martes, 20 de abril de 2021

 

¿ES TODO DEL ESPÍRITU?

 

En las últimas décadas han surgido “nuevos movimientos eclesiales” que luego se diversifican y algunos cuentan con ramas de vida religiosa, de clérigos, de matrimonios, laicos/as consagradas y toda una serie de diferentes compromisos de sus miembros, pero vinculados a dicho movimiento o instituto o grupo. Casi todos han surgido de personalidades fundacionales relevantes y han congregado a muchas personas, especialmente, jóvenes. Algunos de estos movimientos se han caracterizado por una doctrina rígida basada en un apego a las “tradiciones eclesiásticas” (muy distinto de “Tradición eclesial” – a la cual siempre hay que volver) y promueven una obediencia exigente a las normas y deberes marcados por dichos movimientos. Muchos de estos grupos han conseguido una solvencia económica considerable porque han sabido permear las capas altas de la sociedad y esto les ha permitido tener una estructura sólida con obras y proyectos que les da presencia y poder para influir en diversas instancias. Algunos de esos grupos desarrollan apostolados loables de servicio a los más necesitados y otros se disponen a colaborar en la pastoral de las diócesis, lo que significa una gran ayuda para los obispos que sienten que no cuentan con tantos colaboradores. Pero “toda esta maravilla” que, sobre todo en el pontificado de Juan Pablo II, se consideró una “primavera eclesial” se ha venido derrumbando por los escándalos que han producido sus fundadores y bastantes de los miembros pertenecientes a dichos grupos.

Ahora bien, estos grupos no se han derrumbado del todo porque se han iniciado procesos de investigación que “lentamente” concluyen que sí hay conductas reprochables y se dictan normas de confinar a esos personajes a lugares apartados o que no ejerzan más sus apostolados y se retiran los escritos de dichos personajes para que esos movimientos no se sigan alimentando con esas doctrinas, pero en términos generales, dichas comunidades continúan su existencia, sus obras, su influencia en la sociedad. Pero aquí surge la pregunta del título de este escrito: ¿es todo del Espíritu? ¿deberían continuar existiendo dichos grupos o tendrían que cerrarse definitivamente? Personalmente creo que no todo es del Espíritu, aunque haya experiencias que parece que tienen tanto auge y convocan a tantas personas. Por supuesto que muchos de los integrantes han llegado allí con la mejor disposición y no se puede negar la sinceridad de su fe. Pero, precisamente desde esa sinceridad de algunos de los miembros de esos grupos, ¿no deberían buscar otros caminos para desplegar en un horizonte sano la llamada que han sentido? A mi me parece muy difícil que en un horizonte que nació ya distorsionado pueda rescatarse algo para seguir llevándolo adelante. Algunos dirán que es más grande la gracia de Dios que las realidades humanas y de lo negativo, Dios saca salvación y posibilidades. Supongo que es verdad, pero me queda la duda si en verdad esto es posible.

Además lo que me parece más complejo es que así se identifiquen los responsables de escándalos y abusos y se les aparte, la espiritualidad que ha acompañado a muchos de esos grupos no parece estar en sintonía con el espíritu de Jesús, capaz de poner al ser humano por encima de la ley, abierto a entender los signos de los tiempos para responder a ellos, capaz de una aggiornamento constante, dispuesto siempre al servicio de los últimos no solo a través de obras -como algunos de esos grupos tienen- sino con el testimonio vivo de pobreza y coherencia que toda realidad eclesial debería mostrar. No parece que sigan los caminos abiertos por el espíritu con Vaticano II. Por el contrario, muestran un recelo de dicho concilio y sus prácticas parecen más retrocesos que avances.

En fin, estas reflexiones las tenía hace mucho, pero las he traído de nuevo al escuchar el testimonio de una joven, abusada por un miembro de uno de estos grupos, quien relataba toda la dificultad que supuso poner la denuncia y que se tomarán medidas que, en realidad, fueron apartar al abusador del sacerdocio, pero la comunidad continúa desplegando el mismo apostolado de siempre, como si nada de eso hiciera cuestionar ese carisma y todo su despliegue apostólico, máxime cuando no fue solo este sujeto el abusador, sino que en ese grupo lo fue también el fundador y muchos otros de sus miembros. Como bien lo expresó un artículo que acaba de salir en la revista Teología y Vida (62), titulado “Revisión y actualización de la teología de los fundadores a partir de la crisis de los abusos”, escrito por el presbítero Juan Bautista Duhau, “Evidentemente la crisis de los abusos obliga a reflexionar sobre los estilos de liderazgo en la Iglesia y en las organizaciones carismáticas. Asumir en la reflexión teológica el nuevo paradigma de abuso sexual, que ‘si bien apunta al abuso sexual cometido a menores de edad, busca no reducirse a la edad, sino a las asimetrías de poder posibles que hacen que una interacción sea abusiva y vulneratoria’, supone una verdadera transformación de la Iglesia y, por tanto, de la dimensión carismática en ella” (p. 58).

