¡Ha resucitado! Y de
esto damos testimonio
Llegamos nuevamente a la celebración de la Vigilia Pascual
que es la fiesta central de nuestra fe. Jesús venció la muerte, no está en el
sepulcro, ¡ha resucitado!
Esa experiencia vivida por los primeros cristianos ha
llegado hasta nosotros. Ellos creyeron y nosotros creemos por su testimonio. Así
ha seguido creciendo la experiencia cristiana y año tras año volvemos a
profesar nuestra fe “en la vida que no termina con la muerte”, “en el sí de
Dios a la praxis de Jesús”, “en la solidaridad del Señor con nuestra humanidad”
de la que se espera viva según los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gál
5,22).
Todo esto es lo que expresamos en la Vigilia Pascual -aunque
este año, por segunda vez- sin una asistencia presencial por la situación de
pandemia que vivimos- pero esa liturgia ha de hacerse vida para que tenga
sentido. De lo contrario se queda en ese rito vacío que tanto criticaron los
profetas de Israel: “Yo detesto, desprecio sus fiestas, no me gusta el olor de
sus reuniones solemnes (…) Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no
quiero oír la salmodia de tus arpas. ¡Que fluya sí, el juicio como agua y la
justicia como arroyo perenne!” (Am 5, 21-14). Esto sigue pasando en muchos
lugares porque año tras año se celebran las liturgias -con demasiado lujo,
solemnidad, inciensos, y demasiados varones en el altar- (desde mi punto de
vista), pero nada parece cambiar en nuestras vidas, ni en las realidades en las
que nos movemos. Y como dice el profeta Amós, Dios desprecia tanto rito, pero
sí acepta, si le gusta, que se desborde “el juicio y la justicia” como un
arroyo que no se seca nunca. ¡muy linda metáfora para expresar ese querer de
Dios!
Sería bueno, entonces, preguntarnos ¿qué debe cambiar en
nosotros y en nuestra realidad para que se nota que la pascua de este 2021 ha
revitalizado nuestra fe y sus frutos pueden verse de alguna manera?
Cada persona sabrá por donde deben ir los cambios, pero
nombremos algunos para que luego cada uno los complete según su propia
realidad.
A nivel personal hay tantos aspectos en los cuales cambiar y
crecer cada día. Siempre estamos llamados a amar mejor, a servir más, a mirar a
los demás con más comprensión y misericordia, a quitarnos el pan de la boca
para ayudar a los necesitados de nuestro mundo, a romper barreras sociales,
culturales o religiosas para comprender al otro desde lo que es y siente y
querer que sea él mismo y no lo que yo quiero que sea.
La dimensión social nos constituye y por eso también hemos
de crecer, cambiar, mejorar en nuestro mundo de relaciones. En estos tiempos de
covid parece que esa red de relaciones se ha roto, pero no es exactamente así.
Precisamente esta situación ha develado las anomalías que se viven en lo que
creemos son relaciones adecuadas.
Comencemos por nuestra relación con la creación. Al inicio
de la pandemia fue muy claro que el ambiente parecía ser más respirable gracias
a las cuarentenas que detuvieron ese ritmo frenético de nuestro mundo. Pero rápidamente
lo hemos olvidado y por las necesidades económicas todo se ha vuelto a
reactivar “de la misma manera”, sin que parezca hayamos aprendido nada. La vida
cristiana podría aportar mucho más en este sentido a partir de esa nueva
conciencia que hemos ido adquiriendo de la creación como don de Dios para
cuidar y preservar y no para dominar y explotar. La figura de Francisco de Asís
es un referente muy grato y necesario para repensar nuestra relación con la
casa que habitamos. Hemos de velar por políticas que preserven el ambiente,
pero no estaremos atentos a ellas si a nivel individual no cultivamos la
comunión con la creación.
La dimensión socioeconómica y política de nuestras vidas ha
de pasar por lo que tanto insistió el papa Francisco en su encíclica Fratelli
Tutti. Trabajar por el diálogo y la amistad social. Por la política que construye
el bien común. Por aquella política que parte de las necesidades del “pueblo” y
de lo “popular” (FT n.157), es decir, la que construye nación comenzando por
los últimos. Esto parece una utopía irrealizable porque no nos convencemos de
que “la mano invisible del mercado” no “derrama” bienestar a los pobres. Por el
contrario, los empobrece cada vez más porque el lucro siempre beneficia a los
más fuertes. Aquí la vida cristiana que cree en la solidaridad, en la comunidad,
en la fraternidad, en la sencillez, en el desprendimiento, tendría tanto que
aportar para nuestra visión de mundo. Pero no es así. Muchas veces aquellos que
deberían dar testimonio de sencillez y libertad del tener, son los que parecen
más apegados a las riquezas y no dejan de darse experiencias de entidades religiosas
donde los salarios, la estabilidad laboral o la ganancia de esa entidad se rige
por el capitalismo más salvaje y no por el beneficio para todos los que llevan
adelante esa obra.
La vida familiar sigue siendo un desafío constante para que
sea lugar de crecimiento y ayuda mutua y no de sufrimiento y traumas
insuperables. En este ámbito, entre otras realidades, la violencia contra las
mujeres y niñas sigue siendo una pandemia urgente de superar. Pero existen
tantas fuerzas contrarias a la promoción de la mujer -y muchas veces sostenidas
por personas que se dicen creyentes- que la tarea está siendo muy ardua. Un
cristianismo sin una superación del machismo, del clericalismo, de los
prejuicios contra el feminismo, no logra aportar la visión de humanidad que
predica y, no es de extrañar, por tanto, que las personas se alejen de una institución
que no camina al ritmo de los tiempos y no se adelanta a las respuestas
urgentes.
¿Cómo dar testimonio del Resucitado? Que cada uno se examine
a sí mismo -como invitaba Pablo a la comunidad de Corintios (1 Cor 11,28; 2 Cor
13, 5)- para que la vida del Resucitado, a través de la nuestra, se haga
presente en el aquí y ahora que vivimos y muchos otros puedan decir: “En
efecto, ha resucitado y de eso somos testigos” (Hc 2, 32).
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