lunes, 13 de julio de 2015


Terminó la visita del Papa a Sudamérica dejando ese grato sabor a “Evangelio”

Desde el comienzo del Pontificado de Francisco se percibió un nuevo momento eclesial que sigue y se reafirma con las cartas encíclicas que ha publicado como también con sus gestos, palabras y actitudes. El viaje a Ecuador, Bolivia y Paraguay (5-12 de Julio), así lo sigue mostrando. Cabe anotar que los medios de comunicación más acostumbrados a otro estilo papal, hicieron malabarismos para justificar, modificar o domesticar lo que fue diciendo y haciendo el Papa. Acudieron a pronunciamientos de los círculos vaticanos para que explicaran que el Papa no dijo esto, no hizo aquello, no estuvo de acuerdo con aquello otro, etc. Centrados como estaban en un mensaje más castigador que misericordioso, en unos gestos más rígidos que espontáneos y en unas afirmaciones doctrinales más centradas en la norma que en el Evangelio, ahora no saben cómo llenar sus páginas con los mensajes del Papa que hablan de vida, de realidad, de lo social, de la política, de lo económico y, por supuesto, de los pobres. Además Francisco utiliza un lenguaje espontáneo, popular, cotidiano, rompiendo así el imaginario eclesial que asemeja santidad al uso de un lenguaje clásico que no se permite modismos o dichos populares. Lo que interesa es no dejar perder su mensaje y buscar que se conozca más para ver si este cambio que nos alegra, se incorpora verdaderamente en nuestro cotidiano eclesial y no se queda sólo en un estilo papal sin que logre permear los demás estamentos eclesiales.

Es imposible relatar paso a paso el recorrido del Papa y referirse a todas sus intervenciones. Pero es grato constatar que tanto los países elegidos para su visita como los encuentros que tuvo, mostraron de qué lado el Papa se sitúa en su pontificado, “desde dónde” habla e interpela y a “quienes” privilegia en sus encuentros.

En la Pontificia Universidad del Ecuador, dirigiéndose al mundo de la Enseñanza, centró su discurso en el cuidado de la creación –en consonancia con su reciente encíclica Laudato Si- interpelando a los docentes sobre su responsabilidad de ayudar a que sus estudiantes desarrollen un espíritu crítico, libre, capaz de cuidar el mundo de hoy, de no desentenderse de la realidad en que viven. Y señaló una pregunta interpelante: ¿cómo es posible que sea noticia y hasta un gran escándalo mundial que las bolsas de las principales capitales del mundo bajen dos o tres puntos y no sea noticia que un pobre muera de frio? Ante esto la pregunta de Dios a Caín sigue vigente: ¿dónde está tu hermano? Dirigiéndose a los estudiantes, los invitó a hacer lío y les recordó que su posibilidad de estudiar no es sinónimo de mayor dinero o prestigio social sino un compromiso con la transformación social, especialmente, respondiendo a las urgencias de los más pobres y del ambiente.

En el encuentro con la sociedad civil en Quito, partiendo del ejemplo de las relaciones familiares, invitó a que la sociedad civil sea capaz de mirarse como una gran familia en la que prime la gratuidad, la solidaridad y la subsidiariedad. La gratuidad porque todo lo hemos recibido gratis y hemos de velar porque fructifique en obras de bien. Recuerda que toda propiedad tiene sobre sí una hipoteca social y que la gratuidad es requisito indispensable para la justicia. La solidaridad que no es sólo dar al necesitado sino ser responsables unos con otros. Ver a los otros como hermanos nos lleva a no dejar a nadie excluido, ni apartado. Y la subsidiariedad, capaz de respetar el valor de cada uno y reconocer la unidad en medio de la diversidad. En el respeto a la libertad, la sociedad está llamada a promover a cada persona y agente social para que pueda asumir su propio papel y contribuir desde su especificidad al bien común. Refiriéndose a la tarea de la Iglesia en la sociedad civil, llama a la colaboración con la búsqueda del bien común, promoviendo valores éticos y espirituales, siendo signo profético, llevando luz y esperanza a los más necesitados. Además el Papa aclara una pregunta que él percibe muchos le quieren hacer: ¿Por qué habla tanto de los necesitados, de las personas necesitadas, de las personas excluidas, de las personas al margen del camino? y responde: simplemente porque esta realidad y la respuesta a esta realdad es el corazón del Evangelio (Mateo 25).

En el encuentro con el clero, religiosos/as y seminaristas en el Santuario mariano El Quinche (Ecuador), como es propio de su espontaneidad, no leyó el discurso que tenía preparado, sino que prefirió hablar directamente con los presentes (y con su lenguaje cotidiano –argentino- “mirá vos”, “che”, “mocosito”). Se centró en la gratuidad, recordándoles que un discípulo verdadero es gratuito, a semejanza de la Virgen, primera discípula de su Hijo, y la vocación es una gracia recibida. Les pidió que no caigan en al Alzheimer espiritual, es decir, en olvidar de donde el Señor los ha sacado, advirtiéndoles que la gratuidad no convive con la promoción carrerista que a veces se ve en los clérigos y religiosos/as. En este mismo horizonte de gratuidad pide que no cobren la gracia, que su pastoral sea gratuita.

