jueves, 26 de octubre de 2017


La presencia de las mujeres en los orígenes del cristianismo


La necesidad de incorporar plenamente a las mujeres en la vida eclesial no es una moda pasajera o una idea que se les ocurrió a algunas mujeres “desestabilizadoras” de los roles que tradicionalmente se han atribuido a cada sexo. Es una exigencia evangélica y está fundamentada en los orígenes del cristianismo. Lo que sucedió es que circunstancias culturales y sociales fueron ahogando la praxis original del movimiento de Jesús y esa experiencia se fue transmitiendo cargada de sesgos sexistas. Hoy en día, el trabajo de la teología que subraya la participación de la mujer, está contribuyendo a recuperar esos orígenes y a mostrar la urgencia de cambiar esa mentalidad.

Entre muchos ejemplos que se podrían señalar, recordemos la figura de María Magdalena  a quien se le ha recordado más como pecadora que por haber sido la “primera” testigo de la resurrección del Señor. No es que esto último se haya negado -ya que los cuatro evangelistas lo testimonian-, pero no se le ha dado el reconocimiento que merece y mucho menos se han tenido en cuenta las consecuencias que de eso se derivan.

¿Cómo pudo suceder esto? Para responder es preciso acercarnos al texto bíblico y entender cómo se fue invisibilizando la figura de las mujeres. Siguiendo uno de los escritos de Carmen Bernabé –reconocida biblista española- podemos ver, por ejemplo, como el evangelista Lucas relativiza ese papel protagónico de María Magdalena y, en contraposición, destaca la figura de Pedro. Para destacar a Pedro, Lucas incluye textos que sólo aparecen en su evangelio como la llamada personal a Pedro (5,1-11), su protagonismo en la pesca milagrosa (5,4-7) y en la preparación de la cena pascual (22,8). Además lo encarga de sostener en la fe a los otros discípulos (22,31-32) y omite datos que aparecen en los otros evangelios pero que podrían oscurecer su figura, como por ejemplo, cuando Jesús le dice: “Apártate de mí Satanás”.  

En cambio, a la hora de escribir sobre María Magdalena, Lucas disminuye su importancia. Su calidad de discípula es ambigua (8,1-3), su rasgo de testigo de la muerte de Jesús es difuminado al introducir en esa escena a todos los conocidos de Jesús (23,49), el ángel en el sepulcro les anuncia a las mujeres que Jesús ha resucitado pero no las envía a anunciar esta noticia a los discípulos y, por el contrario, introduce la figura de Pedro entrando al sepulcro para con su autoridad dar fe de lo que dicen las mujeres (24, 12) y agrega que cuando las mujeres llegan a contarle a los discípulos que Jesús ha resucitado, creen que están diciendo desatinos (24,11). En el libro de Hechos, Lucas omite su nombre en la escena de Pentecostés (1,14) y ya no la menciona más a lo largo del libro.

Muchos otros trabajos bíblicos -muy bien realizados-, aportan muchos otros elementos que recuperan la presencia de las mujeres en la comunidad de Jesús. Y son estos aportes los que van cambiando nuestra percepción del papel de las mujeres en la iglesia. Pero se necesita más empeño en conocerlos y mucha autenticidad para ser coherente con ellos. Ésta no es una responsabilidad de unos pocos. Todo el Pueblo de Dios ha de buscar una formación sólida -acorde con los avances actuales- y los medios adecuados para transformar nuestra iglesia. En este empeño, no temamos “volver a los orígenes”. Por el contrario, alegrémonos de estar “a tiempo” de parecernos más a la Iglesia de Jesús y de mostrar con el “discipulado de iguales” –expresión acuñada por otra reconocida biblista norteamericana, Elisabeth Schüssler Fiorenza- que nuestra iglesia es una verdadera comunidad donde el reconocimiento de la igualdad entre varones y mujeres es una realidad. Falta mucho para lograrlo, pero vale la pena seguir trabajando por ello.

jueves, 19 de octubre de 2017

La misión como diálogo


Nuevamente celebramos el mes de las misiones.Pero, ¿cómo hablar de “misión” en este nuevo contexto de pluralismo religioso? No podemos renunciar a afirmar la centralidad de Jesucristo como único mediador entre Dios y los seres humanos, como causa y motivo de nuestra salvación. Sin embargo, el nuevo contexto nos exige replantear la manera de ofrecer la Buena Noticia del reino y nos señala la urgencia de dar testimonio de comunión con las demás confesiones de fe, evitando rivalidades y descalificaciones mutuas que contradicen el mensaje que se anuncia.

