Que los sacramentos nos conecten con la realidad social
La vida sacramental constituye la
posibilidad de manifestar y realizar la experiencia de encuentro con el Señor,
su presencia real entre nosotros. Sin embargo, la vivencia de los sacramentos
se ha quedado, muchas veces, en una experiencia de cumplimiento, en un evento
social o en un rito vacío que casi no dice nada a los que en él participan.
Y no debería ser así porque los
sacramentos tienen una riqueza inagotable que la vida cristiana tendría que
saber vivir. Por una parte, todo lo concerniente a lo simbólico y estético,
conecta perfectamente con esas dimensiones tan propias del ser humano. De hecho,
hoy en día, se ve la proliferación de almacenes donde venden velas, inciensos y
otros símbolos que la gente adquiere, bien para llenar de paz y armonía sus viviendas
o lugares de trabajo o para realizar rituales que buscan paz, relajación,
tranquilidad, conexión con la creación, liberación de energías negativas, etc.
Pero cinco siglos de
evangelización en América parecen no haber servido para conectar lo religioso
con lo antropológico y cuando la gente participa de un bautismo o una
confirmación o cualquier sacramento, los símbolos allí usados, parecen cosas
externas que dicen muy poco a los que lo están celebrando.
Pero más cuestionador aún es la
dimensión profunda del encuentro con el Señor que se realiza en cada
sacramento. Ahí se hace presente el mismo Cristo. Su gracia se hace efectiva
porque lo divino irrumpe en lo humano, llenándolo de esa presencia del Dios
encarnado en nuestra historia. Los sacramentos son para transformar nuestra
humanidad, nuestra vida. No son para sacarnos de la historia humana sino para
hacer presente a Dios en ella. Sin embargo, hay mucho culto vacío, mucha
liturgia alejada de la realidad, mucha distancia entre esa presencia divina y
el compromiso transformador en la historia.
Una pregunta interpelante es, por
ejemplo, con respecto a la celebración eucarística a la que los católicos
practicantes acuden cada domingo: ¿Esta celebración ha incorporado de algún
modo, el drama del conflicto armado que ha vivido Colombia, los más de 5
millones de desplazados y todos los esfuerzos por construir la paz que se
vienen haciendo? Después de este encuentro dominical ¿los cristianos salen con
el compromiso de seguir trabajando por la paz?
No parece alentadora la respuesta
porque las eucaristías colombianas podrían celebrase en cualquier otro lugar y
nadie notaría la diferencia. Son tan poco impregnadas de realidad social que en
lugar de alentar el compromiso parece que alejan de este. Claro que no es de
extrañar si, por ejemplo, los cantos que acompañan la liturgia hablan de
“ángeles” y no de los “seres humanos que sufren a nuestro alrededor”, si dicen
que las “almas se elevan” y el “infierno se asusta”, cantos alegres sí y con
música fácil de seguir, pero con letras que no nos recuerdan el drama de
millones de colombianos por causa del conflicto armado y otras realidades que
agobian a nuestro pueblo.
Es verdad que no se puede
generalizar y siempre hay presencia comprometida en ciertos lugares y liturgias
capaces de encarnarse en la realidad que vivimos. Pero abunda también el miedo
de lo que llaman “politizar la religión”. La Eucaristía no es una reunión de
análisis social, es verdad, pero la eucaristía sin estar tocada por la vida, se
queda en un rito vacío. Y en Colombia lo que vivimos desde hace más de cinco
décadas, no puede dejar de estar presente en la eucaristía ni en ningún otro
aspecto de la vida cristiana. De cada celebración eucarística tendría que salir
ese ánimo renovado porque la paz sí es posible, porque la reconciliación se
puede lograr, porque la esperanza no decaiga. Tendría que alimentar ese amor
capaz de perdonar y construir un nuevo comienzo. En una nación polarizada por
las diferentes formas de alcanzar la paz, los cristianos tendrían que poner esa
cuota de misericordia y reconciliación que todo proceso de paz requiere. Revisemos
nuestra vida sacramental y preguntémonos si la falta de conexión con la vida
real no es lo que aleja a tantos comprometidos socialmente con la paz de nuestras
iglesias porque no encuentran en ellas el gesto profético y la acción
transformadora.
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