El tema hay que reflexionarlo desde muchos aspectos y ese artículo aporta muy buenos elementos. Pero desde una reflexión más espontánea me cuesta trabajo entender que no se hagan preguntas más hondas sobre la espiritualidad que acompaña todavía hoy estos grupos y no haya una reacción más contundente para desmontarla. Seguir “encandelillados” porque convocan multitudes o tienen jóvenes en sus filas o están dispuestos a servir en las diócesis donde a veces hay pocos colaboradores es más un agarrarse a lo “único que hay” que seguir buscando con sinceridad lo que es del Espíritu. Se necesita más valentía para asumir las crisis eclesiales que de hecho se viven y disponerse a buscar caminos idóneos para superarlas, que contentarse con mantener “las tradiciones eclesiásticas” de la mano de estos grupos que si algún día dejaron que el espíritu entrara, muchos de sus personajes y muchas de sus doctrinas lo han debido alejar de allí, hace mucho tiempo.

lunes, 12 de abril de 2021

 

La mejor política es la búsqueda del bien común

 

La política es una de esas realidades difíciles de abordar porque es de las que despierta más pasiones y, en cierto sentido, más posturas irreconciliables. Por eso muchos prefieren no hablar de política (ni de religión) para mantener la armonía familiar, social, religiosa. Y, esta última, porque la política no está ajena a las visiones religiosas y estas, muchas veces, se convierten en un obstáculo fuerte para un diálogo más amplio y sensato.

El papa Francisco trató de “la mejor política”, en el capítulo quinto de su última encíclica Fratelii Tutti, mostrando cómo ella es necesaria para hacer posible la fraternidad entre los pueblos. Esta supone la búsqueda del verdadero bien común, objetivo que lamentablemente no se cumple, la mayoría de las veces, y por eso el mundo va, fácilmente, por un rumbo distinto (n. 154).

Podríamos preguntarnos por qué habla de “verdadero” bien común ya que, si es bien, debería ser verdadero. Pero el papa lo aclara enseguida: “Muchas formas actuales de política, sean de izquierda o de derecha (populismos o liberalismos) no responden al bien común, sino a sus propios intereses. El bien común supone pensar en un mundo abierto que tenga lugar para todos, que incorpore a los más débiles y que respete las diversas culturas. Pero los populismos esconden su desprecio a los débiles utilizándolos demagógicamente para sus fines y a las formas liberales solo les interesan para el servicio de sus intereses económicos (n. 155). Para no caer en populismos se tiene que garantizar un desarrollo económico dependiendo de las posibilidades de cada región y asegurando así una equidad sustentable. Por otra parte, los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras (n. 161). Estas propuestas de la encíclica son muy sensatas porque el mundo tampoco puede uniformizarse o dejarlo al azar de la libertad de mercado. Cada país ha de reconocer sus posibilidades y desarrollarlas adecuadamente, buscando garantizar la vida digna para todos sus habitantes. Esto supone garantizar el trabajo porque la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización social asegure a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y esfuerzos. El trabajo no es solo para ganarse el pan sino también para el crecimiento personal (n. 162). ¿Cómo traducir todo esto en una práctica real?

El papa continúa diciendo que actualmente el término “populista” sirve para clasificar a los políticos o “desacreditándolos injustamente o enalteciéndolos en exceso” (n. 156). Me gusta esa primera expresión “desacreditándolos injustamente” porque así ha pasado con algunos gobiernos de izquierda del Continente, con unos medios de comunicación que triplican esa imagen negativa y cuando la justicia los reivindica, esos mismos medios permanecen en silencio absoluto. Además, añadiría que muchos gobiernos de derecha son mucho más populistas -para la muestra el presidente de Colombia -Iván Duque- y su última propuesta de reforma tributaria, llamada “Ley de solidaridad sostenible” que bajo un nombre tan “aparentemente social” solo pretende grabar con más impuestos a la clase media/baja, argumentando que es la forma de sostener para los pobres un ingreso solidario. No se plantean verdaderas reformas que garanticen “tierra, techo y trabajo”, como lo pide el papa Francisco.