Llegando a Bolivia, en la ceremonia de Bienvenida, el Papa Francisco reconoce los esfuerzos del gobierno de Evo por un cambio social: “Bolivia está dando pasos importantes para incluir a amplios sectores en la vida económica, social y política del país; cuenta con una Constitución que reconoce los derechos de los individuos, de las minorías, del medio ambiente y con unas instituciones sensibles a estas realidades”. Y les recuerda a los Pastores que su voz tiene que ser profética hablando a la sociedad desde la opción preferencial y evangélica por los últimos, por los descartados, por los excluidos porque esa es la opción preferencial de la Iglesia. Y sin duda, fue muy significativo que se detuviera en la tumba del P. Luis Espinal, al que denomino “víctima de intereses que no querían que se luchara por la libertad de Bolivia quien predicó el Evangelio y ese evangelio molestó y por eso lo eliminaron”.

En el encuentro con las autoridades civiles bolivianas el Papa invitó a seguir caminando por la integración de la riqueza plural que tiene ese país a todo nivel y a que la fe se traduzca en obras sociales que promuevan el bien común. Afirmó que la política no debe dejarse dominar por la especulación financiera o la economía, ni regirse únicamente por el paradigma tecnocrático y utilitarista, sino que tome en cuenta la integralidad de la cultura y la necesidad de trabajar todos sus aspectos. Dedicó una especial atención a la familia tan afectada por la violencia doméstica, el alcoholismo, el machismo, la drogadicción, la falta de trabajo, etc., e invitó al diálogo entre los pueblos para superar los conflictos, concretamente, la salida al mar que Bolivia demanda. El diálogo franco y abierto es el camino para solucionar todos los problemas.

El Papa Francisco también se encontró con los obispos, seminaristas, religiosos/as de Bolivia y el mensaje fue muy gráfico. Con base en el texto del ciego Bartimeo los confrontó frente a la respuesta que dan a las necesidades de la realidad: “pasar de largo”, “mandar callar los reclamos” o detenerse para dar “ánimo y ayudar a levantar al enfermo”. Invitó a ser testigos de esta última actitud porque el discípulo ha de ser testigo de lo que él mismo ha vivido.

El discurso a los movimientos populares, tal vez fue el discurso que más trascendió a la prensa internacional, por su carácter social y sus afirmaciones contundentes de cara a la realidad política y económica que vivimos. De alguna manera fue la puesta en práctica de la Doctrina Social de la Iglesia que tiene valiosos documentos pero que no se conocen suficientemente o que no se pronuncian con tono profético, como esta vez, lo hizo Francisco.  El reconocimiento del valor que tienen estos movimientos fue el inicio del discurso: “me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos de todo el mundo”. Además dice que al estar con ellos siente “fraternidad, garra, entrega, sed de justicia” y que se alegra que muchos cristianos articulen esfuerzos con ellos. Sólo estas afirmaciones ya abren un horizonte muy distinto al que se predica en algunas otras instancias para quienes toda preocupación social parece traición al evangelio y desvío de la misión de la Iglesia. Por el contrario, Francisco siguió insistiendo en una iglesia de puertas abiertas capaz de una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Continuo reforzando los tres derechos sagrados de todas las personas: tierra, techo y trabajo y señaló que vale la pena luchar por ellos.

Aclarando que su mensaje es global, para que no se sienta que habla por una realidad particular, hizo caer en la cuenta, que se necesita un cambio. Y se refirió a la necesidad de un cambio de estructuras. En primer lugar lo revela el cambio climático que muestra la urgencia de trabajar por una ecología integral. Pero también invita a reconocer que detrás de tanta miseria que hay en el mundo está el “estiércol del diablo” que puede interpretarse como esa ambición desenfrenada de dinero que gobierna al mundo. A toda esta realidad no se puede responder más que comprometiéndose con ser gestores de ese cambio. Vivirlo como proceso, cambiando la mente y el corazón, porque el cambio que se requiere supone todas las dimensiones humanas. Y, buscando concretar su mensaje les propuso tres tareas: (1) Poner la economía al servicio de los pueblos y no al servicio del dinero que solo propicia exclusión e inequidad. Por el contrario la economía está llamada a propiciar ese “vivir bien” de los pueblos indígenas; (2) Unir a los pueblos en el camino de la paz y la justicia y se refirió a los esfuerzos latinoamericanos por la construcción de la “Patria Grande” que ayudan a liberarse de los nuevos colonialismos que vienen del ídolo dinero con sus corporaciones, prestamistas, tratados de libre comercio, imposición de medidas de austeridad, etc., o que bajo el ropaje de lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo se imponen medidas a los Estados que poco tienen que ver con una verdadera solución de estos problemas. La concentración monopólica de los medios de comunicación social, imponen un colonialismo ideológico, con sus pautas de consumo y uniformidad cultural. Con relación al colonialismo, el Papa pidió perdón por loa abusos cometidos con los pueblos originarios de América en tiempos de la colonia por parte de la Iglesia;  (3) Defender la Madre Tierra. Terminó su discurso señalando que los cambios no vienen solamente de los grandes dirigentes sino de los propios pueblos, de su capacidad de organizarse y trabajar para no haya ningún pueblo sin soberanía, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Como ya lo ha hecho en otras intervenciones, se despidió con un lenguaje coloquial pidiéndoles “que me piensen bien y me manden buena onda”.

