miércoles, 31 de octubre de 2018


“Si un miembro sufre, todos sufren con él” (1 Cor 12,26)

Mucho se ha hablado de los escándalos de la Iglesia sobre pederastia. Duele tratar el tema, pero no se puede ser ajeno a él. Hay que asumirlo como parte de esta iglesia que llamada a ser santa -y lo es por su origen divino-, es también pecadora y ha de estar en continua conversión. Pero esto último es lo que falta muchas veces. La iglesia como institución ha conseguido un lugar en la sociedad, un reconocimiento en muchas instancias, una seguridad económica, una organización excepcional y esto le da mucha seguridad en lo que es y en lo que hace. Precisamente, por esto, pensar que puede ser distinta, le cuesta mucho.

El pasado 20 de agosto el Santo Padre escribió una carta al Pueblo de Dios en la que asumía este tema y nos invitaba a que todos lo asumiéramos: “Si un miembro sufre, todos sufren con él”. Así iniciaba la carta y continuaba: “Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse”.

Es verdad que el clero no es el único ni el que más comete abusos con los niños. Primero está el ámbito familiar en el que no cesan de ocurrir cada día mil atropellos contra ellos. Por eso tampoco podemos estigmatizar a la iglesia como la institución que más abusos de ese tipo comete. Pero llegó la hora de reconocer que también los comete y hay que poner medidas eficaces para evitar, siga sucediendo. El Papa Francisco no se ha cansado de repetir “tolerancia cero” y ha tomado algunas medidas: aceptación de la renuncia de varios obispos, el retiro del estado clerical de otros y la disposición para que la justicia civil también investigue. Además, citó a todos los obispos, presidentes de las Conferencias Episcopales del mundo, a una reunión el próximo mes de febrero para hablar del tema.

La carta es supremamente fuerte pero muy verdadera: “Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando en el Vía Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y, clamando, decía: ¡Cuánta suciedad en la iglesia y, entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él!”

El Papa nos invita a que “cada uno de los bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación personal exige la conversión personal y comunitaria y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor mira”. Así mismo aclara que todos los integrantes del pueblo de Dios hemos de cambiar la manera de entender la autoridad en la Iglesia: no puede ser clericalismo, sino servicio. “El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo”.

El Papa se ha referido muchas veces al clericalismo. En su viaje a Colombia cuando les habló a los del CELAM les dijo: “No se puede, por tanto, reducir el Evangelio a un programa al servicio de un gnosticismo de moda, a un proyecto de ascenso social o a una concepción de iglesia como una burocracia que se auto beneficia, como tampoco esta se puede reducir a una organización dirigida, con modernos criterios empresariales, por una casta clerical”. E insistía: “Es un imperativo superar el clericalismo que infantiliza a los laicos y empobrece la identidad de los ministerios ordenados”. Y en muchos otros discursos, a lo largo de sus viajes, ha insistido en lo mismo. El clericalismo convierte al clero en “señores” y no en “servidores”. Les hace creer que ellos son los únicos que saben, los que mejor deciden, los que pueden ordenar y hacer que todo gire según su voluntad. Y lo grave es que los laicos nos hemos acostumbrado a esto y lo favorecemos de muchas maneras. No son todos los obispos, gracias a Dios, ni todos los laicos. Pero, como bien decía el Papa, a todo el pueblo de Dios le compite hacerse cargo de los errores que ha venido cometiendo y buscar la forma de transformarlos.

Un sacerdote amigo que realmente pone en práctica lo de ser un clero “en salida”, capaz de estar “cuerpo a cuerpo” con el pueblo que le es confiado, me compartió una experiencia que vivió hace pocos días. Estaba celebrando la eucaristía y una señora se le acercó al final y le pidió que fuera a su casa para ponerle los santos óleos a su mamá. Al instante se dispuso para ello. Fue tan disponible que la familia le dijo: en una hora volvemos por usted porque no pensábamos que fuera tan rápido y tenemos que arreglar a nuestra mamá. A la hora lo recogieron y tuvieron una sencilla pero cercana celebración. Fue entonces cuando, de repente, una de las hijas, le dijo: Padre, por usted, voy a volver a la Iglesia. La había dejado porque no aguanto la prepotencia del clero. Pero usted, me ha reconciliado con la iglesia.