Por este motivo, proponer el diálogo como horizonte de misión, puede ser un camino adecuado para continuar esta tarea y obtener mejores frutos. Por diálogo estamos entendiendo el ofrecer un anuncio a los demás pero estar dispuestos a recibir lo que también ellos nos ofrecen. Es creer que los otros pueden enseñarnos y que son también depositarios de la revelación divina que no cesa de esparcir sus semillas de gracia en todas las culturas y entre todos los pueblos.

Ahora bien, esa actitud de diálogo no es fácil de poner en práctica. Estamos muy acostumbrados a creernos poseedores de la verdad e incluso, a pensar que, no creernos así, es traicionar el mensaje divino porque consideramos que este es verdadero y no puede ponerse en cuestión de ninguna manera. Visto desde Dios, sin duda es así. Su plan de salvación, su voluntad divina sobre la humanidad, es una y para siempre. Pero visto desde nuestra captación y nuestra realidad histórica, siempre es un aproximarnos a ella, un comprenderla cada vez mejor, un aceptarla con más profundidad y plenitud. Por eso nuestras palabras, comprensiones y anuncios van condicionados por nuestra limitación personal y, en ese sentido, siempre estamos en camino y con necesidad de enriquecer nuestra propia visión con lo que los demás nos aportan.

Hoy el pluralismo religioso nos está ayudando a ser conscientes de que Dios supera incluso nuestras instituciones religiosas y, por eso, su presencia trasciende nuestras propias fronteras. Y ahí es cuando se impone el diálogo y el enriquecimiento mutuo. Nos damos cuenta de que podemos ampliar nuestras propias visiones y es posible confrontar nuestras prácticas para discernir cuáles pueden resultar más pertinentes. Con una actitud de diálogo se hace más fácil buscar caminos de comunión para ir tras el Dios vivo que sale a nuestro encuentro por muy distintos e inesperados caminos.
Entender la misión como diálogo no significa que abandonemos el mensaje que se anuncia sino que se ofrezca con gratuidad y libertad para que sea acogido cuando los destinatarios lo consideren pertinente. De alguna manera es vivir realmente la hermosa parábola del sembrador que siembra la semilla con generosidad pero sea “que se levante o sea que se acueste, la semilla crece por sí sola sin que él sepa cómo y así la tierra va dando fruto por sí sola: primero el tallo, luego la espiga y después el grano lleno en la espiga” (Mc 4, 26-28).

Definitivamente el reino es don de Dios y no depende del esfuerzo humano. Por eso la misión no surge de la autosuficiencia de creer que podemos llegar y transformar la realidad sino que se alimenta de la confianza puesta en el “dueño de la mies” (Lc 10,2) que nos envía al encuentro de los demás para vivir y sentirnos su pueblo. Y lo que interesa es ir realizando esa comunidad de hermanos y hermanas que acoge las diferencias y se enriquece con ellas y no pretende imponer sus visiones sino sumar y unir fuerzas para garantizar la vida digna para todos y todas. El diálogo ha de atravesar todas las dimensiones de la vida de los que se encuentran en los trabajos de misión: lo social, lo económico, lo cultural y, por supuesto, lo religioso. Todo está allí para ser compartido, enriquecido, transformado en doble vía: de los misioneros a los destinatarios y de estos a los misioneros. Y lo más importante: entender la misión como diálogo da testimonio del Dios revelado en la historia; un Dios que establece un diálogo de amor con su pueblo, una alianza, que supera la relación meramente cultual y se expresa en una verdadera relación de amor: “Tú eres mi pueblo y yo soy tu Dios” (Lv 26,12).

sábado, 14 de octubre de 2017


Santa Teresa de Jesús: mujer y maestra de oración



Hoy 15 de octubre queremos recordar una figura femenina que abrió caminos -no sin sospechas y dificultades- pero que hoy es testimonio de como la historia puede ser distinta. Nos referimos a Santa Teresa de Jesús (o Teresa de Ávila) cuya fiesta celebramos este día. Santa española del siglo XVI (1515-1582), religiosa carmelita, fundadora y reformadora de muchos conventos femeninos y masculinos, gran escritora y, especialmente, maestra de oración y de vida espiritual. Por todo esto y por la santidad de su vida reconocida en 1622, se le concedió el título de “Doctora de la Iglesia” en 1970. Este título se otorga a ciertos santos a los que se les considera maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos. Ha sido otorgado a treinta y tres de los santos de la Iglesia, tres de ellos mujeres: Teresa de Ávila, Catalina de Siena y Teresa del Niño Jesús.

Pero ¿por qué se le concede a Santa Teresa este título y qué significatividad puede tener hoy para nosotros? Como acabamos de decir, porque se reconoce en ella una “maestra” de fe para los cristianos de todos los tiempos.