Con los presos del centro de Rehabilitación en Santa Cruz su discurso fue sencillo, poniéndose delante de ellos como el primero que ha sido perdonado y salvado de sus muchos pecados. Los alentó a que crean que se puede volver a comenzar y a los encargados del centro les invitó a darse cuenta de la responsabilidad que tienen en ese proceso de inserción de los presos a la sociedad, buscando que sus acciones ayuden a dignificar y no humillar, a animar y no a afligir.

En Paraguay, en el saludo a las autoridades, recordó la cruel y difícil historia que ese pueblo ha tenido, entre otras causas por las guerras y otras violaciones a los derechos humanos, y destacó el papel de la mujer paraguaya en la reconstrucción de ese país y en la capacidad de sembrar esperanza. En estos esfuerzos de reconstrucción del país, no se deben olvidar que los pobres y necesitados han de ocupar un lugar prioritario.

En la visita a los niños del hospital pediátrico, de nuevo con su lenguaje coloquial les habló de la vez que Jesús se enojó o le dio “bronca” y fue cuando no dejaban que los niños se acercarán a Él. Así les alabo diciendo que los mayores tendrían que aprender de los niños la confianza, alegría y ternura y su capacidad de ser “luchadores” frente a su enfermedad.

En el discurso a los representantes de la sociedad civil en el estadio León Condou, refiriéndose a los jóvenes y con un lenguaje del mundo futbolístico les invitó “a jugársela por algo, a jugársela por alguien, no tengan miedo de dejar todo en la cancha. Jueguen limpio, jueguen con todo. No tengan miedo de entregar lo mejor de sí. No busquen el arreglo previo para evitar el cansancio y la lucha. No coimeen al réferi”. También fue respondiendo varias preguntas que le habían hecho, invitando al diálogo sincero y franco y a tener un objetivo común: el amor a la Patria, sin ahogar la riqueza que da la diversidad pero sabiendo escucharse y buscando articular fuerzas. Con respecto a los pobres hizo una llamada a incluirlos pero sin usarlos desde una mirada ideológica. Se puede caer en decir que se están haciendo cosas por el pueblo pero sin contar con él. Por el contrario, a los pobres hay que valorarlos en su bondad propia y estar dispuestos a aprender de ellos en humanidad, en bondad, en sacrificio, en solidaridad. Y esto es más claro para los cristianos porque nuestra fe nos dice que en los pobres vemos el rostro y la carne de Cristo. Ante la necesidad de generar crecimiento económico no se debe olvidar que este siempre ha de tener rostro humano. La economía no puede sacrificar vidas humanas en el altar del dinero y la rentabilidad. Siempre ha de buscarse el bien de las personas y, especialmente, de los más pobres.

La misa en el Campo Grande de Un Guasú habló de las actitudes que Jesús pide para sus discípulos que algunos consideran exageradas o absurdas pero que, por el contrario, son la cédula de identidad del cristiano. Basándose en la cita de Mc 6, 8-11 invita a no llevar para el camino más que un bastón; no hace falta llevar pan, ni alforja, ni dinero. Pero además de esto hay una actitud que debe caracterizar a todo cristiano: la hospitalidad. Ser capaces de hospedar, de alojar. El discipulado no es para sentirse poderoso, dueño, jefe, cargado de leyes y normas. El discípulo ha de transformar comenzando por su propio corazón y el de los demás. La misión no consiste en miles de programas y estrategias sino en seguir la lógica del evangelio que va por la línea del alojar, del hospedar.  Y ¿a quienes? Al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al preso, al leproso, al paralitico. Hospedar a los que no piensan como nosotros, a los que han perdido la fe. Hospitalidad con el desempleado, el perseguido, el de culturas diferentes.

En el encuentro con los jóvenes en la costanera, dejo el discurso que tenía preparado y respondió con espontaneidad las preguntas que le habían hecho. Se refirió a la libertad. Y a que los jóvenes puedan conocer a Jesús para que tengan esperanza y fortaleza capaces de vivir las Bienaventuranzas que son el plan de Jesús para nosotros. Finalizó diciendo que un sacerdote le dice que él manda a los jóvenes a hacer lío y luego los sacerdotes son los que tienen que arreglar el lío. Pero el Papa les volvió a decir: hagan lío pero arreglen después el lío que hacen. Un lío que les dé un corazón libre, solidario, con esperanza.

Muchos otros aspectos podrían relatarse y, seguramente, otras síntesis pueden ser más completas. Pero a lo largo de estas palabras se percibe “sabor a evangelio”, “a los preferidos del reino”, desde este estilo latinoamericano acostumbrado a la calidez, la sencillez, la espontaneidad y la conciencia de ser pueblos con ansias de libertad y de transformación, desde una fe profunda, que por gracia del Espíritu, el Papa Francisco está testimoniando desde su voz profética y audaz y su actuar coherente con la misión que Jesús nos encomienda.

viernes, 12 de junio de 2015


Que los sacramentos nos conecten con la realidad social

La vida sacramental constituye la posibilidad de manifestar y realizar la experiencia de encuentro con el Señor, su presencia real entre nosotros. Sin embargo, la vivencia de los sacramentos se ha quedado, muchas veces, en una experiencia de cumplimiento, en un evento social o en un rito vacío que casi no dice nada a los que en él participan.