Este es un hecho puntual. Muchos otros hechos podrían contarse. De este sacerdote yo puedo dar testimonio de su servicio, sencillez y gratuidad. Pero ojalá podamos hablar así de todo el clero y, por supuesto, de todos los que nos llamamos cristianos, porque es a todo el Pueblo de Dios al que se nos pide servir y amar, a todos y en todo.

miércoles, 24 de octubre de 2018




La dimensión comunitaria de la Misión


La misión no es una tarea individual. En realidad, es la comunidad la que evangeliza, la que puede testimoniar el amor de Dios e interpelar a muchos. Y todo esto porque nuestro Dios es, ante todo, un Dios comunidad, un Dios Trinidad, donde la soledad no existe y todo es comunión. Sin embargo, muchas veces nos olvidamos de esta dimensión comunitaria y vivimos una espiritualidad muy individual y de intereses personales. Esto se muestra en ese afán – de algunos- de peticiones por el bienestar personal y en la preocupación por su rectitud moral y el cumplimiento de los preceptos religiosos sin ninguna atención a la cuestión social. Y en esa dialéctica se mueve, muchas veces, la experiencia cristiana.

La misión esta llamada a asumir las distorsiones que pueden darse en la experiencia de fe y a proponer “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2) el anuncio gozoso de la esencia del cristianismo. Porque las distorsiones muchas veces surgen de acomodamiento, de la “domesticación” de lo nuevo frente a lo establecido y a lo que “siempre se ha hecho así”. La misión, por el contrario, desinstala, exige movimiento y audacia, se constituye en un dinamizador que nos saca de nosotros mismos y nos hace ir al encuentro de los demás. 

Pero vayamos por partes. En primer lugar, como ya lo anotamos, es urgente recuperar o, en verdad anunciar, el rostro del Dios cristiano que es Trinidad. Si miramos la vida de Jesús, Jesús nos reveló un Dios Trinidad, comunidad. Por una parte, mostró su filiación total y radical al Padre y su obediencia incondicional a Él. Precisamente su vida histórica nos trasparenta ese amor filial y nos va revelando como es ese Padre: totalmente misericordioso, inigualable en su amor a la humanidad y en su solidaridad con los más pobres. Por esa causa Jesús llega hasta la muerte y acepta la incomprensión de los suyos. Después de su muerte, los discípulos sintieron la fuerza del espíritu de Jesús que los movía a la esperanza y al anuncio, que los sacaba del desánimo y los ponía en el camino de la misión. 

Lo que los evangelistas relatan como “comer con ellos” (Jn 21, 12ss), “entrar al recinto cerrado” para desvelar su presencia (Jn 21, 19ss) o “caminar con ellos” -relatando una vez más los hechos acontecidos para ayudar a discernir lo ocurrido esos días en Jerusalén (Lc 24, 13ss)-, no son más que una expresión profunda del mismo Espíritu de Jesús que sigue haciéndose presente en la vida de la primera comunidad cristiana y les hace salir de sí mismos, abandonar sus seguridades para dedicarse a anunciar “lo que han visto y oído” (Hc 4, 20).

En segundo lugar, el movimiento de Jesús que se gestó después de la Pascua, tiene en esencia ese cariz comunitario. No son los discípulos en individual los que anuncian al Resucitado. Es la fuerza de la comunidad que se reúne en su nombre, parte el pan, se dirige al Padre en oración y no deja que ninguno de entre ellos pase necesidad (Hc 2,44-45). 