Ella experimenta a un Jesús vivo, humano con quien se puede entablar una relación de “amistad”. Jesucristo vive, camina, come, trabaja, habla con ella. Por esto, la oración no es una repetición de palabras sino “un encuentro de amistad, muchas veces, a solas con quien sabemos nos ama”. Pero ella no sólo tuvo la experiencia. Supo “entenderla” y, mejor aún, comunicarla a través de sus escritos. Triple movimiento que la hace “maestra” para otros.

Utiliza metáforas, símbolos, comparaciones. Una de éstas es la comparación de la persona con un jardín y la oración con el agua. La persona es un jardín que precisa agua. El agua es la gracia de Dios. La oración es la forma de traer el agua para regar el jardín. Cuando la persona inicia el camino de oración no es otra cosa que traer el agua (la gracia) a su vida. Pero ha de hacerlo con baldes. Hay dificultar para orar. Se precisa esfuerzo. Supone constancia. Pero quien realiza este esfuerzo, avanza en la vida de oración. Es entonces cuando el agua se comienza a traer con poleas. La persona consigue serenidad y paz. Hay gozo interior y recogimiento. Se comienza a “saborear” la presencia divina y su Palabra. La vida de oración continúa creciendo. La comparación entonces es con un río que pasa por el jardín. La persona se mantiene con esa frescura interior que la mantiene en las cosas del Señor. Sale de dentro el amor y el servicio. Se quiere vivir para los demás. Finalmente, la oración es el agua de lluvia que cae cuando quiere y empapa el jardín sin ningún esfuerzo por parte de la persona. Es cuando se reconoce que todo es gracia de Dios y se vive en unión constante con Él.
Esta sencilla enseñanza sobre la oración ha alimentado y posibilitado la vida espiritual de tantos cristianos/as a lo largo del tiempo. Este legado y todas sus otras enseñanzas constituyen lo más importante para recordar en su fiesta. Pero no menos importante es recordar el hecho de que ella fue una “mujer”. Señal inequívoca de que el Espíritu actúa y confía en varones y mujeres y, que todos y todas en la Iglesia, estamos llamados/as a vivir y a comunicar las maravillas que El realiza en cada uno para el bien de todo el Pueblo de Dios.
Foto tomada de: https://i.pinimg.com/736x/18/39/0f/18390f905e42a690b750b47b69b1c1da--santa-teresa-santos.jpg

viernes, 13 de octubre de 2017


La formación teológica y la adultez de la fe

Aumenta el interés de laicos y laicas por la teología y eso es una buena señal. Significa que las personas quieren entender su fe y dar razón de ella. Quieren adquirir madurez espiritual y prepararse para compartir el don recibido. Significa que el rostro eclesial puede cambiar y una iglesia con diversidad de ministerios, reconociendo la igualdad fundamental de todos sus miembros, es posible.

Pero aún falta más empeño e interés por los estudios teológicos. Para muchas personas con tal de que Dios les “sirva” para socorrer sus necesidades, es suficiente. Y aunque nadie puede juzgar y menos negar la fe de quienes sólo mandan celebrar misas por sus difuntos o de los que acuden a santuarios en busca de milagros, bien se puede preguntar, si estas personas están poniendo todo el esfuerzo que amerita el cultivo de una vida de fe y se disponen a crecer en ella, con una formación adecuada a los desafíos del presente. Ahora bien, es bueno reconocer que no se ha cultivado con suficiente fuerza, por parte de la autoridad eclesiástica, la urgencia y necesidad de una formación teológica para el Pueblo de Dios.

Además, a veces, se tiene miedo y reparo frente a la teología. Unos piensan que quien la estudia “pierde” la fe o cae en la “especulación teórica” y se aleja de la vida. Y no faltan los que temen la formación del Pueblo de Dios porque a decir verdad esto lleva a que los “pocos” que saben ya no puedan ostentar el poder del conocimiento y los “muchos” que van aprendiendo exijan reconocimiento a su palabra y valoración de sus contribuciones.

Es cierto que la teología tiene peligros como cualquier realidad humana y no están exentos los teólogos y teólogas de saber mucho y vivir poco. También es verdad que la teología hace “perder” la fe. Pero, ¡atención! hace perder aquella fe infantil, basada en la imagen de un Dios que hace portentos y maravillas y soluciona mágicamente nuestra vida. En realidad la teología, ayuda profundamente a purificar la fe y a colocar al creyente en camino del misterio de la encarnación. Es decir, a descubrir que el Dios cristiano compartió nuestra suerte y nos sigue invitando a seguirlo en nuestra historia.