Y no debería ser así porque los sacramentos tienen una riqueza inagotable que la vida cristiana tendría que saber vivir. Por una parte, todo lo concerniente a lo simbólico y estético, conecta perfectamente con esas dimensiones tan propias del ser humano. De hecho, hoy en día, se ve la proliferación de almacenes donde venden velas, inciensos y otros símbolos que la gente adquiere, bien para llenar de paz y armonía sus viviendas o lugares de trabajo o para realizar rituales que buscan paz, relajación, tranquilidad, conexión con la creación, liberación de energías negativas, etc.

Pero cinco siglos de evangelización en América parecen no haber servido para conectar lo religioso con lo antropológico y cuando la gente participa de un bautismo o una confirmación o cualquier sacramento, los símbolos allí usados, parecen cosas externas que dicen muy poco a los que lo están celebrando.

Pero más cuestionador aún es la dimensión profunda del encuentro con el Señor que se realiza en cada sacramento. Ahí se hace presente el mismo Cristo. Su gracia se hace efectiva porque lo divino irrumpe en lo humano, llenándolo de esa presencia del Dios encarnado en nuestra historia. Los sacramentos son para transformar nuestra humanidad, nuestra vida. No son para sacarnos de la historia humana sino para hacer presente a Dios en ella. Sin embargo, hay mucho culto vacío, mucha liturgia alejada de la realidad, mucha distancia entre esa presencia divina y el compromiso transformador en la historia.

Una pregunta interpelante es, por ejemplo, con respecto a la celebración eucarística a la que los católicos practicantes acuden cada domingo: ¿Esta celebración ha incorporado de algún modo, el drama del conflicto armado que ha vivido Colombia, los más de 5 millones de desplazados y todos los esfuerzos por construir la paz que se vienen haciendo? Después de este encuentro dominical ¿los cristianos salen con el compromiso de seguir trabajando por la paz?

No parece alentadora la respuesta porque las eucaristías colombianas podrían celebrase en cualquier otro lugar y nadie notaría la diferencia. Son tan poco impregnadas de realidad social que en lugar de alentar el compromiso parece que alejan de este. Claro que no es de extrañar si, por ejemplo, los cantos que acompañan la liturgia hablan de “ángeles” y no de los “seres humanos que sufren a nuestro alrededor”, si dicen que las “almas se elevan” y el “infierno se asusta”, cantos alegres sí y con música fácil de seguir, pero con letras que no nos recuerdan el drama de millones de colombianos por causa del conflicto armado y otras realidades que agobian a nuestro pueblo.

Es verdad que no se puede generalizar y siempre hay presencia comprometida en ciertos lugares y liturgias capaces de encarnarse en la realidad que vivimos. Pero abunda también el miedo de lo que llaman “politizar la religión”. La Eucaristía no es una reunión de análisis social, es verdad, pero la eucaristía sin estar tocada por la vida, se queda en un rito vacío. Y en Colombia lo que vivimos desde hace más de cinco décadas, no puede dejar de estar presente en la eucaristía ni en ningún otro aspecto de la vida cristiana. De cada celebración eucarística tendría que salir ese ánimo renovado porque la paz sí es posible, porque la reconciliación se puede lograr, porque la esperanza no decaiga. Tendría que alimentar ese amor capaz de perdonar y construir un nuevo comienzo. En una nación polarizada por las diferentes formas de alcanzar la paz, los cristianos tendrían que poner esa cuota de misericordia y reconciliación que todo proceso de paz requiere. Revisemos nuestra vida sacramental y preguntémonos si la falta de conexión con la vida real no es lo que aleja a tantos comprometidos socialmente con la paz de nuestras iglesias porque no encuentran en ellas el gesto profético y la acción transformadora.

domingo, 10 de mayo de 2015


Y a imagen de Dios los creó: varón y mujer los creó”

El mes de mayo nos remite a hablar de las madres y, por tanto, a hablar de las mujeres. Claro que a veces, los varones se quejan: ¿y cuándo es el mes de los varones? Y lo mismo dicen el 8 de marzo cuando se conmemora el día de la mujer: ¿y cuando es el día del hombre? Pero atención: es que hablar de la mujer no es gratuito. Supone reconocer la condición de subordinación a la que ellas han estado sometidas durante siglos y los intentos, ya no tan recientes, pero sí tan necesarios, de seguir creando conciencia para cambiar esa situación, trabajando porque los imaginarios y las prácticas reflejen el designio creador de Dios: “Y creo Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1, 27).

En efecto, este texto del Génesis refleja esa igualdad fundamental entre varón y mujer. Los dos son imagen de Dios. Si pudiéramos decirlo de otra manera: varón y mujer son la imagen de Dios (no uno solo, sino los dos). Pero bien sabemos que este texto no ha sido el más invocado a la hora de hablar de la creación del ser humano por Dios, sino el de Génesis 2, 20-25 en el que se relata que la mujer fue formada de la costilla de Adán. Este último texto ha sido tomado al pie de letra y esto ha contribuido a fomentar la subordinación de la mujer, o su papel secundario, o su ser “complemento” del varón.