Por tanto, la misión nace en el seno de la primera comunidad cristiana y así ha de desarrollarse a través de los siglos. Lo que empezó como ese movimiento de ir “de dos en dos” (Lc 10,1ss), ha ido creciendo a lo largo de la historia en la experiencia de múltiples comunidades que, desde sus carismas específicos, dan testimonio de ese movimiento original de sentirse enviados como comunidad a anunciar el Reino de Dios predicado por Jesús. Lógicamente, la comunidad supone la dimensión personal de cada uno de los sujetos que la conforman –de ahí que el evangelio muestra como Jesús llama a cada uno por su nombre (Mt 10, 2ss)-  porque la comunidad cristiana no es una masa sin identidad ni responsabilidad personal, pero es precisamente, desde esa dimensión personal que se constituye una comunidad donde se comparten significados y valores comunes que son los que mantienen la cohesión del grupo y le comunican ese apuntar en una misma dirección, que para la vida cristiana, son los valores del reino, el seguimiento del Resucitado.

Por todo esto es importante vivir con más fuerza esta dimensión comunitaria de la misión que llevamos entre manos y hacerla más explícita en nuestro compromiso misionero. Interesa mucho el testimonio que se da como comunidad. El amor que se vive entre todos sus miembros. La ayuda verdadera y total que existe entre todas las personas. La capacidad de cambio que el grupo tiene para responder a los desafíos de cada momento histórico, manteniendo así su vitalidad y dinamismo. 

Este es el movimiento que el Obispo de Roma ha suscitado en su Pontificado. Ha cuestionado a la Iglesia por su replegarse en ella misma para defenderse y la ha invitado a ser testimonio de alegría, de libertad, de apertura, de novedad. El Papa no cesa hacer gestos proféticos que dan vida y esperanza al mundo. Su proximidad con los más pobres sale a la luz con mucha frecuencia. Su capacidad para romper el protocolo y responder con espontaneidad a las circunstancias que va viviendo, da a la iglesia todo un cariz de “humanidad” y “cercanía” que nunca deberíamos perder. Pero sobretodo, su llamada insistente a un anuncio gozoso del evangelio, interpela fuertemente a la comunidad eclesial que tantas veces parece anquilosada, triste, sin audacia, ni profetismo.  

Vivamos por tanto la dimensión comunitaria de la misión, renovando nuestras comunidades eclesiales –sean iglesia doméstica, parroquial, diocesana… en fin, allí donde cada uno vive su discipulado misionero, para que muchos puedan decir lo que decían de los primeros cristianos: “Miren como se aman”. Y por este testimonio, la comunidad crezca, se expanda, siga siendo una comunidad evangelizada y evangelizadora que, con audacia, busca llegar “a todos los pueblos…. Hasta los confines de la tierra” (Mt 28, 18-20).
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sábado, 13 de octubre de 2018


San Romero de América ¡ruega por nosotros!

Por fin llega el día de la canonización de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Sabemos que su martirio, ocurrido el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la eucaristía, fue dejado en la sombra por la porción de Iglesia que, llena de temores y de intereses particulares, no ha sido capaz de acompañar la evangélica articulación -fe y justicia social- y ha estigmatizado todo aquello que pueda parecer de “izquierda”, incluida la teología de la liberación y sus principales representantes.  Es la misma porción de iglesia que hoy se siente “incómoda” con el papa Francisco y no acaba de secundar su mensaje. Tal vez muchos obispos y cristianos de mentalidad más conservadora, estarán presentes en la canonización pero tendrán que hacer un esfuerzo cuando oigan pronunciar el nombre de Romero porque en el pasado lo invisibilizaron y hasta hablaron en su contra, y buscarán justificar su presencia allí, con la canonización de los otros santos, especialmente, la del Papa Pablo VI que no despierta controversia como Romero. De hecho el propio papa Francisco afirmó que Romero fue mártir dos veces: cuando lo asesinaron y cuando sus propios hermanos obispos lo “difamaron, calumniaron y arrojaron tierra sobre su nombre”.

