lunes, 22 de febrero de 2021

En cuaresma: purificar nuestras imágenes de Dios

 

El tiempo de cuaresma que estamos viviendo es tiempo de preparación para la Pascua. Recuerda los 40 días de Jesús en el desierto y nos invita a tener también nuestro propio desierto para confrontar nuestra vida cristiana. En el caso de Jesús, los 40 días en el desierto ocurren antes de que comience su vida pública. El texto de Mateo (4, 1-11) nos relata que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu y luego de 40 días de ayuno, se aparece el tentador para hacerle diferentes propuestas. La primera, convertir las piedras en pan; la segunda, lanzarse desde el alero del templo para que los ángeles lo reciban y, la tercera, darle todos los reinos del mundo a cambio de adorarlo. Jesús rechaza cada una de estas tentaciones porque comprende bien que lo que está en juego es la misión que ha de realizar.

Por lo tanto, estas tentaciones son tentaciones frente al mesianismo de Jesús. No suponen las tentaciones del día al día -de las que conocemos por experiencia propia- sino tentaciones frente a la misión que se le ha encomendado. En otros términos, el tentador le propone a Jesús ser un mesías de “poder” demostrándolo con esas acciones que dejarían a los demás sorprendidos o temerosos porque verían que puede controlarlo todo, menos al mismo Satanás, a quien debería adorar.

El mesianismo de Jesús va por otra vía. Es la vía del servicio, de la misericordia, de lo pequeño, de lo que comúnmente se desprecia, del respeto incondicional al otro. Es la vía de la oferta gratuita (no depende de los méritos propios) y del saber esperar a que la semilla crezca por sí sola (Mc 4, 26-29). Pero este camino mesiánico es incomprendido por los contemporáneos de Jesús y por nosotros. Así lo expresa el evangelista Marcos, cuando Jesús está en la cruz y es ultrajado: “Y los que pasaban por allí le insultaban, menando la cabeza y diciendo: Tú que destruyes el santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz! Igualmente, los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos. También le injuriaban los que con él estaban crucificados” (15, 29-32). Incluso Mateo en el texto de Jesús en la cruz, repite las mismas palabras de las tentaciones (4, 3.6): “Si eres el hijo de Dios” (Mt 27, 40.43). Con estos textos vemos como sus contemporáneos se burlaban de él y le pedían signos extraordinarios.

Pero la comprensión de Jesús de su mesianismo sigue firme. Así como en el desierto supo rechazar las ofertas del tentador, en la cruz también mantiene la fidelidad hasta la entrega de su propia vida. No quiere decir esto, que le fuera fácil. El evangelista nos narra aquellas palabras desgarradoras de Jesús en el momento final de su vida: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,46; Mc 15, 34).

Este tiempo de cuaresma nos lleva también a revisar nuestras propias imágenes de Dios y lo que nos cuesta aceptar al Dios que nos revela Jesús. Muchas veces nos gustaría que fuera ese Dios poderoso que, atendiendo a nuestras peticiones, resolviera “mágicamente” nuestros problemas. Así ha pasado con el coronavirus que, en el fondo, nos ha confrontado con la imagen de Dios que tenemos. Algunos creyentes han invocado a Dios para que “quite”, “termine”, “acabe” con la pandemia. Con estas peticiones se refleja que piensan que Dios puede quitar y poner a su gusto o dependiendo de nuestros rezos. Pero no es así. Dios, coherente con su creación, la ha confiado a nuestras manos y de ahí que la responsabilidad humana no puede evadirse. La pandemia hemos de vencerla a fuerza de ciencia (buscando la vacuna), a fuerza de igualdad (velando por que las vacunas lleguen a todos -cosa que ya se ve que no está siendo posible porque tal y como está organizado nuestro mundo, la salud es un negocio y las farmacéuticas lo encarnan en este momento. Además, en muchas partes del mundo se ven signos de corrupción frente a las vacunas), a fuerza de optar por el bien común (acogiendo todas las medidas que sean necesarias para cuidar la vida, evitando el contagio), a fuerza de solidaridad (repartiendo los bienes para que nadie pasa necesidad).

