¡Cuánta necesidad
tenemos en la iglesia de urgentes y necesarios cambios!
Nos acercamos nuevamente a la celebración de la Semana Santa,
pero una vez más, con muchas medidas restrictivas. La pandemia sigue confrontándonos
con la vulnerabilidad humana y ni siquiera, los esfuerzos por vacunar a la población
son suficientes para mitigar los contagios. En muchos lugares se han cancelado
las procesiones y se pide que no haya aforos grandes en los templos. Ahora
bien, como hemos dicho tantas veces, posiblemente esta situación nos ayude a
interiorizar el misterio que vivimos descubriendo mejor su auténtico sentido.
De ahí que acercándose el Domingo de Ramos nos preguntamos: en
un tiempo de pandemia, sin posibilidad de hacer procesiones, ¿qué nos dice
Jesús entrando a Jerusalén sentado en un asno y siendo reconocido por los que
le seguían como alguien que viene en nombre del Señor? (Mc 11, 1-11)
Muy fácilmente entendemos que el rey de los cielos, en
Jesús, es un rey muy distinto. No entra con la pompa y honra de los reyes de la
tierra sino con la sencillez que reflejan el asno y el pueblo que le sigue. No
son los grandes y poderosos los que salen a su encuentro sino todos los
necesitados que le piden “por favor, salva” (uno de los significados del término
‘Hosanna’ en la Biblia). ¡Cuanta necesidad de recuperar esa sencillez en la
vida de la iglesia, esa humildad en su forma de actuar, esa capacidad de estar
entre los últimos de cada tiempo presente!
El que Jesús entre a Jerusalén nos remite a que el anuncio
del reino ahora llega al corazón de la religión de Israel. Y allí Jesús va a
actuar con “autoridad” -como le van a increpar después los sumos sacerdotes,
los escribas y los ancianos- con un signo muy cuestionador: derribando las
mesas de los vendedores del templo y acusándolos de haber convertido esa casa -que
debía ser de oración- en una cueva de ladrones (Mc 11, 15-19) ¡Cuánta necesidad
de purificar nuestra imagen de Dios, nuestra liturgia, nuestra espiritualidad
de todo aquello que se convierte en sucedáneo, justificación personal,
bienestar propio, tranquilizador de conciencia, y no responde al Dios del reino
anunciado por Jesús!
Como ya dijimos, las autoridades judías le reprochan a Jesús
sus acciones preguntándole con que autoridad actúa (Mc 11, 27-33). Pero Él sabe
que ellos no están abiertos a entender su respuesta porque no les conviene
confrontarse con sus propias justificaciones. El texto muestra que evaden la
pregunta de Jesús sobre el bautismo de Juan -si era del cielo o de los hombres-
porque conocen muy bien que si dan las razones correctas no tienen excusa y
prefieren no continuar el diálogo. ¡Cuánta necesidad en nuestra iglesia de un
diálogo sincero, abierto, con las realidades actuales para dar respuestas
apropiadas! En varios temas sean sobre moral sexual, sobre participación de las
mujeres, sobre inclusión de las poblaciones diversas y otros desafíos actuales,
¡qué difícil es para la jerarquía y para una parte del laicado escuchar otras
razones y confrontarse con maneras distintas de valorar la realidad para dar un
testimonio de acogida, respeto, valoración, aceptación en sociedades cada vez
más plurales en todo sentido!
A partir de este momento, las palabras de Jesús se hacen más
fuertes. Sea el texto de los viñadores homicidas (Mc 12, 1-12), o la acusación
que les hace a los escribas de que solo buscan “pasear con amplo ropaje, ser
saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas, y que
devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones” (Mc 12, 38-40),
todos ellos dan las razones que lo llevaran a la muerte: se atreve a denunciar aquello
que no se corresponde con la fe de Israel porque se aleja del Dios del reino
-misericordia sin límites e inclusión sin condiciones- y se erigen como
promotores de un Dios que les beneficia y justifica su falta de amor hacia los
demás. ¡Cuanta necesidad tenemos todos en la Iglesia de dejarnos interpelar por
las palabras fuertes de los jóvenes -que cada vez se alejan más de la
experiencia religiosa-, de las mujeres que ya están cansadas de tanta exclusión
y marginación patriarcal, de las poblaciones diversas a las que les dicen que
no se les juzga en nombre de Dios pero se les niegan bendiciones y, así, tantos
que alguna vez conocieron el mensaje de Cristo pero no logran seguir dentro de
la institución porque el testimonio que encuentran no se parece nada a lo que
un día escucharon como buena noticia!
En definitiva, celebrar la Semana Santa no es descansar unos
cuantos días, o celebrar ritos litúrgicos, o dedicarse un poco más a la oración
o lamentarse por no poder ir al templo. Celebrar esta semana es preguntarse si
no seremos nosotros los que hoy también matamos a Jesús con nuestra manera de
actuar contraria a los valores del reino, domesticando la buena noticia sin
dejarle desplegar todo el potencial liberador que encierra. ¡Cuanta necesidad
tenemos en la iglesia de la profunda libertad que pone la ley y el templo al
servicio de los seres humanos para testimoniar al Dios del reino, de la vida,
de la libertad, de la misericordia!
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