Por poner algún ejemplo –de los muchos que se podrían invocar- miremos la letra de una canción que explícitamente retoma este texto: “Azuquita pal Café”. A grandes rasgos la letra dice lo siguiente: “de la costilla de Adán Dios hizo a la mujer y le regaló a los hombres un huesito pa’roer (…) que inspirado el Creador cuando hizo a la mujer (…) y trajo al mundo esa miel, ese debe ser su nombre y le regaló a los hombres azuquita pa´l café”.  O sea el varón es el café, lo completo, lo importante, lo reconocido, lo que se ve, y la mujer el complemento: el azúcar para endulzar la vida del varón. Eso dice la canción pero bien conocemos la tradición machista que ha acompañado nuestra sociedad y, sobre todo antes, el deber de la mujer era “estar en casa para cuando el marido llegara, atenderlo y complacerlo, porque él era el protagonista y la mujer la encargada de hacerle la vida mejor”. Hoy en día las cosas van cambiando pero de manera lenta y aún no acertamos en expresar bien esta realidad. Por ejemplo las mujeres dicen: “mi marido me colabora mucho en la casa”. ¿Colabora? Eso no es suficiente. Tendría que ser “los dos se encargan de la casa, porque es de ambos, los dos realizan el trabajo de manera equitativa, porque la vida de familia es tarea y responsabilidad de los dos”.

Pero en fin, pensando en las madres ¿qué imaginarios seguimos teniendo de su realidad personal? ¿ella es el centro de la casa y se celebra su día por su dedicación al hogar y su estar siempre disponible para todos? O ¿se trabaja porque ella pueda realizarse a nivel personal, ser ella misma, antes que ser la madre, esposa, abuela, hija, tía… todos esos roles que de no cumplirlos parece que desdicen de su misión fundamental en la vida? Hay muchos temores frente a una nueva manera de ser mujer. Se teme que la familia se acabe si ella no se dedica las 24 horas del día a sus hijos y esposo. Se cree que desarrollarse en una profesión la descentra de su vocación fundamental a la maternidad. Se le sobrecarga con responsabilidades e imperativos que desde pequeña la cohíben de sentirse protagonista y la hacen situarse “detrás de los grandes hombres”, “al servicio de sus familias”, “en los trabajos y responsabilidades que suponen más cuidado, dedicación y entrega”.

No estamos proponiendo que la mujer pierda lo que culturalmente la ha ayudado a ser más dedicada y generosa con los suyos. Pero sí que junto a eso, sea capaz de valorarse más y vivir no como “complemento” de nadie sino que viva su vocación de imagen de Dios en igualdad con los varones. Volver sobre este tema en el mes de las madres no es un capricho. Es un compromiso de amor con todas las madres para que ese don inestimable de dar la vida se celebre desde una integralidad personal que no admita ningún tipo de discriminación, subordinación o infravaloración por su condición de mujer.

viernes, 8 de mayo de 2015



San Romero de América: Júbilo para la Iglesia del Continente


Este mes es un mes grande para la iglesia latinoamericana y, especialmente, para la iglesia de El Salvador. Uno de sus hijos, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, será beatificado el 23 de mayo y, de esa manera, reconocida oficialmente (porque para el pueblo creyente ya lo era desde antes) la calidad de su vida, la profundidad de su testimonio, el significado de su martirio.


Pero ¿quién era Monseñor Romero? Nos hacemos esta pregunta porque lamentablemente la iglesia “de los pobres y para los pobres” (como el papa Francisco ha vuelto a designarla desde el inicio de su pontificado) ha sido perseguida, silenciada y, muchas veces, calumniada. Por eso, tal vez, muchos cristianos no conocen muy de cerca la figura de Romero y/o han oído algo de él de manera distorsionada.


Monseñor Romero fue nombrado Obispo en 1970 y Arzobispo de San salvador en 1977 sin  presentir el cambio existencial que él daría a su ministerio y por el cual “se ganaría la muerte”. De ser un Arzobispo situado en el nivel social que, lamentablemente, la iglesia ha consolidado, muchas veces, para sus ministros (una autoridad que comparte con las otras autoridades civiles los títulos, los honores, el protocolo, la prestancia social) pasó a ser, explícitamente, un Obispo “del lado de los pobres”. El hecho desencadenante de la orientación de su ministerio fue el asesinato –junto a dos campesinos- del padre Rutilio Grande, S.J. Este sacerdote llevaba cuatro años trabajando en la parroquia de Aguilares, totalmente comprometido con los campesinos de esa zona y fue asesinado por ese trabajo de organización y resistencia. Monseñor Romero convocó para su funeral, a una “misa única”, indicando con esto una iglesia unida en torno al compromiso con los pobres y dispuesta a defenderlos de los sistemas injustos.


Su talante profético se expresaba en su convicción de que, ante la realidad, no se puede ser neutro. Se está a favor de la vida o de lo contrario, se convierte uno en cómplice de la muerte de muchos seres humanos. El sentía que la pobreza extrema de los campesinos tocaba el corazón de Dios y por eso hablaba claro frente a los estamentos de su país: “A los ricos les dijo: “La oligarquía está desesperada y está queriendo reprimir ciegamente al pueblo”. A los militares: “Cese la represión”. Al gobierno: “¿Dónde están las sanciones a los cuerpos de seguridad que han hecho tantas violencias?”. A los medios de comunicación: “Falta en nuestro ambiente la verdad. “Sobra quienes tienen su pluma pagada y su palabra vendida”. Al gobierno de Estados Unidos: “Estamos hartos de armas y de balas. El hambre que tenemos es de justicia, de alimentos, de medicinas, de educación”[1].