Y, entonces, ¿para qué rezar o cómo rezar al Dios de Jesús? Precisamente para que nos introduzca en esta lógica del amor fraterno/sororal y seamos capaces de “sintiéndonos en la misma barca” -como dijo el Papa Francisco-, naveguemos juntos hasta que podamos vencer la pandemia. La oración no es una receta mágica para superar la limitación humana o las injusticias que nosotros mismos causamos. La oración es fuerza irresistible para seguir haciendo el bien, sin cansarse, sin doblegarse, sin darse por vencido, sin abandonar la tarea.

Cuaresma es tiempo de conversión, de reflexión, de cambio. Es tiempo de mirar a Jesús y pedirle que nos enseñe a entender su mesianismo. Que nos confronte con las imágenes de Dios que tenemos y las purifique para que, en realidad, sigamos al Dios del Reino. Ese Dios que ama sin límites, ni medida, que ofrece una misericordia infinita, que no excluye a nadie -por ninguna razón-. El Dios que nos hace responsables del mundo en que vivimos y nos pide poner el amor y solidaridad como valor fundamental de nuestra existencia. El Dios que, a pedido de Jesús, en el Evangelio de Juan, nos promete su espíritu “Yo pediré al Padre y les dará otro Paráclito, para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la vedad (…) no los dejaré huérfanos” (Jn 14, 16-18), para sostenernos y ayudarnos en todas nuestras dificultades.

Aprovechemos este tiempo de cuaresma para renovar nuestra fidelidad al Dios de Jesús, preparándonos así a vivir el Misterio Pascual que se hace carne en nosotros en la medida que, como Pablo, podemos desear: “conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Fip 3, 10-11).


lunes, 15 de febrero de 2021

 

Algunos “ayunos” para este tiempo de cuaresma

 

Comenzamos la cuaresma este 17 de febrero con el miércoles de ceniza y la pandemia sigue acompañándonos. Eso quiere decir que los aforos en los templos siguen limitados y ya se vislumbra que las celebraciones de Semana Santa serán muy restringidas. Por lo tanto, hemos de seguir insistiendo en volver a lo esencial y aprender nuevas maneras de vivir los tiempos fuertes de nuestra fe.

La imposición de la ceniza nos llama a la conversión, actitud que ha de acompañarnos siempre pero que se refuerza en este tiempo litúrgico. Anteriormente, al imponer la ceniza se decía “polvo eres y en polvo te convertirás” pero ahora se dice: “conviértete y cree en el evangelio”. Sin embargo, lo que se decía antes nos confronta más con lo que vivimos actualmente: estamos palpando la fragilidad de nuestra condición humana, lo limitado de nuestra vida y lo que nunca habíamos imaginado -la pandemia-, nos ha desinstalado en muchos sentidos y no solo a nivel personal sino también a nivel global. Ahora bien, esta realidad cruda, dura, difícil, no la vivimos en un túnel sin salida, sino por el contrario: desde la fe, creemos que la muerte no tiene la última palabra y esperamos la comunión definitiva con el Dios que resucitó a Jesús y nos regaló su Espíritu. Y mientras llega el día definitivo, saboreamos la vida con Dios en las circunstancias fáciles y en las difíciles, en lo conocido y en lo desconocido, en lo que controlamos y en lo que se escapa de nuestras manos.

Es así como podemos plantear para este tiempo de cuaresma “nuevos ayunos”, que puedan darle sentido y profundidad al tiempo que vivimos. Me atrevo a proponer algunos:

- Ayuno de “religión” para fortalecer la “espiritualidad”. En efecto, lo que interesa es descubrir la presencia divina, entrar en comunión con ella, desplegar nuestra vida desde ese ámbito de trascendencia que hace ver la realidad con los ojos de la fe, la esperanza y el amor. Las religiones han de ser mediaciones para esa experiencia, pero no tienen sentido por ellas mismas, ni la finalidad es preservarlas o hacerlas gloriosas. Bien dice San Pablo en la primera carta a los Corintios: “Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia (…) Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (13, 8-12). En el contexto plurirreligioso que vivimos, esto cada día es más evidente. Mucha gente puede dejar las religiones, pero sigue buscando espiritualidad porque la pregunta por el sentido de la vida y por el bien no deja de resonar en el corazón humano. Con eso no estoy despreciando las religiones, estoy recordando que ellas son medios, valiosos, necesarios y casi imprescindibles para encarnar nuestra fe, pero su valor es alimentar la espiritualidad, en otras palabras, esa vida interior que desea, cultiva y promueve el bien y la bondad, el amor y la justicia. Podemos dejar de asistir al templo por razones tan obvias como preservar la vida, pero nadie nos priva de cultivar la espiritualidad que para los cristianos es reconocer la presencia del Espíritu en la historia que vivimos y atender a sus llamados.

