez por todas, que la iglesia no ha sido sinodal y es mucha la estructura que tiene que cambiar para conseguir serlo.

Creo que con el papa Francisco se ha avanzado en otro lenguaje mucho más fresco y actual -que molesta a los que quieren un lenguaje solemne y que marque las diferencias-; en un estilo sencillo y austero como debería ser toda instancia eclesial; en unos documentos que pueden ser entendidos por más personas; en la propuesta de los diferentes sínodos que han tenido lugar en su pontificado sobre temas tan urgentes como los jóvenes, la familia, la Amazonía. Pero, a nivel estructural, se ha movido demasiado poco: documentos sobre la curia romana, sobre los estudios teológicos, alguna modificación al Derecho Canónico y, como ya dijimos, unos cuantos nombramientos de laicos en los organismos curiales. Pero esto no es suficiente. Se necesita convertirse al dinamismo del Espíritu que anima esos cambios y dejarse conducir por él, sin resistencias, sin justificaciones, sin disculpas. ¿Lo haremos en estos dos años que ahora se proponen para asumir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia? Esperemos que sí pero no olvidemos que si el punto de partida no es el reconocimiento de que nuestra iglesia no ha sido sinodal, todo lo que digamos será como esa casa construida sobre arena que al primer viento que la golpea, la derrumba (Mc 7, 26-27). Y los vientos recios no cesan: fundamentalistas, tradicionalistas, opositores al Papa y tantas instancias eclesiales que se sienten tan seguras y cómodas en lo que realizan. Por eso es tan necesario abrirnos al insistente llamado a la conversión que la iglesia siempre necesita si quiere mantener su fidelidad al Reino.  

domingo, 2 de octubre de 2022

 

La misión es una dimensión constitutiva de la vida cristiana

Octubre se ha considerado el mes de las misiones. Pero es importante aclarar que la misión no es una actividad puntual para un tiempo determinado, sino una dimensión constitutiva de la vida cristiana. En efecto, el cristianismo nació como una llamada a la misión. El evangelio de Mateo nos presenta a Jesús resucitado confiando la misión a sus discípulos: “Vayan y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo he mandado” (Mt 28, 19-20).

Históricamente ese mandato misionero se fue quedando reservado a los clérigos y religiosos porque ellos se sentían responsables de la misión y el resto del Pueblo de Dios -el laicado- solo era receptor de la misma, sin sentirse capacitado para realizarla. Pero con Vaticano II, se comenzó a dar más protagonismo al laicado -como siempre debió ser- y poco a poco ha ido aumentando la conciencia misionera de todo el Pueblo de Dios. Con la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida en 2007, se buscó fortalecer esa dimensión misionera inherente a la vida cristiana, manifestándolo en el lema de dicho acontecimiento: “Discípulos misioneros para que todos los pueblos en Él tengan vida”. Actualmente, con la llamada del Papa Francisco a la sinodalidad, se siguen abriendo caminos para entender que la vida cristiana consiste en “caminar juntos”, donde todo el pueblo de Dios -clérigos, religiosos, religiosas y laicado- son responsable de la misión de evangelizar.

Pero ¿qué es la misión? Una respuesta podemos encontrarla en el evangelio de Lucas, cuando Jesús entra a la sinagoga de Nazaret y lee el texto del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor esta sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de la gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). La misión consiste en promover la vida en abundancia para todos, superando todo tipo de opresión y esclavitud. Nuestro Dios es el Dios de la vida y la misión ha de testimoniar esta realidad. Esa vida en abundancia se expresa en el culto y este fortalece para trabajar por la justicia, porque cómo dice el profeta Isaías el culto que agrada a Dios “es buscar lo justo, dar los derechos al oprimido, defender a la viuda” (Is 1, 17).

Además de los sujetos implicados en la misión que, como ya dijimos, ha de ser todo el pueblo de Dios, la misión ha de entenderse en toda su complejidad. Hablamos de misión cuando se realiza el primer anuncio a todos aquellos que no conocen a Cristo. Este tipo de misión se le conoce como misión “Ad gentes” porque supone ir a lugares lejanos y a culturas diferentes, implicando toda la vida de los que se dedican a este tipo de misión ya que, al ir a otros lugares desconocidos, necesitan una generosidad inmensa para asumir condiciones adversas. Actualmente, este tipo de misión ha ido modificando su manera de comprenderse porque se ha entendido que la fe no se impone a nadie y se han de respetar las otras culturas con sus propias tradiciones. En este sentido, esta misión ha de abrirse al diálogo ecuménico e interreligioso y ofrecer con gratuidad la fe que se profesa.

También la misión se realiza entre los que habiendo oído hablar de Cristo, se han alejado de la fe. Este es uno de los inmensos desafíos en los países tradicionalmente cristianos donde parece imperar más un sentido religioso cultural que de opción personal. Aunque se acuda a los sacramentos, por ejemplo, estos constituyen más un acto social que un compromiso de fe. Pero más preocupante que esto es la inmensa mayoría que ya no práctica en absoluto su fe, ni transmiten a sus hijos ningún sentido religioso.

Finalmente, la misión también se ejerce entre los que practican su fe y la viven coherentemente porque la experiencia de Dios no es algo estático y conseguido de una vez para siempre, sino que ha de alimentarse, formarse, irradiarla, celebrarla. La vida cotidiana es misión, la celebración sacramental es misión, el compromiso social es misión, la vida entera es misión.

Conviene, por tanto, que este mes ampliemos el horizonte para valorar profundamente las misiones en regiones distantes y difíciles, pero sin dejar de lado la misión en la vida cotidiana y mucho menos la misión entre los que se han alejado. Sobre estos últimos, no podemos olvidar que muchos se alejan por el anti testimonio de los que nos llamamos cristianos, con lo cual, nuestra responsabilidad es inmensa y hemos de sentirnos urgidos a la coherencia y testimonio para producir frutos que los atraigan nuevamente a participar de la comunidad eclesial.

Ser discípulos misioneros constituye entonces dos caras de la misma moneda. No se puede afirmar que se ama a Cristo si ese amor no se hace expansivo y comunicativo en la misión. Pero, al mismo tiempo, no se puede amar a manos llenas a cada uno de los hermanos si ese amor no se alimenta de la palabra de Dios, de los sacramentos, de la vida fraterna. Ojalá este mes misionero reavive en todos, el deseo de comunicar la propia fe y, como decían los discípulos, sentir que “no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20). También agradecer la vida de tantos misioneros ad gentes, a quienes se les dedica más explícitamente este mes, para que sientan la fortaleza del envío y sigan siendo testimonio de la presencia de Dios en tantos pueblos que todavía hoy, no conocen a Cristo.