Hasta que la igualdad se haga costumbre en todo lugar y tiempo
Hace poco un amigo muy querido me dio un consejo: “me gustan
tus escritos, pero sería mejor no escribir tan seguido sobre la mujer porque la
gente te va a encasillar en ese tema y, de pronto, algunos van a dejar de
leerte”. Por supuesto mi amigo lo hizo desde la mejor buena voluntad y, en el
fondo, tiene razón, porque comprometerse con una causa trae muchos problemas. En
realidad, molestas a los que no quieren cambiar o a los que no ven la necesidad
de cambiar y corres el riesgo de perder algunas oportunidades que esas personas
podrían ofrecerte. Pero, al mismo tiempo, sabiendo que vas a contrariar a
algunos (o a muchos), las realidades que nos llaman al compromiso despiertan en
nosotros una sensibilidad que no se puede dejar de lado. Se comienzan a ver las
cosas con otros ojos y descubres lo que para muchos pasa desapercibido. Creo
que la experiencia podría compararse, de alguna manera, con lo que dijeron
Pedro y Juan cuando fueron llevados ante el Sanedrín para que dejaran de
predicar en nombre de Jesús. Su respuesta fue contundente: “no podemos dejar de
hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20) y, yo diría lo mismo: no puedo
dejar de hablar de aquello que a diario constato como subordinación, maltrato, exclusión
y violencia contra las mujeres, contrario a los derechos humanos y muy
contrario al plan de Dios sobre la humanidad.
Por eso al acercarse el 8 de marzo, “Día Internacional de la
mujer”, es necesario, una vez más, seguir apostando por la causa. Aunque muchas
leyes ya han cambiado para garantizar la igualdad de mujeres y varones, los
imaginarios y las prácticas aún están lejos de modificarse. Además, todos los
procesos son muy lentos y toca seguir empujándolos para que algún día se “hagan
costumbre”. Justamente con ese lema se vienen convocando varios eventos y se
intensificarán este mes con respecto a la situación de las mujeres en la Iglesia:
“Revuelta de mujeres. Hasta que la igualdad se haga costumbre en la iglesia”.
Seguramente a muchos/as no les gusta la palabra “revuelta”. Otros/as invocarán
que hay que tener mucha cautela para que no se rompa la comunión en la Iglesia.
Por supuesto, hay que evitar todo tipo de violencia, pero levantar la voz,
exigir derechos, insistir en el cambio, develar tantas actitudes ocultas, no es
contrario a la comunión eclesial sino exigencia de la misma. La comunión se
basa en el respeto, valoración, acogida e igualdad mutua. De lo contrario la
comunión está rota, aunque externamente parezca que no pasa nada.
Sobre muchos detalles se podría reflexionar en este mes para
seguir cambiando la realidad de las mujeres. Pero quedemos con dos que hablan
de las leyes que favorecen o discriminan a las mujeres. En Colombia, por estos
días se está volviendo a estudiar -por petición de un joven universitario- que
se derogue un artículo del Código sustantivo del Trabajo que obliga a las
empresas a establecer en su reglamento los oficios que no pueden ser
desempeñados por mujeres. Seguramente cuando se formuló ese artículo estaba el
imaginario de evitar trabajos pesados para las mujeres porque se cree que ellas
son más débiles físicamente. Ya está de sobra comprobado que en realidad no debe
haber limitaciones por ser mujer o por ser varón, sino por condiciones
particulares de cada persona, pero independiente del sexo. Mantener leyes de
ese tipo es discriminatorio y se presta para una remuneración menor para las
mujeres, como todavía sucede en muchos campos. Cabe anotar que es muy
interesante que no fue una mujer sino un varón -tal vez, educado con otra
visión-, quien interpone la demanda para conseguir el cambio, porque en
realidad la justicia en todos los campos no la tienen que pedir solo los
afectados, sino cualquier ser humano que lucha por un mundo justo e inclusivo
para todos, todas y todes.
A nivel eclesial ya se ha comentado el cambio que oficializó
el papa Francisco, con el motu proprio Spiritus Domini, del canon 230
del Derecho Canónico que limitaba los ministerios del acolitado y lectorado a los
varones. Al quitar esa restricción, se ayuda a cambiar el imaginario patriarcal
y se abren nuevas posibilidades que beneficiaran a toda la iglesia, haciendo posible
un modelo eclesial donde mujeres y varones ejerzan funciones ministeriales (por
supuesto, de servicio; no de poder -este último es el que engendra el
clericalismo) y haya así mucha más corresponsabilidad en la Iglesia. Es verdad
que las leyes no cambian la realidad automáticamente. pero sin ellas es más
difícil conseguirlo.
Sigamos pensando en este mes de marzo cómo avanzar en la
igualdad de género para tener un mundo inclusivo que refleje mucho más el sueño
de Dios sobre la humanidad: “Creó, pues Dios al ser humano a imagen suya, a
imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1, 27). Cultivemos la
sensibilidad por la justicia, esa que no deja pasar la multitud de sutilezas
que nos impiden avanzar en los cambios necesarios, pero sobre todo la sensibilidad
por tantas mujeres que siguen hoy en pleno siglo XXI sufriendo violencia de
todo tipo, discriminación y exclusión en el ámbito familiar, laboral, social y
eclesial, todo esto sin olvidar todas las transversalidades que se juntan y
hacen más fuerte la violencia de género: si eres negra o indígena, si eres
pobre o rica, si has tenido estudios o no, etc. Es un mes para alegrarnos por
tanto conseguido, pero para seguir caminando tras todo lo que aún hace falta,
“hasta que la igualdad se haga costumbre en todo lugar y tiempo” (Es justo
decir que el amigo al que hice referencia al comienzo leyó este artículo e
insistió en que le gustó mucho).
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