Pero desde su muerte, también una porción de iglesia lo reconoció como santo –sin esperar hasta esta declaración oficial- y no ha dejado de inspirarse en su vida y reconocer su martirio. Personalmente, en los años seguidos a su martirio, aproveché mucho la película de Romero para mis clases de teología, destacando la conversión que Romero vivió cuando se dejó tocar por la suerte de su pueblo y la voz profética que no temió enfrentarse a los poderes de este mundo cuando atacaban a sus hermanos, especialmente, a los más pobres e indefensos. Lamentablemente en las últimas décadas, cada vez llegaban estudiantes más renuentes a su figura y formados, incluso en contra, de este caminar eclesial latinoamericano comprometido con la justicia y la vida digna de los pueblos.

Ahora bien, por fin, San Romero de América estará en los altares y podremos invocarlo con todas las letras para que su vida inspire la nuestra. Y ¡ojala lo hagamos mucho y sin descanso! De nuevo nos enfrentamos a un sistema neoliberal galopante que se arraiga en nuestra América Latina y roba más y más la vida digna para todos. Se fortalece también una visión de “derecha” y hasta “fascista” –como es el caso de Brasil en estos días- que enceguece la razón y revela el “dominador” introyectado que tantas personas parecen tener, dando su voto a candidatos tan alejados de la democracia y de la suerte de los pobres. Para nuestro país ¡qué difícil está siendo apostarlo todo por la paz! Inconcebible que tantos cristianos sean los más renuentes, los que más obstáculos ponen, los que dejan toda sensatez y no son capaces de apostar por políticas más sociales, por ministros más honestos, por una iglesia más comprometida con los más necesitados.

La opción por los pobres y la voz profética frente a todas las injusticias vuelve a primer plano con la canonización de San Romero de América. Las canonizaciones tienen sentido porque los santos y santas son modelos de vida y santidad. Y la santidad siempre ha pasado por la justicia social: -profetas del Antiguo Testamento, El reino anunciado por Jesús, primeras comunidades cristianas y tantos y tantas mártires que han sabido “dar su vida hasta el extremo” (Jn 13, 1)-. Alegrémonos por Romero pero, sobre todo, arriesguémonos a secundar sus pasos en esta historia que vivimos y en esta Iglesia que aún está tan lejos de ser servidora y “pobre y para los pobres”, como lo señaló el Papa Francisco al inicio de su pontificado.

domingo, 7 de octubre de 2018


La tentación del poder


El fenómeno de la continuidad en el poder bien sea por vía de imposición o de reelección ha acompañado la historia de la humanidad. Hoy aparece de nuevo en los presidentes con segundos mandatos y en los que anuncian la continuidad indefinida. También en niveles menores de decisión se constata la misma tradición. Directores, superiores, coordinadores, etc., muchas veces son reelegidos y se hacen excepciones a las reglas establecidas para alargar sus mandatos. Unas veces porque se considera que se ha realizado una buena tarea y ha de continuarse. Otras porque se siente como una especie de traición con la persona que está ejerciendo el poder si no se le elige una vez más. Más de una vez porque parece que no existieran otros candidatos. En definitiva, cualquiera sea la razón, detrás de todo esto se puede vislumbrar la tentación del poder que ataca no solamente a los que lo ejercen sino también a sus seguidores, haciendo igual daño a unos como a los otros.


Por parte de los que pretenden ejercer el poder indefinidamente, aunque de su parte haya buena voluntad y deseo sincero de hacer las cosas bien, el hecho de buscar permanecer en esa posición eternamente los lleva a creerse “indispensables”, “salvadores”, “mesías”. Fácilmente comienzan a reclamar poderes absolutos. Llegan a creerse capaces de resolverlo todo y se sienten con un poder infinito. 


Por parte de los seguidores se da una especie de “ceguera” frente a su líder. Llegan a perder la objetividad y capacidad de crítica. No le ven ningún error y justifican todas sus acciones. Algunas teorías psicológicas afirman que en esos casos se vive un mecanismo de proyección de todo aquello que no somos capaces de realizar y lo compensamos con esa persona en la que depositamos la confianza.