- Ayuno de “celebración sacramental” para fortalecer el “compromiso social”. Esto ya lo he reflexionado muchas veces en este tiempo. Y bien conocemos que una de las celebraciones bastante concurridas de la Semana Santa es el lavatorio de los pies. Ese gesto es un símbolo transparente del único mandamiento que Jesús considera importante: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” (Mt 22, 36-39). Lavar los pies a los demás es disponerse al servicio, agacharse frente a la necesidad ajena, brindar con generosidad todo lo que se tiene para socorrer a quien lo necesite. Si esto no es una eucaristía “existencial”, no sabemos que contenido puede tener la eucaristía sacramental que el evangelista Juan relata valiéndose, precisamente del pasaje del lavatorio de los pies como contexto de la última Cena (Jn 13, 1-20)

- Ayuno de “seguridades y certezas” para fortalecer el “caminar a la intemperie”. La llamada al seguimiento que hace Jesús a los varones y mujeres en el evangelio supone dejar casa, familia, trabajo, ciudad para subir con Él a Jerusalén (Mt 4, 18-22; Mc 15, 41). Queremos apuntarnos al seguimiento, pero no a las consecuencias que de él se desprenden. Y entre muchas de sus consecuencias está el afrontar lo que cada momento trae y seguir caminando por difícil que parezca. La pandemia nos ha hecho experimentar que hasta la seguridad de un templo y unos ritos se han puesto en crisis. Que incluso el mandato de comulgar “al menos una vez por Pascua” puede no ser posible por segundo año consecutivo. Y ahí es donde se nos invita a seguir ayunando con la certeza de que no faltará el pan del cielo, como no les faltó el maná a los israelitas en el desierto (Jn 6, 28-35).

- Ayuno de “pastorales programadas” para fortalecer la iglesia “en salida”, capaz de una conversión pastoral. Dicha conversión implica, como escribió el papa Francisco en la Exhortación Evangelii Gaudium, una reforma de estructuras que “sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas -las estructuras- se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida” (n. 27). Este puede ser un tiempo propicio para dejar de hacer las cosas como siempre se hacían y proponer otras formas, esas que puedan ser más entendidas por los jóvenes de hoy -grandes ausentes de nuestros templos- y por la gente que incursiona otros campos sociales, culturales, científicos y que no encuentra resonancias de su caminar histórico con los planteamientos, tantas veces caducos, de la pastoral eclesial.

Comencemos cuaresma con esa actitud de conversión real, de quien no teme perder lo de siempre para ganar la presencia del espíritu que siempre hace “nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).

 

 

lunes, 8 de febrero de 2021

 

¿Y hasta cuándo una sola mujer en los espacios sinodales?

 


Hace unos días escuchamos una nueva noticia sobre puertas que se abren para las mujeres en la Iglesia. Son pequeñas, son muy tímidas, pero hay que tener la paciencia histórica hasta que se abran más. Esta vez se refiere al nombramiento de la hermana Nathalie Becquart, como subsecretaria del Sínodo de Obispos, junto con un agustino, Mons. Luis Marín de San Martín. Ella es francesa, religiosa de las Misioneras de Cristo Jesús y ha sido consultora de la Secretaría General del Sínodo de Obispos desde 2019. Según la Constitución Apostólica “Episcopalis Communio” (Francisco, 2018), “El Secretario General y el Subsecretario son nombrados por el Romano Pontífice y son miembros de la Asamblea del Sínodo” (Art. 22§3), es decir, la Hna. Nathalie podrá tener derecho a votar en el próximo Sínodo que se realice.

Esta noticia hay que verla en el contexto de la sinodalidad de la que tanto se está hablando y que el papa Francisco está queriendo impulsar. La sinodalidad, dice Francisco, no es un añadido sino algo “consustancial a la Iglesia”. Sinodalidad significa, “caminar juntos”, laicos/as, pastores y obispos. Según el documento sobre “Sinodalidad” de la Comisión Teológica Internacional (2018) hay diversos niveles de sinodalidad: (1) la iglesia particular (2) Las iglesias a nivel regional (3) La Iglesia universal. En este último nivel se sitúa, la Institución del “Sínodo de Obispos”, creada por Pablo VI en 1965, como una de las herencias del Vaticano II, propiciando la colegialidad episcopal.