No menos profético fue con la autocrítica frente a la misma iglesia cuando ésta se orientó hacia “unos intereses económicos a los cuales lamentablemente sirvió, pero que fue pecado de la Iglesia, engañando y no diciendo la verdad, cuando habría que decirla”. Cuando prostituyó la religión: “La misa se somete a la idolatría del dinero y del poder cuando se usa para cohonestar situaciones pecaminosas... Y lo que menos importa es la misa, y lo que más importa es salir en los periódicos, hacer prevalecer una convivencia meramente política”. Y elevando a tesis sus denuncias a la Iglesia, dijo lapidariamente: “El cristiano que no quiera vivir este compromiso con el pobre no es digno de llamarse cristiano”.


Detrás de sus palabras está su fe, su coherencia de vida, su amor a los pobres. De ellos decía: “El pueblo es mi profeta”. “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. “Fíjense que el conflicto no es entre la Iglesia y el gobierno. Es entre gobierno y pueblo. La Iglesia está con el pueblo y el pueblo está con la Iglesia. ¡Gracias a Dios!”. “Yo tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su pueblo y, entonces, sí, recibir del pueblo y analizarlo, y -junto al pueblo- hacerlo construcción de la Iglesia”. “Que mi muerte sea por la liberación de mi pueblo”. “Mi vida no me pertenece a mí, sino a ustedes”.


No es de extrañar que esta voz profética fuera silenciada el 24 de marzo de 1980. Pero lo que sí es de extrañar es que no haya una vivencia cristiana más profética en esta realidad latinoamericana donde tantos y profundos problemas nos afectan, especialmente, a los más pobres. Con el reconocimiento oficial de su martirio, la llamada a vivir el compromiso cristiano desde las periferias, desde los más pobres, es inaplazable. Este es un camino querido por Jesús, vivido ya “de hecho” por muchos otros mártires latinoamericanos y, especialmente, por los más pobres que supieron reconocer en Monseñor Romero a un verdadero santo desde el día de su muerte. El sí oficial de la Iglesia a su martirio, solo confirma lo que ya el pueblo había definido. ¡Qué San Romero Mártir, avive nuestra fe, aliente nuestro camino y nos haga profetas del reino en el aquí y ahora de nuestra existencia!


 


 




[1] Palabras recopiladas por el jesuita Jon Sobrino  con ocasión de la celebración del vigésimo aniversario del Martirio de Monseñor Romero (Revista ECA (marzo 2000), Universidad Centroamericana UCA, San Salvador.)

viernes, 10 de abril de 2015


Pascua: tiempo de anuncio y compromiso evangelizador

El tiempo litúrgico de Pascua nos habla de la esencia de la vida cristiana: la experiencia del Resucitado que haciéndose presente en nuestra vida nos invita a entrar en comunión con él y a anunciar su presencia a todos los demás. Esto se ve con claridad en los relatos de resurrección del Nuevo Testamento. El texto de Juan 20, 11-18, por ejemplo, nos presenta la figura de María Magdalena (primera testigo de la resurrección), con quien Jesús establece una dinámica de encuentro personal y envío misionero. Ella no le reconoce por los signos externos -en los que sólo ve vacío y soledad-: “se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”, solo lo descubre cuando se entabla el diálogo personal: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?. El relato dice que al principio lo confunde con el hortelano pero cuando la llama por su nombre: “María” no hay ninguna duda y, por tanto, ella también se dirige a él de manera personal: “Rabbuni” (Maestro). Pero el encuentro no termina allí. Inmediatamente viene la misión que surge de una experiencia a comunicar: “Ve donde mis hermanos y diles que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”.  Y María Magdalena se pone en camino y comunica a sus hermanos lo que ha visto y oído.

Este relato, además de mostrar la dinámica del tiempo pascual, resalta la figura de la mujer como primera destinataria de esta experiencia y encargada de anunciarla. Por la mentalidad patriarcal que nos ha acompañado en la sociedad y en la Iglesia, el protagonismo femenino se ha invisibilizado y solo, en las últimas décadas, se ha tomado conciencia de esta realidad y ha venido cambiando, aunque no sin dificultades. Por eso el Obispo de Roma, Francisco, en su Exhortación Apostólica Evangelli Gaudium (103), no duda en reconocer este hecho y llamar al cambio: “Pero todavía es necesario ampliar los espa­cios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia”.

Ahora bien, en la tarea evangelizadora, no solo falta más protagonismo de la mujer sino de todo el Pueblo de Dios. Muchos católicos son “practicantes” de los sacramentos y celebraciones litúrgicas pero poco comprometidos con el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio. Pareciera que faltara ese “fuego que quema dentro” del que hablaba el profeta Jeremías: “Pero había en mi corazón algo así como un fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo no podía” (20,9). En efecto, el anuncio del Evangelio surge de la experiencia del Resucitado en nuestras vidas. De su gracia y misericordia infinita actuando en nosotros. Si esto no se vive, no hay nada que comunicar porque, como acabamos de relatar, María Magdalena va y cuenta a los discípulos lo que “ha visto y oído”. De igual manera los discípulos de Emaús, vuelven a Jerusalén y al encontrarse con los otros discípulos les cuentan “lo que había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús en la fracción del pan” (Lc 24, 13-35).

El tiempo pascual es un momento propicio para avivar la llama del amor de Dios en nuestros corazones y preguntarnos lo mismo que los discípulos de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” Es tiempo de vivir nuestra propia experiencia pascual para comunicarla con convicción y libertad. Experiencia de Dios que ha pasado, posiblemente, por superar las propias dificultades pero también por sentirnos conmovidos y movidos al compromiso con los demás. De esa toma de conciencia de la acción del Señor en nuestra vida, surge el anuncio sincero de la Buena Noticia del Resucitado: la vida triunfa sobre la muerte, el amor sobre el odio, la justicia sobre la injusticia.