En definitiva, el ejercicio del poder no es fácil y supone un trabajo continuo de desprendimiento y libertad, de reflexión y capacidad de crítica. También supone aceptar que la continuidad indefinida trae abusos del poder y, sin duda, cansancio, rutina, poca visión de las cosas, acomodo, poca creatividad. Por el contrario, el cambio genera nuevas posibilidades que deben explorase. 


El evangelio nos dice: “No se dejen llamar Maestro porque un solo Maestro tienen ustedes y todos ustedes son hermanos (…) Que el más grande de ustedes se haga servidor de los demás. Porque el que se hace grande será rebajado y el que se humilla será engrandecido” (Mt 23, 8-12). Es decir, el texto nos invita a no sentirnos superiores a nadie y a vivir la real fraternidad propia de los hijos e hijas del mismo Padre. ¡Difícil tarea en una sociedad que busca organizaciones y jerarquías de las más variadas formas! Pero una nueva práctica puede ir introduciéndose en este sentido y los cristianos deberíamos propiciarla. Asumir de una vez por todas que el poder del evangelio es servicio y, por tanto, no admite jerarquías, exclusiones, abusos, excesos, apegos o cualquier otra actitud que impida la libertad y generosidad que debe acompañar nuestras acciones. El desafío es vivirlo en lo cotidiano pero también llevarlo a las esferas públicas. ¿Cómo evitar que surjan líderes que se creen casi dioses? ¿Cómo valorar lo bueno que se realiza sin perder la objetividad y la crítica frente a otras acciones? 


América Latina está pasando por un momento difícil a nivel político que no conocemos bien a donde nos conducirá. La corrupción ha atacado a los de derecha y a los de izquierda. Se afianzan los gobiernos de derecha y neoliberales. Se condena “sin pruebas” -pero con gran despliegue mediático de mentiras- a los de izquierda. Las polarizaciones crecen y los pobres aumentan. Hemos de ser muy críticos con el ejercicio del poder para que su esencia sea, como nos propone Jesús, el servicio y el desprendimiento y favoreciendo siempre a los últimos. Tal vez así encontremos alguna salida a este ambiente tan enrarecido.

martes, 2 de octubre de 2018


El Sínodo de Jóvenes: una llamada a la conversión pastoral y misionera



Los jóvenes son el presente y el futuro de la sociedad y de la iglesia. El presente porque los jóvenes hoy ya no son aquellos relegados del espacio de los mayores, sin posibilidad de palabra o decisión. Por el contrario, cada vez se comprende mejor la capacidad que tienen para ser protagonistas, tomar la palabra y actuar en coherencia con lo que piensan. Por supuesto, necesitan seguir madurando y encontrando su camino pero ya son artífices de su propia historia y eso lo debemos reconocer. Son también el futuro porque sus acciones de hoy abren las sendas de lo que será el mañana.


Lamentablemente no es esa la experiencia de todos los jóvenes y, por eso en muchos otros, abunda el cansancio, la falta de oportunidades y, por consiguiente, la pérdida de sentido y, con gran preocupación, se constatan excesos, desvíos, equivocaciones, vidas que parece, van a perder definitivamente el rumbo. De ahí que toda la preocupación que la Iglesia muestra por los jóvenes, ha de ser secundada y apoyada. Eso es lo que tenemos entre manos, en el próximo “Sínodo sobre los Jóvenes” en octubre del presente año.


Este Sínodo corresponde a la XV Asamblea General Ordinaria de los Obispos y se llevará a cabo del 3 al 28 de octubre próximos. Desde el 13 de enero de 2017 comenzó su preparación con el Documento  elaborado para ello y siguieron varias consultas y encuentros concluyendo el pasado 19 de junio con la presentación del “Instrumentum Laboris”. En este documento se propone para la realización del Sínodo, el método del “discernimiento”. Este método estaba ya delineado en la Evangelii Gaudium (n. 51) a partir de tres verbos: “Reconocer”, “Interpretar” y “Elegir”.