Los Sínodos son citados por el Papa para tratar temas que Él considera importantes para la iglesia. Tienen carácter consultivo y, normalmente, una vez finalizado, el Papa escribe una Exhortación postsinodal que expresa el sentir del pontífice sobre lo tratado allí. En el último sínodo, el de Amazonía, además de la Exhortación “Querida Amazonía” el Papa recordó que el sínodo elaboró un “Documento conclusivo” e invitó a leerlo porque expresa mejor lo que sucede en la Amazonía ya que proviene de las personas que conocen la situación mucho más que Él mismo o que la Curia romana (Querida Amazonia, nn. 2-3). Estas palabras son muy importantes, pero me parece que no se le ha dado demasiada importancia a ese documento porque estamos muy acostumbrados a oír solo la voz de la jerarquía y no escuchamos la voz del pueblo.

Los sínodos convocados por Francisco (sobre la familia, los jóvenes y la Amazonia) le han dado importancia a la etapa de consulta y tal vez por eso llegaron propuestas audaces a la sala sinodal. Esto creó la expectativa de que, finalizados estos sínodos, se abrirían puertas a las demandas del “sentir” del pueblo de Dios. Pero no ha sido así. Las Exhortaciones postsinodales tienen afirmaciones muy valiosas, retoman temas muy actuales y se tratan con un lenguaje muy asequible para la mayoría de las personas, pero cambios estructurales no se logran dar.

Por eso se necesita tanta formación para la sinodalidad. En otras palabras, formación para la escucha y el discernimiento. El papa ha insistido a los obispos que escuchen el sentir del pueblo. Así lo expresó en la Episcopalis Communio: “El Obispo, por esto, está llamado a la vez a caminar delante, indicando el camino, indicando la vía; caminar en medio, para reforzarlo en la unidad; caminar detrás, para que ninguno se quede rezagado, pero, sobre todo, para seguir el olfato que tiene el Pueblo de Dios para hallar nuevos caminos. Un obispo que vive en medio de sus fieles tiene los oídos abiertos para escuchar ‘lo que el Espíritu dice a las Iglesias’ (Ap 2, 7) y la ‘voz de las ovejas’, también a través de los organismos diocesanos que tienen la tarea de aconsejar al Obispo, promoviendo un diálogo leal y constructivo” (n. 5). ¿Cuántos obispos en verdad se meten en el corazón del pueblo y escuchan su sentir? Hay algunos, pero no parecen ser demasiados porque si se ven las votaciones que se hacen en los sínodos para aprobar las afirmaciones de los documentos conclusivos, casi siempre, las que en verdad implican cambios, tienen la mayor votación negativa. Que no siempre la democracia tiene la razón, es verdad, pero que hay verdades que “gritan al cielo” y que podrían ser escuchadas por la jerarquía eclesiástica, también es verdad.

Pero mientras llega la hora de que los pastores escuchen el sentir del pueblo, una iglesia sinodal implica que el laicado escuche su propio sentir y lo manifieste. Pero en un sector significativo del laicado encuentro mucho temor a levantar la voz. Oigo demasiadas voces recomendando que tengamos prudencia, que es mejor andar despacio, mejor no presionar los cambios, etc. Que yo sepa, casi todos los cambios vienen de la base. Se producen porque se levanta la voz. Se hacen necesarios porque ya no se aguanta más en una situación que no es compatible con lo que debe ser. Por eso creo que hay que alegrarse con el nombramiento de una mujer en el Sínodo, pero seguir levantando la voz: y ¿hasta cuándo será una sola mujer? ¿y cuando se abren más puertas? ¿y porque tanta resistencia a los cambios que harían de la iglesia una comunidad de iguales? Algunas personas temen que levantar la voz puede llevar a romper la comunión eclesial. Por supuesto hay opositores a los cambios y luchan con todo por evitarlos y se crean tensiones y dificultades. Pero la comunión también puede romperse con la pasividad, el aguante, el conformismo, los miedos, el creer que nada puede cambiar. No es posible evitar las dificultades y los riesgos, o la “Iglesia accidentada” de la que habla el papa Francisco, pero más cercano al Espíritu de Jesús es no dejar de hablar “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) para hacer posible una iglesia sinodal, una iglesia que camina junta no solo en palabras sino en hechos y estructuras.