En nuestro país la experiencia pascual no puede ser ajena a la consecución de la paz. Por el contrario, el anuncio del Evangelio va de la mano de nuestro compromiso personal y comunitario por hacerla posible. Es verdad que la paz no es un punto de llegada, ni se consigue por firmar un tratado. Pero sin esto, tampoco se logrará y los colombianos necesitamos mucha apertura de mente y corazón, mucha generosidad y mucho compromiso para optar por el bien común. Que la vida del Resucitado nos haga capaces de anunciar que la paz es posible y que, con la gracia de Dios, podremos alcanzarla.

miércoles, 25 de marzo de 2015


“Ha resucitado y eso les anunciamos”

Siempre será un desafío mantener la vitalidad de nuestra fe y aprovechar todas las oportunidades que el año litúrgico nos ofrece. Por eso ahora que se acerca la Semana Santa es muy importante prepararnos de corazón para celebrarla e intentar que este año marque una experiencia fuerte en nuestra vida. Más aún, la dimensión misionera de la fe nos invita a vivir esta “Iglesia en salida” de la que tanto habla el Papa Francisco, llevando este mensaje central de nuestra fe –el misterio pascual- a todos los que nos rodean.

Es mucho lo que tenemos que comunicar. En un tiempo muy breve –tres días- se encierra toda la grandeza del Dios hecho ser humano en Jesús y de su plan salvífico para la humanidad. En tres días se condensa la vida de quien en su fidelidad a Dios, nos hizo partícipes de la vida divina.

Si seguimos el desarrollo de las celebraciones litúrgicas de este tiempo, comenzamos con el Domingo de Ramos. Aquí se conmemora la entrada de Jesús a Jerusalén mostrando cómo su mensaje de amor y misericordia fue acogido por los pequeños, pobres, enfermos de su tiempo. No eran pocos. La multitud de personas que lo aclamaban, son la multitud de necesitados de cada tiempo que desde su sencillez y carencia se abren con facilidad al misterio de la buena noticia que se acerca y confían en las promesas del quien les anuncia mejores tiempos. Pero, los poderosos, ven en peligro sus intereses y no dudan en buscar medios para acabar con quien propone la inclusión, justicia e igualdad para todos. Ellos no quieren perder su poder y privilegios. Y, en tiempos de Jesús, como en nuestro tiempo, se confabulan para darle muerte y con el poder que ostentan, consiguen su objetivo.

Jesús presiente su muerte. No es ingenuo ante los poderes de este mundo y conoce bien que su mensaje de amor, molesta a algunos, hasta el punto de querer matarlo. Pero él no va a esconderse de ellos. Por eso el Jueves Santo recuerda el lavatorio de los pies, como gesto de los valores del reino: servicio y entrega de toda la vida. Jesús sirve a sus discípulos como el menor entre ellos e invita a que ellos sean así unos con otros. No habla de privilegios o poderes. Muestra con sus gestos el camino del discípulo. Y el culmen de ese misterio del Reino es la entrega de la propia vida. Jesús se hace pan para el mundo, se queda para siempre con los suyos, se parte y se reparte para ser alimento de la humanidad. Lavatorio de los pies e institución de la Eucaristía, nos hablan del reino de Dios vivido y llevado a su plenitud por Jesús, en su vida histórica.

En el Viernes Santo nos enfrentamos al misterio del mal y del dolor que golpea la historia humana y que tantas veces nos hace preguntarnos: ¿Dónde está Dios mientras suceden tantos sufrimientos inhumanos? El mismo Jesús lanzó una pregunta legítima y coherente con quién se toma en serio la historia y se compromete con ella: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). En este día, por tanto, conmemoramos el misterio de la cruz con todo lo que ella tiene de doloroso. A Jesús lo crucifican como cualquier malhechor y sobran improperios y burlas frente a él. Pero no falta la fidelidad de las mujeres –discípulas auténticas del reino- y de algunos otros, que allí junto a la cruz, reconocen el amor de Dios, hasta la entrega de la propia vida. Es así como el Centurión romano exclamó: “Verdaderamente este era Hijo de Dios” (Mt 27,54). Mateo relata la muerte de Jesús con todo el dramatismo que ella conlleva: “Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo y la tierra tembló y las rocas se partieron, y se abrieron los sepulcros…” (Mt 27, 50-52).

Ahora todo es silencio y soledad. Por eso, el Sábado Santo, de alguna manera recoge esa experiencia, recordando la soledad de María, su dolor ante su Hijo muerto. Pero no pasa mucho tiempo para que se venza la negatividad de la historia. Dios tiene la última palabra y ella se impone por encima de los poderes del mundo.

El domingo, muy de madrugada, nos relata el evangelio, María Magdalena fue al sepulcro y vio quitada la piedra. Se convierte así en la primera testigo de la Resurrección, quien le comunica a Pedro y al otro discípulo que Jesús no está en el sepulcro. Ellos corren a comprobar lo dicho por la mujer y efectivamente lo confirman. Pero María permanece en el sepulcro y tiene la gran alegría del encuentro con el Resucitado: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Y ella responde: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Entonces Jesús la llama por su nombre: “María” y ella le reconoce como el “Maestro”. Comienza así la aventura de la misión, el compromiso del anuncio: “Ve a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Y María fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y lo que le había dicho” (Cf. Jn 20, 1-18).