La encíclica continúa aclarando que, aunque el término populista está tan desprestigiado, no se pueden dejar de lado las nociones de “popular” y de “pueblo” (n. 157). La noción de pueblo es la que hace posible la democracia “gobierno del pueblo” y la que construye grupo, comunidad, a diferencia del individualismo. Un cambio social no se puede hacer sin proponer un sueño colectivo. Por eso para el Papa son tan importantes los movimientos populares porque ellos expresan lo que la gente siente y por lo que lucha.  Ser pueblo es tener una identidad común, tener lazos sociales y culturales que unan a las personas (n. 158). Ahora bien, estas palabras no se entienden fácilmente porque en la práctica, los poderosos y los medios de comunicación a su servicio, se han encargado de desprestigiar a los movimientos populares “magnificando” los hechos negativos que tal vez se presentan en una marcha, por ejemplo, e “invisibilizando” todo lo positivo que ese mismo movimiento social supone.

Retomando de nuevo el término populismo, también existe la idea generalizada de que el pueblo es ignorante y que se deja comprar por cualquier cosa que le ofrezcan. Sin duda esta situación se da, pero creer que todos los pobres responden desde esas categorías es pensar que no tienen dignidad o que no saben lo que necesitan o que son incapaces de tener sueños colectivos y eso no es verdad.

En fin, la mejor política es la del bien común que incluye a los últimos y escucha sus demandas. Es la que logra sentar en la mesa donde se toman las decisiones a los que piden cambios. Pero esta es la lógica que no quiere asumirse en la política y mientras todo se mire desde arriba y solo se busquen soluciones desde los que están en el poder, las cosas no cambiarán realmente.

En todo esto la fe podría jugar un papel más relevante apoyando decisivamente las demandas del bien común, fijándose, en primer lugar, en las inmensas necesidades de las mayorías más pobres. Pero eso, normalmente no ocurre. Parece que a los creyentes los captan más fácilmente las políticas que mantienen el status quo baja capa de libertad o de que se van a defender algunos valores morales propuestos por las religiones.

En tiempos tan complejos como los que vive nuestra América Latina, profundizar en la encíclica es una oportunidad de confrontar nuestra fe y pensar si esta va en sintonía con las necesidades urgentes de nuestros pueblos. Pareciera que Francisco tiene más acogida entre gente comprometida socialmente que entre los creyentes. Esto es signo de que algo no va bien en la vivencia de nuestra fe, de ahí la necesidad de confrontarnos y hacer los cambios necesarios.

 

 

 

 

sábado, 3 de abril de 2021

 

¡Ha resucitado! Y de esto damos testimonio 

 

Llegamos nuevamente a la celebración de la Vigilia Pascual que es la fiesta central de nuestra fe. Jesús venció la muerte, no está en el sepulcro, ¡ha resucitado!

Esa experiencia vivida por los primeros cristianos ha llegado hasta nosotros. Ellos creyeron y nosotros creemos por su testimonio. Así ha seguido creciendo la experiencia cristiana y año tras año volvemos a profesar nuestra fe “en la vida que no termina con la muerte”, “en el sí de Dios a la praxis de Jesús”, “en la solidaridad del Señor con nuestra humanidad” de la que se espera viva según los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál 5,22).

Todo esto es lo que expresamos en la Vigilia Pascual -aunque este año, por segunda vez- sin una asistencia presencial por la situación de pandemia que vivimos- pero esa liturgia ha de hacerse vida para que tenga sentido. De lo contrario se queda en ese rito vacío que tanto criticaron los profetas de Israel: “Yo detesto, desprecio sus fiestas, no me gusta el olor de sus reuniones solemnes (…) Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas. ¡Que fluya sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!” (Am 5, 21-14). Esto sigue pasando en muchos lugares porque año tras año se celebran las liturgias -con demasiado lujo, solemnidad, inciensos, y demasiados varones en el altar- (desde mi punto de vista), pero nada parece cambiar en nuestras vidas, ni en las realidades en las que nos movemos. Y como dice el profeta Amós, Dios desprecia tanto rito, pero sí acepta, si le gusta, que se desborde “el juicio y la justicia” como un arroyo que no se seca nunca. ¡muy linda metáfora para expresar ese querer de Dios!

