La mejor política es la búsqueda del bien común
La política es una de esas realidades difíciles de abordar
porque es de las que despierta más pasiones y, en cierto sentido, más posturas irreconciliables.
Por eso muchos prefieren no hablar de política (ni de religión) para mantener
la armonía familiar, social, religiosa. Y, esta última, porque la política no
está ajena a las visiones religiosas y estas, muchas veces, se convierten en un
obstáculo fuerte para un diálogo más amplio y sensato.
El papa Francisco trató de “la mejor política”, en el
capítulo quinto de su última encíclica Fratelii Tutti, mostrando cómo
ella es necesaria para hacer posible la fraternidad entre los pueblos. Esta supone
la búsqueda del verdadero bien común, objetivo que lamentablemente no se cumple,
la mayoría de las veces, y por eso el mundo va, fácilmente, por un rumbo
distinto (n. 154).
Podríamos preguntarnos por qué habla de “verdadero” bien
común ya que, si es bien, debería ser verdadero. Pero el papa lo aclara
enseguida: “Muchas formas actuales de política, sean de izquierda o de derecha
(populismos o liberalismos) no responden al bien común, sino a sus propios
intereses. El bien común supone pensar en un mundo abierto que tenga lugar para
todos, que incorpore a los más débiles y que respete las diversas culturas. Pero
los populismos esconden su desprecio a los débiles utilizándolos
demagógicamente para sus fines y a las formas liberales solo les interesan para
el servicio de sus intereses económicos (n. 155). Para no caer en populismos se
tiene que garantizar un desarrollo económico dependiendo de las posibilidades
de cada región y asegurando así una equidad sustentable. Por otra parte, los planes asistenciales, que atienden
ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras (n. 161).
Estas propuestas de la encíclica son muy sensatas porque el mundo tampoco puede
uniformizarse o dejarlo al azar de la libertad de mercado. Cada país ha de reconocer
sus posibilidades y desarrollarlas adecuadamente, buscando garantizar la vida
digna para todos sus habitantes. Esto supone garantizar el trabajo
porque la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización
social asegure a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y
esfuerzos. El trabajo no es solo para ganarse el pan sino también para el
crecimiento personal (n. 162). ¿Cómo traducir todo esto en una práctica real?
El papa continúa diciendo que actualmente el término “populista”
sirve para clasificar a los políticos o “desacreditándolos injustamente o
enalteciéndolos en exceso” (n. 156). Me gusta esa primera expresión
“desacreditándolos injustamente” porque así ha pasado con algunos gobiernos de
izquierda del Continente, con unos medios de comunicación que triplican esa
imagen negativa y cuando la justicia los reivindica, esos mismos medios
permanecen en silencio absoluto. Además, añadiría que muchos gobiernos de
derecha son mucho más populistas -para la muestra el presidente de Colombia -Iván
Duque- y su última propuesta de reforma tributaria, llamada “Ley de solidaridad
sostenible” que bajo un nombre tan “aparentemente social” solo pretende grabar
con más impuestos a la clase media/baja, argumentando que es la forma de sostener
para los pobres un ingreso solidario. No se plantean verdaderas reformas que
garanticen “tierra, techo y trabajo”, como lo pide el papa Francisco.
La encíclica continúa aclarando que, aunque el término
populista está tan desprestigiado, no se pueden dejar de lado las nociones de “popular”
y de “pueblo” (n. 157). La noción de pueblo es la que hace posible la
democracia “gobierno del pueblo” y la que construye grupo, comunidad, a
diferencia del individualismo. Un cambio social no se puede hacer sin proponer
un sueño colectivo. Por eso para el Papa son tan importantes los movimientos
populares porque ellos expresan lo que la gente siente y por lo que lucha. Ser pueblo es tener una identidad común,
tener lazos sociales y culturales que unan a las personas (n. 158). Ahora bien,
estas palabras no se entienden fácilmente porque en la práctica, los poderosos
y los medios de comunicación a su servicio, se han encargado de desprestigiar a
los movimientos populares “magnificando” los hechos negativos que tal vez se
presentan en una marcha, por ejemplo, e “invisibilizando” todo lo positivo que
ese mismo movimiento social supone.
Retomando de nuevo el término populismo, también existe la
idea generalizada de que el pueblo es ignorante y que se deja comprar por
cualquier cosa que le ofrezcan. Sin duda esta situación se da, pero creer que
todos los pobres responden desde esas categorías es pensar que no tienen
dignidad o que no saben lo que necesitan o que son incapaces de tener sueños
colectivos y eso no es verdad.
En fin, la mejor política es la del bien común que incluye a
los últimos y escucha sus demandas. Es la que logra sentar en la mesa donde se
toman las decisiones a los que piden cambios. Pero esta es la lógica que no
quiere asumirse en la política y mientras todo se mire desde arriba y solo se
busquen soluciones desde los que están en el poder, las cosas no cambiarán
realmente.
En todo esto la fe podría jugar un papel más relevante apoyando
decisivamente las demandas del bien común, fijándose, en primer lugar, en las
inmensas necesidades de las mayorías más pobres. Pero eso, normalmente no
ocurre. Parece que a los creyentes los captan más fácilmente las políticas que
mantienen el status quo baja capa de libertad o de que se van a defender
algunos valores morales propuestos por las religiones.
En tiempos tan complejos como los que vive nuestra América
Latina, profundizar en la encíclica es una oportunidad de confrontar nuestra fe
y pensar si esta va en sintonía con las necesidades urgentes de nuestros
pueblos. Pareciera que Francisco tiene más acogida entre gente comprometida
socialmente que entre los creyentes. Esto es signo de que algo no va bien en la
vivencia de nuestra fe, de ahí la necesidad de confrontarnos y hacer los cambios
necesarios.
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