La Pascua es, por tanto, el momento cumbre de nuestra experiencia de fe, allí donde la vida de Dios resplandece en el Resucitado que nos comunica su vida ya, en este tiempo presente, abiertos siempre a la plenitud de su consumación cuando “Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28).

La misión surge de la experiencia del Resucitado y tiene como objetivo anunciar al Resucitado. No sólo con palabras sino con toda la vida. El desafío es vivir como “resucitados”, es decir, haciendo lo que Jesús hacía, amando como Él lo hacía, respondiendo a las necesidades de nuestro tiempo como él lo hacía en el suyo.

Celebrar la Semana Santa, por tanto, es sumergirnos en este misterio de la muerte y la resurrección del Señor para anunciarlo y testimoniarlo con la misma fuerza y audacia de todos los que nos han precedido abriendo caminos misioneros que hoy, nos corresponde a nosotros, recorrerlos.

jueves, 19 de febrero de 2015


Convertirnos personal y comunitariamente a la sencillez del Evangelio
Algunas personas quedan inquietas con la manera espontánea y coloquial con la que el Obispo de Roma, Francisco, responde a las preguntas que le hacen. Les parece que no es “digno” de un pontífice responder con palabras tan corrientes y temen que esas expresiones cambien la doctrina. Esto sucede porque nos habíamos acostumbrado a un ambiente eclesial tan formal y rígido, que se nos ha ido olvidando la sencillez de Dios, la alegría, la fiesta, la espontaneidad, como aspectos innatos a la vida cristiana, como expresiones genuinas de la fe que profesamos.
En la liturgia también se ve esa rigidez y esa manera de concebir a Dios. Bien sea que llore un niño, que la música sea muy alegre o que alguien venga vestido de manera “inadecuada” -según algunos-, para que los asistentes, comiencen a invocar que se “irrespeta” la casa de Dios, que no se mantiene el decoro debido a tal acto sagrado. Y algunos presbíteros “detienen” la misa hasta que, por ejemplo, la mamá logra callar a su niño o se sale del templo para evitar ese llanto que parece molestar a Dios.
Lógicamente todo acto comunitario necesita un mínimo de orden para llevar una secuencia y conseguir su finalidad. Pero esto no debería ser lo más importante sino considerarlo un medio que ayuda pero sin perder la apertura a la vida, a la alegría, a la realidad de lo humano. Con seguridad, a Jesús no le molesta el llanto de un niño. Más aún, sería capaz de detener la liturgia para tomarlo en sus brazos y disfrutar con su presencia.
Es importante para la vida cristiana, recuperar la normalidad de las expresiones, la frescura de la espontaneidad, la sencillez del evangelio. Nuestras liturgias muchas veces, más que solemnes, son tristes. Y, tal vez, por eso, resulta tan atractivo para algunas personas, participar de otros cultos donde es posible la expresión de los propios sentimientos. Estamos en mora de ser cristianos alegres, creyentes “normales”, comprometidos con todo lo humano –mediación donde se vive la fe y se da testimonio de ella-.
Es posible que la frescura y novedad que ha traído el Papa Francisco se quede en actitudes suyas sin que interpelen las nuestras. Que el aire nuevo que de alguna manera se ha sentido con sus gestos y palabras pase a ser una manera propia de su personalidad y no modifique la nuestra. Por eso es tan importante insistir en la propia conversión para esta renovación eclesial que necesitamos.
¿Qué ha cambiado en nuestra vida en estos últimos tiempos? ¿Estamos haciendo vida la “alegría” del Evangelio –programa que el Papa señaló en su Encíclica-? ¿Buscamos ser una Iglesia más sencilla, más pobre, más comprometida con los últimos, más desprendida de los títulos honoríficos, más centrada en la misericordia? ¿Nos sentimos más inmersos en la realidad eclesial, atentos a su caminar, buscando más y mejores renovaciones?
Cada uno tendrá que dar su respuesta personal pero también tendrá que mirar su propia comunidad, allí donde participa en la liturgia, para responder con sinceridad, manteniendo los cambios que se hayan dado pero también reconociendo los estancamientos, la rutina, la inmovilidad que tantas comunidades padecen.
El conocido evangelio de poner “el vino nuevo en odres nuevos” (Mc 2, 22) nunca ha tenido tanta actualidad como ahora donde la urgencia de renovación eclesial se ha hecho explicita y no podemos dejar pasar esta oportunidad. Son legítimos los temores ante lo distinto y también es difícil cambiar lo que “siempre se ha hecho así”. Eso dará seguridad pero no traerá la novedad del Evangelio: “Buena Noticia” que alegra y desinstala, que llama y compromete, que saca de sí mismo y nos invita a proponer nuevos caminos.
El tiempo de cuaresma en el que ya nos encontramos, es propicio para la conversión y el cambio. Que este año pueda significar no solo una conversión personal sino también eclesial. Nuestra iglesia puede ser más atrayente y audaz. Más solidaria y pobre. Más comprometida con la justicia y la denuncia social. Más comunidad y menos estructura. Libre de los honores y poderes de este mundo para hacerse servidora y misericordiosa. Como dijo el Papa en la Evangelii Gaudium 25 “Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve una ‘simple administración’. Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un ‘estado permanente de misión.