¿Una iglesia en
conversión sinodal?
Olga Consuelo Vélez
24 de octubre de 2022
El pasado 16 de octubre el papa Francisco anunció que el Sínodo de la
sinodalidad se prolongará hasta el año 2024. El objetivo es tener más tiempo de
discernimiento para vivir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la
Iglesia. Para los que estamos atentos a estas noticias eclesiales y los que
están directamente implicados en la celebración de este acontecimiento, este
anuncio moviliza a seguir pensando cómo aprovechar esa decisión. Pero realmente,
¿el pueblo de Dios está implicado en este proceso? Pasado un año de “algunas”
(porque no fueron masivas ni acogiendo a la mayoría del pueblo de Dios) reuniones
en las iglesias locales ¿ha habido algún cambio fuera de introducir la palabra
sinodalidad en algunos círculos reducidos? Me temo que hay mucha distancia
entre el ideal y la realidad.
Desde mi punto de vista, pensar en una iglesia sinodal supone partir de
reconocer que nuestra iglesia no ha sido sinodal y por eso necesita una
conversión. Debería haber sido siempre así porque desde los orígenes las
primeras comunidades cristianas se reunían en torno a la fe que compartían
-expresada en la enseñanza de los apóstoles-, la fracción del pan, las
oraciones y el compartir de bienes para que nadie pasara necesidad entre ellos
(Hc 2, 42-47). Poco a poco esas comunidades igualitarias e inclusivas fueron
estructurándose para una mejor organización, a partir de la diversidad de
carismas y ministerios que tenían los miembros de la comunidad. Pero el paso
del tiempo fue llevando al anquilosamiento de esas estructuras -que siempre
deberían ser ágiles porque han de estar al servicio de la misión- y, sobre todo
a buscar equipararse a la organización de la sociedad civil, llegando a la
iglesia que teníamos antes de Vaticano II: una iglesia estructurada en dos
clases de miembros -clero y laicado- donde los primeros han tenido la primacía
y los segundos solo el protagonismo que los primeros le conceden.
Con Vaticano II cuyo inicio, hace 60 años, celebramos el pasado 11 de
octubre, se buscó “convertir” ese modelo piramidal por el modelo Pueblo de Dios
que, en otras palabras, es un modelo sinodal. Pero pasados esos 60 años aún
vemos que no acabamos de realizar ese cambio y seguimos en la tensión -que no llega
a ser
conversión- entre una iglesia que sabemos debería ser mucho más
comunión y participación y una iglesia que no renuncia a su estructura de
siglos porque sabe que se pierden demasiados privilegios -por parte del clero-
y supone mucha más responsabilidad por parte del laicado.
En muchas de las experiencias de escucha y diálogo que se vivieron en
esta primera fase sinodal en las iglesias locales se oró, se celebró y se
estudio sobre la sinodalidad. Pero, ¿se hicieron algunos cambios? Escuché de
más de una realidad decir que allí ya se vivía la sinodalidad porque tal laico
participaba de tal espacio o que tal actividad la llevaban los laicos o que el
presbítero escuchaba a sus feligreses. No escuché que se hubiera empezado un
proceso de conversión sinodal, a fondo, que cambiara el rostro de la iglesia
para responder a eso que el papa Francisco ha llamado “deseo de Dios para la
Iglesia del tercer milenio”. También se invoca que el papa ha nombrado a más
laicos en los órganos eclesiales, pero ¿esto es suficiente para que nuestra
Iglesia sea sinodal? Personalmente creo que no.
Por todo esto creo que esta prolongación del Sínodo de la sinodalidad
por un año más, tal vez sería la ocasión de volver a plantearnos cómo podría
ser esta iglesia del tercer milenio que se aproxime más a la iglesia de los
orígenes. Una iglesia que hoy convoque y atraiga a otros. Que se le note en
consonancia con los “signos de los tiempos” (Gaudium et Spes n.4), respondiendo
a ellos. Que no se quede en darle “un barniz superficial” a la iglesia, usando
la palabra sínodo, nombrando a algún laico en un puesto eclesial, por ejemplo, sino
que reconozca, de una vez por todas, que la iglesia no ha sido sinodal y es
mucha la estructura que tiene que cambiar para conseguir serlo.
Creo que con el papa Francisco se ha avanzado en otro lenguaje mucho
más fresco y actual -que molesta a los que quieren un lenguaje solemne y que
marque las diferencias-; en un estilo sencillo y austero como debería ser toda
instancia eclesial; en unos documentos que pueden ser entendidos por más
personas; en la propuesta de los diferentes sínodos que han tenido lugar en su
pontificado sobre temas tan urgentes como los jóvenes, la familia, la Amazonía.
Pero, a nivel estructural, se ha movido demasiado poco: documentos sobre la
curia romana, sobre los estudios teológicos, alguna modificación al Derecho
Canónico y, como ya dijimos, unos cuantos nombramientos de laicos en los organismos
curiales. Pero esto no es suficiente. Se necesita convertirse al dinamismo del Espíritu
que anima esos cambios y dejarse conducir por él, sin resistencias, sin
justificaciones, sin disculpas. ¿Lo haremos en estos dos años que ahora se
proponen para asumir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia?
Esperemos que sí pero no olvidemos que si el punto de partida no es el
reconocimiento de que nuestra iglesia no ha sido sinodal, todo lo que digamos
será como esa casa construida sobre arena que al primer viento que la golpea,
la derrumba (Mc 7, 26-27). Y los vientos recios no cesan: fundamentalistas,
tradicionalistas, opositores al Papa y tantas instancias eclesiales que se
sienten tan seguras y cómodas en lo que realizan. Por eso es tan necesario abrirnos
al insistente llamado a la conversión que la iglesia siempre necesita si quiere
mantener su fidelidad al Reino.
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