Sería bueno, entonces, preguntarnos ¿qué debe cambiar en nosotros y en nuestra realidad para que se nota que la pascua de este 2021 ha revitalizado nuestra fe y sus frutos pueden verse de alguna manera?

Cada persona sabrá por donde deben ir los cambios, pero nombremos algunos para que luego cada uno los complete según su propia realidad.

A nivel personal hay tantos aspectos en los cuales cambiar y crecer cada día. Siempre estamos llamados a amar mejor, a servir más, a mirar a los demás con más comprensión y misericordia, a quitarnos el pan de la boca para ayudar a los necesitados de nuestro mundo, a romper barreras sociales, culturales o religiosas para comprender al otro desde lo que es y siente y querer que sea él mismo y no lo que yo quiero que sea.

La dimensión social nos constituye y por eso también hemos de crecer, cambiar, mejorar en nuestro mundo de relaciones. En estos tiempos de covid parece que esa red de relaciones se ha roto, pero no es exactamente así. Precisamente esta situación ha develado las anomalías que se viven en lo que creemos son relaciones adecuadas.

Comencemos por nuestra relación con la creación. Al inicio de la pandemia fue muy claro que el ambiente parecía ser más respirable gracias a las cuarentenas que detuvieron ese ritmo frenético de nuestro mundo. Pero rápidamente lo hemos olvidado y por las necesidades económicas todo se ha vuelto a reactivar “de la misma manera”, sin que parezca hayamos aprendido nada. La vida cristiana podría aportar mucho más en este sentido a partir de esa nueva conciencia que hemos ido adquiriendo de la creación como don de Dios para cuidar y preservar y no para dominar y explotar. La figura de Francisco de Asís es un referente muy grato y necesario para repensar nuestra relación con la casa que habitamos. Hemos de velar por políticas que preserven el ambiente, pero no estaremos atentos a ellas si a nivel individual no cultivamos la comunión con la creación.

La dimensión socioeconómica y política de nuestras vidas ha de pasar por lo que tanto insistió el papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti. Trabajar por el diálogo y la amistad social. Por la política que construye el bien común. Por aquella política que parte de las necesidades del “pueblo” y de lo “popular” (FT n.157), es decir, la que construye nación comenzando por los últimos. Esto parece una utopía irrealizable porque no nos convencemos de que “la mano invisible del mercado” no “derrama” bienestar a los pobres. Por el contrario, los empobrece cada vez más porque el lucro siempre beneficia a los más fuertes. Aquí la vida cristiana que cree en la solidaridad, en la comunidad, en la fraternidad, en la sencillez, en el desprendimiento, tendría tanto que aportar para nuestra visión de mundo. Pero no es así. Muchas veces aquellos que deberían dar testimonio de sencillez y libertad del tener, son los que parecen más apegados a las riquezas y no dejan de darse experiencias de entidades religiosas donde los salarios, la estabilidad laboral o la ganancia de esa entidad se rige por el capitalismo más salvaje y no por el beneficio para todos los que llevan adelante esa obra.

La vida familiar sigue siendo un desafío constante para que sea lugar de crecimiento y ayuda mutua y no de sufrimiento y traumas insuperables. En este ámbito, entre otras realidades, la violencia contra las mujeres y niñas sigue siendo una pandemia urgente de superar. Pero existen tantas fuerzas contrarias a la promoción de la mujer -y muchas veces sostenidas por personas que se dicen creyentes- que la tarea está siendo muy ardua. Un cristianismo sin una superación del machismo, del clericalismo, de los prejuicios contra el feminismo, no logra aportar la visión de humanidad que predica y, no es de extrañar, por tanto, que las personas se alejen de una institución que no camina al ritmo de los tiempos y no se adelanta a las respuestas urgentes.

¿Cómo dar testimonio del Resucitado? Que cada uno se examine a sí mismo -como invitaba Pablo a la comunidad de Corintios (1 Cor 11,28; 2 Cor 13, 5)- para que la vida del Resucitado, a través de la nuestra, se haga presente en el aquí y ahora que vivimos y muchos otros puedan decir: “En efecto, ha resucitado y de eso somos testigos” (Hc 2, 32).