Los primeros cinco capítulos del Instrumentum Laboris se refieren al primer verbo: “Reconocer” y en ellos se quiere presentar una iglesia que escucha a los jóvenes y su realidad. Es interesante destacar que en lo que respecta a los desafíos antropológicos y culturales se señalan seis aspectos que la iglesia ha de enfrentar en su compromiso pastoral con los jóvenes: (1) la nueva comprensión del cuerpo, de la afectividad y de la sexualidad; (2) el advenimiento de nuevos paradigmas cognitivos que transmiten un enfoque diferente de la verdad; (3) los efectos antropológicos del mundo digital, que impone una comprensión diferente del tiempo, el espacio y las relaciones humanas; (4) la desilusión institucional generalizada tanto en la esfera civil como eclesial; (5) la parálisis decisional que aprisiona a las generaciones más jóvenes en caminos limitados y limitantes; y (6) la nostalgia y la búsqueda espiritual de los jóvenes.


Los siguientes cuatro capítulos se refieren al “Interpretar” y se centran en la interpretación de la fe y el discernimiento vocacional. Se reconoce el don de la juventud y la vocación que se despierta en esa etapa de la vida. También la necesidad de un sólido acompañamiento. Precisamente por eso, el discernimiento es indispensable. El discernimiento se presenta como una posibilidad de leer los acontecimientos de la vida, los signos de los tiempos y la llamada de Dios en la historia, para responder a ella. La conciencia personal se erige como último juez y palabra decisiva de cada persona.


Los últimos cuatro capítulos referidos al “Elegir” señalan los caminos de conversión pastoral y misionera que urgen en la iglesia. No sólo los jóvenes se alejan de la iglesia sino que la iglesia se aleja de los jóvenes. Aquí se entiende con fuerza el llamado del Papa Francisco a una “Iglesia en salida”. Definitivamente hay que salir hacia el mundo juvenil, asumirlo y hacerlo partícipe de la misión evangelizadora de la Iglesia. Pasar de hacer pastoral “para los jóvenes” a hacer pastoral “con los jóvenes” (Instrumentum laboris, 199).


Todo lo anterior ilumina profundamente el horizonte de misión Ad gentes al que explícitamente se refiere esta reflexión. Los jóvenes se sienten muy atraídos por la misión cuando está se les presenta como una urgencia de la realidad y una oportunidad para ellos aportar lo mejor de sí mismos. Pero necesitan que se abra el espacio, que se les acompañe adecuadamente y se les invite a discernir cómo incorporar esa dimensión misionera en sus propias vidas. En ellos se ve mucha generosidad cuando encuentran testimonios creíbles y ven personas que han sabido vivir plenamente la dimensión misionera de la vida cristiana. Una Iglesia en salida será mucho más efectiva, cuando muchos jóvenes asuman esa responsabilidad.


Los tres verbos que el documento propone como posibilitadores del discernimiento son muy adecuados y nos conciernen a todos. ¿Hemos asumido realmente en nuestra vida la práctica del discernimiento? Nadie puede dar lo que no tiene y no podemos acompañar a los jóvenes en el discernimiento si nuestra vida no lo tiene como un ejercicio constante. El discernimiento nos abre a las llamadas del presente, nos permite escuchar lo que nos dice la realidad hoy, nos compromete a interpretarla bien pero, sobre todo, nos invita a tomar opciones conscientes y responsables que duren en el tiempo y puedan generar cambios efectivos.


Acompañemos, por tanto, el Sínodo de los jóvenes con nuestra oración pero, también, con nuestro discernimiento sobre el conocimiento del mundo juvenil y la respuesta que damos a sus desafíos actuales. Los cambios no vendrán, principalmente, de las orientaciones que los padres sinodales ofrezcan como conclusión del Sínodo. Vendrán, del movimiento interior que se suscite en todos los miembros de la Iglesia hacia una conversión pastoral y misionera que mire a los jóvenes y quiera caminar con ellos. Es nuestra responsabilidad motivarlos, apoyarlos y darles testimonio de que la vida misionera es inherente al seguimiento de Jesús y ellos están llamados a asumirla en este momento tan privilegiado de sus vidas.