Por tanto, no hay que temer a la formación teológica. Por el contrario, estamos en mora de propiciarla y favorecerla. Dios quiere nuestro crecimiento a todos los niveles y el “entender” la fe es parte central de nuestro dinamismo humano. La teología no garantiza la fe pero una fe con una formación adecuada hace mucho bien a la humanidad. Eso sí, como todo proceso educativo exige preguntarse dónde, quién, qué orientación, con cuál enfoque. No todas las personas se inscriben en la misma línea de pensamiento pero es deseable que al menos se inclinen por las teologías que respondan más a las preguntas del mundo de hoy.

Y no hace falta esperar a estudiar teología en un centro universitario –aunque es muy deseable-. Se pueden propiciar muchos otros espacios para lograrlo. Sólo hace falta voluntad, determinación e incorporar de una vez por todas en nuestra vida cristiana, el hecho de que la teología no es patrimonio de unos pocos sino exigencia de la adultez en la fe, llamada a dar razón de sí misma en medio de un mundo cambiante y a mostrar con argumentos razonables, su viabilidad en este presente. La teología no tiene todas las respuestas, pero su contribución es invaluable si no queremos quedarnos rezados en el devenir de la historia, propiciando que efectivamente muchos pierdan la fe, no por estudiar teología sino por no encontrar respuestas a sus interrogantes y necesidades actuales.

jueves, 5 de octubre de 2017


Una Iglesia en permanente estado de misión


Una Iglesia misionera fue el sueño de Jesús y es también el de la Iglesia Latinoamericana y Caribeña que en la Conferencia General del Episcopado celebrada en 2007 en el santuario de Aparecida (Brasil), hizo este llamado fuerte a ser una Iglesia “en permanente estado de misión”. Es decir, la Iglesia no está llamada a ejercer una misión sino que ella, en sí misma, es misión (DA 551). Pero ¿Cómo encarnar este deseo? ¿Cómo desprenderse de tantos siglos de estabilidad y seguridad que le ha proporcionado el ser reconocida por el poder civil? El mismo Documento de Aparecida al hacer ese llamado “al estado permanente de misión”, continúa diciendo: “Llevemos nuestras naves mar adentro, con el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas”.

Y es que la misión es desestabilidad, riesgo, audacia, camino, búsqueda. En el pasaje en que Jesús envía a sus discípulos a la misión, les indica lo que supone esa situación: “Vayan proclamando que el Reino de los cielos está cerca. Curen enfermos, resuciten muertos, purifiquen leprosos, expulsen demonios. Gratis lo recibieron; denlo gratis. No procuren oro, ni plata, ni calderilla en sus fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento…” (Mt 10, 7-10).

En otras palabras, la Iglesia es misión porque tiene una Buena Noticia que anunciar y cuando algo se quiere comunicar se necesita salir, llegar más allá de los propios horizontes, atravesar nuevos caminos para que a muchos más les llegue esa Buena Noticia. Y no se hace por voluntad propia o intereses personales, sino porque se recibió gratuitamente y se reconoce la inmensidad de ese don. Pablo, el gran misionero, así lo expresa: “¡Ay de mí si no predico el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Más si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado” (1 Cor 9, 16-17).

Ahora bien la Buena Noticia que se anuncia no es un conjunto de “doctrina” que se comunica a los demás. Esto será un segundo paso. Lo primero, lo esencial, es la actitud de misericordia y compasión, de amor gratuito y generoso –actitudes del mismo Dios para con la humanidad- que Jesús expresa claramente en ese salir al encuentro de las necesidades de los demás y buscar transformar esas situaciones. La Buena Noticia consiste en anunciar que Dios nos ama como somos, desde lo que cada uno es y lo que Él quiere para cada uno es hacernos felices, desarrollar lo mejor de nuestras posibilidades, abrirnos caminos de liberación y esperanza, en toda situación que nos encontremos.

Por eso “una Iglesia en permanente estado de misión” ha de ser una Iglesia capaz de salir al encuentro de las necesidades del mundo, no para reprender y castigar sino para comprender y liberar, no para poner cargas pesadas sobre los hombros –como hacían los fariseos (Mt 23,4)- sino para contagiar -con el testimonio-, la vida de Dios que se nos regala, su amor incondicional y para siempre.

Por supuesto, la Iglesia no es la estructura de los templos, ni su organización jerárquica. La Iglesia somos todos y todas, convocados al seguimiento, de quienes depende, esta conversión a una vida discipular y misionera -como dos caras de la misma moneda-, donde no se puede seguir a Jesús sin anunciarle y se le anuncia porque se le sigue con fidelidad.

En este mes donde se explícita este dinamismo misionero, especialmente, hacia los que no han oído hablar de Cristo, es tiempo propicio para recrear y renovar este aspecto esencial de la vida cristiana. Como lo señala el Documento de Aparecida, “Recobremos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo (…) con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá el mundo actual – que busca a veces con angustia, a veces con esperanza – pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios” (DA 552).